El regreso
Todo había terminado. Se había despedido de la tripulación y de los pasajeros, se habían cumplido todas las formalidades, y todo lo que Duncan se había llevado de la Tierra era ya trasladado por la cinta de los equipajes. Todo…, menos el don más importante.
Ahora cruzaría la puerta marcada con el rótulo de CIUDADANOS DE TITÁN y se encontraría en casa. Había olvidado ya la engorrosa gravedad de la Tierra; esto —y otras muchas cosas— se desvanecía en el pasado como un sueño al disolverse. Esto era su país, y aquí tendría que realizar el trabajo de su vida. Nunca volvería a navegar en la dirección del Sol, aunque sabía que, en ocasiones, alguna belleza recordada de la madre Tierra sería como una daga en su corazón.
Su familia debía estar esperándole en el salón de llegada; y ahora, cuando sólo faltaban unos segundos para el momento de la reunión, Duncan sintió cierta renuencia a enfrentarse con todo el clan Makenzie. Dejó que otros pasajeros le adelantasen presurosos, y permaneció indeciso, tratando de hacer acopio de valor y estrechando desmañadamente su precioso paquete sobre el pecho. Después, avanzó, pasó bajo la arcada y empezó a bajar la rampa.
¡Cuántos habían venido a esperarle! Malcolm y Colin, naturalmente, y Mirissa, más hermosa y deseable de como la veía en sus más agitados sueños, ahora libres de Calindy para siempre, Clyde y Carline…, ¿cómo podía ésta haber crecido tanto, en tan poco tiempo? Y al menos 20 sobrinos y sobrinas, cuyos nombres sabía como el suyo propio, pero no podía recordarlos de momento.
No… ¡Era imposible! Pero ella estaba allí, un poco apartada de los demás, pesadamente apoyada en su bastón, pero, por lo demás, exactamente igual que cuando la había visto por última vez en los cantiles de Loch Hellbrew. Pero muchas cosas habían debido cambiar, para que la abuela Ellen hubiese vuelto a Oasis, por primera vez en cincuenta años.
Al ver la asombrada mirada de Duncan, le dirigió una sonrisa apenas perceptible. Era más que un saludo; era una seña tranquilizadora. Ella ya lo sabe, pensó Duncan; lo sabe y lo aprueba. Cuando toda la furia de los Makenzie estalle sobre mi cabeza, podré confiar en ella…
Brilló en su mente una vieja frase de la Tierra, cuyo origen había olvidado hacía tiempo: La Hora de la Verdad. Bueno, ya había llegado…
Todos se agruparon ansiosamente a su alrededor, al descubrir él el bulto que llevaba. De momento, sintió un poco de aprensión; tal vez hubiese debido avisarles. Pero no; era mejor así. Ahora sabrían que era al fin dueño de sus actos, que ya no era un peón en manos de los otros… por mucho que les debiese, por mucho que formase parte de ellos.
El niño seguía dormido, pero ahora de un modo normal, no en el trance electrónico que le había protegido durante el largo viaje desde la Tierra. De pronto, sacó un brazo rollizo, y unos dedos diminutos agarraron la mano de Duncan con sorprendente vigor; parecían blancuzcos tentáculos de una anémona de mar sobre la piel morena de Duncan.
La cabecita estaba todavía completamente vacía, incluso de sueños, y la cara era tan inexpresiva y amorfa como la de cualquier pequeñín de un mes. Pero, en la lisa y sonrosada piel del cráneo, se percibían ya señales inconfundibles de cabellos; los cabellos dorados que pronto devolverían a Titán el esplendor perdido del lejano Sol.