LA LEYENDA
Por toda Roma se propagó rápidamente la noticia de que la Madre de Dios había hecho su aparición sobre la Tierra. Que se encontraba oculta en el «ghetto», entre los judíos, a quienes salvó de una muerte segura, guiada por motivos extraños y propósitos desconocidas. Monjes de distintas órdenes, monjas y fieles llegaron clandestinamente al «ghetto» e inspeccionaron minuciosamente todos los negocios y casas cerradas, quizá con la secreta esperanza de ver a aquella virgen ante quien se prosternaban, aquella divinidad en cuyas manos se encontraba la llave de este mundo y del otro, que había aceptado ser hija del pueblo maldecido para ocultarse en él.
Inútiles resultaron las órdenes impartidas por los cardenales y obispos a los sacerdotes para que advirtieran al pueblo desde el púlpito que sólo se trataba de una hechicera, que obraba con el poder de Satán para transfigurarse en la Santa Madre, con el designio de hacer caer en engaño al pueblo cristiano. Había también testigos que declararon haber visto a la mujer que flotaba en el agua provista de patas de cabra. Otros contaban que habían visto salir del «ghetto» a una mujer con cuernos. Pero el pueblo se encontraba ya sugestionado por el cuadro aquel, y la leyenda de la «Santa Madre» se divulgaba rápidamente por toda Roma.
Los romanos habían creído siempre que en el «ghetto» se encontraban hechiceras y brujas; que las mujeres judías habían hecho trato con Satanás, y que este les daba el poder de permanecer siempre jóvenes y mantener la frescura de sus cuerpos y su apariencia púber, y de teñirse los cabellos con los colores de su preferencia; que podían, por medio de brebajes especiales, inspirar amor en los corazones de los hombres y hacerlos sus esclavos. Cuentan las crónicas de entonces que las más hermosas cortesanas de Roma iban al «ghetto» para obtener de las mujeres judías el secreto de la eterna juventud, que éstas recibían directamente de Satanás.
Sin embargo, el pueblo creía que Satanás poseía sólo su poder sobre el hombre y todo lo que se relacionaba con él; sobre su felicidad, su grandeza, su dominio, etc. Sobre todo eso podía el diablo ejercer su hegemonía, pero de ningún modo sobre lo que es sagrado y divino; que jamás podría Satanás emular a Dios. Por ello resultaba inútil el esfuerzo de la Iglesia para convencer a los creyentes de que había sido Satanás quien salvó a los judíos. El hecho de que la Santa Madre se mostrara en persona justificaba la fe del pueblo; por eso la leyenda de la «Santa Madre» del «ghetto» se divulgó entre la población contra la voluntad de los sacerdotes y el rencor impotente de la Iglesia…
—Hasta las mismas divinidades tienen sus debilidades humanas. Viendo, cómo torturaban a los suyos, vino a defenderlos —comentaban las gentes en la Iglesia.
—No es de admirarse; la sangre no es agua, y la sangre que corre por las venas de Nuestra Santa Madre se inclinará siempre a los suyos.
—Cada cual se inclina a lo suyo.
—Y yo digo que hay que tener mucho cuidado con este pueblo «maldito». A pesar de tanta persecución condenatoria tiene su fuerte adalid en el cielo. El mismo Crucificado, a pesar de ser hijo de Dios, es ante todo judío, y sufre al ver cómo los persiguen.
—Y ella, la judía, a pesar de que crucificaron a su hijo, aún no puede librarse de ellos…
—Así como una nuera, en casa de su suegro, defiende siempre a sus hermanos… —añadió una mujer.
La Iglesia, previendo un peligro en tales rumores, exigió de la Inquisición que se buscase a la hechicera para quemarla públicamente. La Inquisición no quería otra cosa. Todas las tardes allanaban sus soldados el «ghetto». Arrastraban de viva fuerza a las mujeres, y por medio de torturas cruentas las obligaban a confesar sus relaciones con Satanás. Quemaron en Roma a varias hechiceras, pero nunca pudieron dar con la verdadera. Y ni aún así pudieron librarse de la leyenda de la Santa Madre del «ghetto», que estaba en la boca y en el pensamiento del pueblo…
El joven pintor veneciano Pastillo, que era, en realidad, el verdadero promotor de la salvación de los judíos, sacó mientras tanto del «ghetto», clandestinamente, al judío ciego con su hermosa nieta y los ocultó en una iglesia desierta, donde él estaba pintando los frescos del Vieja y Nuevo Testamento para las monjas de la Santa Orden de San Antonio.
