CAPITULO VI:

EL MILAGRO

Poco después el pueblo de Roma consiguió lo que tanto esperaba. Los judíos, sea porque fueran arrastrados por las aguas, sea porque tuvieran la esperanza de que la presencia del Santo Padre los salvaría, salieron de pronto de sus casas, saltaron desde las ventanas al agua, y levantando a las criaturas y a los ancianos por encima de sus cabezas, empezaron a caminar. El agua les llegaba a algunos hasta la cintura, a otros hasta el cuello, pero todos marchaban. Iban madres con los hijos sobre sus cabezas; padres que llevaban a sus retoños en alto. Algunos judíos que enarbolaban los rollos de las Sagradas Escrituras, y se acercaban al sitial del Papa, rogaron en un instante dado con desesperada vehemencia:

—¡Abre las puertas del «ghetto», que nos ahogamos!

—¡En nombre de Dios, sálvanos!

—¡Somos todos ciudadanos de Roma! ¡Los Papas siempre nos han protegido!…

El Papa escuchó los ruegos de las víctimas, e hizo señas al gobernador de Roma, que formaba parte de su cortejo, para que los tranquilizara. El gobernador se levantó de su asiento, y dijo dirigiéndose a los judíos:

—Nuestro Santo Padre no puede permanecer impasible, sabiendo la gran desgracia que ocurre en el «ghetto», y ha venido a ayudaros; no porque lo merezcáis, sino porque Dios nos obliga a querer a nuestros enemigos —dijo el gobernador.

—Sabíamos que el Santo Padre nos tendría compasión —exclamaron los judíos desde el agua, con gritos de alegría.

—No podemos abrir las puertas del «ghetto» —prosiguió el gobernador—, porque el agua inundaría las calles cercanas y podría producir averías en la Santa Iglesia de Santa Angélica.

—¿Y entonces? ¡Ten piedad de nuestros hijos, Santo Padre! ¡Que nos ahogamos!

—No os ahogareis, no os ahogaréis —repetía con cierto acento de burla el gobernador, avivando así más la alegría y las risas de los espectadores, con su retumbar horrísono, que iba a repetirse en un eco salvaje—. El Santo Padre ya ha dado sus órdenes, y quinientos soldados cristianos trabajan para vosotros, malditos judíos, asegurando nuevamente los diques que el agua destruyó. Dentro de unas dos horas esperamos que comenzará el descenso de las aguas.

—Pero hasta que llegue ese instante nos ahogaremos —lloraban los pobres.

—No os ahogaréis —insistía el gobernador burlonamente, mientras la boca monstruosa de la canalla vomitaba la pestilencia de su mofa.

Inmediatamente comenzaron los soldados suizos a arrojar a los judíos con las alabardas. Los desdichados levantaron los ojos al cielo, sin saber qué hacer. Allí se encontraban judíos de distintas edades, hombres y mujeres, hundidos en el agua y semidesnudos; pechos velludos, espaldas encorvadas, cabezas gachas y ojos llenos de temor a la muerte.

Las caras barbudas que asomaban del agua excitaban la risa, y el pueblo explotaba el contraste de su diversión en las fisonomías cómicas y llorosas, hartándose de gozo. Algunas víctimas, sobre todos las mujeres, no podían ya mantenerse en pie y eran arrastradas por la corriente como astillas; las vestiduras se arrancaban a jirones y aparecían los cuerpos desnudos. Los senos fláccidos de las ancianas, los cuerpos delgados y menudos de los viejos que aún resistían con aliento tantas penurias, despertaban la burla y el desprecio popular; esa debilidad y ese desamparo de las gentes maniatadas de impotencia, sólo provocó, en lugar de compasión, la burla que suscita todo lo cómico y lo despreciable.

En el pueblo volvieron a repetirse los goces delirantes de los juegos. Perdido todo sentimiento de humanidad, la compasión estaba proscrita de su espíritu de masa entregado a los bajos apetitos. Esas gentes veían solamente, en las figuras cómicas que se agitaban en el agua con ojos de terror, un estímulo de risa, como si hubiesen sido perros, gatos o ratas que se ahogasen en el agua. Y esa risa contagiaba a todos, ricos y pobres, plebe y aristocracia. Reían cardenales y artesanos, frailes y soldados, monjas y prostitutas; todos; todos estaban enajenados por el entusiasmo del juego cruento. Todos, desde el Santo Padre hasta el último esclavo, regocijábanse desenfrenadamente; reían en el vértigo de la danza de la muerte que Satanás bailaba para fiesta de sus ojos. Los rostros excitados se acaloraban; los ojos refulgían como ascuas, y reían desenfrenadamente, agitando las manos. Los señores con sus mantos, las amas con sus mantones, los monjes con sus hábitos, los esclavos con sus lanzas; todos reían, reían, reían…

—¡Ved allá aquel pimentón con su barba roja; ved su rojo y velludo pecho; mirad, mirad, cómo se tambalea como un borracho!

—¡Borracho de agua! ¡Ha bebido suficiente por hoy!

—¡Venerada, tú, bella diosa! Tienes que pedirle al Papa que te lo regale. Lo harás el dios Pan de tus hermosos jardines; tú serás la única Venerada que tenga un rojo Pan. Los dioses te envidiarán —decía el cardenal Farnesio a la bella cortesana Imperio, que dominaba con su cortejo de enamorados y enamoradas uno de los lugares privilegiados de las murallas del «ghetto».

