El espejo del mar
El doctor Yehudi ben Mohammed no parecía pertenecer a un hospital moderno, rodeado de centelleantes aparatos registradores de funciones vitales, de pantallas, de voces susurrando en ocultos altavoces y de toda la tecnología aséptica de la vida y de la muerte. Con su túnica blanca inmaculada y el doble cordoncillo de oro alrededor de su cofia, igual habría podido administrar justicia en una tienda del desierto o escrutar el horizonte desde lo alto de su camello, en busca de un oasis.
Duncan recordó que uno de los jóvenes doctores había comentado, durante su primera visita: «A veces pienso que El Hadj se imagina ser una reencarnación de Saladino y de Lawrence de Arabia.» Aunque Duncan no comprendía todos los matices de esta comparación, estaba seguro de que era una broma afectuosa, más que una crítica. ¿Llevaba el cirujano esa túnica en el quirófano?, se preguntó. No sería inadecuada en tal lugar, y, ciertamente, no entorpecía la gracia felina de los movimientos del doctor.
—Me alegro —dijo el doctor Yehudi, jugando con la enjoyada daga sobre su mesa llena de complicadas incrustaciones (únicos detalles antiguos en aquel medio de finales del siglo XXIII)— de que por fin se haya decidido. La… demora ha provocado ciertos problemas, pero hemos podido solventarlos. Ahora tenemos cuatro embriones perfectamente viables, y el primero será trasplantado dentro de una semana. Conservaremos los otros en reserva, para el caso de rechazo, aunque éste es muy raro en la actualidad.
¿Y qué será de los tres innecesarios?, se preguntó Duncan, y eludió la respuesta. Se había creado una vida humana que, en otro caso, no habría existido. Este era el aspecto positivo; mejor sería olvidar los tres fantasmas que, por un breve rato, habían permanecido en suspenso sobre la frontera de la realidad. Sin embargo, era difícil guiarse por una fría lógica en asuntos como éste; mientras contemplaba los intrincados arabescos de la mesa, Duncan se interrogaba sobre la psicología de aquella figura tranquila y elegante cuyas hábiles manos habían dirigido tantos destinos. A su propia y mezquina manera, en su propio y pequeño mundo, los Makenzie habían representado el papel de Dios; pero esto era algo que escapaba a su comprensión.
Desde luego, uno podía refugiarse siempre en las frías matemáticas de la reproducción. La vieja Madre Naturaleza no tenía la menor consideración por la ética o los sentimientos humanos. En el curso de una vida, cada hombre producía espermatozoides bastantes para poblar todo el Sistema Solar y mucho más… y sólo dos o tres individuos de esta multitud potencial se salvaban de la muerte. ¿Se había vuelto alguien loco, al considerar cada eyaculación como cien millones de asesinatos? Posiblemente, sí, y no era de extrañar que los adeptos de algunas antiguas religiones se hubiesen negado a mirar por el microscopio…
Detrás de cada acción, había obligaciones e incertidumbres morales; a la larga, el hombre sólo podía obedecer los mandatos de esa misteriosa entidad llamada «Conciencia», y esperar que el resultado no fuese demasiado desastroso. Aunque, desde luego, nadie podía conocer los resultados finales de cualquier acción.
Era extraño, pensó Duncan, cómo había resuelto las dudas que le habían asaltado cuando vino a la isla por primera vez. Había aprendido a adoptar el punto de vista más amplio y a situar las esperanzas y las aspiraciones de los Makenzie en un amplio contexto. Por encima de todo, había percibido los peligros de una ambición desmesurada; pero la lección del destino de Karl seguía siendo ambigua, y le daría motivos de perplejidad durante toda su vida.
