CAPITULO IV:

FUEGO Y AGUA

En el trono de Cristo, en Roma, se encontraba el viejo tirano, el octogenario Juan Pedro Caraffa, bajo el nombre de Pablo IV. Ya en tiempos en que ejerciera su investidura cardenalicia, bajo la dirección de Pablo III, había hecho incinerar los sagrados textos.

Pablo IV ascendió al trono de Cristo para que, con el veneno de su fanatismo y el poder de las torturas inquisitoriales, mantuviese el poder papal, que comenzaba a debilitarse sensiblemente, debido a la enorme influencia de los reformadores, Lutero en Alemania y Calvino en Ginebra. Pablo IV, al sentirse ya demasiado débil para ahogar el movimiento protestante, que se desarrollaba inconteniblemente en toda Alemania, arrojó los dardos de su cólera contra los herejes de su reino: contra los judíos, los moros y los marranos.

En la cámara de su templo, arreglado a lo jesuítico, arriba, por encima de los departamentos del Vaticano, sentada en un asiento duro, la alta figura del Papa se mostraba sumida en melancólica congoja. Su rostro, surcado profundamente de arrugas, semejaba un mar revuelto. La áspera pelambre de su tupida y blanca barba se movía con una rigidez de alambre, pero entre las arrugas de su cara y por debajo de las pesadas cejas que casi cubrían los párpados, asomaba un par de pequeños ojos celestes, casi infantiles, mortecinos e inmóviles como dos ascuas a punto de extinguirse.

—¿Desde cuándo se rige el trono de Pedro por la voluntad del Sultán y los herejes? —preguntábale el Papa al menudo y tranquilo cardenal Alejandro Farnesio, quien dirigía la política externa del Vaticano.

—El judío José Nasi se ganó la simpatía del Sultán, y es ahora su consejero. Nosotros, a la vez, debemos ganarnos su amistad. El fuego de Ancona nos costó el comercio con el Oriente —repetía quedamente el cardenal.

—¿El Sultán podrá acaso ordenar al representante de Cristo cómo tiene que conducirse con los reformadores y enemigos del cristianismo? —volvió a preguntar el Papa.

—Roma no es tan sólo la sede de la Iglesia cristiana; lo es también del reino romano. Los otros reinos de Italia se enriquecieron con el comercio de Oriente gracias a los judíos. Venecia, Ferrara y Ravena conquistaron la amistad de los consejeros judíos del Sultán. Y hasta España, la más acérrima enemiga de los judíos, trata ahora de relacionarse con el ministro judío José Nasi, y ha ordenado a su Embajador en Constantinopla que entre en tratos secretos con él. Así nos lo comunican de fuente fidedigna.

El Papa, al oír la palabra España, montó en cólera; su cara enrojeció y sus ojos perdieron su quietud, porque por poco que quisiera a los judíos y marranos, odiaba mucho más a los españoles, que le conducían incesantemente a la guerra.

—Mostraré al Sultán de todos los musulmanes, a los judíos, españoles y otros reformadores, que en Roma se encuentra todavía el representante de Cristo —exclamó el Papa, incorporándose—. Ve y llámame a mi primo, el Gobernador de Roma.

Por la noche, cuando el cardenal Farnesio asistía a la cena que ofrecía la famosa cortesana Imperio, festejando un gran acontecimiento, es decir, el hecho de que su papagayo africano había aprendido a declamar unos versos de Virgilio, entró en la villa junto al Tíber, en el momento de los bailes de adolescentes y doncellas desnudos, un hombre enmascarado que solicitó hablar con el cardenal. Y cuando éste le preguntó lo que quería, el desconocido le dijo al oído:

—El Papa acaba de ordenar al Gobernador de Roma que incendie el «ghetto» por los cuatro costados, y que cuide que ningún judío se salve del fuego.

El cardenal, palideciendo, preguntó:

—¿Cómo lo sabes?

—Soy de la casa del cardenal de Venecia —le contestó el desconocido.

El cardenal no hizo más preguntas, pues bien sabía que el cardenal de Venecia estaba mejor que nadie informado de todos los secretos, y que no sólo era representante de la Iglesia sino, ante todo, Embajador de la República de Venecia. Y, por otra parte, sabía que los sabuesos de quienes se servía el cardenal conocían antes y mejor que los mismos cardenales lo que sucedía en el Palacio del Papa; por lo tanto, podía confiar en sus palabras.

—No sé quién eres, joven, pero lo cierto es que has favorecido en mucho a la Iglesia con tu mensaje —le dijo—. Recibe mi agradecimiento.

—Un favor con otro favor se paga; quiero que en cambio me enteréis de todos los males que amenazan al «ghetto» de Roma.