—No le deseaba a este judío la suerte de estar en los jardines de la Venerada y contemplarla todos los días entre el ramaje, cuando toma su baño en los manantiales de las «aguas del amor». ¡Oh! Estaría dispuesto a cambiarme inmediatamente por él —decíale el Embajador de Florencia a la bella Imperio. La cortesana le permitió entonces, en gracia del requiebro, besar la uña minúscula de su dedo meñique…

—¡Mirad, mirad aquel barrigón con un miembro diminuto, tambaleándose sobre sus pies! Aguardad un minuto más, y veréis cómo su cabeza calva desaparece bajo el agua como una luna llena —decía un espectador mientras señalaba con la mano a otro de un grupo cercano.

—¡Qué lástima, que un cuerpo tan adiposo tenga que perderse! —reta un segundo.

—¿Qué puedes acaso hacer con él?

—¡Sería buena carnada para la pesca!

Y un trueno de risas retumbó sobre las aguas.

—¡Mirad, mirad, un instante! ¡Ved, ved! ¿Quién nada allá?

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso?

Las risas comenzaron a apagarse poco a poco, y un temor a lo incomprensible ocupó su lugar. Las gentes que se encontraban sobre los muros, azoradas ante el prodigio que se desplazaba ante su vista quedaron atónitas y amedrentadas.

Saliendo de un callejón, apareció, sobre una tabla o trozo de mueble que arrastraba la corriente, una mujer joven. A sus pies, sobre un jirón de tela, yacía un anciano canoso. La mujer aparecía casi desnuda; la delgada túnica amarilla que cubría su cuerpo se deslizaba de sus espaldas, descubriendo la tentadora redondez de un hombro, que descendía suavemente perfilado como un arco de agua cristalina. En su espalda bien modelada se reflejaban los rayos del sol como una llamarada, jugueteando con su piel y disponiéndose en visajes y sonrisas; su tupida cabellera, negra y brillante como el azabache, caía graciosamente sobre su cuerpo, cubriendo sus senos redondeados e incipientes y dejando ver solamente pequeños claros nacarados como rayos de sol a través de un tupido follaje… No rogaba, no levantaba las manos al cielo pidiendo ayuda como sus hermanos. Como si estuviera avergonzada por su desnudez, llevaba la cabeza inclinada, y miraba de rodillas, compasivamente, al anciano que yacía como un sacrificado a sus pies. Y su rostro, su figura, todo expresaba tanta lástima, tanto sufrimiento y tan hondo dolor, que el pueblo se avergonzó de sí mismo, de todo ese juego y de todo lo que allí pasaba. Poco a poco fueron apagándose los gritos, las risas, los murmullos y un amplio silencio dominó el ambiente.

El pueblo romano, habituado a ver siempre en lo bello lo sagrado, creía que la aparición de esa doncella era una visión celestial. Le parecía que ya la habían visto en alguna parte. Muchos sintieron la impresión de algo ultraterreno, sobrenatural. Creyeron que algo extraordinario había aparecido ante su vista.

La desnudez de la muchacha, su mirada llena de sufrimiento, su cuerpo flexible y su rostro, en el que afloraba una casta sonrisa, parecían inspirar un sentimiento de devoción y de arrepentimiento. Ya no veían tambalearse pesadamente a los judíos. Ya no se reían de las mujeres y los hombres desnudos en el agua. Por el contrario, el cuadro de los judíos con los rollos de la ley, la aflicción de las ancianas con los niños en brazos, sus lamentos, sus ruegos, gracias al sortilegio de la doncella desnuda, despertaron en el ánimo de los concurrentes una reacción distinta, y aquello parecía la visión de un cuadro bíblico, de un grupo de santos que cruzase el mar, precedido por la Santa Madre, la Madre de la Misericordia.

Por todas partes se oyó el cuchicheo del pueblo, que se extendía como el murmullo de un viento suave.

—¡Salvadlos!

—¡Las gentes se ahogan!

—¡Es una vergüenza ante Dios!

—¡Pecado! ¡Pecado!

Inesperadamente apareció alguien en el agua, hundido hasta el cuello; parecía de alta estatura; apareció por un callejón y acercándose a la tabla que flotaba en el agua, encima de la cual se hallaba la muchacha semidesnuda con el anciano, sacó debajo del agua un gran crucifijo, y levantándolo en alto, por encima de las cabezas de los judíos, lo mostró al pueblo… Un temor inusitado se apoderó de la masa espectadora. Aquí y allá, grupos de monjes se arrodillaron, y seguidamente se entonó una canción sagrada que resonó en las murallas, en el agua, en todo el «ghetto» y también por toda Roma:

—¡La Santa Madre flota! ¡La Virgen de la Misericordia!

—¡Pueblo cristiano! ¡Mirad, mirad! ¡La Madre de Dios flota!

Dé todas partes miraron hacia el sitial del Santo Padre y su cortejo. Pablo IV cubrióse el rostro con su manto rojo, para no ver. De pronto estalló una tormenta de alarmas, señalando cada cual a Pablo IV.

—¡Salvadlos!

—¡Abrid las puertas del «ghetto»!

—¡Salvadlos! ¡Salvadlos!

—¡Pecador! —vociferó un monje, señalando al Papa con la cruz.

—¡Anticristiano!

—¡Satanás que usurpa el trono de Cristo!

—¡Anticristiano!

Con sus alabardas y picas protegían los soldados suizos al Papa, abriéndole paso por entre la masa revuelta, hasta que desapareció de las murallas del «ghetto» seguido de su cortejo. Así también desaparecieron, uno tras otro, los cardenales, los cortesanos, los señores, los altos funcionarios de la Iglesia, los personajes notables de Roma y del mundo entero, abandonando sus tapices multicolores que se agitaban, jaspeados por los rayos del sol.

De pronto saltaron las puertas del «ghetto», para dar paso a una corriente que parecía abalanzarse para inundar toda Roma.