Negocios y deseo
Nadie habría podido decir, cuando Duncan se plantó junto a la ventana del departamento de Calindy, que no estaba contemplando el intenso tráfico de la calle 57 en una fría noche de invierno, al caer los primeros copos de nieve, que se fundían al punto al tocar las cálidas aceras. Pero estaban en verano, no en invierno; y ni siquiera la limusina del presidente Bernstein era tan vieja como los coches que discurrían en silencio, doscientos metros más abajo. Estaba observando el pasado, tal vez un holograma de finales del siglo XX; en todo caso, aunque Duncan sabía que estaba realmente bajo tierra, no podía convencer de ello a sus sentidos.
Al fin estaba a solas con Calindy, aunque en circunstancias que ni siquiera habría soñado unos días antes. Por extraña ironía, ahora que tenía la oportunidad, apenas si sentía el menor atisbo de deseo.
—¿Qué es esto? —preguntó, receloso al ofrecerle Calindy una esbelta copita de cristal que contenía unos pocos centímetros de un líquido rojo como la sangre.
—Si te lo dijese, el nombre no significaría nada para ti; y, si te dijese lo que cuesta, no te atreverías a beberlo. Paladéalo despacio, pues nunca tendrás otra ocasión, y te sentará bien.
Era muy bueno, suave, ligeramente dulce y, según pensó Duncan, cargado con varios megatones de energía adormecedora. Lo sorbió muy lentamente, desde luego, sin dejar de observar a Calindy, que iba de un lado a otro en la habitación.
En realidad, él no había esperado encontrar nada determinado, pero, a pesar de esto, el departamento de Calindy le había sorprendido. Era casi ascético en su sencillez, pero grande y bien proporcionado, con paredes gris perla y techo azul y abovedado como el mismo cielo, y una alfombra verde que daba la impresión de un pequeño mar de hierba lamiendo lo muros. Había menos de una docena de muebles: cuatro mullidos sillones, dos divanes, un escritorio cerrado, una vitrina llena de delicadas piezas de porcelana, una mesa baja sobre la que había una cajita y un magnífico libro de primitivos del siglo XXII, y, desde luego, la indispensable comsola, con su pantalla llena ahora de arte abstracto que estaba muy lejos de ser primitivo.
Incluso sin la fuerza de gravedad, para recordárselo, no había peligro de que Duncan se olvidase de que estaba en la Tierra. Dudaba de que cualquier casa particular de cualquier otro planeta pudiese lucir como ésta; pero no le habría gustado vivir en ella. Todo era demasiado perfecto, y mostraba con demasiada claridad la obsesión de los moradores de la Tierra por el pasado. De pronto recordó la observación del embajador Farrell: «Nosotros no somos decadentes, pero nuestros hijos lo serán.» Esto incluía la generación de Calindy; quizá el embajador tenía razón…
Tomó otro sorbo, mientras observaba en silencio a Calindy, que evolucionaba en la estancia. Claramente incómoda, Calindy movió un sillón una invisible fracción de pulgada, y realizó un ensayo de un también invisible arreglo. Después, volvió al diván y se sentó al lado de Duncan.
Con un poco más de decisión, se inclinó sobre la mesa de café y tomó la cajita que había encima de ella.
—¿Conoces esto? —preguntó, abriendo la tapa.
Reposando en un nido de terciopelo, había algo parecido a un huevo grande de plata, de un tamaño equivalente al doble de los huevos de verdad que había visto en el Hotel de Centenario.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿Un objeto esculpido?
—Cógelo, pero ten cuidado de que no se te caiga.
A pesar de esta advertencia, a punto estuvo de dejarlo caer. El huevo no pesaba mucho, pero parecía vivo; incluso parecía agitarse en su mano, a pesar de que no podía percibirse el menor movimiento. Sin embargo, cuando lo observó con mayor atención, pudo ver unas débiles franjas opalescentes que se deslizaban sobre la superficie y empañaban momentáneamente su brillo de espejo. Parecían ondas calóricas, aunque no producían sensación de calor.
