CAPÍTULO 33

Los oyentes

—No está usted legalmente obligado —le había explicado el embajador Farrell—. Si lo desea, puedo alegar la inmunidad diplomática para usted. Pero sería una imprudencia y podría crear… dificultades. En todo caso, esta investigación es en mutuo interés de todos los afectados. Nosotros, igual que ellos, queremos averiguar lo que ha pasado.

—¿Quienes son ellos?

—Aunque lo supiese, no podría decírselo. Digamos el Servicio de Seguridad de la Tierra.

—¿Todavía tienen aquí estas tonterías? Yo creía que los espías y los agentes secretos habían desaparecido hace doscientos años.

—Las burocracias se perpetúan por sí solas; usted debería saberlo. Pero la civilización siempre tendrá sus descontentos, según leí en alguna parte. Aunque la policía cuida de casi todos los asuntos, como en Titán, hay casos que requieren… un tratamiento especial. A propósito, me han pedido que le diga que todo lo que quiera usted decir se considerará materia reservada y no se publicará sin su consentimiento. Y, si lo desea, yo le acompañaré para guiarle y prestarle un apoyo moral.

Ni siquiera ahora estaba Duncan muy seguro del papel que representaba el embajador, pero su ofrecimiento era razonable y lo había aceptado. No veía ningún mal en aquella reunión privada; naturalmente, era necesaria alguna investigación judicial, pero, cuanta menos publicidad se hiciese, tanto mejor sería.

Él había medio esperado que le llevasen en un coche cerrado por un largo y tortuoso trayecto, hasta un gran complejo subterráneo en las profundidades de Virginia o Maryland; era un poco molesto terminar en una pequeña habitación del viejo Departamento de Estado, hablando con un subsecretario auxiliar que respondía al improbable nombre de John Smith. Una comprobación ulterior por parte de Duncan confirmó que se llamaba realmente así; sin embargo, pronto se puso en claro que esta habitación era mucho más importante de lo que parecía deducirse de su mesa vulgar y sus tres cómodos sillones.

Las sospechas de Duncan sobre el gran espejo que cubría la mayor parte de una pared se vieron rápidamente confirmadas. Su interlocutor —o su inquisidor, para emplear un término más melodramático— vio la dirección de su mirada y le dirigió una ingenua sonrisa.

—Con su permiso, señor Makenzie, quisiéramos registrar esta entrevista. Y hay otros participantes que esperan; pueden intervenir de cuando en cuando. Si no le importa, me abstendré de presentárselos.

Duncan hizo un cortés movimiento de cabeza en dirección al espejo.

—Nada tengo que objetar a la grabación —dijo—. ¿Le importa que emplee también mi minisec?

Se hizo un penoso silencio, interrumpido solamente por un chasquido de lengua del embajador. Después, el señor Smith respondió:

—Preferiríamos proporcionarle una copia. Le prometo que será absolutamente literal.

Duncan no insistió. Probablemente sería un engorro que algunas de las voces fuesen reconocidas por extraños. En todo caso, una copia era perfectamente aceptable; podía confiar en su memoria para suplir las omisiones o subsanar los errores.

—Muy bien —dijo el señor Smith, visiblemente aliviado—. Vamos a empezar.

Simultáneamente, ocurrió algo extraño en la estancia. Su acústica cambió bruscamente, como si se hubiese ampliado de pronto. No hubo la menor alteración visible, pero Duncan tuvo la extraña impresión de muchas presencias invisibles a su alrededor. Nunca sabría si estaban realmente en Washington o en el otro extremo de la Tierra, y esto le producía la incómoda y cruda sensación de que estaba rodeado de invisibles oyentes… y espías.

Un momento más tarde, una voz habló suavemente en el aire, precisamente frente a él.

—Buenos días, señor Makenzie; le agradecemos que haya querido dedicarnos parte de su tiempo, y le rogamos que nos disculpe nuestra insistencia. Si se imagina que esto es una especie de melodrama del siglo XX, le pedimos excusas. Noventa y nueve veces de cada cien, estas precauciones son totalmente innecesarias. Pero nunca podemos saber cuál será la centésima.

