LA EXCOMUNIÓN
En el mes de mayo de 1556, por decreto del representante de Jesucristo, el Papa, la Inquisición condenó a la hoguera a veintiséis marranos; aquellos que aceptaron voluntariamente la fe cristiana fueron enviados con cadenas a la solitaria isla de Malta. El infierno inquisitorial de Ancona conmovió a los judíos de todo el mundo, y sobre todo a los de Italia.
Hacía ya muchos años que los marranos de Portugal y España habían abandonado sus hogares, envueltos en fuego y sangre, para dirigirse a las amadas y libres Repúblicas de Italia, donde en aquellos tiempos reinaba el espíritu de progreso, de cultura y de humanidad. Los Papas Clemente II, Pablo III y Julio III permitieron a los marranos fugitivos de la Inquisición volver abiertamente al judaísmo, adoptar nuevamente sus nombres judíos, y hacer vida judaica. En la libre República de Venecia fueron recibidos con los brazos abiertos. Iniciaron allá las relaciones comerciales con sus hermanos que se encontraban en los países del Sultán, contribuyendo así al desarrollo y enriquecimiento de la República.
Enviando a estas Repúblicas, y queriendo atraer a los marranos de Venecia a sus países, para enriquecer, por su intermedio, sus puertos con el comercio de Oriente, los ducados de Ferrara les aseguraban una infinidad de derechos, permitiéndoles edificar sinagogas, instalar imprentas judías, hecho que significaba en aquellos tiempos el exponente más avanzado de la tolerancia religiosa, y dar a sus hijos la educación de sus padres.
En Ferrara, aquel paraíso en miniatura, donde los duques congregaban a su alrededor poetas y pintores y en cuyas residencias se discutía más sobre Virgilio y Dante que sobre asuntos de Estado, desempeñaban los marranos el papel más importante. Eran los ministros de Comercio y Finanzas y ocupaban los más altos puestos en la vida social y política. En el año 1543, Pablo III, por delación de Yosef Mara, hizo quemar públicamente en Roma todos los libros judíos, exceptuando el «Zohar»[13]. Por esta razón, los judíos de Roma y de otras ciudades de Italia enviaron clandestinamente sus libros sagrados a Ferrara y Ravena, a fin de que los marranos los guardaran debidamente, e impidieran su desaparición.
Pero durante el dominio de Pablo IV terminó todo; por un decreto privado, todos los marranos del puerto de Ancona fueron arrojados a los sótanos inquisitoriales de tormento. Muchos de ellos eran súbditos turcos que habían venido por un corto tiempo a negociar en Ancona. Algunos de ellos se salvaron en el último momento, huyendo a los otros pequeños ducados de Italia, fuera de la jurisdicción del Papa. Pero la mayoría murió bajo la barbarie de los inquisidores, muchos fueron enviados a las islas, y veintiséis sufrieron públicamente el tormento de la hoguera.
Podría decirse que éste fue el primer fuego que encendió la Inquisición en tierra de Italia, y provocó el pánico, tanto entre los judíos como entre los marranos.
En la casa de don José Pérez, el mercader de Castilla, como se le llamaba en el «ghetto», los marranos se reunían ocultamente, para orar y hacerse mutuas consultas. A los judíos también, a pesar de no haberles sido prohibido aún profesar la fe judaica, les clausuraron todas las sinagogas, dejándoles abierta una sola; comenzaron entonces, tanto ellos como los marranos, a usar un viejo sistema que habían practicado en España y Portugal: el de reunirse en sótanos secretos para cumplir los oficios divinos y realizar allí sus asambleas.
José Pérez era en Roma representante de doña Gracia de Mendoza, la que ya entonces, con su yerno José Nasi y otros judíos y marranos, que contaban en total unos quinientos, habían huido de Ferrara a Constantinopla para colocarse ellos mismos y colocar sus riquezas bajo la protección del Sultán. Muchos de sus bienes fueron confiscados por el rey de Francia, por el Papa y por otros pequeños reinos, a quienes doña Gracia facilitaba dinero prestado. A pesar de eso, seguía manteniendo comercio clandestino con los puertos de Italia, adonde enviaba sus barcos cargados de mercancías de Constantinopla, en combinación con los agentes que tenía en todas partes. Estos eran al propio tiempo los embajadores de los marranos; tenían a doña Gracia siempre informada de las cuestiones pertinentes y facilitaban la huida de los perseguidos hasta ponerlos en las tierras del Sultán.
En el sótano profundo y abovedado donde encontramos por primera vez al pintor, se encontraban reunidos los judíos de Roma. Era una noche de verano, después de un día bochornoso, y casi toda la población de Roma descansaba a orillas del Tíber.
