CAPÍTULO 35

Argus Panoptes

Así, pues, se habían equivocado de Argos; si hubiese sido momento para risas, Duncan se habría reído de buena gana.

Colin le había puesto sobre la pista, con uno de sus siempre económicos telex. No habría sido necesario hacer todo el trayecto hasta Titán para comprobar un punto tan elemental.

—«¿A QUE ARGOS TE REFIERES? —había preguntado Colin—. HABÍA TRES».

Un par de minutos con la sección ENCICLOPEDIA de la comsola lo había confirmado. Como había recordado el embajador Farrell, Argos era ciertamente el viejo y fiel perro guardián de Ulises, que había reconocido a su amo al volver éste del destierro. El nombre era desde luego adecuado para una organización del servicio secreto, aunque, cuando Duncan había empezado a investigar, había resultado que el Comité Argos no era tan secreto como él mismo habría deseado. Bernie Patras (inútil decirlo) había oído hablar de él, y también George Washington, que confesó con cierta turbación:

—Claro que me han hecho preguntas. Pero no hay nada que deba preocuparnos.

Ivor Mandel’stahm había sido más asequible, e incluso se había mostrado un poco irónico.

—Yo estoy acostumbrado al secreto en mi profesión, y podría decirle un par de cosas a esa gente. No habrían durado cinco minutos bajo el régimen de Stalin, o incluso de los antiguos zares. Pero supongo que son necesarios. La sociedad necesitará siempre algún servicio de vigilancia, para localizar a los descontentos antes de que puedan causar verdaderos disturbios. Sólo dudo de que cualquier sistema funcione realmente, cuando es más necesario.

El segundo Argos había sido constructor de la mítica —o quizás no tan mítica— nave de Jasón. Duncan nunca había oído hablar del Vellocino de Oro, y la leyenda le fascinó. Argos sería un buen nombre para una nave espacial, pensó; pero esto tampoco tenía nada que ver con las notas de Kart Helmer.

Se preguntó cómo habría descubierto Karl el tercer Argos; su inquisitiva mente debió recorrer muchos caminos de la fantasía, junto con los de la ciencia. Y, ahora que tenía la clave, Duncan comprendió la razón de que el proyecto que había claramente dominado los últimos días de Karl sólo podía tener un nombre: el del dios que todo lo veía, Argos Panoptes, cuyos múltiples ojos le permitían mirar simultáneamente en todas direcciones. A diferencia del pobre Cíclope, que sólo tenía una línea de visión…

Transcurrieron casi treinta horas antes de que la computadora legal de Titán pudiese autentificar el testamento de Karl. Después, Armand Helmer informó de que, tal como Duncan había esperado, contenía una lista de palabras evidentemente cifradas, probablemente claves de las memorias privadas del minisec.

Armand estaba dispuesto a enviar las claves por telex, y Duncan se lo había impedido con el tiempo justo. Gracias a sus recientes experiencias, el naïve joven Makenzie, que sólo llevaba unas semanas en la Tierra, padecía ya una ligera paranoia. Confiaba en que ésta no llegaría a hacerse obsesiva, como parecía sucederle a veces a Colin. Sin embargo, Colin tenía razón…

Duncan no permitió que Armand radiase las claves desde Titán hasta que el Comité Argos no le hubo devuelto, con cierta renuencia, el minisec de Karl. Ahora ya no importaba que las interceptasen, pues sólo él podía emplearlas.

En total, había doce combinaciones, con idéntico formato. Todas ellas empezaban con la instrucción A o ADELANTE, seguida de los seis dígitos binarios 101000. Este podía ser un número arbitrario, pero era más probable que tuviese algún significado mnemónico. Un truco corriente era emplear el día o el año del nacimiento del interesado; Karl había nacido el año 40, y Duncan no se sorprendió ante la solución, al convertir 101000 a la base diez, aunque le desilusionó un poco un subterfugio tan evidente.

Sin embargo, la clave era bastante segura, pues había poquísimas probabilidades de que cualquier persona, buscando al azar, diese con las secuencias alfabéticas subsiguientes. Aunque eran fáciles de recordar —al menos para un titaniano—, estaban a salvo de un descubrimiento accidental. Cada una de ellas era un nombre escrito al revés; otro truco viejo, pero que siempre resultaba eficaz.

