CAPÍTULO 32

Encuentro en Cíclope

Sabía lo que debía esperar, o así lo había creído, pero la realidad no fue por ello menos abrumadora. Duncan se sintió como un niño en un bosque de gigantescos árboles metálicos, que se extendía en todas las direcciones hasta perderse de vista. Cada uno de los «árboles» idénticos tenía un tronco ligeramente cónico y una escalera que subía en espiral a su alrededor hasta la plataforma que sostenía el mecanismo impulsor. Descollando sobre esto, veíase la enorme pero sorprendentemente delicada taza, de cien metros de anchura, de la antena propiamente dicha, inclinada en dirección al cielo, como escuchando señales de las profundidades del espacio.

La antena 005, como indicaba su número, estaba cerca del centro de la instalación, aunque era imposible saberlo a simple vista. Dondequiera que mirase Duncan, las filas y columnas de las torres de acero menguaban de tamaño al alejarse, hasta formar un sólido muro de metal.

Toda la enorme instalación era un milagro de precisión mecánica, a una escala que no tenía parangón en la Tierra. Era absolutamente adecuado que muchos componentes clave hubiesen sido fabricados en el espacio; los metales espumosos y las fibras de cristal, que daban resistencia y ligereza a los reflectores parabólicos, sólo podían producirse en las fábricas que giraban en órbita a gravedad cero. En más de un aspecto, Cíclope era hijo del espacio.

Duncan se volvió al guía que le había conducido a través del laberinto de túneles de acceso, en el pequeño scooter químicamente propulsado.

—No veo a nadie —se lamentó—. ¿Está usted seguro de que se encuentra aquí?

—Aquí le dejamos hace una hora. Debe estar en la unidad pre-amplificadora, arriba, en la plataforma. Tendrá usted que gritar; naturalmente, aquí no se permiten los aparatos de radio.

Duncan no pudo reprimir una sonrisa ante esta muestra de las casi fanáticas precauciones de la dirección de Cíclope contra las interferencias. Incluso le habían pedido que dejase su reloj, para que sus débiles latidos electrónicos no fuesen confundidos con señales de una civilización extraña, situada a una distancia de unos cientos de años luz. Su guía llevaba un reloj de muelle, el primero que veía Duncan en su vida.

Haciendo bocina con las manos, Duncan levantó la cabeza en dirección a la torre de metal que se erguía sobre él y gritó:

—¡Karl!

Una fracción de segundo después, la «K» rebotó en la próxima antena y reverberó luego débilmente en las más lejanas. Después de esto, el silencio pareció más profundo que antes; Duncan no sintió ganas de romperlo de nuevo.

Y tampoco tuvo necesidad de hacerlo. A cincuenta metros encima de él, una figura se movía en la pasarela que circundaba la plataforma, y llevaba consigo el familiar brillo de oro.

—¿Quién está ahí?

¿Quién te imaginas?, se dijo Duncan. Desde luego, era difícil reconocer a una persona desde arriba, en sentido vertical, y la voz se deformaba en este lugar deshumanizado.

—Soy Duncan.

Hubo una pausa que pareció durar casi un minuto, pero que, en realidad, sólo debió ser de unos segundos. Karl estaba evidentemente sorprendido, aunque tenía que haberse enterado ya de la presencia de Duncan en la Tierra. Después, respondió:

—Estoy haciendo un trabajo. Puedes subir, si quieres.

Esto podría interpretarse difícilmente como una bienvenida, pero la voz no parecía hostil. La única emoción que pudo Duncan advertir a esta distancia era una especie de resignación cansada; y tal vez incluso esto era pura imaginación.

Karl había desaparecido de nuevo, sin duda para continuar lo que estaba haciendo. Duncan contempló reflexivamente la escalera en espiral que se enroscaba en el tronco de la antena; cincuenta metros era una distancia insignificante, pero no en términos de la gravedad terrestre. Era el equivalente de doscientos cincuenta metros en Titán; y nunca había tenido que subir un cuarto de Kilómetro en su mundo.

Desde luego, Karl debió tener menos dificultades, puesto que había pasado sus primeros años en la Tierra y sus músculos habrían recobrado ya buena parte de su vigor original. Duncan se preguntó si sería un reto deliberado, algo típico en Karl, y que no le dejaba ninguna alternativa.

Mientras subía el primer escalón de metal perforado, su guía de Cíclope observó, esperanzado:

—Hay poco espacio en la plataforma. Si no me necesita, le esperaré aquí.

Duncan sabía reconocer a un hombre perezoso al primer golpe de vista, pero aceptó de buen grado la excusa. No deseaba la presencia de ningún extraño cuando se enfrentase con Karl. Ojalá hubiese podido evitar esta confrontación; pero era una tarea que no podía delegar en nadie, aunque las instrucciones de Colin y Malcolm se lo hubiesen permitido.

