EL CUADRO
El pintor trazó un esquicio en la cabeza y el rostro de la muchacha. Trasladó minuciosamente todas las alternativas de sus movimientos, mientras se encontró en la iglesia y pudo observarla.
Allá arriba, sobre el andamiaje, tenía Pastillo su lugar sagrado, donde cotidianamente, como si practicara un rito, iba pintando el cuadro de la muchacha judía del «ghetto» representando a la Santa Madre. Esa labor era su plegaria, la modesta expresión de su amor, la limitada comprensión humana de lo infinito y el precario tributo que ofrecía a Dios. Nunca había podido concebir a la Virgen María, ni tampoco a la muchacha del «ghetto», en su condición maternal. Por eso comprendió mejor a los primitivos bizantinos, que pintaban a la Virgen sola y, cuando la representaban con el Hijo, este era un hombre de barba, una criatura con rostro de adulto. Tiene en el regazo, no a su hijo, sino al Hijo del Universo, al Hijo del Hombre. Por eso no pintó a la muchacha judía representando, según la vieja tradición, a la Santa Madre como en uno de los cuadros «Con el hijo en el regazo» o «La Madre de la Misericordia», cuando Ella llora sobre el cuerpo del hijo crucificado, sino que la pintó a la manera de «La Concepción Purificada», innovación pictórica preconizada por todos los pintores jóvenes de la época.
De una nube que se eleva girando sobre la faz de la tierra asciende un cuerpo de doncella sin alas, suspendido en el espacio. De sus hombros cae a la tierra un manto de terciopelo celeste. Ofrenda a la Tierra lo último que le resta de vida terrena, y ante el sol se descubre un joven y casto cuerpo de doncella, casi niña… Se la ve desnuda, apenas un instante, e inmediatamente queda cubierto su cuerpo por sus largos cabellos, entre los cuales, aparecen, como rayos de sol entre las nubes, ciertas partes marfileñas de su epidermis. Está desnuda. La Divinidad no conoce vestimenta, pero su cuerpo desnudo es infantil tal como lo pintó Fray Angélico, su ferviente adorador. Hay una extraña expresión de castidad, de inocencia, en la actitud indefensa de aquel tierno cuerpo infantil. Ella misma no pretende nada, no sabe nada, pero se sacrifica a su Dios por entero, hasta la última gota de su sangre. Así sube al cielo, como una novia, con la sangre que hierve en cada una de sus células y corre a través de su cuerpo marfileño.
Su ligero cuerpo asciende al cielo, pero su mirada se mantiene fija a la Tierra, a la que está ligada para siempre por la sangre, y de cuyo dolor es compasiva depositaria. Su mirada tiene el atributo de inquirir en lo invisible y lo oculto. Parece que los ojos ven el destino que le está deparado y la suerte que debe acompañar a cada uno de los hombres. Ella ve las penurias y el dolor de nuestra vida pobre y mezquina, la inutilidad de nuestros días, y la inútil prosecución de nuestros esfuerzos por lo que está más allá de nuestras posibilidades; y porque sus ojos ven, se lamenta su boca. ¡Cuánto dolor y cuánta compasión imprimió en el diseño suave y delicado de su boca! La misma tristeza de la divinidad y el arrepentimiento humano, la misma bondad que expresara Miguel Ángel en su «Madre de la Misericordia», con el hijo crucificado en los brazos, tiene también la muchacha judía del «ghetto». Pero el gesto de dolor no estaba plenamente realizado como en el cuadro de Miguel Ángel; Pastillo lo hizo en los labios de su Virgen: una sonrisa incomprensible, como si poseyera el secreto de nuestra salvación, el secreto de nuestros últimos días, y presintiese la paz eterna y la tranquilidad después de nuestro transitorio ambular por el mundo… Ella conoce el camino. Es dueña de la apacible certeza, del principio y del fin de las cosas, y sabe conducir a quien lo quiera hacia la celeste opulencia, hacia lo eterno, que existió antes y que existirá después de nosotros.