La lista empezaba con A 101000 SAMIN y continuaba con A 101000 SITET, A 101000 ONAJ, A 101000 ENOID, A 101000 SIMETRA. Por lo visto, Karl se había cansado de las lunas, pues la siguiente era, cosa nada sorprendente, A 101000 DNAMRA. Este debía ser un mensaje personal, como lo era, desde luego, A 101000 YDNILAC…

No había ningún A 101000 NACNUD. Aunque habría sido ilógico esperarlo, Duncan se sintió momentáneamente desilusionado.

Seguían unos cuantos nombres conocidos, pero casi no se fijó en ellos. Pues sus ojos habían captado ya la última nota: A 101000 SOGRA. La búsqueda había terminado.

Pero su triunfo no era aún completo; podía existir una última barrera. La mayoría de las personas tenían algún secreto que deseaban conservar incluso después de la muerte. Era posible que, si estas claves no se usaban correctamente, pudiesen provocar una instrucción de BORRADURA.

Era posible, pero no probable. Estaba claro que Karl había pretendido que estas memorias fuesen reveladas, pues, en otro caso, no habría consignado las claves en su testamento, sin ninguna advertencia adjunta. Tal vez lo más prudente sería enviar un nuevo telex a Armand, para el caso de que Karl hubiese dejado otras instrucciones no advertidas por su afligido padre.

Pero esto requeriría horas, y podía no demostrar nada. Duncan volvió a repasar la lista, buscando alguna pista y sin encontrar ninguna. La secuencia 101000 podía significar BORRADURA; pero, por más que especulase, no llegaría a ninguna parte.

No había ninguna señal de # o EJECUCIÓN al final de las secuencias; pero esto no demostraba nada, pues eran pocos los que se tomaban el trabajo de escribir algo tan evidente; nueve veces de cada diez, se omitía como cosa sabida. Sin embargo, una de las maneras más corrientes de cancelar una orden secreta de BORRADURA era marcar dos veces EJECUCIÓN en rápida sucesión; otra manera era hacerlo con un intervalo determinado entre las dos pulsaciones. ¿Tenía la omisión de Karl algún significado, o había seguido simplemente la costumbre?

El problema contenía su propia solución, aunque la emoción, más que la inteligencia, señalaban el camino. Duncan no pudo ver ningún fallo, por más que exploró todas las posibilidades que pudo imaginar. Después, sintiendo un débil atisbo de culpa, pulsó A 101000 YDNILAC e hizo una pausa de una fracción de segundo antes de completar la secuencia con #.

Si erraba, Calindy nunca sabría lo que había perdido. Y, aunque el último mensaje de Karl dirigido a ella podía borrarse, ninguna de las otras memorias almacenadas correría peligro.

Sus temores eran infundados. Duncan sólo oyó las primeras palabras: «Hola, Calindy; cuando oigas esto, yo estaré…», antes de pulsar la llave de STOP y hacer callar al minisec. Él iba a la caza de cosas más importantes. Tal vez un día, cuando tuviese tiempo…; no, él tendría fuerza bastante para resistir esta tentación…

Y así, en el lujoso y reservado cuarto del Hotel del Centenario, después de poner el rótulo de NO MOLESTEN, por si llegaba algún visitante o algún mensaje, Duncan pulsó A SOGRA #. Durante dos días, canceló todos sus compromisos y se hizo servir las comidas en la habitación. Ocasionalmente, hacía alguna llamada para comprobar algún punto técnico, pero, la mayoría de las veces, comunicaba a solas con los muertos.

Al fin se sintió en condiciones de enfrentarse de nuevo con el Comité Argos, pero tal como a él le convenía. Lo comprendía todo…, salvo, naturalmente, el misterio mayor de todos. ¡Qué entusiasmado se habría sentido Karl, si hubiese sabido lo del Arrecife de Oro…!

La estancia no había cambiado, y tal vez el invisible auditorio era también el mismo. Pero ahora no había indicios del ligeramente inseguro Duncan que, sólo unos días antes, se había preguntado si debía optar por la inmunidad diplomática.