Con una débil impresión de susto, Duncan se dio cuenta de que había firmado ya los documentos legales y los entregaba al doctor Yehudi. No debía preocuparse; los había leído cuidadosamente, y conocía sus responsabilidades. «Yo, Duncan Makenzie, residente en el satélite Titán, actualmente en órbita alrededor del planeta Saturno… —(¿cuándo pensaban los abogados que iba a escaparse?)— …acepto por el presente documento la custodia de un niño varón clonizado, identificado por el gráfico de cromosomas adjunto, y pondré todo mi esfuerzo…, etc. etc. etc.» Tal vez el mundo habría sido un lugar mejor, si los padres de los hijos normalmente concebidos hubiesen sido obligados a firmar un contrato parecido. Sin embargo, esta idea llegaba con un retraso de varios cientos de miles de millones de nacimientos.
El cirujano irguió sus dos metros de estatura en un movimiento de despedida que, realizado por cualquier otra persona, habría parecido ligeramente descortés. Pero no aquí, pues El Hadj tenía demasiadas cosas en que pensar. Mientras habían estado hablando, su mirada se había apartado raras veces de las líneas pulsátiles de la vida y de la muerte que se dibujaban en las pantallas que cubrían casi toda una pared de su despacho.
En el vestíbulo principal del edificio de Administración, Duncan se detuvo un momento ante la gigantesca hélice del ADN, que giraba lentamente, dominando la entrada. Al seguir con la mirada los peldaños de la escalera de caracol, contemplando sus casi infinitas posibilidades, no pudo dejar de recordar los pentóminos que la abuela Ellen le había mostrado hacía años. Allí sólo había doce formas, y, sin embargo, se necesitaría todo el tiempo de vida del universo para agotar sus posibilidades. Y aquí había miles de millones de sitios a llenar con las letras del código genético. El número total de combinaciones no podía causar vértigo a la mente, porque esta era incapaz de formarse siquiera una ligera idea de lo que era. El número de electrones requerido para solidificar todo el universo habría sido virtualmente cero en comparación con aquél.
Duncan salió a la brillante luz del sol, esperó a que sus gafas se adaptasen a ella y fue en busca del doctor Todd, que había sido su guía y su amigo en su anterior visita. Todavía faltaban cuatro horas para su marcha, y debía solucionar una cuestión importante.
Afortunadamente, según le explicó «Sweeney» Todd, no hacía falta ir al Arrecife.
—No puedo imaginarme por qué le interesan tanto esos feos animales. Pero encontrará algunos en un banco de coral muerto, al final de aquel espolón. El agua sólo tiene un metro de profundidad; ni siquiera necesitará aletas; sólo un par de zapatos gruesos. Si tropieza con un pez escorpión, oiremos sus gritos a tiempo de salvarle la vida, aunque sería mejor que lo evitase.
Esto no era muy alentador, pero, diez minutos más tarde, Duncan caminaba en aquellas aguas nada profundas, doblado por la mitad y observando a través de la máscara tomada de prestado.
Allí no había la belleza que había admirado al acercarse al Arrecife de Oro. El agua era cristalina, pero el fondo era un desierto submarino. Era casi todo él de arena blanca, salpicada de trozos de coral que parecían huesos calcinados de animales diminutos. Unos cuantos peces pequeños y parduscos nadaban de un lado a otro, y otros le miraban fijamente, con ojos inquietos y hostiles, desde pequeños surcos de la arena. Una vez, una criatura de un color azul brillante, parecida a una anguila aplanada, salió disparada contra él y, para su gran sorpresa, le dio un doloroso mordisco antes de que pudiera espantarla. La herida tenía tres centímetros de longitud, y Duncan, que nunca había oído hablar de simbiosis de limpieza, temió un envenenamiento durante unos minutos. Sin embargo, al no percibir ningún síntoma de disolución inminente, prosiguió su marcha en el agua tibia.
El espolón de cemento —parte de la defensa de la isla contra la incesante erosión de las olas— tenía un centenar de metros desde la orilla y desaparecía después bajo la superficie. Cerca de la punta, Duncan se encontró con un montón de rocas, tal vez lanzadas allí por una tormenta. Debían llevar muchos años en aquel sitio, porque estaban pegadas entre sí por lapas y pequeñas y melladas ostras. Entre sus hendiduras y grietas, Duncan encontró lo que buscaba.