La subida era bastante fácil, aunque la barandilla de seguridad no era tan sólida como Duncan hubiese deseado. Además, había trozos muy oxidados, y ahora que estaba lo bastante cerca para tocar el metal, comprendía que aquel acceso estaba en peores condiciones de lo que había imaginado. A menos que se realizasen reparaciones urgentes, Cíclope no vería la aurora del siglo XXIV.

Cuando Duncan hubo subido el primer tramo circular, el guía le gritó:

—Olvidé decirle que buscaremos un nuevo objetivo dentro de cinco minutos. Le parecerá bastante espectacular.

Duncan levantó la cabeza y contempló el enorme platillo que le impedía ahora toda visión del cielo. La idea de aquel montón de toneladas de metal girando sobre su cabeza resultaba bastante inquietante, y se alegró de que le hubiesen avisado a tiempo.

El otro vio su movimiento y lo interpretó correctamente.

—No se preocupe. Esta antena permanece inmóvil desde hace al menos diez años. Los mandos están agarrotados, y no vale la pena repararlos.

Esto confirmaba una sospecha de Duncan, que había rechazado como una ilusión óptica. La gran parábola, encima de él, estaba ligeramente desviada en relación con las demás; ya no era parte activa del complejo de Cíclope, sino que apuntaba ciegamente al cielo. La pérdida de un elemento —o incluso de una docena de ellos— produciría solamente una pequeña merma en el sistema, pero esto era típico de la negligencia general reinante.

Una espiral más, y estaría en la plataforma. Duncan hizo una pausa para cobrar aliento; había empezado a subir muy despacio, pero las piernas empezaban a dolerle a causa del desacostumbrado esfuerzo. No había vuelto a oír a Karl. ¿Qué estaba haciendo, en este fantástico lugar de viejos triunfos y desvanecidos sueños?

¿Y cómo reaccionaría a este inesperado —y sin duda no deseado— encuentro, cuando se hallasen frente a frente? Algo tardíamente, se le ocurrió pensar que esta pequeña plataforma, a una altura de cincuenta metros, y con esta espantosa gravedad, no era el mejor lugar para tener una disputa. Sonrió ante la imagen mental provocada por esto; por muy grandes que fuesen sus discrepancias, la violencia era algo inverosímil.

Bueno, no del todo inverosímil, ya que había pensado en ella…

Sobre su cabeza, había ahora una estrecha plancha de metal perforado, apenas lo bastante ancha para la abertura rectangular que daba paso a la escalera. Con una sincera impresión de alivio, e impulsándose con las manos manchadas de orín, Duncan subió los últimos peldaños y se encontró entre unos cojinetes monstruosos, unos silenciosos motores hidráulicos, un lío de cables, muchas tuberías desmontadas y la delicada tracería de las vigas que sostenían la ahora inútil parábola de cien metros.

Todavía no había señales de Karl, y Duncan echó a andar cautelosamente alrededor de la armadura de la antena. El pasillo era de unos dos metros de anchura y la barandilla protectora le llegaba casi hasta la cintura; por consiguiente, no había verdadero peligro. Sin embargo, se mantuvo alejado del borde y evitó mirar el abismo de cincuenta metros.

Apenas había recorrido la mitad del circuito, cuando parecieron abrirse las puertas del infierno. Hubo un súbito zumbido de motores, el grave estruendo de grandes máquinas en movimiento e incluso un ocasional acompañamiento de chirridos de protesta de bielas y cojinetes que no querían ser molestados.

Por todos lados, los enormes platos que miraban al cielo, empezaron a girar al unísono, volviéndose hacia el sur. Sólo el que estaba sobre la cabeza de Duncan permaneció inmóvil, como un ojo ciego, incapaz de reaccionar a cualquier estímulo. El estrépito era sorprendente y continuó durante varios minutos. Después, se detuvo tan bruscamente como había empezado; Cíclope había localizado un nuevo objetivo para su escrutinio.

—Hola, Duncan —dijo Karl, en el súbito silencio—. Bienvenido a la Tierra.

Había salido, mientras Duncan estaba distraído con el estruendo, de una pequeña cabina de la parte interior de la parábola, y bajaba ahora por unas escalerillas colgantes un poco inestables. Su descenso parecía particularmente aventurado, puesto que empleaba una sola mano; con la otra, sujetaba fuertemente una gran libreta de notas, y Duncan no respiró hasta que vio a Karl a salvo en la plataforma, a pocos metros de él. Karl no se acercó más, sino que se quedó mirando a Duncan con una expresión absolutamente impenetrable, ni amistosa ni hostil.

