LA INUNDACIÓN
El 15 de setiembre de 1557 Roma despertó con la sensacional noticia de que las aguas del Tíber habían inundado el «ghetto». La población de Roma, fiel a la tradición de sus juegos y exaltaciones, abandonó sus labores cotidianas y, presurosa, bajó en masa al lugar del siniestro con un entusiasmo desenfrenado, impaciente por presenciar el gran juego donde miles de personas estarían luchando con la muerte.
Las callejuelas estrechas y tortuosas de los alrededores del «ghetto» se encontraban hacía horas atestadas de muchedumbre, que iba y venía entusiasta de contemplar el espectáculo; todas las gentes estaban acaloradas, con caras sudorosas, ojos brillantes y sonrientes, comunicándose unas a otras la gran noticia. El Papa prohibió abrir las puertas del «ghetto» hasta que el agua cubriese la plaza de Judea, exceptuando a aquellos que extendiesen las manos hacia la cruz y quisieran colocarse bajo las alas protectoras de la Iglesia, para gloria de la Iglesia y regocijo de los cristianos.
Los respetables patricios romanos iban vestidos con ricas túnicas de color, envueltos en mantos de terciopelo celeste, acompañados de una infinidad de sirvientes y esclavos, que llevaban almohadones para que sus amos se acomodasen sobre los muros del «ghetto»; para colmo del boato, llevaban también los más ricos tapices, y aun sombrillas para preservarse de los rayos solares. Canastos con frutos, vinos, dulces y confites llevaban tras de ellos para refrescarse mientras presenciaban el gran juego. Iban también jornaleros, semidesnudos y descalzos, que llevaban a sus hijos sobre sus cabezas, con semblantes escuálidos de hambre y ojos afiebrados de sed, ávidos de juego, de diversiones y de emociones excitantes… Iban también mozos de labranza, soldados suizos que servían en el ejército del Papa, con sus vestimentas fantásticas, pantalones coloreados, y cada pie envuelto en un paño distinto. Iban frailes de distintas órdenes, franciscanos, dominicos, en sus hábitos pesados y grises, con las capas tiradas por encima de la cabeza, descalzos; grupos de monjas vestidas de negro, en procesión, llevando los estandartes de la Iglesia y entonando cantos religiosos. También iban prostitutas, las más bellas cortesanas de Roma, universalmente reconocidas, y las hermosas mantenidas de la aristocracia romana; los sirvientes llevaban, delante de ellas, loros en jaulas de oro, que acreditaban su profesión, constituyendo para ellas un orgullo mostrarse en público con tales atributos… Iban acompañadas por un cortejo de jóvenes —hombres y mujeres ricamente vestidos—, el orgullo de Roma. Estos eran los rendidos admiradores de su belleza, prisioneros de sus atractivos, el botín de su victoria; cuanto más numeroso era el cortejo de sus enamorados, tanto más orgullosa e imponente balanceábase la cortesana en el sillón, sobre los hombros de sus esclavos… Como un torrente de distintos colores que arde en una fantástica puesta de sol, afluía todo aquello para presenciar la inundación.
Los muros del «ghetto» estaban invadidos ya por gentes de distinta clase, sexo y edad. Algunos esclavos reñían para conseguir la mejor ubicación para sus amos; otros desplegaban los más ricos tapices y almohadones de distintos colores sobre los anchos muros, para mayor comodidad de sus señores y amas, los dueños de sus vidas y muertes. Los muros del «ghetto» desaparecían debajo de los distintos colores de géneros, sedas, terciopelos multicolores con los que se adornaba la aristocracia romana, concurriendo con su profunda opulencia a las puertas del barrio judío… Se agitaban al sol los diseños y paisajes de los más caros tapices orientales, con dibujos de diversas frutas y animales. Rugía como el oleaje furioso de un río desbordado la gente del pueblo que se arracimaba sobre los muros y, de vez en cuando, estallaba un trueno de risas y alegres exclamaciones que traducían el entusiasmo por el gran juego. Era la danza de la muerte de hombres agonizantes la que se presentaba ante su vista, en el interior del «ghetto»…