Era una voz amable y fuerte, profunda y resonante; pero había en ella algo ligeramente antinatural. ¿Una computadora?, se preguntó Duncan. Era una presunción demasiado sencilla; en todo caso, no había manera de distinguir entre la vocalización de una computadora y el habla humana, en particular ahora, cuando un número adecuado de «hum…», «bueno…» y frases incompletas y palpables errores gramaticales, podían ser incorporados para que los participantes no electrónicos en la conversación se sintiesen a sus anchas. Duncan se imaginó que estaba escuchando a un hombre que hablaba a través de un circuito que disfrazaba su acento.

Cuando aún trataba de decidir si debía responder, otro orador tomó la palabra; esta vez, la voz sonó a cosa de medio metro de su oído izquierdo.

—Debemos tranquilizarle sobre un punto, señor Makenzie. Que nosotros sepamos, no se ha infringido ninguna ley de la Tierra. No hemos venido a investigar un delito, sino solamente a resolver un misterio, a explicar una tragedia. Si ha sido vulnerado algún reglamento de Titán, esto es problema de ustedes, no nuestro. Espero que lo comprenderá.

—Sí —respondió Duncan—. Lo había presumido, pero celebro su confirmación.

Desde luego, era un alivio; pero sabía que no podía estar tranquilo. Tal vez esta declaración era lo que parecía ser: una petición amistosa de colaboración. Pero también podía ser una trampa.

Ahora, una voz de mujer sonó inmediatamente detrás de él, y tuvo que hacer un esfuerzo para no volverse a mirar a la que hablaba. Este innecesario cambio de voz y de lugar, ¿era un deliberado intento para desorientarle? ¿Tan naïve se imaginaban que era?

—Para ahorrar tiempo, permítame decirle que tenemos una relación completa del historial del señor Helmer. (Y del mío, pensó Duncan.) Su Gobierno se ha mostrado muy servicial, pero usted puede tener información que nos es desconocida, ya que era uno de sus íntimos amigos.

Duncan asintió con la cabeza, sin tomarse la molestia de hablar. Sin duda lo sabían todo sobre su amistad… y su final.

Como respondiendo a una señal oculta, el señor Smith abrió su cartera y dejó cuidadosamente un objeto sobre la mesa.

—Sin duda reconocerá esto —prosiguió la voz femenina—. La familia Helmer ha pedido que se lo entregásemos a usted para guardarlo, junto con las otras pertenencias del difunto.

La vista del minisec de Karl —virtualmente del mismo modelo que el suyo— le causó tanta impresión que, de momento, no captó el resto del mensaje. Después, Duncan reaccionó de pronto y dijo:

—¿Quiere usted repetir esto?

Tardaron tanto en contestar que se preguntó si su interlocutora estaba en la Luna; durante el curso de la sesión, Duncan estuvo casi seguro de ello. El intercambio era rápido con todos los demás inquisidores, pero, con aquella mujer solitaria, siempre había esta pausa invariable.

—Los Helmer han pedido que sea usted el depositario de los efectos de su hijo, hasta que se tomen las disposiciones oportunas.

Era una señal de paz, sobre la tumba de todas sus esperanzas, y Duncan sintió en los ojos un escozor de lágrimas no vertidas. Contempló el puñado de microelectrónica de encima de la mesa y ni siquiera se atrevió a tocarlo. Eran secretos de Karl; ¿le habrían pedido los Helmer que los guardase, si hubiesen tenido algo que ocultar? Pero Duncan estaba seguro de que Karl había ocultado muchas cosas a su propia familia; el minisec debía guardar muchas cosas que sólo él sabía. Aunque, ciertamente, debían estar disimuladas en claves cuidadosamente seleccionadas, algunas de ellas posiblemente conectadas con circuitos de borradura para evitar intrusiones no autorizadas.