Caía la noche, y la capilla se encontraba llena de sombras flotantes, movedizas, que iban lentamente de una columna a otra, a lo largo del templo. Allá arriba estaba sentado el pintor y observaba, a la luz de una bujía de cera, su obra recién terminada. De pronto olvidó que él había ejecutado aquel cuadro y que aún estaban húmedos los pinceles. Se le antojó que no era él quien había creado aquella obra, sino que el cuadro lo había creado a él. Por eso no lograba darse cuenta de cómo lo había realizado. Le parecía también que una visión había aparecido sobre su tela, surgiendo de esferas desconocidas, para tranquilizar a la humanidad y hacerla más feliz. De aquel cuerpo infantil irradiaba una felicidad que alcanzaba a todos, y supuso que aquel cuerpo era el suyo concebido para él y por él, el cuerpo con quien se había unido para siempre por alianza eterna, y en cuya compañía se elevaba sobre el mundo hacia las desconocidas esferas celestes. Creía que la mirada, el rostro, los ojos, la boca, todo era de él y para él. Por él había aparecido aquello. Y así veía su vida, su destino, sus vanidades y su condición indefensa, y por él se lamentaba; Ella le tenía lástima y había venido a salvarlo de la estrechez de este mundo para llevarlo al otro. Por eso le sonreía prometiéndole todo, todo lo celeste y lo terreno, sin fin y sin límite.
—¡Oh, felicidad celestial, tú, que puedes satisfacer sin fin, prodigando las adorables riquezas del cielo! ¡Bendita seas, porque has venido! ¡Oh, déjame agonizar en mi impotencia bajo tus senos alados! ¡Llévame de este mundo al tuyo misericordioso, sobre tus ligeras alas!
Y Pastillo cayó ante ella, desvanecido.
El pintor descendió del andamio con la bujía en la mano y alumbró con su luz a la muchacha, que yacía un poco alejada de su anciano abuelo, en un rincón de la capilla, detrás de una columna, sobre un almohadón, rodeada de trapos. El manto de terciopelo celeste que en el cuadro de Pastillo cae artísticamente de sus hombros cuando ella sube al cielo, la cubría en ese instante, dejando ver solamente los piececitos desnudos y el rostro sumido en el descanso. Pastillo creyó por un instante que la Diosa de su cuadro había descendido nuevamente del cielo y permanecía a sus pies como un pájaro muerto. Pero bien pronto el cuadro se hizo ante él la verdadera muchacha, la viva, la hermana de los hombres. Allí se encontraba sólo una pobre judía perseguida, que en su aposento se ocultaba de los inspectores de la Inquisición. Quiso retirarse, pero la luz de la bujía volvió a iluminar su rostro, que de nuevo le hizo recordar a aquella ante quien hacía poco tiempo se había prosternado para rogarle que lo condujera a las riquezas del mundo celestial. Pero el rostro de la muchacha dormida expresaba el desamparo del mundo; sus ojos cerrados tenían una expresión tan inocente e inofensiva como los ojos de una paloma en el instante del sacrificio. En las cejas, sobre los párpados caldos, se dibujaba la elocuencia de un amor pleno de humanidad que su diosa no poseía.
La madre de la felicidad celestial y terrena no se elevaba en lo alto hacia Dios, sino que estaba inmóvil, como un pájaro muerto a los pies del cazador.
Le entró un deseo poderoso e irreprimible de ver su cuerpo, el cuerpo palpitante de su Diosa; con el corazón agitado se acercó, tomó con sus manos el abrigo celeste que la cubría y lo retiró levemente, descubriendo el cuerpo desnudo.
El cuerpo se parecía al de su Diosa. El suyo también era adolescente como el que pintara Fray Angélico. Pero el cuerpo de la muchacha era humano y por eso más sagrado… En los pliegues de su regazo y en los hoyuelos de su vientre, se condensaba el deseo y la redención de los hombres en su eterno batallar. Pastillo creía que en ese cuerpo palpitante, más que en su cuadro, se compendiaba, no tanto la salvación del hombre, como el principio de su vida.
Se arrodilló ante ese cuerpo desnudo, sin orar, pero besando apasionadamente los pliegues del abrigo celeste que la habían cubierto y que aún conservaba el calor de su cuerpo.
Subió nuevamente al andamio y se acercó al cuadro, para brindar al cuerpo de su Diosa las riquezas de los cielos que poseen las hijas del Hombre…