SAGRADO SILENCIO
Pastillo buscaba una oportunidad para encontrarse nuevamente con la muchacha judía, la hija del mercader a quien había visto en otra ocasión a través de la ventana. Pero esa oportunidad no se presentaba. Cada vez que se llegaba al «ghetto» encontraba cerrada la casa de la Playa de Judea. Era difícil dar con la tienda aquella. Resultaba imposible reconocer que allí había existido alguna vez una puerta con cortinas. La casa permanecía silenciosa. Las pequeñas ventanas que se divisaban desde lo alto aparecían herméticamente cerradas detrás de sus gruesas rejas de hierro, de tal modo que el pintor no pudo saber si allí dentro aún moraba alguien. En la banderilla de hierro que oscilaba sobre el poste pudo reconocer, un tanto borrosas, las insignias de la vieja Castilla; interrogando a los vecinos que de vez en cuando cruzaban rápidamente la plaza, nada pudo obtener. Los judíos parecían temerle y trataban de esquivarlo. Al fin logró saber que al judío que vivía en aquella casa lo llamaban «el Mercader de Castilla», era hombre adinerado y representaba a la famosa firma de la rica marrana doña Gracia de Mendoza, madre de los marranos, que se radicó finalmente en Constantinopla para extender desde allí sus negocios por todos los países.
Pastillo se encontró una vez más en la plaza del «ghetto». Debía ser sábado, porque se extrañó del silencia que reinaba a su alrededor. Todas las casas permanecían cerradas. Raramente se veía cruzar a alguien la plaza o asomarse a alguna ventana. De pronto oyó un clamoreo, y luego vio que de distintas casas sacaban a viva fuerza, los inspectores del Papado y los soldados de la Iglesia, a doncellas y adolescentes, llevándolos a un lugar que él desconocía. Tal hecho producía un coro de lamentaciones y las lágrimas paternales, que parecían ordenar algo en un idioma desconocido para él. Pastillo se quedó sorprendido; no daba crédito a sus propios ojos; en la casa de Castilla, donde vivía el mercader judío, que siempre encontraba cerrada y desierta, se abrió repentinamente la vieja puerta que le era conocida, cuyo umbral descendía en escalones hacia la calle; luego oyó un crujir de terciopelo y apareció la muchacha a quien viera aquella vez por la ventana, llevada por dos alabarderos papales. No pudo ver su rostro, pues iba cubierto con un velo verde, señal de su condición de doncella judía. Pero sí pudo notar cómo inclinaba la cabeza, esa testa pequeña y esculpida que emergía del velo como una manzana pequeña y lozana. Detrás la seguía el judío, que inclinaba también la cabeza, sin prestar atención al pintor, a pesar de haber notado su presencia.
Pastillo siguió los pasos de la muchacha.
A la entrada del «ghetto» estaba la iglesia de Sant’Angelo, allí donde el portal de entrada al «ghetto» ostentaba, debajo del gran crucifijo, la inscripción hebraica de la célebre admonición del profeta Isaías: «Paraschti et iadai kol haiom al am sorer». Aquella iglesia había sido edificada especialmente para los judíos, y un viejo decreto papal los obligaba a concurrir a ella todos los sábados por la tarde y escuchar los sermones de los sacerdotes cristianos. Pero los judíos no cumplieron nunca esta prescripción. La eludieron por medio del soborno, valiéndose de unos diez torpes que eximían a los demás de asistir. De esta manera cumplía toda la población con la orden del Papa; por otra parte, estas personas se eligieron entre los más sordos. Como además les tapaban los oídos, evitaban de ese modo la influencia que hubieran podido ejercer sobre ellos las exhortaciones de los representantes de la Iglesia.
