EL DOBLE CORAZÓN
A través de las ventanas de la capilla de la Iglesia del «Sagrado Corazón», donde Pastillo pintaba sus frescos, penetraba una tenue claridad que bañaba los colores celeste intenso y dorado con los que estaba pintando las figuras de los santos, ascendiendo en una nube, en el ámbito de la iglesia. Dos estrías polvorientas que se proyectaban a través de los ojos de la Santa de un extremo a otro de la Iglesia, y que iban a perderse en el vacío, iluminaban en su trayecto con una luz extraña a los Patriarcas, los Profetas, los Apóstoles y los Santos, que asomaban de las paredes en los frescos de Pastillo. En un ángulo de la triste capilla, en presencia de todos estos santos que, por el efecto de la luz, parecían adquirir movimiento de vida, se encontraba el anciano ciego Reb Jacob, que desde los sucesos del «ghetto» estaba un tanto abochornado y no sabía dónde se hallaba, permaneciendo constantemente inmóvil en un rincón, y moviendo los labios sin separarse de su nieta.
Sobre el andamiaje estaba sentado, trabajando, el pintor Pastillo. De vez en cuando, fijaba la mirada en el pequeño grupo ubicado en un ángulo de la nave.
Los rayos luminosos que cruzaban el ámbito del templo resplandecían en los cabellos de Alfatah, interesando la mitad de su rostro. El pintor observó sus rizos, que parecían de seda, cayéndole armoniosamente sobre la nuca. Se detuvo en la contemplación del cutis moreno y delicado, la sonrisa melancólica y la seductora castidad que trasuntaba su mirada.
Allí, en el ambiente bañado de luz dorada que se filtraba a través de los ventanales, en la intimidad de los ángulos oscuros, era las sombras que proyectaban las blancas columnas, en la compañía de todos aquellos santos y patriarcas que parecían observar desde los muros, semejaba ella, la muchacha judía, más que nunca la Divinidad misma. La pareja del judío ciego, con la barba rala grisácea y la testa calva, que miraba sostenidamente como idiotizado, y la muchacha melancólica y confundida, producía una extraña sensación de realidad, como si las figuras inmóviles de uno de los frescos hubieran descendido, transformándose en seres vivientes. Ella parecía la Virgen María, hermana de los hombres, la mujer de quien Dios se enamoró para hacerla supremo consuelo del mundo entero.
Así debió parecer la Virgen María aquella noche al ocultarse en la cabaña de los pastores, en los campos de Belén, para dar a luz al Hijo. Así debió parecer en el camino, cuando huyó con José a Egipto. Así también debió parecer en el momento de la Suprema Exaltación, cuando Dios se fijó en ella y la ungió electa.
Pastillo pertenecía a la categoría de aquellos pintores religiosos en quienes la admiración por la Virgen María era una mezcla de amor divino y de amor profano. Siendo religioso, tanto por su educación como por su temperamento, le asignaba a la Madre de Dios un sentido tal de la divinidad, como sólo saben hacerlo aquellos temperamentos religiosos que llegan al más sagrado éxtasis. Pero cuanto más intenso se hacía este sentimiento, tanto más pecador se sentía el pintor. Sentía en el fluir de su sangre vehemencias de hombre, presencias demoníacas y sugestiones de pecado. Al mirar su rostro, al levantar hacia ella sus brazos, al arrodillarse a sus divinos pies, le rogaba que le preservara de toda debilidad humana, que lo llevara por sobre su condición y lo condujera a la pureza cristalina como sólo se encuentra en el mundo celeste. Atraído por la fantástica obsesión de la pureza máxima y celestial, se sentía tan cerca de Ella, tan dominado por su amor y bondad, tan con Ella, que no sabía si aquello era un pecado, un atentado contra la Divinidad o una distinción, una bondad especial que le concedía… Alucinaciones distintas lo perturbaban de noche: se imaginaba unido a la intimidad de su Diosa por vínculos de amor terrenal, y veía flotar ante sus ojos la gloriosa divinidad de sus senos desnudos… Así, su conciencia era torturada por el arrepentimiento y la añoranza…
En la muchacha del «ghetto», en Ifatah, vio la reencarnación de la Virgen María. Creía, como era creencia general por ese entonces, que la divinidad descendía a la tierra, corporeizándose; estaba convencido de que la Virgen María había accedido, guiada por una razón desconocida, a mostrarse en aquella muchacha; el milagro que se produjo por su intermedio en la inundación, a tal punto que todo el pueblo de Roma creyó ver en ella a la Virgen María, lo convenció aún más de que el Espíritu Santo se había posesionado de la muchacha. La divinizó, pues, no sólo porque era tan parecida a la imagen que él se bahía hecho de la Santa Madre, sino porque así lo imponía la presencia de aquel cuadro vivo de carne palpitante en movimiento, que hablaba y que miraba; también la divinizó la bullente vehemencia de su deseo no saciado, que se le diluía en la sangre y le corría por las venas como fuego derretido; sus convicciones religiosas refrenaban el ímpetu de su fuerte atracción, y este hecho le hizo silenciar su apasionamiento, impulsándolo a expresarlo en su cuadro de la Santa Madre, en que ella serviría de modelo y que pintaba clandestinamente para las monjas de la Iglesia del «Sagrado Corazón».