—Sostenlo con ambas manos —le dijo Calindy— y cierra los ojos.
Duncan obedeció, a pesar de un deseo casi irresistible de ver lo que realmente le pasaba al extraordinario objeto. Se sentía completamente desorientado, porque le parecía que el sentido del tacto —el mensajero más fiel del universo exterior— le estaba traicionando.
Pues la textura del huevo cambiaba constantemente. Ya no parecía de metal, sino que, increíblemente, era velludo. Igual habría podido estar acariciando un animalito peludo, un gato, tal vez…
Pero sólo durante unos segundos. El huevo se estremeció y se volvió duro y tosco: estaba hecho de papel de lija, lo bastante áspero para rascar la piel…
… el papel de lija se convirtió en seda, tan suave y fina que tuvo ganas de acariciarla. Pero, casi sin darle tiempo a obedecer a este impulso…
… el huevo empezó a licuarse y se volvió gelatinoso; casi parecía rezumar entre sus dedos, y Duncan tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarlo caer con asco. Sólo la convicción de que esto no podía ocurrir en realidad le dio fuerzas para dominar el reflejo…
… ahora era de madera; no cabía la menor duda, pues podía incluso sentir el grano…
… antes de disolverse en miles de millones de cerdas separadas, tan afiladas y distintas que podía sentir sus pinchazos en la piel…
Y había sensaciones que ni siquiera podía identificar; algunas, deliciosas; la mayoría, neutras; pero, otras, tan desagradables que apenas si podía dominar su repugnancia. Por fin, cuando Duncan sintió en las palmas de sus manos el tacto único, incomparable, de la piel humana, su curiosidad y su asombro triunfaron sobre su voluntad:
Abrió los ojos: el huevo de plata no había cambiado en absoluto, aunque, por el tacto, se hubiese dicho que estaba tallado en jabón.
—Por el amor de Dios, ¿cómo se llama esto?
—Es un tactoide. ¿No habías oído hablar de ellos?
—No.
—Fascinador, ¿verdad? Hace, al sentido del tacto, lo que un calidoscopio al sentido de la vista. No; no me preguntes cómo funciona… Tiene algo que ver con el estímulo eléctrico controlado.
—¿Para qué sirve?
—¿Tiene que servir todo para algo? No es más que un juguete, una novedad. Pero yo tenía buenas razones para mostrártelo.
—¡Oh, ya sé! «Lo último de la Tierra.»
Calindy le dirigió una sonrisa pensativa; recordaba la antigua frase, que ahora hacía que ambos evocasen aquellos días que habían pasado en Titán, hacía tanto tiempo…
—Duncan —dijo ella, en voz tan baja que él distinguió apenas las palabras—, ¿crees que todo fue por mi culpa?
Ahora estaban sentados a dos metros de distancia en el diván, y él tuvo que volverse para mirarla a la cara. La mujer que veía ahora ya no era la serena funcionaria y directora que había encontrado en el Titanic, sino una niña afligida y vacilante. Se preguntó cuánto tiempo duraría su ánimo contrito, que, de momento, era bastante sincero.
—¿Cómo puedo contestar a esto? —respondió él—. Todavía estoy completamente a oscuras. No sé lo que estaba haciendo Karl en la Tierra ni por qué vino aquí.
Esto era sólo verdad en parte; el minisec de Karl había empezado a revelar sus secretos. Pero Duncan no estaba aún dispuesto a discutirlo con nadie, y menos con Calindy.
Ella le miró con aire de débil sorpresa, y dijo:
—¿Quieres decir que nunca te habló de ello… en quince años?
—Hablarme, ¿de qué? —preguntó Duncan.
—De lo que ocurrió aquella última noche a bordo del Mentor.
—No —respondió Duncan, con dolorosa lentitud—. Nunca me habló de ello.