Aquella danza de la muerte se inició así: de noche, oyeron los que debido a la escasez del lugar habitaban los sótanos del «ghetto» un salvaje rugir y golpear en las paredes de sus viviendas, como si un enemigo pugnase por llegar hasta ellos. Los habitantes del «ghetto» —como ya se ha dicho—, obligados por prohibición del Papa a no ensanchar los muros, se veían en la premiosa necesidad de buscarse un lugar donde vivir; entonces cavaron cuevas como las vizcachas, haciendo subterráneamente sus viviendas. Los habitantes de los sótanos sabían ya lo que significaban aquellos extraños ruidos en las paredes de sus viviendas, y quién era el enemigo que avanzaba contra ellos. Bajaron de sus lechos como sorprendidos por un incendio, se llevaron a sus niños, a sus enfermos y ancianos, y quien podía y aún tenía tiempo llevó consigo lo que tenía a mano, aprestándose a subir a lo alto de las construcciones. Por medio de golpes en las pared, se comunicaban unos a otros que se acercaba un enemigo rápido y poderoso: «¡El agua llega!». Esta exclamación, «¡El agua llega!», se transmitió como un ruido terrorífico, de una casa a otra, y despertó de su profundo sueño a todos los habitantes del «ghetto». Pero el agua llegaba aún más rápidamente que el miedo. Los abrazaba más rápidamente que el fuego. De pronto vieron que el agua comenzó a cubrir la planta baja de las casas; algunos se hundieron con sus camas y demás enseres domésticos antes que atinasen a huir. El suelo húmedo comenzó a hundirse bajo sus pies. Parecía como si la tierra desapareciese tras los pasos de los desesperados. El nivel del agua subía bruscamente, aumentando más y más su profundidad en una forma terrible…
Cuando los judíos vieron que el agua crecía sin pausa y sin tregua, corrieron en masa clamando socorro, llevando sobre los hombros a los niños y ancianos, y pequeñas bolsas con lo poco que podían salvar de sus bienes, dirigiéndose a las salidas del «ghetto». Pero inútiles fueron los ruegos e inútiles los golpes en las puertas. Afuera sólo se oían los pasos silenciosos de los centinelas que vigilaban la entrada, armados de alabardas y caminando de un lado para otro.
—¡En nombre de Dios, abridnos las puertas, que nos ahogamos! —gritaban, golpeando.
—No tenemos orden para hacerlo —contestaban las voces de afuera, y volvían a oírse pasos tranquilos.
La gente anciana lo tomaba por bien, y esperaba un milagro; fueron los primeros en ponerse a salvo en los altillos de las casas; en los jóvenes, la vida en flor y la sangre nueva los acuciaba en procura de salvación y buscaban un lugar donde pudieran sustraerse al peligro; muchos de ellos lograron salvarse momentáneamente trepándose a los muros, pero inmediatamente aparecieron los guardianes y les golpearon las manos con las alabardas, obligándoles a descender. Entonces no les quedó otro recurso que subir a lo alto de las casas, esperando el milagro de su salvación.
Cuando la población romana acudía, agolpándose alrededor de los muros, se encontró con que el agua dominaba ya majestuosamente la superficie del recinto. La plaza de Judea estaba totalmente cubierta; sólo el canto de la fuente emergía aún en medio de ella. Y en la Piaza di Temple tampoco se veía nada, pero el agua chocaba contra las macizas paredes de las casas, cuyas puertas y ventanas se hallaban herméticamente cerradas, buscando alguna grieta o hendidura por donde hacer irrupción. En las ventanas más altas de las casas, en los techos y puentes que comunicaban una casa con otra, en todas las aberturas aparecían gentes de rostro despavorido, extendidas en alto las manos exangües. Uno empujaba al otro, una cabeza se erguía sobre la otra, un rostro se asomaba encima de otro, y las manos se alzaban unas por encima de otras, implorando socorro a los espectadores. Algunas madres levantaron sus criaturas por encima de sus cabezas, mostrándolas a través de las ventanas para que los romanos salvasen por lo menos a sus hijos. Los jóvenes cedieron sus lugares en las ventanas a los viejos, que solicitaban quejumbrosamente ayuda a los que los observaban desde los muros.
Pero el ruego de los ancianos, las lágrimas de las madres y los ojos atemorizados de las criaturas provocaban cada vez más la algazara, el desenfreno y la libre diversión, aumentando a su vez más y más el desprecio y la burla.
—¡Enseñadles la cruz! ¡Que se prosternen! ¡Que la besen!
Los frailes, dominicos y franciscanos levantaban en todas partes sus cruces, mostrándolas ante los rostros asomados a las ventanas. En el otro extremo, un grupo de monjas exhibió un cuadro sagrado, haciéndoles entender por medio de señales que solo su Dios, Jesucristo, era el que podía ayudarlos.
