TESOROS OCULTOS
En el «ghetto» de Roma, por la Plaza de Judea, que el Papa Julio II hiciera embrear y embellecer con fuentes del Renacimiento, paseábase el pintor veneciano César Pastillo.
Era un hombre de juvenil apariencia, de unos veintitantos años, de rostro alargado y ojos mortecinos, que le daban un aspecto notablemente melancólico. Sus cabellos recios, caídos sobre los hombros, denotaban el descuido en que el maestro los tenía. Sus mejillas, cubiertas de una barba hirsuta, le prestaban un aspecto aún más triste. Como no llevaba rumbo determinado se encontró de casualidad en el «ghetto». Había llegado hasta allí, vagando por las sucias callejuelas que conducían al Tíber, a cuyas márgenes medraban desde hacía tiempo los ladrones y las prostitutas. Llamábanle la atención las calles angostas, las casas superpuestas, las torres y los puentes sobre los cuales se construían más casas aún, y que iban a perderse en lo alto. Le intrigaba aquel espectáculo extraño y desconocido; los judíos, algunos con túnicas amarillas y con parches del mismo color en forma de «o» sobre el pecho[2], iban con los birretes habituales y las manos descarnadas y exangües; las mujeres con el rostro embozado llevaban dos señales celestes estampadas que testimoniaban su origen; la cantidad de brillantes y piedras preciosas que lucían en sus cabellos, y los largos abrigos de terciopelo que llevaban algunos de los transeúntes, denotaba en ellos a una clase más rica y respetable, algo así como los Dux de Venecia; los niños llevaban sobre sus túnicas amarillas pequeños mantos sagrados con encajes dorados y celestes, y los «tzitzot»[3] se agitaban en el aire fustigándoles el rostro. Toda aquella compra y venta, todo aquel regateo, todo aquel tráfico callejero de vestimentas de color, cortes de lana, de seda y terciopelo, todo aquello lo atraía. Se sintió fuertemente subyugado por lo desconocido y precioso que se descubría ante su vista. Le parecía que se encontraba perdido en una ciudad del lejano Oriente, en una feria de Arabia, en el reino del Sultán del cual tanto oía contar a los mercaderes y marineros que hacían viajes al Oriente, llevando sus mercancías de Turquía a Venecia.
Su mirada se detuvo en una persona sentada en el umbral de una puerta. Era un judío delgado y fino, de rostro alargado, de barba puntiaguda, y de prolongada y amplia frente. Aquel rostro que asomaba bajo el gran birrete semejaba el de un santo de aquellos que se ven en ciertos cuadros de Bizancio que frecuentemente se encontraban en las viejas iglesias de Italia. Pastillo, sorprendido, se dirigió hacia esa persona, y cuanto más se acercaba, la figura parecía identificarse más aún con la de un santo bizantino. Los ojos del judío, redondos y celestes, permanecían fijos en sus órbitas, debajo de las cejas arqueadas. El umbral donde estaba sentado no era un umbral; en realidad, podía decirse que era más bien el escaparate de un negocio, abierto hasta la mitad, que le servía de mesa. El judío, sentado sobre ella, tenía a su alrededor un gran surtido de géneros, viejos y nuevos; mantos multicolores, túnicas pintadas, géneros de seda brillantes y matizados de rojo, y otros que, al plegarse, parecían descomponer la luz en infinidad de matices, reluciendo como las escamas de los peces o las alas de las mariposas. Estaban amontonados en gran desorden, pero cuando el judío vio que el apuesto señor se le acercaba, recogió las mercaderías y los géneros debajo de los anchos y largos faldones de su manto.
—Se le saluda, mi señor —dijo el judío, inclinándose ante el pintor—.
—Buenos días, judío —contestóle Pastillo, y antes de que éste tuviera tiempo de pronunciar palabra, continuó diciendo—: No tienes por qué esconder tus mercancías; no soy ningún representante del Tesoro del Papa, ningún inspector de la Santa Iglesia, ni vengo tampoco a investigar tu conducta. Soy un pintor de la ciudad de Venecia y súbdito de la República Veneciana, servidor de Su Santidad el Cardenal de Venecia; he venido al «ghetto» para comprar las mejores sedas; quiero adornar con ellas a los modelos de los frescos que pinto para la Iglesia del «Sagrado Corazón». Muéstrame tus géneros, judío, y yo te pagaré por ellos con los más caros ducados de oro.
Y al decir esto agitaba una bolsa de cuero, repleta de monedas, que le colgaba del cinto.
El judío, al oír la palabra «Venecia», sintió una gran simpatía hacia aquel extranjero, porque Venecia era un lugar de amparo para todos aquellos judíos y marranos[4] que habían sido oprimidos por el Papado. A pesar de ello, tuvo cierta prevención, porque las leyes que prohibían las relaciones y el comercio entre judíos y cristianos eran muy rigurosas.