—Naturalmente —siguió diciendo la voz de la Luna (si era realmente de la Luna)—, nos interesa lo que puede haber en ese minisec. En particular, nos gustaría tener una lista de contactos en la Tierra: direcciones o números personales.

Sí, pensó Duncan; lo comprendo. Estoy seguro de que te habrás sentido tentada a hacer alguna interrogación, pero has tenido miedo a los posibles circuitos de borradura y quieres intentar primero otras alternativas.

Contempló reflexivamente la cajita que estaba sobre la mesa, con sus múltiples botones y su ahora oscura pantalla de lectura. Era un aparato cuya complejidad superaba todos los sueños de edades anteriores: un virtual micro-simulacro de un cerebro humano. En su interior, había miles de millones de informaciones, guardadas en infinitos dispositivos atómicos, esperando ser despertadas por la señal adecuada, o borradas por la que no lo fuese. De momento, estaban muertos, inertes, como la propia conciencia en las más recónditas profundidades del sueño. Pero no; no completamente inertes; los circuitos de reloj y de calendario seguían funcionando, marcando los segundos, los minutos y los días, que ahora ya no importaban a Karl.

Sonó otra voz, esta vez a la derecha.

—Hemos preguntado al señor Armand Helmer si su hijo dejó alguna clave, como suele hacerse en estos casos. Esperamos poder decirle algo más acerca de esto en breve plazo. Mientras tanto, no se hará ningún intento para obtener lectura alguna. Con su permiso, quisiéramos retener de momento el minisec.

Duncan empezaba a cansarse de que tomasen decisiones por él, y, por lo visto, los Helmer habían declarado que él tenía que hacerse cargo de los efectos de Karl. Pero de nada le serviría hacer objeciones; y, si las hacía, sin duda se materializaría alguna formalidad legal en el mismo aire tenue donde vibraban las misteriosas voces.

El señor Smith volvía a hurgar en su caja.

—Hay una segunda cuestión. Supongo que también reconocerá esto.

—Sí; Karl solía llevar siempre una libreta de notas. ¿Es esa la que llevaba cuando…?

—Lo es. ¿Tiene la bondad de examinarla y ver si encuentra en ella algo que le llame la atención como desacostumbrado, fuera de lo normal, que pueda tener valor para esta investigación? Aunque le parezca trivial o insignificante, no vacile en decirlo.

¡Qué abismo tecnológico —pensó Duncan— entre estos dos objetos! El minisec era un triunfo de la Edad Neoelectrónica; la libreta de notas existía, virtualmente idéntica desde hacía al menos mil años, y lo propio podía decirse del lápiz que la acompañaba. Como había dicho algún filósofo de la Historia en una ocasión, la humanidad nunca abandonaba del todo los antiguos utensilios. Sin embargo, la libreta de Karl había sido siempre una muestra de afectación; podía hacer buenos diseños de ingeniería, pero nunca había dado señales de auténtico talento artístico.

Mientras Duncan volvía lentamente las hojas, sentía vivamente las miradas de ojos ocultos a su alrededor. Sin duda alguna, cada página había sido cuidadosamente copiada, empleando todas las técnicas capaces de revelar marcas invisibles y borraduras. Era difícil creer que pudiese añadir gran cosa a las investigaciones ya realizadas.

Por lo visto, Karl utilizaba su libreta para tomar nota de todo lo que le interesaba, para entablar una especie de diálogo consigo mismo y para expresar sus emociones. Había palabras misteriosas y números en diminuta y clara caligrafía, fragmentos de cálculos y ecuaciones, fórmulas matemáticas…

Y había bocetos espaciales, toscos dibujos de escenarios de las lunas exteriores, con el formal círculo-y-elipse de Saturno suspendido en el cielo…

… diagramas de circuitos, con más cálculos llenos de lambdas y de omegas, y notas de vectores que Duncan podía reconocer, pero no comprender… y entonces, súbitamente, sobresaliendo de las páginas de notas impersonales y de esbozos bastante imperfectos, algo que respiraba vida, algo que podía haber sido obra de un verdadero artista: un retrato de Calindy, dibujado con evidente y amoroso cuidado.