Ellos habían aceptado, sin discusión, su explicación de la palabra «Argos», aunque no le pareció que se sintiesen demasiado impresionados por su recién adquirido conocimiento de la mitología clásica. El breve interrogatorio le dio a entender que estaban un poco desconcertados; tal vez el Comité tendría que encontrar otra justificación de su existencia. (¿Había realmente un movimiento clandestino organizado en la Tierra, o era simplemente un juego? No parecía el momento más adecuado para formular esta pregunta, aunque Duncan se sintió tentado a hacerlo.)

Sin embargo, por extraña ironía, había una pequeña conspiración en esta misma estancia, una conspiración en la que todos estaban de acuerdo. El Comité apreciaba ahora la significación de la palabra Argos para la seguridad terrestre, y él sabía que aquél lo sabía. Cada bando comprendía perfectamente al otro, y pronto se aceptó el nuevo tema de discusión.

—Entonces, ¿qué era el Argos del señor Helmer? —preguntó la mujer a quien Duncan había situado, hipotéticamente, en la Luna—. ¿Y puede usted explicar su extraño comportamiento?

Duncan abrió la manchada libreta de notas, para mostrar aquel asombroso dibujo de toda una página que tanto le había impresionado al verlo por primera vez. Incluso ahora que sabía su verdadero alcance, sólo podía pensar en él como un dibujo de un erizo de mar. Pero Diadema sólo tenía treinta o cuarenta centímetros de ancho; Argos tendría al menos mil kilómetros de diámetro, si el análisis de Karl era acertado. Y Duncan no tenía la menor duda de esto, aunque nunca podría explicarlo por entero.

—Karl Helmer tuvo una visión —empezó diciendo—. Trataré de explicarla lo mejor que pueda, aunque esto no corresponda a mi campo de conocimientos. Pero conocía su psicología, y tal vez pueda hacerles comprender lo que se proponía hacer.

Tal vez sea para ti una nueva desilusión, se dijo; tal vez debas rechazar todo este concepto como una loca ilusión de científico. Pero errarías si lo hicieses; esto puede ser infinitamente más importante que cualquier trivial conspiración contra tu lindo y pequeño mundo…

—Karl era un científico, que siempre esperaba hacer algún gran descubrimiento…, pero que jamás lo hizo. A pesar de que era sumamente imaginativo, sus más locas ilusiones se fundaban siempre solamente en la realidad. Y era ambicioso…

Si era así —murmuró quedamente una voz a su lado—, fue una grave falta. Y César lo reconoció afligido. Discúlpeme… Tenga la bondad de proseguir.

Duncan no recordó la cita y mostró su disgusto por la interrupción, haciendo una pausa de varios segundos.

—Le interesaba todo, tal vez demasiadas cosas, pero su gran pasión era el problema, todavía no resuelto, de las CEIT (comunicaciones con inteligencias extra-terrestres). Nosotros solíamos discutir horas enteras sobre esto, cuando éramos muchachos; yo nunca sabía seguro cuándo hablaba él en serio. Pero, ahora, lo sé.

»¿Por qué no hemos detectado nunca señales de radio de las sociedades avanzadas que, con toda seguridad, existen en el espacio exterior? Karl tenía muchas teorías, pero, en definitiva, se resumían en la más sencilla. No es original, y tengo la seguridad de que ustedes la conocen.

»Nosotros enviamos señales por radio durante, solamente, unos cien años, correspondientes, más o menos, al siglo veinte. Al terminar aquel periodo, pasamos a los sistemas por cable, ópticos y por satélites, concentrando todo su poder allí donde era necesario y no derrochándolo en las estrellas. Esto pudo ser igual en todas las civilizaciones con tecnología comparable a la nuestra. Se limitaron a contaminar el universo con confusos ruidos de radio durante un siglo o dos, lo cual significaba una fracción muy breve de su historia.

»Así, aunque haya millones de sociedades avanzadas en esta Galaxia, posiblemente sólo hay un puñado de ellas que estén exactamente donde estábamos nosotros hace trescientos años…, cuando enviábamos ondas de radio en todas direcciones. Y las leyes de probabilidades hacen sumamente improbable que cualquiera de estas primitivas culturas electrónicas puedan ser detectadas por nosotros; las más próximas, pueden estar a una distancia de miles de años luz.