—¡Oh, caro señor! Perdóname por lo que te diga. El señor sabe muy bien que el Santo Padre, Pablo IV, a quien Dios bendiga, le dé muchos años de vida y lo haga vencedor de todos sus enemigos, nos prohibió comerciar con cristianos. ¿Por qué quieres tentar a un pobre judío? Tú sabes que el dinero tiene su atractivo, y por añadidura, tratándose de ducados de oro venecianos, que son aceptados en todo el reino del Sultán —agregó, queriendo adivinar en esa forma lo que aquél tenía en su bolso.
—Has adivinado; puros ducados venecianos —contestó el pintor, mientras hacía sonar las monedas en su bolso—. No son níqueles como los que nuestro Santo Padre obliga a sus súbditos a aceptar como moneda verdadera —reía el pintor—. No temas, judío; véndeme tus géneros, que son para el cardenal de Venecia; los venecianos sabemos guardar un secreto —añadió, haciendo un guiño—. Y, además, como tú sabes, nuestro Santo Padre prohibió sólo al plebeyo negociar con los judíos, pero no a los cardenales, contra los que no se sancionan leyes.
—¡Oh! ¿Para el Cardenal de Venecia? ¿Quién se atrevería a rehusar los tesoros de Su santidad? El señor se sirva pasar. Tengo riquezas con las cuales se podría adornar el palacio del Sultán de toda la Turquía. —Se levantó y desapareció en el interior, para sacar de nuevo la cabeza por una pequeña puerta que se veía a través de la vidriera semiabierta, e hizo pasar al pintor hacia el interior.
Ya adentro, Pastillo se quedó asombrado. Allí todo estaba oscuro. Una viga baja, hexagonal, atravesaba por sobre su cabeza; no se distinguían las paredes; sólo aquí y allá se descubría un rincón alumbrado por la leve luz de una pequeña bujía que flotaba en un recipiente de aceite. Gracias a esa luz pudo apreciar cómo brillaban y relucían las distintas telas. El terciopelo rojo semejaba una llama que se retorcía formando pliegues, en cuyas sinuosidades atesoraba vivísimas coloraciones. Más allá refulgía otro y otro más.
Cuando el judío introdujo un arcón, y lo abrió luego, el pintor se quedó admirado viendo los tesoros que aparecieron ante su vista.
El arcón estaba repleto de sedas, de diferentes clases de terciopelo y brocados, de tejidos italianos y orientales que irradiaban una luminosidad polícroma. El judío fue sacando del arca un corte de seda tras otro, y acercándolos a la pequeña ventana de reja, cruzada por gruesas barras de hierro, a través de la cual se infiltraban leves rayos de luz, a fin de que Pastillo pudiese apreciar mejor la calidad y el brillo de los colores.
El pintor veneciano, familiarizado con los colores de las sedas, que tanto abundaban en su patria, no retiraba la vista de encima. Su brillo dorado tenía tal riqueza de matices, que lo embriagaba como un vino de cepa antigua. Había sedas de Persia, que brillaban como sierpes relucientes; otras, que irradiaban destellos como si estuvieran cuajadas de piedras preciosas; otras, que guardaban en sí el delicado atractivo femenino de las perlas finas. Había, además, terciopelo color de azabache, tan negro como la profunda oscuridad de la noche, y mil otros más. Cuando el judío los exhibía ante la luz de la pequeña ventana, entonces parecía que los rayos del sol se plasmaban en la seda e iban deslizándose sobre su pulida superficie como si el mercader hubiera tenido en sus manos un crepúsculo mágico.