Tenía que reconocerlo inmediatamente; sin embargo, y aunque parezca extraño, Duncan lo miró inexpresivamente durante una fracción de segundo. No era la Calindy que ahora conocía, porque la mujer real borraba ya la imagen del pasado. Aquí estaba la Calindy que ambos habían recordado, la muchacha fijada para siempre en la burbuja estéreo, fuera del alcance del tiempo.

Duncan contempló el dibujo durante largos minutos, antes de volver la página. Era realmente excelente, muy distinto de todos los demás bocetos. Entonces, ¿cuántas veces lo había dibujado Karl, una y otra vez, en los años transcurridos?

Nadie hablaba en el aire, a su alrededor, ni interrumpía sus pensamientos. Al rato, siguió hojeando el cuaderno.

… más cálculos…, diseños de exágonos, menguando al alejarse… ¿Por qué? ¡Claro!

—Es el enrejado de la titanita; pero el número escrito al lado no significa nada para mí. Parece una clave de vídeo terrestre.

—Tiene usted razón. Es el número de un experto en piedras preciosas, residente en Washington. No es Ivor Mandel’stahm, como tal vez pensó. La persona en cuestión nos asegura que el señor Helmer nunca se puso en contacto con ella, y creemos que dice la verdad. Probablemente, el señor Helmer consiguió este número de algún modo, lo anotó, pero no lo utilizó.

… más cálculos, ahora con muchas frecuencias y ángulos de fase. Sin duda materia de comunicaciones, que era parte del trabajo regular de Karl…

… diseños geométricos, muchos de ellos fundados en el tema del exágono…

… otra vez Calindy, pero esta vez sólo en silueta, sin el cuidado amoroso del dibujo anterior…

… una especie de colmena de pequeños círculos, vista en un plano y en relieve. Sólo unos pocos círculos aparecían dibujados con detalle, pero saltaba a la vista que debían ser varios cientos. La interpretación era igualmente obvia.

—La instalación Cíclope. Sí; escribió el número de elementos y las dimensiones totales.

—¿Por qué cree usted que le interesaba tanto?

—Es muy natural. Este es el más grande y más famoso radio-telescopio de la Tierra. Con frecuencia lo comentó conmigo.

—¿Le habló alguna vez de visitarlo?

—Es probable, pero no lo recuerdo. A fin de cuentas, han pasado muchos años.

Los dibujos de las páginas siguientes, aunque muy toscos y esquemáticos, eran claramente detalles de Cíclope: elementos de las antenas, mecanismos de rastreo, oscuros diseños de circuitos, mezclados con más cálculos. Uno de los diseños estaba sin terminar; Duncan lo miró tristemente y volvió la página. Como había supuesto, ésta estaba en blanco.

—Siento desilusionarles —dijo, cerrando el libro—, pero no saco nada en claro de esto. La especialidad de Karl…, del señor Helmer, era la ciencia de las comunicaciones; contribuyó a diseñar la Red Titán-Planetas Interiores. Todo esto es parte de su trabajo; su interés es muy comprensible, y no veo en ello nada raro.

—Es posible, señor Makenzie. Pero todavía no ha terminado.

Duncan miró, sorprendido, el aire vacío. Entonces, el subsecretario Smith señaló el cuaderno de notas.

—No esté tan seguro —dijo amablemente—. Empiece por el final.

Sintiéndose un poco lelo, Duncan volvió a abrir el cuaderno y, al hojearlo, se dio cuenta de que Karl lo había usado en ambas direcciones.

La cubierta de atrás estaba en blanco; pero, en la primera página, aparecía una sola y enigmática palabra: Argos. Esta no significaba nada para Duncan, aunque despertó en él un débil e indefinible eco de la Historia. Volvió la página… y recibió una de las más grandes impresiones de su vida.