»Pero, antes de abandonar la investigación, debería estudiar todas las posibilidades; y sólo hay una que no haya sido nunca estudiada, porque, hasta ahora, poco podíamos hacer a este respecto. Durante tres siglos, estudiamos las ondas de radio en bandas de centímetros y metros. Pero prescindimos casi completamente de las ondas realmente muy largas, de decenas y centenas de kilómetros de longitud.

»Desde luego, había varias y buenas razones para esta negligencia. En primer lugar, es imposible estudiar estas ondas en la Tierra, pues no atraviesan la ionosfera y, por consiguiente, nunca llegan a su superficie. Hay que salir al espacio para observarlas.

»Pero, cuando se trata de las ondas más largas, no basta con ponerse en órbita, ni siquiera con pasar a la cara oculta de la Luna, donde se construyó el CÍCLOPE II. Hay que llegar a la mitad del camino de los límites del Sistema Solar.

»Pues el Sol tiene una ionosfera, lo mismo que la Tierra, con la diferencia de que es miles de millones de veces más grande. Absorbe todas las ondas de más de diez o veinte kilómetros de longitud. Si queremos detectarlas, tenemos que ir hasta Saturno.

»Estas ondas han sido observadas, pero sólo en pocas ocasiones. Hace unos cuarenta años, las captó una misión de vigilancia solar; no buscaba ondas de radio, sino que medía los campos magnéticos entre Júpiter y Saturno. Observó pulsaciones que debían ser debidas a una explosión de radio de unos quince kilohertz, correspondientes a una longitud de onda de veinte kilómetros. Al principio, se pensó que procedían de Júpiter, que todavía está lleno de sorpresas electromagnéticas; pero tuvo que descartarse esta fuente, y su origen sigue siendo un misterio.

»Desde entonces, se han hecho media docena de observaciones, todas ellas con instrumentos que medían otras cosas. Nadie buscó directamente estas ondas; pronto sabrán por qué.

»El ejemplo más imponente fue detectado hace diez años, en el 66, por un equipo que desempeñaba una misión en Japeto. Obtuvieron una larga grabación, sintonizada exactamente a nueve kilohertz, lo cual corresponde a una longitud de onda de treinta y tres kilómetros. Pensé que les gustaría escucharla…»

Duncan consultó un trozo de papel y pulsó cuidadosamente una larga serie de números y letras en el minisec. En el silencio sin resonancias de la extraña habitación, Karl habló desde la tumba, en tono vivo y práctico.

—Esta es una grabación completa, demodulada y acelerada sesenta y cuatro veces, de modo que dos horas están comprimidas en dos minutos. Empieza ahora.

Después de veinte años, volvió súbitamente a Duncan un recuerdo de su infancia. Recordó que escuchaba, en la noche de Titán, aquel grito de los confínes del espacio, preguntándose si sería efectivamente la voz de algún animal monstruoso, pero sin acabar de creer su conjetura, incluso antes de que Karl la destruyese. Ahora volvía aquella fantasía, más poderosa que nunca.

Este sonido —o mejor dicho, este infrasonido, pues la modulación original estaba fuera del alcance del oído humano— era como el lento latido de un corazón gigantesco, o como el toque de una campana tan enorme que habría podido contener una catedral en su interior, y no a la inversa. O tal vez las olas del mar, rompiendo eternamente y con ritmo invariable contra una costa desolada, en un mundo tan viejo que, aunque el tiempo seguía existiendo en él, el cambio había muerto…

La grabación produjo, como siempre, escalofríos en Duncan y un cosquilleo a lo largo de su espina dorsal, y le trajo también otro recuerdo: la imagen de la más poderosa de todas las criaturas de la Tierra, surgiendo enorme y gloriosa sobre el Arrecife de Oro. ¿Podría haber animales entre las estrellas, para quienes los hombres serían tan insignificantes como los parásitos de la ballena?

Fue un alivio cuando terminó la grabación, y Karl comentó, con voz sorprendentemente desprovista de emoción:

«Adviertan la notable constancia de la frecuencia: el período original es de 132 segundos, y no varía más de un cero uno por ciento. Esto implica un elevado Q, digamos de…»

—El resto es técnico —dijo Duncan, interrumpiendo la grabación—. Sólo quería que oyesen ustedes lo que el equipo de vigilancia de Japeto trajo consigo. Y esto es algo que nunca habría podido captarse dentro de la órbita de Saturno.