Las callejuelas, oscuras y tortuosas, eran como negras fauces, y las casas, altas y silenciosas, semejaban sombras gigantescas animadas de extraños movimientos. Por las callejuelas del «ghetto» se deslizaban junto a las paredes sombras solitarias, que desaparecían por una entrada secreta que conducía al sótano de José Pérez.
El sótano estaba alumbrado —único lugar que se encontraba así en toda Roma—. En un gran candelabro de plata ardían lamparillas de aceite. Junto a las negras paredes, aquí y allá, se agrupaban sombras de jóvenes y viejos que cuchicheaban entre sí. Sus abrigos y sombreros negros proyectaban sombras espectrales sobre los muros del sótano. De pronto todo quedó en silencio, mientras la reunión se concentraba en un mismo lugar.
Cuando poco después se abrió una puerta, apareció el viejo judío ciego, cuyos ojos muertos brillaban, no obstante, en sus amplias órbitas con tal destello de vida, como si vieran, no las vanidades de este mundo, sino la verdadera luz de un mundo justiciero… Llegaba conducido por la muchacha, por la hija del mercader de Castilla. El nombre de ella era Ifatah. Pero, en realidad, no era hija de aquel comerciante, sino nieta del anciano ciego, que se llamaba Reb Jacob Médiga, de la familia de los Abarbanel; se consideraba como miembro de aquella familia y así también lo consideraban los marranos y los judíos de Roma. Su autoridad era reconocida por todos los judíos españoles de aquella ciudad. Su familia habíase perdido a causa de sus continuas peregrinaciones por el mundo. Muchos de los suyos habían sido secuestrados en el mar por los piratas y vendidos como esclavos; muchos niños habían sido cristianizados a viva fuerza y contra la voluntad de sus padres. De toda la familia sólo quedaba, pues, el anciano con su nieta, que vivían en la casa de José Pérez, el agente de la rica doña Gracia. Con el ciego entraron dos emisarios enviados a los judíos de Roma, uno de ellos huido de Ancona, y el segundo, de Constantinopla. En realidad este último era un enviado del Sultán Solimán ante el Papa, y llevaba la misión de interceder por los súbditos turcos. Sin embargo, llevaba también una misión clandestina de la opulenta doña Gracia ante los judíos de Roma.
En el sótano reinó un profundo silencio, y sólo se oía el chisporroteo de las mechas. Inmóviles quedaron también las sombras sobre las paredes, como inmóviles los cuerpos de los judíos en el sótano. El viejo Reb Jacob se arrellanó en una honda poltrona. Y, como de costumbre entre los judíos de España y los marranos, desfilaron ante el patriarca y le besaron la mano, uno después de otro. El anciano colocaba la diestra sobre sus cabezas, y, murmurando algo, los bendecía. Después se acercó el dueño del sótano, don José Pérez, a un lugar secreto, y dio repetidos golpes en la pared que comunicaba con la calle. Afuera estaban haciendo de centinelas, en todas las esquinas, algunos jóvenes marranos que debían tener cuidado de los inspectores de la Inquisición. Ellos le contestaron, por medio de una señal convenida, que todo estaba tranquilo. Corrió una cortina disimulada hasta entonces, y apareció el tabernáculo; los asistentes comenzaron la oración de «Marev»[14].
Todos callaban; sólo se oía el murmullo del cantor a quien los demás seguían palabra por palabra. Al terminar la «Schmonah Asarah»[15], el anciano extendió la mano en señal de que se guardara silencio. Todos enmudecieron. El enviado de Ancona se puso entonces de pie, se acercó al tabernáculo y comenzó a contar lo que allí ocurría.
Contaba cómo un sábado por la tarde, inesperadamente, tomaron por asalto las sinagogas y arrastraron a todos los marranos con sus mujeres e hijos a los sótanos de la Inquisición, donde fueron torturados en las formas más atroces. Los habían amarrado a grandes ruedas trituradoras. Muchos perecieron en estas torturas; los sobrevivientes habían tenido la fe cristiana. Así fueron esposados y mandados a la isla de Malta; pero veintiséis que se mantuvieron firmes en la creencia de sus padres fueron llevados, al son de cánticos religiosos y bajo los estandartes de la Iglesia, hacia las hogueras que los esperaban en la plaza de la ciudad. La vieja doña Maiara infundíales fidelidad y valentía en su credo con la exaltada vehemencia de su «Schmah Israel», y así fueron todos quemados.