Después, hubo una de esas enojosas pausas que se producen cuando nadie quiere ser el primero en hablar, y, mientras ésta se prolongaba interminablemente, Duncan advirtió pos primera vez un débil y omnipresente zumbido a su alrededor. El complejo Cíclope había cobrado vida; sus cientos de motores trabajaban con exacto sincronismo. No había movimiento perceptible de las grandes antenas, pero éstas giraban ahora a una fracción de centímetro por segundo. Las múltiples facetas del ojo de Cíclope, después de haber fijado la mirada en las estrellas, se volvían ahora a la velocidad exacta para contrarrestar la rotación de la Tierra.

¡Qué estupidez, en este pasmoso santuario consagrado al cosmos, que dos hombres maduros se comportasen como chiquillos, tratando cada cual de impresionar al otro! Duncan tenía la doble ventaja de la sorpresa y de una conciencia limpia; no perdería nada con hablar el primero. Pero no quería tomar la iniciativa y tal vez irritar a Karl; por consiguiente, era mejor empezar con alguna trivialidad inofensiva.

No; no el tiempo —¡era increíble lo mucho que hablaban del tiempo los hombres de la Tierra!—, pero algo igualmente inocuo.

—Ha sido mi trabajo más duro desde que llegué aquí. No puedo creer que haya gente que escale montañas en este planeta.

Karl estudió esta brillante frase por si contenía una posible trampa. Después, se encogió de hombros y respondió:

—La montaña más alta de la Tierra es doscientas veces más alta que esto. Y todos los años hay gente que sube a ella.

Al menos se había roto el hielo y establecido la comunicación. Duncan se permitió un suspiro de alivio; al propio tiempo, ahora que estaban cerca el uno del otro, le impresionó el aspecto de Karl. Parte de sus cabellos de oro se habían convertido en plata, y tenía muchos menos que antes. En un año que no se habían visto, Karl parecía haber envejecido diez. Tenía patas de gallo alrededor de los ojos y su ceño estaba permanentemente fruncido. También parecía haberse encogido mucho, sin que pudiera culparse enteramente de ello a la gravedad de la Tierra, pues Duncan era aún más vulnerable a esto. En Titán, tenía que levantar la cabeza para mirar a Karl; aquí, sus ojos estaban al mismo nivel.

Pero Karl evitaba su mirada y se movía inquieto adelante y atrás, sujetando fuertemente la libreta que llevaba. Ahora, avanzó hasta el borde la plataforma y se abalanzó, casi con ostentosa imprudencia, sobre la barandilla protectora.

—¡No hagas eso! —protestó Duncan—. Me pones nervioso.

Que era, según presumió, lo que se proponía el otro con aquel ejercicio.

—¿Por qué habría de importarte?

La brusca respuesta afligió profundamente a Duncan. Sólo pudo responder:

—Si realmente no lo sabes, es tarde para explicártelo.

—Bueno, ya sé que esto no es una visita de cumplido. Supongo que habrás visto a Calindy.

—Sí, la he visto.

—¿Qué os proponéis?

—No puedo hablar por Calindy. Ella ni siquiera sabe que estoy aquí.

—¿Qué os proponéis los Makenzie? Naturalmente, por el bien de Titán.

Duncan no tenía ganas de discutir; ni siquiera se sentía irritado por la deliberada provocación.

—Lo único que yo trato de hacer es evitar un escándalo…, si no es demasiado tarde.

—No sé qué quieres decir.

—Lo sabes perfectamente. ¿Quién autorizó tu viaje a la Tierra? ¿Quién paga los gastos?

Duncan esperaba que Karl mostrase alguna señal de culpabilidad, pero se equivocó.

—Tengo amigos aquí. Y no creo que los Makenzie se preocupen mucho por los reglamentos. ¿Cómo consiguió Malcolm el primer contrato de suministro de combustible en órbita lunar?

—Esto fue hace cien años, cuando trataba de impulsar la economía de Titán. Ahora no hay excusa para las irregularidades financieras. Especialmente con fines puramente personales.

Esto era, desde luego, un golpe a ciegas, pero pareció haber dado en el banco. Por primera vez, Karl pareció enojado.

—No sé de lo que estás hablando —replicó—. Un día, Titán…

Cíclope le interrumpió, suavemente pero con firmeza. Habían olvidado completamente el lento movimiento de las grandes antenas por todos los lados, y ni siquiera percibían ya el débil zumbido de los centenares de motores. Hasta hacía unos segundos, la plataforma superior de 005 había sido resguardada por la sombrilla invertida de la antena próxima; pero, ahora, su sombra ya no caía sobre ellos. El eclipse artificial había terminado, y recibían de lleno el furioso sol tropical.