Después de tantos años, aquella traición seguía siendo para él un amargo recuerdo. Ahora sabía, desde luego, que era absurdo que dos jóvenes adultos, como Karl y Calindy, obsesionados en su propio dolor, prestasen la menor atención a los sentimientos de un muchacho que les adoraba a ambos. Ahora no podía censurarles; pero, en el fondo de su corazón, nunca les había perdonado.
—Entonces, ¿no sabías que habíamos empleado una Máquina de Placer?
—¡Oh, no!
—Pues sí. No fue idea mía. Karl insistió, y no pude disuadirle. Sólo tuve el sentido común suficiente para no emplearla yo misma. Bueno, sólo a muy baja potencia…
—Ya en aquellos tiempos, eran ilegales. ¿Cómo podía haber una a bordo del Mentor?
—Había muchas cosas en el Mentor de las que nadie tuvo jamás conocimiento.
—Lo supongo. ¿Y qué pasó?
Calindy se puso de nuevo en pie y empezó a pasear nerviosamente arriba y abajo. Esquivando la mirada de Duncan, prosiguió:
—No me gusta hablar de esto; incluso ahora, me asusta, y puedo comprender por qué la gente se aficionaba irremediablemente a aquello. Estoy segura de que tus dedos no habían tocado nunca nada tan…, bueno, supongo que palpable es la única palabra…, como este tactoide. La Máquina de Placer es exactamente lo mismo; hace que la vida real parezca pálida y mísera… y, no lo olvides, Karl la empleó en su máxima potencia. Le dije que no lo hiciese, pero él se echó a reír. Confiaba en que podría manejarla…
Sí, pensó Duncan; esto era muy propio de Karl. Aunque nunca había visto un Amplificador de Emociones, había uno, debidamente guardado, en el Hospital Central de Oasis. Era un instrumento psiquiátrico muy valioso; pero, cuando las versiones simples y portátiles, bautizadas rápidamente con el nombre de «Máquinas de Placer», se había puesto al alcance de todos a mediados de siglo, se habían extendido como una plaga en los mundos deshabitados. Nadie sabría cuántas mentes jóvenes y en formación habían sido arruinadas por ellas. Los «cerebros quemados» habían sido una enfermedad de los años sesenta, hasta que la epidemia había cesado, dejando cientos de cabezas emocionalmente hueras. Karl había tenido suerte de escapar…
Pero, no; no se había librado. Aquí estaba la verdad de su «crisis nerviosa» y la explicación de su cambiada personalidad. Duncan empezó a sentir una ira fría contra Calindy. No creía en sus protestas de inocencia; tenía que haberlo impedido, incluso entonces. Pero parte de su indignación se fundaba en motivos morales; censuraba a Calindy porque estaba viva, mientras que Karl yacía helado en el depósito de cadáveres de Aden, como una espléndida estatua de mármol deteriorada por el tiempo y cuidadosamente restaurada. Allí tendría que esperar hasta que se cumpliesen todas las formalidades legales indispensables para disponer de un cadáver extraterrestre. Este era otro deber que había caído sobre Duncan; había hecho todo lo que había creído necesario, antes de despedirse del amigo que había perdido mucho antes de su muerte.
—Me imagino la escena —dijo Duncan, con tanta acritud que Calindy le miró con súbita sorpresa—. Pero cuéntame el resto. ¿Qué pasó después?
—Karl solía enviarme largas y fogosas misivas, selladas y certificadas. Decía que nunca podría amar a nadie más; yo le respondía que no fuese tonto, que me olvidase lo más rápidamente posible, puesto que nunca volveríamos a vernos. ¿Qué más podía decirle? No me daba cuenta de que mis consejos eran absolutamente inútiles…, como si le dijese que dejase de respirar. Como no me atrevía a preguntarlo, sólo años más tarde supe lo que una Máquina de Placer podía hacerle al cerebro.