Un silencio religioso reinaba en el sótano; cada cual, con la cabeza gacha sobre el pecho, se imaginaba el momento en que le llegaría su turno… De pronto, levantóse el viejo Reb Jacob, estiró sus delgadas manos, como si viera a alguien, y con voz trémula exclamó:
—¡Consagrados a Dios! ¡Consagrados a Dios!
Todos contestaron a la vez:
—¡Consagrados a Dios!
De múltiples bocas se oía:
—¡Exaltado y santificado sea el nombre de Dios! ¡Exaltado y santificado sea!
Cuando volvió a reinar el silencio, levantóse el enviado de Constantinopla y dijo:
—Respecto a los marranos desterrados a Malta, puedo comunicarles que todos se encuentran actualmente bajo la protección del bondadoso Sultán Solimán, bendito sea su nombre, y sirven al único Dios existente, sin que nadie pueda impedirles.
—¿Y cómo? ¿Cómo? —preguntaron algunas voces.
—La bondadosa dama doña Gracia de Mendoza, joya para nuestro pueblo, con su yerno el generoso duque don José Nasi, llegaron a presencia del Sultán y se arrojaron a sus pies, solicitando compasión para sus hermanos. El Sultán atendió su solicitud, conmovido por sus lágrimas, y así pudo ella enviar uno de sus buques y embarcar a todos los marranos de la Isla con destino a la capital de su gran Imperio.
—¡El nombre de Dios sea loado en todas partes y por siempre! —exclamó el anciano, levantando las manos al cielo.
Todos contestaron:
—¡Amén!
—Y yo he sido enviado a vosotros por la bondadosa duquesa Gracia y por el duque don José Nasi, para advertiros que ninguno de vosotros debe anclar sus barcos en Ancona. Que nadie venda allí sus mercaderías. Entre el principado de Ravena, enemigo del Papa y amigo de los marranos, y los judíos de las tierras del Sultán, se ha pactado para siempre que, desde hoy en adelante, todos los barcos que lleguen de Oriente eviten el puerto de Ancona y tiren anclas en Ravena. Que Pésaro, el puerto de Ravena, se haga el centro del comercio judío. Que allí proyecten su sombra las velas de los barcos de Oriente y, bajo su refugio, descansen en paz los marranos.
Después de él, levantóse nuevamente el anciano, dirigiéndose a los asistentes:
—Hijos de Israel: por la memoria de los sacrificados y purificados, oíd el verbo divino; oíd a vuestro Dios. En nombre de los sacrificados, en nombre de la sangre judía que fue derramada y de los huesos judíos que fueron devorados por el fuego, declaro la excomunión flamígera de Ancona, el país enemigo regado por la sangre de nuestros hermanos. Maldito será aquel que anclare sus buques en los puertos del Papa. Maldito aquel que ofreciere el pan a nuestro enemigo, aquel que ayudare su comercio y que enriqueciere su tierra. Desierta y olvidada quede Ancona sobre la faz de la Tierra. ¡Excomulgada sea! ¡Excomulgada sea!
Y un murmullo circuló por toda la reunión:
—¡Excomulgada sea! ¡Excomulgada sea!
—No duerme ni descansa el protector de Israel —decía Reb Jacob, y sus manos temblaban—. Dios tuvo piedad de su pueblo y le envió un Salvador y un defensor en la persona del Sultán Solimán. ¡Que Dios lo fortifique ante sus enemigos! ¡Oh! No se derramará ya más en vano la sangre judía en Italia. Ya no arderán más los cuerpos de inocentes judíos en las hogueras. Dios está junto a nosotros de día y de noche. Y en cada generación nos envía su Salvador. Digamos nuestra alabanza a Dios por la justicia que nos otorga.
Nadie sabía lo que el anciano Jacob quiso expresar con estas palabras, pero entendieron que algo importante había sucedido. Entonces levantaron sus manos al cielo, como él lo hacía, y agradecieron a Dios. Al día siguiente, todos los judíos de Roma, en la misma forma que los propios romanos, se quedaron sorprendidos, asombrados por las noticias que recorrían toda la ciudad.
Un enviado especial había manifestado al Papa, en nombre de su Majestad Solimán, que los marranos de Italia habían sido declarados por su voluntad súbditos turcos, y que por cada marrano que muriera torturado en los sótanos de la Inquisición, ordenaría el Sultán torturar a un cristiano, y por cada marrano que fuera quemado en las hogueras de Italia, se haría lo mismo con un cristiano, ante su propio palacio.
A raíz de esa gestión se abrieron los sótanos de la Inquisición y todos los marranos, súbditos turcos, fueron puestos en libertad por orden del Papa.