Al mirar, con incredulidad, el dibujo que ocupaba toda la superficie del papel, se vio súbitamente transportado al Arrecife de Oro. No había engaño posible; sin embargo, que él supiese, Karl no había mostrado nunca el menor interés en las minutiae de la zoología terrestre. La simple idea de que un titaniano pudiese sentirse fascinado por la biología marina era un poco incongruente.

Sin embargo, era un estudio minucioso, con la perspectiva meticulosamente trabajada alrededor de los débilmente sombreados ejes en x y en z del erizo de mar Diadema. Sólo se veía una docena de las finas e irradiantes púas, pero estaba claro que las había a cientos, ocupando todo el espacio circundante.

Esto era bastante sorprendente, pero había algo todavía más notable. Este dibujo tenía que haber requerido horas de ardua labor. Karl había dedicado, a un pequeño y nada simpático invertebrado —¡que seguramente no había visto en su vida!—, todo el amor y la habilidad que había puesto en el retrato de Calindy.

Bajo la brillante luz del sol, ante el viejo Departamento de Estado, Duncan y el embajador tuvieron que esperar cinco minutos a que llegase el ómnibus siguiente, deslizándose en silencio por Virginia Avenue. Nadie podía oírles, y Duncan dijo, en voz baja y apremiante:

—¿Significa la palabra «Argos» algo para usted?

—En realidad, sí; aunque no veo que pueda servirnos de nada. Todavía conservo algún resto de instrucción clásica, y, si no me equivoco, Argos era el nombre del viejo perro de Ulises. Reconoció a éste, cuando llegó a Ítaca después de veinte años de viaje, y se murió.

Duncan reflexionó unos segundos sobre esta información y se encogió de hombros.

—Tiene usted razón; no sirve de nada. En todo caso, quisiera saber porqué esa gente a quien he conocido, o a quien no he conocido, siente tanto interés por Karl. Ellos mismos confesaron al principio que no hay el menor indicio de que hiciese algo ilegal, al menos en lo que concierne a la Tierra. Y supongo que sólo interpretó a su manera algunas leyes de Titán, sin vulnerarlas.

—¡Un momento! ¡Un momento! —dijo el embajador—. Me hace usted pensar en algo.

Unas cuantas contorsiones melodramáticas se dibujaron en su rostro; después, se serenó, miró a su alrededor con aire de conspirador, y comprobó que nadie podía oírles y que el ómnibus tardaría aún tres minutos en llegar, según el reloj de la parada.

—Creo que tal vez lo tengo, aunque le agradeceré que no me atribuya el descubrimiento. Considere esta estrafalaria hipótesis:

»Todos los organismos tienen un mecanismo de defensa para protegerse. Usted acaba de descubrir uno de ellos: parte del sistema de seguridad de la Tierra. Este grupo particular, sean cuales fueren sus responsabilidades, se compone probablemente de un corto número de personas importantes. Supongo que conozco a la mayoría de ellas… En realidad, hubo una vez… Pero dejemos esto…

«Podríamos llamarlo un comité de vigilancia. Este comité tiene que tener un nombre; un nombre secreto, naturalmente. En el desempeño de mis funciones, oigo hablar en ocasiones de estas cosas, y procuro olvidarlas…

»Ahora bien, Argos es un perro guardián. Luego, ¿qué nombre mejor para un grupo de esta clase? Piense que todavía no afirmo nada. Pero imagínese la alarma de una organización secreta que descubre su nombre minuciosamente registrado en circunstancias sumamente misteriosas.»

Era una teoría muy plausible, y Duncan tenía la seguridad de que el embajador no la habría formulado sin tener buenas razones. Pero esto no les hacía avanzar mucho.

—Todo esto está muy bien, y estoy dispuesto a aceptarlo. Pero, ¿qué diablos tiene que ver con un dibujo de un erizo de mar? Creo que me estoy volviendo loco.

El vehículo se detuvo ahora delante de ellos, y el embajador le invitó a subir.

—Si le sirve de consuelo, Duncan, le diré que está en muy buena compañía. Yo daría una buena parte de mi modesta pensión de retiro por oír lo que dicen ahora el subsecretario Smith y sus invisibles amigos.