CAPÍTULO 36

El día de la independencia

Extracto del Acta del Congreso de 4 de julio de 2276. Discurso del Honorable Duncan Makenzie, Auxiliar Especial del Presidente de la República de Titán.

Señor Presidente, miembros del Congreso, distinguidos invitados: Permitidme, ante todo, expresar mi profunda gratitud al Comité del Centenario, cuya generosidad hizo posible mi visita a la Tierra y a los Estados Unidos. Os traigo a todos saludos de Titán, el mayor de los satélites de Saturno, y el mundo más lejano ocupado hasta ahora por la humanidad.

Hace quinientos años, este país era también una frontera, no sólo geográfica, sino también políticamente. Hace menos de veinte generaciones, vuestros antepasados crearon la primera constitución democrática que funcionó de veras… y que sigue funcionando en la actualidad, en mundos que ellos no podían imaginar siquiera en sus sueños más fantásticos.

Durante esta conmemoración, muchos oradores han hablado del legado que los fundadores de la República nos dejaron aquel día, medio milenio atrás. Pero ha habido cuatro centenarios desde entonces; yo quisiera dar un breve repaso a cada uno de ellos y ver las lecciones que nos brindaron.

En el primero, en 1876, los Estados Unidos se estaban todavía recobrando de una desastrosa Guerra Civil. Sin embargo, estaban también sentando los cimientos de la revolución tecnológica que pronto había de transformar la Tierra. Tal vez no fue pura coincidencia que, en aquel mismo año del primer Centenario, este país realizase el invento que inició en realidad la conquista del espacio.

Pues, en 1876, Alexander Graham Bell confeccionó el primer teléfono práctico. Nosotros consideramos las comunicaciones electrónicas como algo tan normal, que no podemos imaginarnos una sociedad sin ellas; nos quedaríamos sordos y mudos si desapareciesen de pronto estas extensiones de nuestros sentidos. Recordemos, pues, que, hace sólo cuatrocientos años, el teléfono empezó a abolir el espacio…, al menos en este planeta.

Un siglo más tarde, en 1976, este proceso había casi terminado, y estaba a punto de empezar la conquista del espacio interplanetario. En aquellos días, los primeros hombres habían llegado ya a la Luna, empleando técnicas que hoy nos parecen increíblemente primitivas. Aunque todos los historiadores convienen en que el Proyecto Apolo marcó el logro supremo de los Estados Unidos y su gran momento triunfal, dicho proyecto estuvo inspirado por motivos políticos que parecían risibles —incluso incomprensibles— a nuestras mentalidades modernas. Y no es de extrañar que los brillantes esfuerzos iniciales de aquellos primeros ingenieros y astronautas terminasen en un callejón sin salida tecnológico, y que los viajes espaciales serios no empezasen hasta varias décadas más tarde, con vehículos y sistemas de propulsión mucho más adelantados.

Un siglo después, en 2076, todos los instrumentos necesarios para abrir las puertas de los planetas estaban al alcance de la mano. Se habían perfeccionado sistemas de larga duración para la conservación de la vida; después de los desastres iniciales, se había dominado la impulsión por fusión. Pero la humanidad estaba agotada por el esfuerzo de reconstrucción global que siguió a la Era de Confusión, y después de aquella quiebra de la población había poco entusiasmo por la colonización de nuevos mundos.

A pesar de estos problemas, la humanidad había pisado irrevocablemente el camino de las estrellas. Durante el siglo veintiuno, la Base Lunar pudo sostenerse por sí misma, se estableció la Colonia de Marte y se aseguró una cabeza de puente en Mercurio. Venus y los Gigantes Gaseosos nos desafiaron —como nos desafían en la actualidad—, pero visitamos todos los grandes satélites y asteroides del Sistema Solar.

En 2176, hace sólo cien años, una fracción importante de la raza humana no había nacido en la Tierra. Por primera vez, tuvimos la seguridad de que, pasara lo que pasase en el mundo madre, no se perdería nuestra herencia cultural. Ésta estaba asegurada hasta que muriese el Sol, y quizás hasta más tarde…

El siglo que hemos dejado atrás ha sido de consolidación más que de descubrimientos nuevos. Estoy orgulloso de que mi mundo haya representado un papel importante en el proceso, pues, sin el fácilmente accesible hidrógeno de la atmósfera de Titán, los viajes entre los planetas serían desmesuradamente caros.