»Sí, Duncan; él decía la pura verdad cuando afirmaba que no podría amar a nadie más. Al reforzar los circuitos del placer, esas máquinas crean una pauta de deseos permanente, casi indestructible. Los psicólogos llaman a esto electro-impresión; creo que actualmente existen técnicas encaminadas a corregir este efecto, pero no las había quince años atrás, ni siquiera en la Tierra. Y menos aún en Titán.
»Al cabo de un tiempo, dejé de contestarle, pues nada podía decirle. Pero seguí recibiendo noticias de Karl varias veces al año; juraba que, más pronto o más tarde, vendría a la Tierra y volveríamos a vernos. Yo no lo tomaba desde luego en serio.»
Tal vez no, pensó Duncan; pero estoy seguro de que no te disgustaba en absoluto. Debía ser halagador tener en la mano el alma de un hombre tan inteligente y hermoso como Karl, aunque su esclavitud hubiese sido accidental, con la ayuda de una máquina…
Ahora comprendía claramente por qué todos los ulteriores amoríos y matrimonios de Karl habían terminado violentamente. Estaban condenados al fracaso desde el principio. La imagen de Calindy se había erguido siempre, como un ideal inalcanzable, entre Karl y su felicidad. ¡Cuán solo debía sentirse! ¡Y cuántas malas interpretaciones habrían podido evitarse, si se hubiese conocido a tiempo la causa de su comportamiento!
Sin embargo, tal vez no se habría podido hacer nada, y, en todo caso, era fútil soñar en oportunidades perdidas. ¿Qué antiguo filósofo había dicho: «La raza humana nunca conocerá la dicha, mientras puedan pronunciarse las palabras. ‘Si al menos…’»?
—Debió producirte una gran sorpresa, cuando al fin apareció.
—No. Me había hecho varias insinuaciones, y casi le esperaba desde hacía un año. Entonces, me llamó desde Port Van Allen; me dijo que acababa de llegar en un vuelo especial y que nos veríamos en cuanto hubiese terminado su readaptación a la gravedad.
»Era una nave de abastecimiento del Servicio Terrestre de Vigilancia, que volvía de vacío… y a toda velocidad. Sin embargo, tardó cincuenta días.»
Y no debió ser un viaje muy cómodo, se dijo Duncan. Cincuenta días en uno de aquellos camiones espaciales, con un mínimo de sistemas vitales. ¡Qué contraste con el Sirius! Lo sintió por los oficiales que habían sucumbido cándidamente a la persuasión de Karl, y esperó que el Tribunal de Instrucción no perjudicase sus carreras.
Calindy había recobrado parte de su aplomo; dejó de pasear arriba y abajo y se sentó junto a Duncan en el diván.
—Yo no estaba segura de si, después de tantos años, deseaba realmente volver a verle; pero sabía lo terco que era y que habría sido inútil tratar de mantenerle alejado. Por consiguiente…, supongo que puedo decir que adopté la línea de menor resistencia. —Esbozó una triste sonrisa, y prosiguió—: Desde luego, no me sirvió de nada, como hubiese debido suponer. Entonces nos enteramos, por un noticiario, de que acababas de llegar a la Tierra.
—Esto debió ser una sorpresa para Karl. ¿Qué dijo?
—Poca cosa; pero me di cuenta de que estaba disgustado y muy asombrado.
—Pero debió hacer algún comentario.
—Sólo me advirtió que, si hablabas conmigo, no debía decirte que él estaba en la Tierra. Fue la primera vez que sospeché algo irregular y empecé a preguntarme sobre la titanita que me había pedido que vendiese.
—Esto no tiene importancia; olvídalo. Digamos que era solamente uno de los muchos medios de que se valía Karl para alcanzar su objetivo. Pero quisiera saber una cosa: la primera vez que te llamé, ¿estaba aún contigo?