Cada erizo de mar parecía haber excavado su cavidad en la dura roca; Duncan no podía comprender cómo habían realizado aquellas criaturas su notable excavación. Firmemente anclados, con sólo un erizado friso de púas negras expuesto al mundo exterior, eran invulnerables para todos sus enemigos, a excepción del hombre. Pero Duncan no quería hacerles daño y, esta vez, ni siquiera había traído un cuchillo. No quería más muertes, y su único objeto era confirmar —o refutar— la impresión que le hostigaba desde que había visto aquel dibujo en la libreta de notas de Karl.
Una vez más, las largas y negras púas empezaron a girar lentamente en dirección a su sombra; estas criaturas primitivas, a pesar de su aparente falta de órganos sensoriales, sabían que él estaba allí y reaccionaban a su presencia. Escrutaban su pequeño universo, como Argos escrutaría las estrellas…
Desde luego, las antenas de Argos no tendrían un verdadero movimiento físico; esto era innecesario, y sería imposible en unas estructuras tan frágiles y de mil kilómetros de longitud. Sin embargo, su barrido electrónico de los cielos tendría una extraña semejanza con la reacción protectora de los Diadema. Si algún monstruo de dimensiones planetarias, y que usase ondas de radio ultralargas para su visión, podía observar el sistema Argos en funcionamiento, lo que «vería» no sería muy distinto de este humilde morador de los arrecifes.
Por un momento, Duncan tuvo una curiosa fantasía. Se imaginó que era aquel monstruo, observando a Argos en silueta, sobre el brillante telón de fondo de la Galaxia. Había cientos de finas líneas negras, irradiando de un punto central; la mayoría de ellas, estacionarias, pero algunas oscilando lentamente adelante y atrás, como reaccionando a una sombra de los astros.
Sin embargo, era difícil advertir que, aun en el caso de que Argos fuese construido, ningún ojo humano podría verlo nunca en su integridad. La estructura sería tan enorme que sus finos alambres y varillas serían totalmente invisibles desde cierta distancia. Tal vez, como había sugerido Karl en sus notas, habría luces de posición distribuidas en los millones de kilómetros cuadrados de la superficie esférica, y prendidas a lo largo de los seis ejes principales. Para alguna nave espacial que se acercase, parecería una brillante decoración del Día de las Estrellas.
O bien —y esto era más apropiado— un juguete desechado del jardín de infancia de los dioses…
Al atardecer, mientras esperaba el tranvía aéreo que le llevaría al continente, Duncan encontró un rincón apartado en el café-bar que dominaba las tranquilas aguas. Allí permaneció sentado, reflexionando y sorbiendo una bebida terrestre que había descubierto: algo a lo que llamaban Tom Collins, Era mala cosa adquirir vicios que no podían exportarse a Titán; pero, por otra parte, también podía argüirse que era una tontería no disfrutar de los placeres de la Tierra, aunque tuviesen que abandonarse demasiado pronto.
También era divertido observar el juego del viento sobre el agua protegida por la barrera de los arrecifes interiores. Algunos sectores eran absolutamente lisos y reflejaban el azul del cielo despejado como un espejo sin mácula. En cambio, otras zonas, aparentemente iguales, temblaban continuamente, hasta el punto de que su superficie no estaba quieta un solo instante; era cruzada en todas direcciones por innumerables y diminutas ondas, de no más de un centímetro de altura. Probablemente, este fenómeno, completamente distinto de cuanto hubiese visto Duncan hasta entonces, se debía a alguna relación entre la variada profundidad del agua y la velocidad del viento. Pero, fuese cual fuere la explicación, era algo deliciosamente bello, pues los innumerables reflejos del sol en el agua movediza creaban brillantes dibujos que parecían moverse en la dirección del viento, pero permanecían siempre en el mismo sitio.