Y ahora surge la vieja cuestión: ¿adónde iremos desde aquí? Las estrellas siguen siendo tan remotas como siempre, nuestras primeras sondas, después de dos siglos de viaje, no han llegado aún a la Próxima de Centauro, el vecino más próximo del Sol. Aunque nuestros telescopios pueden ahora ver hasta los límites del espacio, ningún hombre ha viajado todavía más allá de Plutón. Y todavía no hemos pisado la lejana Perséfone, a la que habríamos podido llegar en cualquier momento, durante los últimos cien años.

¿Es cierto que, como dijeron muchos, la frontera ha sido cerrada de nuevo? Los hombres lo creyeron otras veces, y siempre se equivocaron. Ahora podemos reírnos de aquellos viejos pesimistas del siglo veinte que se lamentaban de que no hubiese más mundos por descubrir…, en el mismo momento en que Godard y Korolev y Von Braun jugaban con sus primitivos cohetes. Y, todavía antes, justo antes de que Colón descubriese el camino de este Continente, los pueblos de Europa debieron pensar que el futuro no podía reservarles nada que igualase los esplendores del pasado.

Yo no creo que hayamos llegado al final de la Historia, y que el futuro sólo nos reserve un perfeccionamiento y una extensión de nuestros actuales poderes, sobre planetas ya descubiertos. Sin embargo, no puede negarse que este sentimiento está hoy muy extendido y se manifiesta de muchas maneras. Existe una morbosa preocupación por el pasado y un intento de reconstruirlo o de resucitarlo. Y me apresuro a añadir que esto no es siempre malo, que lo que estamos haciendo ahora demuestra que no lo es.

Deberíamos respetar el pasado, pero no adorarlo. Mientras contemplamos los cuatro centenarios que quedaron atrás, deberíamos pensar también en los que se celebrarán en años venideros. ¿Qué pasará en 2376, 2476… 2776, mil años después de la República? ¿Cómo nos recordarán los hombres de estos tiempos? Nosotros recordamos a los Estados Unidos, principalmente, por el Apolo. ¿Podremos legar algún logro comparable a los tiempos del futuro?

En todos los planetas, hay aún muchos problemas por resolver. Todavía existen seres desgraciados, enfermos…, incluso pobres. Estamos lejos de Utopía, y quizás nunca la alcancemos. Pero sabemos que todos estos problemas pueden resolverse, con los instrumentos que ya poseemos. Ya no necesitamos pioneros ni grandes descubrimientos. Ahora que han sido eliminados los peores males del pasado, podemos buscar en otra parte, con la conciencia tranquila, nuevas tareas que sean un desafío para la mente y una inspiración para el alma.

La civilización necesita objetivos de largo alcance. Hubo un tiempo en que nos los brindó el Sistema Solar; ahora debemos buscar más lejos. No hablo de viajes tripulados a las estrellas, para lo cual habrá que esperar tal vez muchos siglos. Me refiero a la búsqueda de inteligencia en el universo, labor que se inició esperanzadamente hace más de tres siglos… y que todavía no ha dado resultado.

Todos conocéis el Cíclope, el radiotelescopio más grande de la Tierra. Fue construido, en principio, para buscar pruebas de civilizaciones avanzadas. Él transformó la astronomía; pero, a pesar de muchas falsas alarmas, nunca detectó un solo mensaje cifrado de las estrellas. Este fracaso ha contribuido mucho a desviar la atención del hombre del amplísimo universo y a concentrar sus energías en el pequeño oasis del Sistema Solar.

¿Es posible que hayamos estado buscando en un lugar equivocado? Quiero decir con ello, en el enormemente amplio espectro de radiaciones que viajan entre las estrellas.

Todos nuestros radiotelescopios han escrutado las ondas cortas, de centímetros o, como máximo, metros, de longitud. Pero, ¿y las ondas largas y ultra-largas, de no sólo kilómetros, sino incluso de megámetros, entre sus crestas? Ondas de radio de frecuencias tan bajas que sonarían como notas musicales, si nuestros oídos pudiesen detectarlas.