Otra vacilación, que era ya media respuesta. Después, Calindy contestó, en tono un tanto desafiador:
—¡Claro que estaba! Y se enfadó mucho cuando le dije que nos habíamos visto. Tuvimos una fuerte disputa por esta causa. Pero no era la primera —suspiró, con dramatismo ligeramente exagerado—. Por aquel entonces, incluso Karl se había dado cuenta de que la cosa no podía marchar, de que no había nada que hacer. Yo se lo había advertido muchas veces, pero él no había querido creerme. Se negaba a reconocer el hecho de que la Calindy que había conocido quince años antes, y cuya imagen estaba grabada al fuego en su cerebro, había dejado de existir…
Duncan no se había imaginado nunca que vería lágrimas en los ojos de Calindy. Pero se preguntó: ¿Lloraba por Karl o por su propia juventud perdida?
Trató de mostrarse cínico, pero no lo consiguió. Estaba seguro de que su dolor era, en parte, absolutamente auténtico, y, a pesar suyo, esto le conmovía profundamente. Y algo más, pues ahora, para gran sorpresa suya, descubrió que la compasión no era la única emoción que Calindy despertaba en él. Hasta entonces, no se había dado cuenta de que el dolor compartido podía ser un afrodisíaco.
No hizo nada para coartar este sentimiento, pero tampoco quería apresurar las cosas. Todavía esperaba saber mucho más, y sólo Calindy podía informarle.
—Por eso parecía siempre inquieto cuando hacíamos el amor —siguió diciendo ella, con voz llorosa—, aunque al principio trataba de disimularlo. Yo lo advertía… y esto no era nada agradable para mí. Hacía que me sintiese… inadecuada. Entonces yo había aprendido mucho sobre la electro-impresión, y sabía exactamente dónde estaba el mal. El caso de Karl no era único…
»Lo cierto es que aumentó su frustración… y también su violencia. A veces, me asustaba. Ya sabes lo vigoroso que era… Mira esto.»
Con otro ademán teatral, se abrió el vestido y mostró la parte superior del brazo izquierdo…, además de todo el seno izquierdo.
—Me golpeó aquí, con tanta fuerza que me contusionó gravemente. Todavía puedes ver la señal.
A pesar de toda su buena voluntad, Duncan no pudo descubrir ninguna huella de contusión en la piel blanca, suave como la seda, que se ofrecía a su mirada. Sin embargo, aquella revelación no le dejó indiferente.
—Y esta fue la causa de que desconectases el vídeo —dijo, compasivo, y se acercó un poco más.
—Entonces me llamó el amigo de Ivor, preguntándome acerca de Titán. Pensé que era una extraña coincidencia… ¿Sabes, Duncan, que fue una mala jugada?
Parecía más triste que irritada, y no se separó de él. Casi la mitad del sofá estaba ahora sin ocupar.
—Y entonces, todo se precipitó repentinamente. ¿Sabías que el Servicio de Seguridad de la Tierra envió a dos de sus agentes para interrogarme?
—No, pero lo sospeché. ¿Qué les dijiste?
—Todo, naturalmente; se mostraron muy amables y comprensivos.
—Y también muy torpes —dijo Duncan, amargamente.
—¡Oh, Duncan, aquello fue un accidente! Tú eras un invitado importante; tenían que protegerte. Si te hubiese ocurrido algo, precisamente antes de hablar ante el Congreso, se habría producido un escándalo interplanetario. Pero hiciste mal en buscar a Karl en un lugar tan peligroso.
—No era peligroso, y nuestra conversación era perfectamente amistosa. ¿Cómo iba yo a saber que aquel fogoso idiota estaba espiando en la antena contigua?
—¿Qué querías que hiciese? Le habían ordenado que te protegiese a toda costa, y le habían advertido que Karl podía mostrarse violento. Pareció que iniciabais una pelea… y aquel disparo de láser sólo habría cegado a Karl por unas pocas horas. Fue un terrible accidente; nadie tuvo la culpa.