En los tiempos de Clemente VII, cuando Salomón Malco[5] estuvo en Roma y aprovechó su ascendiente místico sobre el Pontífice para favorecer a los marranos, caducó definitivamente la vieja ordenanza papal y la Iglesia del «ghetto» permaneció cerrada. Pero al advenimiento del «Papa Amán», como los judíos denominaban a Pablo IV, esa imposición se renovó con mayor rigor. El Papa designó sacerdote de aquella Iglesia al judío converso Yosef Mara. Este sacerdote obligaba a todos los judíos del «ghetto» a que asistieran regularmente todos los sábados a los oficios divinos. Los judíos temían por la juventud, porque Yosef Mara poseía grandes facultades oratorias y era considerado el mejor predicador de toda Italia. Los padres de familia, por natural prevención, ocultaban a sus hijos y concurrían solos a la iglesia. Al tratarse de ellos no podía haber peligro. Pero el sacerdote quiso sobre todo tener en su auditorio a los inocentes corazones y a los oídos puros y limpios. Todos los sábados enviaba a los soldados de la Iglesia a los hogares judíos, para que trajeran de cualquier modo a los jóvenes al templo.
Cuando Pastillo entró en la iglesia, siguiendo al mercader de Castilla y su hija, la encontró llena de mujeres y hombres, doncellas, muchachos y niños, con sus correspondientes «arpa kanfoth»[6]. La iglesia parecía una sinagoga; por todas partes se leían inscripciones hebraicas de frases célebres de los profetas, que predijeron el advenimiento de la fe cristiana. En el extremo oriental había un tabernáculo regiamente esculpido, encima del cual aparecía una gran cruz de plata. Grandes velas de cera carmesí ardían en un candelabro judío de plata, colocado delante de la Sagrada Efigie, y Yosef Mara, envuelto en el «taleth»[7], de pie en el altar delante del tabernáculo, sosteniendo en una mano el rollo sagrado y en la otra una cruz, hablaba a los sefarditas.
Hablábales en su idioma, en castellano, citando capítulos de la «Torah»[8] de los profetas, mencionando pasajes del «Midrasch» y del «Talmud»[9] e intentando demostraciones cabalísticas. Los amenazaba con el infierno y les prometía el cielo, describiendo con sombríos colores las penurias y sufrimientos del primero, y pintándoles, en cambio, con vividas luces las delicias del paraíso.
—¿Y dónde está Él, vuestro Dios? —preguntaba—. ¿Y dónde Él, vuestro Mesías? ¿Por qué no se hace oír? ¿Por qué no da señal de su existencia? ¿Es que sois vosotros inferiores a los demás? ¿Por qué os habéis convertido en blanco de la burla y de la persecución?
Y extendiendo hacia ellos el rollo de la Biblia y la cruz, les rogaba:
—¡Venid, venid y colocaos bajo la protección que os brindan estos símbolos excelsos!
Y sus acentos tenían una resonancia metálica que producía una extraña sensación de temor que aterrorizaba a sus oyentes. Su mirada era llameante, y su rostro, pálido y triste.
Cerca de él se encontraba sentado el notario del Papa con una pluma de pavo real en la mano y un largo rollo de pergamino. Cualquier judío que se acercaba al altar e inclinaba la cabeza, dejándose rociar con el agua bendita, recibía inmediatamente de aquél una credencial que le otorgaba todos los derechos de ciudadano de Roma y lo instituía único heredero de sus padres, devolviéndole al mismo tiempo todos sus bienes que se encontraran fuera del «ghetto» y que el Papa había confiscado.
El primer banco, delante del altar, donde estaba el sacerdote, aparecía ocupado porn los diez «batlonim»[10]: dos de ellos, Jaime Adoini y Marcos Alfi, los más tontos del «ghetto», representaban en todas las fiestas y casamientos la «danza de la muerte» y eran los llamados a escuchar la «tojajá»[11]. Tenían también la misión de representar a la comunidad judía ante la Iglesia en Roma. Jaime Adoini, de juvenil apariencia, debía tener la mejilla inflamada a causa de las muelas, pues llevaba la cara casi cubierta con un pedazo de género de lana que hubiese podido alcanzar para hacer todo un vestido; como debe suponerse, no se veía ni vestigios de las orejas. La voz del sacerdote, por más metálica que fuera, no hubiera atravesado su vendaje. Ni aún el estampido del cañón hubiese llegado a sus oídos. Su colega, simulando dolor de cabeza, atóse con una larga toalla, aplicándose unas rodajas de limón, de modo que a sus oídos tampoco podía llegar el sermón del sacerdote. Este enrojeció de cólera, bajó del altar, se acercó al banco, aproximó la cruz que llevaba en la mano a la cara de los tontos y les obligó a que la miraran. Arrancó el trapo de la cara de uno y la toalla de la cabeza del otro y ordenó que besaran la cruz. Los «tontos» gritaron a su vez tan escandalosamente, quejándose de sus respectivos dolores, que tuvieron que ser expulsados de la iglesia.