Una voz nueva —joven y un tanto doctoral— vibró en el aire detrás de él.

—Pero todo esto es material antiguo, conocido de todos los expertos en el campo. Sandemann y Koralski sostuvieron que esas señales eran, casi con toda seguridad, oscilaciones de relajación, probablemente en una nube de plasma próxima a uno de los puntos troyanos de Saturno.

Duncan sintió que su fachada de competencia técnica se desmoronaba rápidamente; tenía que haber presumido que habría, entre su auditorio, alguien que sabría mucho más que él sobre el tema, y, posiblemente, incluso más que Karl.

—No tengo competencia para discutir esto —replicó—. Me limito a transmitir las opiniones del doctor Helmer. Él creía que había aquí toda una ciencia nueva, que esperaba a que alguien iniciase su estudio. A fin de cuentas, siempre que hemos explorado alguna nueva región del espectro, esto nos ha llevado a descubrimientos asombrosos y totalmente inesperados. Helmer estaba convencido de que esto volvería a suceder.

—Pero, para estudiar estas ondas gigantescas, de hasta un millón de veces más largas que las observadas en la radioastronomía clásica, tenemos que emplear sistemas de antenas igualmente gigantescos. Tanto para captarlas, pues son muy débiles, como para determinar las direcciones de donde proceden.

Este era el Argos de Karl Helmer. Sus grabaciones y apuntes contienen explicaciones muy detalladas; dejaré que otros se pronuncien sobre su importancia práctica.

»Argos miraría simultáneamente en todas direcciones, como los grandes radares descubridores de misiles en el siglo veinte. Sería el equivalente tridimensional de Cíclope, pero varias veces más grande, porque tendría que tener al menos mil kilómetros de diámetro. Y mejor aún diez mil, para una buena eficacia resolutoria a estas bajísimas frecuencias.

»Sin embargo, necesitaría mucho menos material que Cíclope, porque sería construido en el profundo espacio, en condiciones de ingravidez. Helmer eligió, para su emplazamiento, el satélite Mnemósine, la luna más exterior de Saturno, y su elección parece muy lógica. En realidad, la única…

»Porque Mnemósine está a veinte millones de kilómetros de Saturno, lejos de la débil ionosfera del planeta y también a suficiente distancia para que sus fuerzas de atracción sean insignificantes. Pero, y esto es lo más importante, su rotación es casi de cero. Bastaría la modesta fuerza de un cohete para detener completamente su giro. De este modo, Mnemósine sería el único cuerpo del universo sin ninguna rotación, y Helmer sugiere que podría ser un laboratorio ideal para diversos experimentos cosmológicos.

—Tales como una prueba del principio de Mach —interrumpió la voz joven y confiada.

—Sí —convino Duncan, más impresionado que nunca por su desconocido crítico—. Esta era una de las posibilidades que mencionó. Pero, volviendo a Argos…

»Mnemósine serviría de base o núcleo de la instalación. Miles de elementos, poco más que alambres rígidos, irradiarían del satélite, como… como las púas de un erizo de mar. De este modo, se podría rastrillar todo el cielo en busca de señales. A propósito, la temperatura alrededor de Mnemósine es tan baja que podrían emplearse superconductores baratos, aumentando con ello enormemente la eficacia del sistema.

»No entraré en los detalles de las maniobras que permitirían que el Argos orientase eléctricamente sus antenas, sin moverlas físicamente, para concentrarse en cualquier región particular del cielo. Todo esto y mucho más lo había desarrollado Helmer en sus notas, empleando técnicas tomadas de Cíclope y de otros radiotelescopios.

»Tal vez se preguntarán ustedes, como me lo pregunté yo, cómo esperaba poner en marcha este proyecto gigantesco. Pensaba hacer una demostración sencilla, que estaba seguro de que sería suficiente para probar sus teorías.