La luz del día se proyectaba también escasamente sobre la barba blanca y larga, sobre el pálido rostro del judío atareado con sus sedas junto a la ventanilla. Pastillo estaba subyugado tanto por las sedas como por el aspecto de santidad del anciano. La apariencia del judío lo impresionaba tanto y estimulaba de tal manera su genio artístico, que hasta llegó a olvidar el objeto que lo atraía. Hacía que el judío le mostrara sus géneros para tener tiempo de observar su rostro con más detenimiento. Meditaba, como todo artista, en la manera cómo podría emplear la cara del judío para uno de sus cuadros sagrados, pero recordó que el rostro aquél era de un hereje, y como buen devoto que era, renunció inmediatamente a esa idea…
Durante todo el tiempo que permaneció en el sótano, oyó el pintor una voz que resonaba allí, como si llegara desde muy lejos, atravesando gruesos muros. La voz era de mujer. Una mezcla de música armoniosa, de quejidos y ruegos a Dios. A pesar de tan lejana y confusa, percibió palabras extrañas e ininteligibles. A Pastillo le intrigaba el trémolo de aquella voz y su misterio. Hacía ya rato que observaba una ventanilla, situada en uno de esos rincones perdidos, a través de la cual llegaban algunos rayos de luz. Comprendió que detrás de aquella ventanilla se encontraban los habitantes de la vivienda del judío, y que de allí llegaba la melodiosa voz de mujer. Sintió curiosidad de mirar por la ventanilla y ver lo que allí pasaba. Pero no tuvo oportunidad de acercarse a aquel rincón. El judío lo mantenía cerca de la ventanilla que daba hacia la calle, y le seguía mostrando sus géneros, pero a Pastillo hacía ya rato que habían dejado de interesarle las sedas. La insistencia obsesionante de aquella voz era ya toda su preocupación. Al principio le prestó escasa atención, pero cada vez se empeñaba en escucharla mejor; se iba adentrando más en él, a pesar de lo incomprensible y extraño que le resultaba tanto la letra como la música aquella. Pero de su temblor, de su profundidad tranquila, emanaba una casta delicadeza que lo conmovía cada vez más. Al fin, en un instante dado, cuando el judío comenzó a abrir otro arcón de sedas, y mientras estaba ocupado en sacar los gruesos arcos de hierro que lo aseguraban, Pastillo se acercó a la ventana y miró al interior, quedando asomado a ella. A la luz de una lamparilla vio a un anciano envuelto en un manto, y a una muchacha, sentada a sus pies sobre un banquillo, cantando algo de un libro. El anciano debía ser ciego; tenía los ojos cerrados y su rostro estaba surcado por un sinfín de arrugas. Algunos cabellos grises de su barba agitábanse sobre su pecho. Al principio no pudo notar el rostro de la muchacha, inclinada sobre el libro abierto en sus rodillas; vio solamente los pliegues del terciopelo celeste que caían de sus hombros redondos. La luz de la lamparilla, que pendía de una gruesa viga sobre su cabeza, irradiaba sobre ella un surtidor luminoso. El brillo de su cabellera resplandecía con el mismo brillo perlado del terciopelo que llevaba sobre los hombros, como si estuviera íntegramente cubierta de gotas de rocío. De pronto, volvió la cabeza, un tanto asustada, como buscando a alguien; todavía no había visto al pintor en la ventanilla, y éste dispuso de un instante para observarla.
Una emoción sutil colmó su corazón; aparecieron lágrimas en sus ojos y se llenó de fervor religioso. Se le antojaba una extraordinaria aparición, un milagro divino.
Poco después lo miraron dos ojos melancólicos y apagados. Nunca había visto en su vida ojos tan tristes. Eran alargados como los de los egipcios, y los párpados descendían temblorosos sobre un par de largas pestañas arqueadas en una expresión de paloma que reclama dolorosa compasión. Pero en su mirada ella no reflejaba compasión alguna; sólo una honda tristeza, la tristeza de un dolor desvinculado del mundo. Su frente combada y alta se prolongaba desmesuradamente hacia arriba, como la frente de la Santa Ana de Leonardo da Vinci. Era tan amplia como la de su padre, pero al descender cada vez más para ir a perderse en las sienes, hacia atrás, le asignaba la prestancia de un joven y noble ciervo. El hondo dolor y la tristeza incomprensible que expresaba su rostro radicaba especialmente en la expresión de su boca. En realidad, no era una boca, sino un tajo vívido en su cara, extremadamente pequeño, como si los labios se hubieran confundido y no fuera sino un pequeño corte. Pero había allí tanto amor y ternura, como si la mano de un maestro lo hubiera retocado cuidadosamente, imprimiendo unos labios como dos pétalos de un botón de flor. Esa boca volvía a cerrarse como se cierra una flor salpicada del rocío de la noche, tan fresca le parecía; y cuando miraba, le parecía al pintor que la muchacha veía más con los labios que con los mismos ojos…
Pastillo sentía que iba invadiéndole la suave melancolía, la unción que irradiaba de aquellos ojos y de aquella boca entreabierta. No creía en la realidad de lo que estaba viendo; aquello no podía ser más que una visión.
A la luz de la bujía, el brillo de las sedas y de los metales que resplandecían en los ángulos sombríos de la habitación lo aprisionaban como en una neblina, acometiéndole una extraña sensación de embriaguez.
Ella no se atemorizó al notar aquel rostro extraño que miraba a través de la ventana. No hubo la menor reacción de asombro en sus pupilas; sólo atinó a levantarse de su asiento. Pastillo vio cómo su pesada capa de terciopelo le caía de los hombros, oyéndose el suave rumor de los encajes. La cabellera ensortijada caía bellamente sobre su vestido, confundiéndose con el tono del terciopelo.
Se levantó, y acercándose al anciano, púsole sobre el hombro sus manos esculpidas y finas. Luego, repentinamente, desapareció todo como una ilusión. Ante los ojos del pintor relampaguearon rayos dorados y celestes. Volvióse, y vio entonces que el judío a quien compraba los géneros había echado un corte por encima de la ventanilla, haciendo desaparecer la visión.
—Damasco legítimo de Florencia —dijo, enseñándole un género bordado en oro y púrpura.