Duncan cerró los ojos, hasta que sus gafas oscuras se hubieron adaptado al resplandor. Cuando volvió a abrirlos, se encontró en un mundo dividido rotundamente en día y noche. A un lado, todo era claramente visible, mientras que, en la sombra, no se veía nada a pocos centímetros. El contraste entre la luz y la oscuridad, exagerado por sus gafas, era tan grande, que Duncan casi podía imaginarse que estaba en la Luna carente de atmósfera.

También era incómodamente cálido, en especial para los titanianos.

—Si no te importa —dijo Duncan, todavía resuelto a mostrarse cortés—, nos pondremos a la sombra.

Lo propio de Karl habría sido negarse, ya por simple terquedad, ya para hacer alarde de superioridad. Ni siquiera llevaba gafas oscuras, aunque utilizaba la libreta para cubrirse los ojos.

Pero, para sorpresa de Duncan, Karl le siguió mansamente por la pasarela, hasta la agradable sombra del lado norte de la torre. La misma futilidad de la interrupción parecía haberle desequilibrado.

—Estaba diciendo —prosiguió Duncan, cuando se hubieron parado de nuevo— que sólo tratamos de evitar una situación desagradable, que resultaría molesta tanto para la Tierra como para Titán. No hay nada personal en esto, y lo que más lamento es que no lo haga otra persona; puedes creerme.

Karl no respondió en seguida, sino que se inclinó y colocó cuidadosamente la libreta sobre el sector de la barandilla más enmohecido que pudo encontrar. Esta acción recordó tan vivamente a Duncan los tiempos pasados, que se sintió absurdamente conmovido. Karl no había sido nunca capaz de expresar debidamente sus emociones, a menos que tuviese libres las manos, y, ahora, la libreta era para él un enojoso estorbo.

—Escucha con atención, Duncan —empezó Karl—. Sea lo que fuere lo que te ha dicho Calindy…

—Ella no me ha dicho nada.

—Debió ayudarte a encontrarme.

—Ni siquiera esto. No sabe que estoy aquí.

—No te creo.

Duncan se encogió de hombros y guardó silencio. Su estrategia parecía dar resultado. Dando a entender que sabía mucho más de lo que sabía en realidad —que ciertamente era muy poco—, confiaba en quebrantar la confianza de Karl y hacerle confesar más cosas. Pero no tenía la menor idea de lo que haría después; sólo podía confiar en la habilidad de Colin para las circunstancias imprevistas.

Karl había empezado a caminar arriba y abajo de un modo tan agitado que Duncan se sintió, por primera vez, francamente nervioso. Recordó la advertencia de Calindy, y, una vez más, se dijo, con inquietud, que éste no era el mejor lugar para enfrentarse con un adversario que podía estar un poco desequilibrado.

De pronto, Karl pareció tomar una decisión. Detuvo su inseguro paseo sobre la estrecha pasarela y giró sobre sus talones con tanta brusquedad que Duncan dio involuntariamente un paso atrás. Entonces advirtió, con tanto alivio como sorpresa, que Karl había extendido las manos en ademán de súplica, no de amenaza.

—Duncan —empezó a decir, con una voz totalmente cambiada—. puedes ayudarme. Lo que estoy tratando de hacer…

Fue como si el Sol hubiese explotado. Duncan se cubrió los ojos con las manos y apretó éstas fuertemente para protegerse del insoportable resplandor. Oyó un grito de Karl, y, un momento después, éste chocó violentamente con él, rebotando en seguida.

La detonación actínica había durado sólo una fracción de segundo. ¿Podía haber sido un relámpago? Pero, si era así, ¿dónde estaba el trueno? Con un destello tan intenso, tenía que haber retumbado inmediatamente.

Duncan se atrevió a abrir los ojos y descubrió que podía ver, aunque a través de un velo de niebla rosada. Pero era evidente que Karl no veía nada; se movía ciegamente, con las manos apretadas sobre los ojos. Y el trueno no llegaba…

Si Duncan no hubiese estado medio paralizado por la impresión, habría podido actuar a tiempo. Todo parecía ocurrir en movimiento retardado, como en un sueño; no podía creer que fuese real.

Vio que el pie de Karl tropezaba con la preciosa libreta, de modo que ésta giró en el espacio y bajó aleteando como un pájaro ciego y extraño. A pesar de no ver, Karl debió darse cuenta de lo que había hecho. Totalmente desorientado, lanzó un fútil zarpazo al aire vacío y, después, chocó con la barandilla. Duncan trató de agarrarle, pero era demasiado tarde.

Incluso entonces, podía no haber pasado nada; pero los años y el orín habían hecho su trabajo. Al partirse el traicionero metal, Duncan creyó que Karl gritaba su nombre, en el último segundo de su vida.

Pero nunca estaría seguro de esto.