»Iba a lanzar dos pesos iguales y macizos en direcciones exactamente opuestas, remolcando cada uno de ellos un fino alambre de varios cientos de kilómetros de longitud. Cuando los hilos hubiesen sido completamente desplegados, podrían arrojarse los pesos, y se tendría una simple antena bipolar, de tal vez mil kilómetros de longitud. Confiaba en que podría convencer al sistema de Explotación Solar de que se hiciese el experimento, que resultaría muy barato y produciría ciertamente algún resultado valioso. Después, habría continuado con proyectos más ambiciosos, lanzando hilos en ángulos rectos, etcétera…

«Pero creo que ya he dicho bastante para que juzguen ustedes mismos. Hay mucho más, que no he tenido tiempo de transcribir. Les ruego un poco de paciencia, al menos hasta después del Centenario. Pues, como saben ustedes muy bien, vine precisamente para esto… y tengo todavía mucho que hacer…»

—Gracias por su apoyo moral, Bob —dijo Duncan, cuando salió con Su Excelencia el Embajador de Titán al brillante sol de Virginia Avenue.

—No dije esta boca es mía. Estaba completamente pasmado. Y esperaba que alguien formulase la pregunta cuya respuesta estoy ansioso de saber.

—¿Cuál es? —preguntó Duncan, con recelo.

—¿Cómo pensaba Helmer que podría realizarlo?

—¡Oh, eso! —dijo Duncan, ligeramente chasqueado, pues este aspecto de la cuestión le parecía desprovisto de interés—. Creo que comprendo su estrategia. Hace cuatro años, cuando rechazamos su proyecto de un simple sistema detector de onda larga, porque no podíamos pagarlo y porque no quiso decirnos lo que realmente se proponía, decidió que tendría que acudir directamente a la Tierra y convencer a sus más eminentes científicos. Esto significaba que debía disponer de fondos. Estoy seguro de que esperaba que, al reconocerse en seguida sus méritos, olvidaríamos sus pequeñas infracciones de las leyes monetarias. Naturalmente, era peligroso, pero se sentía tan importante que estaba resuelto a correr el riesgo.

—¡Hum! —dijo el embajador, visiblemente poco impresionado—. Sé que Helmer era amigo suyo, y no quiero hablar de él en duros términos. Pero, ¿no sería justo llamarle genio científico… y psicópata delincuente?

Para sorpresa suya, Duncan se sintió irritado por esta descripción. Sin embargo, tenía que admitir que había en ella algo de verdad; uno de los atributos del psicópata —término todavía popular entre los profanos, a pesar de trescientos años de intentos profesionales por eliminarlo— era una ceguera moral por todos los intereses distintos de los propios. Desde luego, Karl habría podido siempre argüir que sus intereses beneficiarían a todos los afectados. Y Duncan pensó, con cierto malestar, que también los Makenzie eran duchos en esta clase de ejercicio.

—Si había algunos elementos irracionales en el comportamiento de Karl, éstos se debían en parte a que sufrió una crisis nerviosa hace quince años. Pero ésta no afectó nunca a su criterio científico; todas las personas con quienes he hablado del asunto convienen en que Argos era un proyecto sensato.

—No lo dudo; pero, ¿por qué es importante?

—Pensé —dijo Duncan, suavemente— que lo había expuesto claramente a nuestros invisibles amigos.

Y creo que lo hice, dijo para sus adentros, al menos para uno de ellos. Su agudo inquisidor era, sin duda alguna, uno de los más eminentes radioastrónomos de la Tierra. Él comprendería, y, a este nivel, unos pocos aliados eran suficientes. Duncan estaba seguro de que algún día volverían a encontrarse, esta vez cara a cara y sin referirse a ningún encuentro anterior.

—En lo tocante a su importancia, le diré algo, Bob, que no mencioné al Comité y que pienso que Karl no tuvo en cuenta, porque estaba demasiado absorto en sus propios asuntos. ¿Se da cuenta de lo que significaría un proyecto como Argos para la economía de Titán? Nos produciría miles de millones y nos convertiría en el eje científico del Sistema Solar. Incluso podría resolver a largo plazo nuestros problemas financieros, cuando empiece a menguar la demanda de hidrógeno en los años ochenta.

—Aprecio esto —dijo secamente Farrell—, sobre todo porque repercutirá en mis impuestos. Pero nada debe interponerse en la Marcha de la Ciencia.