La Iglesia del «Sagrado Corazón» se hallaba perdida en un suburbio, rodeada de un enorme parque cerrado por altos muros. La capilla donde Pastillo pintaba sus frescos tenía una entrada secreta de la cual sólo él tenía las llaves. Allí escondía su tesoro. José Pérez, conciudadano y amigo de Reb Jacob, en cuya casa vivía este último con su nieta, volvió al «ghetto», pero aquel lugar ya no era seguro. Los judíos, a quienes se les había hecho la vida imposible bajo la férula de Pablo IV, buscaron las medios de huir de Roma a Ravena, donde el Príncipe les invitó a radicarse, para contrariar de esa manera al Papa. Pastillo prometió que llevaría a Reb Jacob con su nieta a Venecia, y cuando se separaron de don José Pérez, a quien en realidad consideraban como un hermano, concertaron un encuentro en Ancona, el puerto más cercano de Roma. Allí conseguiría un barco para trasladarlos a Venecia, de donde seguirían ya en un barco turco que pertenecía a los judíos y que se encontraba en constante comunicación entre Constantinopla y Venecia, para entrar en las dominios del Sultán, donde los judíos y los marranos vivían rodeados de riquezas y de honores, y donde su conciudadana y defensora, la rica doña Gracia de Mendoza, con su yerno José Nasi, conquistaron las más altas posiciones en el palacio del Sultán. José Pérez, el administrador y agente de la casa Mendoza de Roma, poseía muchas riquezas en sedas, oro, plata y piedras preciosas, que debían ser transportadas a Venecia. En aquellos tiempos no existían caminos en Roma, y el único medio de comunicación para transportar mercaderías era por agua o por medio de recuas acompañadas de cuidadores y jinetes, porque el tránsito era peligroso, y para un judío que llevara consigo sus riquezas suponía una muerte segura. A pesar de todo, Pérez estaba forzado a transportar sus mercaderías en recuas, de Roma a Ancona. Y sólo allí corría el peligro de ser reconocido por la Inquisición, y de ser, por consiguiente, muerto. Se veían obligados a hacer el viaje clandestinamente, bajo nombres supuestos de comerciantes venecianos; Pastillo prometió conseguirles vestimentas y documentos venecianos, para ponerlos bajo la protección de la República.
En realidad, los judíos no comprendían a qué razones obedecía la forma de conducirse de Pastillo, los riesgos que por ellos corría y todo lo que hacía en su favor. A pesar de que por ese entonces no era raro ver, de vez en cuando, un cristiano que guardara relación muy íntima con un judío, la solicitud del pintor le extrañaba mucho a Reb Jacob, cuya única felicidad la constituía su nieta Ifatah; el único objeto de su vida era preservar de todo mal a la hija de don José, su vástago más querido, que fuera quemado en aras de la fe por el fuego de la Inquisición, en Lisboa. El anciano vivía temeroso de algo. En presencia del pintor, tomaba las blancas manos de su nieta con una mano y no quitaba la otra de su hombro. Pero la rectitud de Pastillo, el tono de su voz, la seriedad y honestidad de su comportamiento hacia ellos, y, sobre lodo, el hecho de haber arriesgado su vida para salvarlos, inspiraron en el anciano Reb Jacob tanta fe y confianza hacia el extraño, que se entregó en sus manos.
Por otra parte, no tenía más recurso que aceptar la ayuda de Pastillo. La Inquisición había producido revuelo en el «ghetto»; todas las tardes allanaban otras tantas casas judías, y sacaban de ellas a mujeres jóvenes, de porte honesto y ojos inocentes, que en algo podían recordar a aquella figura que hiciera su aparición en el agua; las arrojaban a las sótanos de la Inquisición y, torturándolas cruelmente, las obligaban a contestar que habían adquirido la belleza de manos de Satanás y la delicadeza por medio de hechicerías. Por último, las quemaban públicamente en las calles de Roma.