Yosef Mara se dirigía a los padres de los jóvenes con su voz metálica, tratando de infundirles temor:
—¡Tened compasión! ¡Tened compasión por vuestros pobres hijos, a los que educáis en la vergüenza y en el desprecio, injuriados y perseguidos por todos! ¡Dadles la protección de esta cruz! —rogaba el converso.
Pero los jóvenes se acurrucaban junto a sus padres, mientras de oído a oído, de padre a hijo y de madre a hija recorría el murmullo de una sola palabra: «Schmah Israel»[12].
Y era como si esta palabra poseyera un mágico poder. Palpitaban vivamente los corazones. Se oían voces de generaciones pasadas. Aparecían visiones flamígeras ante los ojos. Cuerpos humanos que ardían, grandes ojos horrorizados, voces temblorosas: «Schmah Israel».
De pie, jóvenes y viejos, grandes y pequeños inclinaban las cabezas y retumbaban con entonaciones extrahumanas las palabras «¡Schmah Israel!»
Al escuchar esas voces, Yosef Mara se quedó enmudecido y atemorizado. Un raro temblor agitábale el pecho, su sangre apresuraba su curso a través de sus venas y también los acompañaba murmurando: «¡Schmah Israel!»
En un ángulo de la iglesia se encontraba Pastillo.
Le impresionaba hondamente aquel espectáculo, extraño y sublime a la vez. Admiraba a los niños que inclinaban las cabezas, manteniendo una rigidez tal, que no movían un solo músculo del cuerpo; ningún movimiento, ninguna mirada hacia la cruz que el sacerdote tenía en la diestra extendida hacia ellos, la cruz que significaba la salvación para este mundo y para el otro…
No comprendía por qué se empecinaban en repudiar el nuevo credo que pondría fin a todos sus sufrimientos y que era el único y verdadero. ¿Por qué?… ¿Por qué?
Mirando al mercader de Castilla y a su hija, se le agitaba el corazón. Creyó que ella extendería la mano hacia la cruz. Pero no; inclinó la cabeza como los demás, y permaneció inmóvil, murmurando algo.
¿No parecía ella tan cristiana, tan divina, pura y casta? ¿Acaso no se parecía a la Santa Virgen? ¿No se parecía acaso a aquella santa doncella con quien Dios celebró su alianza?
Sólo en ese instante pudo observar su cabeza inclinada, y el dolor, ese dolor inigualable impreso alrededor de su boca infantil. Era como si el dolor del mundo entero hubiera estado vivo en su rostro. Sus ojos parecían el refugio de la tristeza, y en su alta frente airosa brillaba la fe misma. Pastillo sintió el deseo de arrodillarse ante ella, de levantar hacia ella las manos y rogarle:
«¡Santa María Purísima, tú, alma la más pura de las almas puras, tú, que llevas en ti el dolor del mundo, ten compasión, ten compasión!…»
Desde el instante que la había visto por primera vez pensó servirse de ella para pintar una Santa María, la Madre de Dios, tanto se parecía a la Virgen, a aquella ante quien se mostró el Señor, la que debía haber tenido los ojos tristes, y la expresión de un gran dolor en los labios. En su rostro debía estar grabado el grito, el grito ahogado del sufrimiento y de la piedad infinita.
Ante este rostro tendrían que arrodillarse las gentes; hacia su imagen extenderían las manos y rogarían, y los ojos divinos infiltrarían en los corazones un suave dolor de pasión y un amor puro y silencioso hacia todos, un perdón sin límites y una honda piedad para todo el mundo, así como ella lo infiltraba en el suyo…
Era veneciano en cuerpo y alma. Odiaba a Roma, a la Roma triunfadora, satisfecha y dominante. Odiaba su arte, y más que todo a Rafael, su joven dios pintor, que había ya vencido al mundo cristiano con la belleza de sus cuerpos de mujeres.