Sabemos que estas ondas existen, pero nunca hemos sido capaces de estudiarlas, aquí en la Tierra. Están bloqueadas, en los remotos límites del Sistema Solar, por el vendaval de electrones que sopla en permanencia desde el Sol. Para saber lo que dice el universo con estas vastas y lentas ondulaciones, deberíamos construir radiotelescopios de enorme tamaño, más allá de los límites de la propia ionosfera del Sol, de mil millones de kilómetros de profundidad, es decir, al menos a una distancia igual a la de la órbita de Saturno. Por primera vez, esto es ahora posible. Por primera vez, existen incentivos reales para hacerlo.

Nosotros tendemos a juzgar el universo por nuestras propias dimensiones físicas y según nuestra escala de tiempo; parece natural que trabajemos con ondas que podemos abarcar con nuestros brazos o incluso con las puntas de los dedos. Pero el cosmos no está construido en estas dimensiones, y tal vez tampoco lo están todas las entidades que moran entre los astros.

Estas ondas de radio gigantescas pueden medirse mejor a la escala de la Vía Láctea, y sus lentas vibraciones son una mejor medida de su inmensamente largo Año Galáctico. Pueden tener mucho que decirnos, cuando empecemos a descifrar sus mensajes.

Los estadistas científicos que fueron Franklin y Jefferson, ¡con qué entusiasmo habrían recibido un proyecto semejante! Habrían captado su alcance, ya que no su tecnología, porque les interesaban todas las ramas del conocimiento bajo la capa del cielo.

Los problemas con que tuvieron que enfrentarse hace quinientos años, no volverán a producirse. Terminó la era de los conflictos entre las naciones. Pero tenemos otros desafíos, que pueden exigir de nosotros el máximo tributo. Agradezcamos al universo que pueda proporcionarnos siempre grandes objetivos y empresas a las que consagrar nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado.

Duncan Makenzie cerró el magnífico libro recordativo, una obra maestra del arte de imprimir, como no se había visto desde hacía siglos y que tal vez jamás volvería a verse. Sólo se habían tirado quinientos ejemplares, uno por cada año de los que se celebraban. Se lo llevaría en triunfo a Titán, donde lo conservaría el resto de su vida entre sus bienes más preciados.

Muchas personas le habían felicitado por su discurso, guardado para siempre en estas páginas y, más accesiblemente, en las bibliotecas y en los bancos de información de todo el Sistema Solar. Sin embargo, se había sentido incómodo al recibir estos plácemes, pues sabía, en el fondo de su corazón, que no los merecía. El Duncan de hacía unas semanas no habría sido capaz de concebir semejante parlamento; era poco más que un médium, transmitiendo un mensaje de un muerto. Las palabras eran suyas, pero todas las ideas eran de Karl.

¡Qué asombrados debieron quedarse sus amigos de Titán —se dijo— al observar la ceremonia! Tal vez había sido ligeramente inadecuado emplear un foro como éste, por lo que podía haber en ello de propaganda personal o incluso de instancia especial en beneficio de su propio mundo. Sin embargo, Duncan tenía la conciencia tranquila y, hasta ahora, nadie le había criticado a este respecto. Incluso los que se habían sentido defraudados por su tesis, le habían agradecido la emoción que había inyectado en las formalidades de rutina.

Y, aunque su discurso no fuese más que flor de un día para el público en general, nunca sería olvidado. Había plantado una semilla, que un día germinaría… en la desierta Mnemósine.

Mientras tanto, había un pequeño problema práctico, aunque todavía no urgente. Este espléndido volumen, con su gruesa vitela y su encuadernación de cuero repujado, pesaba casi cinco kilos.

Los Makenzie odiaban el derroche y el lujo desmedido. Sería muy agradable llevarse el libro a casa, pero el exceso de equipaje hasta Titán costaba cien solares el kilo…

Tendría que volver en una nave de pequeña velocidad, en uno de los cargueros no llenos, donde LOS BULTOS PODÍAN GUARDARSE EN EL VACÍO…