Pero apenas vieron los judíos las cruces, los cuadros sagrados y los estandartes, tornaron las cabezas, los ancianos cerraron los ojos y se cubrieron los rostros con las manos para no ver; las mujeres escondieron de nuevo a sus hijos y los envolvieron en sus túnicas, para que no viesen los dioses ajenos.
—¡Pueblo terco! ¡Cómo cierra los ojos ante las insignias de Dios! ¡Cuán enceguecido está, como dicen las Santas Escrituras! —referíale un fraile a otro.
—Todo eso lo hace Satanás, que no les deja ver el Divino Rostro. Desde la hora en que torturaron a nuestro Señor, Satanás se les metió en el alma, por eso cuando ven Su Efigie, llora en ellos el ángel maligno y no les permite mirarle.
—Esto se debe a que los maldijo Santa María, cuando descendieron a su Hijo de la cruz. Al ver las heridas de sus manos, lanzó su maldición para que jamás les fuera dado mirar su rostro bienaventurado. El sol los tortura y ellos no pueden fijar sus ojos en Él sin avergonzarse.
—¡Habría que echarlos al agua! ¡Ahogarlos como ratas!
—¡Como ratas! ¡Como ratas! —gritaba el populacho, excitándose cada vez más. No les bastaba solazarse en el terror de sus víctimas sitiadas en los techos y torres del «ghetto» y en las ventanas de las casas. Querían verlas luchar realmente con la muerte. Se impacientaban con la monótona corriente de agua; aún no habían visto ahogarse a nadie.
—¡Arrojadlos de los techos! ¡Como a las ratas, como a las ratas! —seguía gritando el pueblo.
Pero su sed aviesa no tardó mucho en calmarse; desde los sótanos abiertos y de los subterráneos comenzó el agua a arrastrar los enseres; sobre las aguas flotaban mesas, sillas, cajones de mercaderías, trozos de telas, libros y jirones de pergaminos y otros utensilios, animales y aves domésticas ahogadas. El pueblo, en expectativa, se exaltaba, y cada mueble, cada vestido u otro objeto que aparecía sobre el agua provocaba de nuevo el vocerío y las manifestaciones de loca alegría. Pronto aparecieron también cuerpos humanos, de niños y ancianos; la visión de los cadáveres hizo arder la sangre del pueblo romano. Por encima de los muros se oía tanto griterío, exclamaciones tales, como si el pueblo tuviera ante sí a su salvador, a su héroe, o a su libertador.
—¡El mar del Faraón! ¡Dios ha lanzado sobre los judíos el mar del Faraón!
—¡Llegó el día de la venganza divina contra sus enemigos! —decía otro.
—¡Viva el Santo Padre, Pablo IV, el fiel servidor de Dios, que cuida de su prestigio!
—¡La sangre de Dios ha sido vengada!
Aquí y allá, monjes y frailes se arrodillaron, levantando los ojos al cielo, y rezaron rogando por las pobres almas que se iban, para que Dios tuviese compasión de ellas y les permitiese la entrada en el reino de los cielos. Después extendieron las cruces sobre el agua donde flotaban los cuerpos.
A lo lejos se oía el monótono doblar de las campanas de la Iglesia; el pueblo inclinó rápidamente la cabeza, las monjas se arrodillaron y entonaron cantos religiosos.
En un instante dado apareció sobre los muros, en una silla de mano, el Santo Padre, vestido de rojo, acompañado de un gran cortejo de cardenales y otros altos funcionarios de la Iglesia. Sobre la muralla había sido especialmente engalanado de brocados y otras telas riquísimas, un sitial para que el Santo Padre pudiese contemplar cómodamente el espectáculo. El pueblo calló a la sola mirada del Papa, y todos esperaron agitada y curiosamente lo que iba a suceder.
Los judíos encaramados en las torres, en las ventanas y en las puertas, viendo al Santo Pontífice, comenzaron a gritar y llorar desesperadamente, y sacaron por las ventanillas los rollos de la ley; las madres le enseñaron sus criaturas y comenzaron a rogarle:
—¡En nombre de Dios, sálvanos, sálvanos!
—¡Abrid las puertas! ¡Nos estamos ahogando con nuestras familias!
Todas las miradas se concentraron en el Papa, cuyo rostro cambió de color y cuyas arrugas se movieron como un océano agitado. Los ojos del Santo Padre parecían adormilados: tan hundidos se veían entre las arrugas de su rostro entenebrecido.