Duncan no había sido nunca hipnotizado, y sólo había experimentado alguno de los nueve estados de conciencia intermedios entre la vigilia total y el sueño profundo… El alcohol podía haber contribuido, pero los destellos del mar eran indudablemente el principal factor de su actual estado. Estaba completamente alerta —en realidad, su mente parecía funcionar con desacostumbrada claridad—, pero no se sentía atado por las leyes de la lógica que habían regido toda su vida. Era casi como si viviese uno de esos sueños en los que pueden ocurrir las cosas más fantásticas y éstas son aceptadas como sucesos vulgares y cotidianos.
Sabía que se enfrentaba con un misterio, de la clase anatematizada por los Makenzie, famosos por su sensatez. Aquí había algo que nunca podría explicar a Malcolm y a Colin; estos no se burlarían de él —al menos, así lo esperaba—, pero tampoco le tomarían en serio.
Además, era algo absolutamente trivial. Él no había sido distinguido con una cegadora revelación, como los antiguos profetas al recibir la palabra de Dios. Todo lo que había sucedido era que había descubierto una misma forma desacostumbrada en dos contextos completamente independientes; pudo haber sido mera coincidencia o una simple ilusión de los dejà-vu. Esta era la respuesta lógica y sencilla, que sin duda satisfaría a cualquiera que no fuese él.
Pero nunca satisfaría a Duncan. Había experimentado esa indescriptible impresión que un hombre sólo puede sentir una vez en la vida, cuando está en presencia de lo trascendental y siente que vacilan bajo sus pies los firmes cimientos de su mundo y de su filosofía.
Cuando vio aquel minucioso dibujo en el cuaderno de Karl, Duncan lo reconoció en seguida. Pero ahora le parecía que aquel reconocimiento no venía sólo del pasado, sino también del futuro. Era como si hubiese tenido una momentánea visión en el espejo del tiempo, al reflejar éste una cosa que aún no había sucedido. Una cosa que debía ser terriblemente importante, puesto que había conseguido invertir la corriente de la causalidad.
El proyecto Argos era parte del destino de la humanidad; Duncan estaba ahora seguro de esto, sin necesidad de pruebas racionales. Pero, si había de ser beneficioso, era otra cuestión; todo conocimiento era una espada de dos filos, y bien podía ser que los mensajes de las estrellas no fuesen del agrado de la raza humana. Duncan recordó los gritos de agonía del erizo de mar al que había matado en el Arrecife de Oro. ¿Eran aquellos débiles pero siniestros chasquidos completamente insignificantes y accidentales? ¿O tenían algún significado más profundo? Su instinto no le daba ninguna clave, en un sentido o en otro.
Pero Duncan, y todos aquellos con quienes había trabajado durante toda su vida, creían que era cobardía no enfrentarse con la verdad, fuese ésta la que fuese, y donde quiera que pudiese conducir. Si había llegado el tiempo en que el hombre debía enfrentarse con los poderes de allende las estrellas, tenía que hacerlo. A él, no le cabía la menor duda; lo único que sentía era una satisfacción tranquila, aunque fuese la calma del centro de un ciclón.
Duncan observó la luz que temblaba y bailaba sobre el agua, mientras el sol se hundía más y más en el horizonte, hacia la costa oculta de África. A veces pensaba que podía ver, en aquellos brillantes y coruscantes dibujos, las luces de posición de Argos, como hitos de los miles de millones de kilómetros cúbicos de espacio que encerrarían… dentro de cincuenta o de cien años…
Cambiando de forma mientras Duncan lo observaba, el sol besó el horizonte y desplegó una bella sábana carmesí sobre el mar. Ahora parecía la película de una explosión atómica, pero proyectada al revés, de modo que las llamas del infierno se hundían inofensivas en el océano. El ultimo arco dorado del disco que se extinguía permaneció un instante agarrado al borde del mundo, y, en el segundo mismo de su desaparición, hubo un fugaz destello verde.
Duncan no volvería a ver en su vida un espectáculo tan bello y emocionante. Era un recuerdo que se llevaría a Titán de la isla en la que había tomado la más grande decisión de su vida y abierto el próximo capítulo de la historia de los mundos exteriores.