Duncan se echó a reír, con simpatía. Apreciaba a Bob Farrell, que le había ayudado extraordinariamente. Pero cada vez estaba menos seguro de la lealtad del embajador, a quien tal vez habría que buscar pronto un sustituto. Desgraciadamente, tendría que ser también un hombre de la Tierra, debido a su gravedad infernal; pero éste era un problema insoluble para Titán.

Desde luego, nunca diría al embajador, y menos al Comité Argos, por qué el invento de Karl podía ser tan vital para la raza humana. En el minisec, había especulaciones —afortunadamente, no aparecía el menor indicio de ellas en la libreta de notas— que no deberían publicarse en muchos años, hasta que se hubiese demostrado la viabilidad del proyecto.

Karl había demostrado tantas veces su razón en el pasado, captando verdades más allá de los límites de la lógica y de la razón, que Duncan tenía la seguridad de esta última y pasmosa intuición era también correcta. O, si no lo era, la verdad era aún más extraña; en todo caso, era una verdad que había que aprender. Aunque el conocimiento podía ser abrumador, el precio de la ignorancia podía ser… la extinción.

Aquí, en las calles de esta hermosa ciudad, llena de sol y de Historia, era difícil tomar en serio los comentarios finales de Karl, al especular sobre el origen de aquellas ondas misteriosas. Y, seguramente, ni siquiera el propio Karl había creído realmente en todas las ideas que había confiado a la memoria secreta de su minisec, durante el largo viaje a la Tierra…

Pero era diabólicamente persuasivo, y sus argumentos tenían una lógica irresistible y una fuerza propia. Aunque no hubiese creído en todas sus conjeturas, éstas podían ser acertadas.

«Otrosí —había murmurado (debía haber sido difícil aislarse en aquella nave de carga, y Duncan podía imaginarse sus ruidos y el movimiento de la tripulación)— estas ondas kilohertz tienen un alcance limitado debido a la absorción interestelar. Normalmente, no podrían pasar de una estrella a otra, a menos que las nubes de plasma actuasen como guías de ondas, canalizándolas a lo largo de grandes distancias. Por consiguiente, su origen debe estar cerca del Sistema Solar.

»Todos mis cálculos apuntan a una fuente —o fuentes— situada aproximadamente a un décimo de año luz del Sol, sólo a un catorceavo de la distancia hasta el Alfa de Centauro, pero a cien veces la distancia de Plutón… La tierra de nadie, el borde del desierto entre las estrellas. Pero allí es exactamente donde nacen los cometas, en una concha grande e invisible que envuelve el Sistema Solar. Allí hay material bastante para un billón de esos extraños objetos que giran en las frías profundidades cósmicas.

»¿Qué sucede en esas enormes nubes de hidrógeno y helio y todos los demás elementos? No hay mucha energía, pero debe ser bastante. Y, donde hay materia y energía —y tiempo—, más pronto o más tarde hay organización.

»Llamémoslos Animales Estrellas. ¿Estarán vivos? No; esta palabra no es adecuada. Digamos solamente “Sistemas organizados”. Tendrían ciento o miles de kilómetros de diámetro, y podrían vivir —quiero decir, mantener su identidad individual— durante millones de años.

»He aquí una idea. Los cometas que observamos, ¿son cadáveres de Animales Estrellas, enviados al Sol para su cremación? ¿O delincuentes ejecutados? Soy ridículamente antropomórfico, pero, ¿qué otra cosa puedo ser?

»¿Y serán inteligentes? Pero, ¿qué significa esta palabra? ¿Son inteligentes las hormigas? ¿Son inteligentes las células del cuerpo humano? ¿Forman todos los Animales Estrellas que rodean el Sistema Solar una sola entidad, y sabe ésta algo de nosotros? Y si lo sabe, ¿le importa?

»Tal vez el Sol los mantiene a raya, como, en los viejos tiempos, las fogatas de los campamentos a los lobos y a los tigres de afilados colmillos. Pero todavía estamos muy lejos del Sol, y, más pronto o más tarde, nos encontraremos con ellos. Cuanto más aprendamos, tanto mejor.

»Y hay otra cuestión en la que casi me aterroriza pensar. ¿Serán dioses? ¿O SERÁN DEVORADORES DE DIOSES?»