—¿Cómo? ¿Un amigo de los judíos?

—¡No, un amigo de la Iglesia!

El joven se retiró la máscara, y el cardenal reconoció al pintor Pastillo.

—¡Pastillo, el pintor de Venecia! —exclamó asombrado el cardenal—. ¿Qué tienes que hacer tú en el «ghetto»?

—¡Allí se extravió mí corazón!

—¡Y el ojo vigila siempre allá donde el corazón descansa! —afirmó sonriendo el cardenal.

Y sin importarle nada que la bella Imperio coqueteara con sus ojos de zafiro sin par, según se afirmaba en todo el reino de Italia, invitó al joven para que se quedara hasta el momento en que su papagayo fuera introducido en una jaula de oro y declamara a Virgilio; luego se excusó de tener que retirarse, porque comprendió que la vida de miles de almas era más importante que el papagayo. A pesar de que no lo hizo por los miles de almas, ni tampoco en homenaje a la fe cristiana, y sólo contemplando los intereses bastardos de la Iglesia.

Después de media hora yacía a los pies del Papa, en su dormitorio, rogándole:

—Santo Padre, la Iglesia está en peligro. De Alemania recibimos noticias de que las teorías herejes de Lutero, el reformador, se propagan por el país como una epidemia. También Inglaterra se nos va de las manos. En Francia se divulgan las ideas ateas. Incendian públicamente en las plazas las bulas del Papa. La silla de San Pedro se tambalea. Los reformadores ganan cada vez más adeptos. Y ahora, si llegara a saberse en todo el mundo que han perecido quemadas miles de personas, nadie dudará de que el autor de esas muertes fue el Vaticano, y como los judíos tienen en todas partes sus agentes, y en todas las cortes hay médicos y financieros judíos, aprovecharán la coyuntura para luchar contra la Iglesia, y esto dará más ánimo a los reformadores en sus ataques contra la iglesia y nos restarán pueblos enteros.

El Papa cerró lentamente los párpados, como si se durmiera, y calló.

En un rincón, cerca de la puerta, estaba el Gobernador de Roma con el decreto en la mano, esperando la refrenda del Santo Padre.

—¿Y cuánto te pagaron los judíos para que hagas esta gestión? —preguntó finalmente el Papa.

El cardenal calló un momento; se levantó de su sitio, se persignó y dijo:

—Dios es testigo de que lo hago sólo en interés de la Iglesia. Inventad para los judíos toda clase de torturas. Pero castigadlos de modo que no sea la mano de la Iglesia. Los judíos se han ganado al Sultán. Reyes y príncipes buscan su amistad. Están dispersos por todo el mundo y pueden ser una gran ayuda para nuestros enemigos.

—Que los reyes y príncipes busquen la amistad del judío y del Sultán, pero eso no lo hará nunca el Papa de la fe cristiana; con los enemigos de Cristo no tengo nada que ver —afirmó el Papa con tono enérgico.

El Gobernador de Roma intercedió entonces:

—Santo Padre, si no podéis castigarlos con fuego, hacedlo con agua.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el Papa.

El Gobernador miró al cardenal. El Papa hizo una seña con la mano, y el cardenal salió del aposento del Santo Padre, dejándolo a solas con el Gobernador.

—Las aguas del Tíber salen todos los años de su lecho e inundan el «ghetto» —dijo el Gobernador—, y cuando vos obligasteis a los judíos a que levantaran los muros, ellos lo aprovecharon en una forma tan inteligente, que aseguraron las orillas del río haciendo altas murallas para que el agua del Tíber no penetre en sus viviendas. En septiembre esperamos una nueva inundación del Tíber; ordenad, y nosotros desharemos secretamente las fuertes barreras, y cuando las aguas alcancen su más alto nivel se introducirán en el «ghetto» e inundarán todo lo que se encuentra en aquellos sótanos —añadió el Gobernador con voz apagada.

—Y tú —ordenó el Papa— pon en guardia a mis fieles soldados alemanes y suizos, para que no permitan, hasta después de veinticuatro horas de la inundación que ninguna alma abandone el «ghetto».

—Seréis obedecido —e inclinóse ante Su Santidad.

—Y ahora llámame a ese Judas, el cardenal.

Cuando el cardenal Farnesio hubo entrado, el Papa le dijo con voz melosa, levantando los ojos al cielo:

—No por amor a los infieles lo hemos hecho, ni por la necesidad material de nuestra vida en este mundo, sino sólo por la Santa Iglesia, que nos enseña a amar a nuestros enemigos.

Y al decir estas palabras, el Santo Padre tomó el decreto de manos del Gobernador y lo echó al fuego del hogar.

Pero el cardenal descubrió en el fondo de los celestes ojos del Papa una centella oculta.