¡Oh, Venecia, traficada por los veleros de todos los ríos y mares! ¡Oh, Venecia, que parece una visión del cielo, esculpida en mármol blanco! ¡Oh, Venecia, la ciudad de los templos y palacios que parecen tener alas y agitarse en el aire!
Adoraba sobre todo a los pintores venecianos. Sus maestros eran Tintoretto, Giorgione, Bellini, y con preferencia el viejo Fray Angélico, cuyas «Sagradas Madres» vio en Florencia, el mismo Fray Angélico que hacía descender del cielo las figuras inefables, vistiéndolas de infantil inocencia.
Pero Roma fue conquistada por Rafael, que cruzó la tierra como un relámpago. Toda Roma, todo el mundo cristiano se arrodillaba para rezar ante sus Madonas, pintarlas según el modelo de su amada, la hija del panadero. Sometió y esclavizó a su pincel y a su paleta a todos los artistas que vinieron después de él. Toda Madona debía parecerse a la amada de Rafael, la hija del panadero de Roma; en caso de no ser así, no tenía ninguna probabilidad de ser aceptada en la Iglesia, y el artista moría en la mayor indigencia.
Pero Pastillo, como otros artistas jóvenes, ya levantaba entonces la protesta contra el dominio de Rafael. No, se decía: la mujer que Dios eligió para que revelara el dolor del Universo no debía poseer solamente la belleza humana perfecta y el incomparable amor materno, no; esa mujer debía ser más profunda, debía trocar el amor materno en un ideal más elevado, en un amor infinito hacia toda la humanidad. Su rostro debería poseer una belleza mística tal, que al mirarla nos hiciera olvidar la belleza del amor terreno y nos anegara en un amor elevado, sobrehumano, incomprensible e infinito…
Y todo eso lo expresaba el aspecto de la muchacha judía, la hija del mercader de Castilla. En su rostro veía el pintor aquella misteriosa belleza que le descubría lo más íntimo de un mundo que tanto tiempo venía anhelando.
El rebaño rogaría ante ella con mayor unción; rogaríanle con otras invocaciones, con corazones puros y no para mendigar un poco de felicidad humana, como se hacía con la Madona de Rafael. Sería una oración distinta, completamente distinta, despojada de todo anhelo personal, de toda pequeña felicidad. Las gentes pondrían en esa oración todas las ansias de una emancipación más elevada, de una felicidad casi inasible.
Pero ¿cómo? ¿Cómo podría él, tan buen cristiano, servirse de la hija de un hereje para lograr una concepción semejante a la Madre de Dios? ¿Cómo podrían arrodillarse los verdaderos cristianos ante una imagen inspirada en el rostro de una hereje?
Súbitamente recordó la leyenda de Cristo; entonces se preguntó: ¿Acaso Dios mismo no ungió con su divina predilección a una hija de este pueblo? ¿Ella misma, la eterna virginidad, la Madre de Dios, no pertenecía acaso a este pueblo? Aquí reside lo incomparable, lo elevado y lo místico que posee este pueblo elegido de Dios, para que de él salga la salvación del mundo.
Esperaba al padre y a la hija en el atrio de la iglesia, de modo que, cuando salieron, el pintor se puso de rodillas ante ella.
—¡Oh, Madona! Tú, que tienes un rostro que inspira fe y ternura en el corazón humano, no tienes el derecho de guardarlo sólo para ti. Dios te lo ha dado para que despiertes en las gentes el sentimiento de la belleza inmarcesible. Quiero tomarte de modelo para la Santa Virgen destinada a la Iglesia del Sagrado Corazón. Las gentes verán tu rostro, se arrodillarán y rogarán con el corazón purificado. ¡Oh, Madona! ¡Déjame crear la obra de Dios, para gloria y santidad de su nombre!
La muchacha callaba e inclinaba la cabeza, como lo habría hecho en la Iglesia ante el sacerdote; lo escuchaba con temeroso respeto; después, a paso menudo, se alejó siguiendo a su padre.
El pintor permaneció arrodillado sobre una sola pierna en el mismo lugar.