Tal vez, pensó Duncan; en cuanto a él, tardaría muchísimo tiempo en poder considerar desapasionadamente toda la secuencia de acontecimientos. Si existía culpa, ésta estaba muy repartida entre dos mundos. Como la mayoría de las tragedias humanas, ésta no había sido causada por malas intenciones, sino por errores de juicio, por malas interpretaciones…
Si Malcolm y Colin no hubiesen insistido en que tuviese una explicación con Karl, presentándole los hechos…, si él no hubiese querido que Karl demostrase su inocencia y no le hubiese dado la oportunidad de hacerlo, hasta el punto de ponerse —inconscientemente, ahora lo veía— en su poder… Tal vez Karl era realmente peligroso; pero nunca lo sabría.
Parecía como si ambos hubiesen sido atrapados en una red complicada del destino, de la que no tenían posibilidad alguna de escapar. Y Duncan volvió a recordar el Titanic, aunque el desastre de éste había sido tanto más grande que toda comparación resultaba ridícula. También el Titanic estaba condenado —como si los propios dioses conspirasen contra él— por una serie de circunstancias aparentemente casuales y triviales. Si los avisos radiados no se hubiesen perdido entre los mensajes de salutación y de negocios… Si aquel iceberg no se hubiese introducido de modo tan increíble a través de varios compartimientos estancos… Si el radiotelegrafista del barco no hubiese terminado su servicio, después de sólo veinte kilómetros, cuando se lanzaron los primeros SOS en la noche del Atlántico… Si no hubiesen faltado botes salvavidas… Había sido como el fracaso de toda una serie de dispositivos de seguridad contra improbables contingencias, hasta que la catástrofe fue inevitable.
—Tal vez tienes razón —dijo Duncan, tratando de consolarse y consolar al mismo tiempo a Calindy—. En realidad, no culpo a nadie. Ni siquiera a Karl.
—¡Pobre Karl! Me amaba de veras. Haber hecho el largo trayecto hasta la Tierra…
Duncan no respondió, aunque, por un instante, estuvo tentado de hacerlo. ¡Calindy no podía creer que ésta hubiese sido la única razón! Incluso un hombre de cerebro quemado, marcado por una de aquellas diabólicas Máquinas de Placer, era impulsado por más de una pasión. Y el principal objetivo de Karl había sido tan formidable que, incluso ahora, Duncan podía apenas creer la imagen que surgía poco a poco de la libreta de notas y de las recónditas porciones del minisec.
Karl había tenido un sueño —o una pesadilla— y Duncan era el único hombre vivo que, siquiera en parte, lo comprendía. ¡Cuán chasqueado y pasmado debía estar el Comité Argos! Esta idea dio a Duncan una fuerte impresión de poder, aunque había veces en que deseaba que la carga del conocimiento hubiese llegado a él de otra manera, o no hubiese llegado en absoluto…
Porque el poder y la felicidad eran incompatibles. Karl había querido tener ambas cosas, y ambas se le habían escapado de las manos. Duncan no sabía aún cómo aprovecharía esta lección, pero estaba seguro de que no la olvidaría nunca.
Pero, si la felicidad era inalcanzable, al menos el placer estaba a su alcance y no debía despreciarlo. Por unos momentos, se olvidó de los negocios oficiales y volvió la espalda a un enigma mucho más profundo que todos los que Calindy ofrecía a sus clientes.
Era extraña la manera en que la rueda del destino había dado la vuelta completa. Quince años atrás, él y Karl se habían unido para llorar la pérdida de Calindy. Ahora, él y Calindy lloraban a Karl.
Y ahora conoció Duncan algo de la inquietud que debió sentir Karl, aunque sólo podía ser una débil sombra de su hambre insaciable. ¡Cuán cierto era que nunca podía recobrarse del todo el pasado…!
Aquello fue tan bueno como había esperado; pero le faltó una cosa.
Calindy ya no sabía a miel.