El ojo de Alá
—Le he encontrado —dijo Mandel’stahm, con expresión cansada pero triunfal.
—Sabía que lo conseguiría —respondió Duncan, con sincera admiración—. ¿Dónde está?
—No se impaciente y déjeme disfrutar un poco. Me lo he ganado.
—Bueno, ¿a qué concierge engatusó esta vez?
Mandel’stahm pareció ligeramente afligido.
—A ninguno. Ante todo, procuré averiguar todo lo posible sobre su amigo Helmer, por el brillante sistema de buscarle en el Interplanetary Who’s Who. Presumí que estaría allí, y estaba, en cien líneas de imprenta. A propósito, también le busqué a usted. Le dedican cincuenta líneas, si esto le sirve de consuelo.
—Lo sé —dijo Duncan, armándose de paciencia—. Prosiga.
—Pensé que tal vez mencionarían algún interés o relación terrestres, y de nuevo me sonrió la suerte. Pertenece al Instituto de Ingenieros Electrónicos, a la Real Sociedad Astronómica, al Instituto de Física y al Instituto de Astronáutica, así como, naturalmente, a varias organizaciones profesionales de Titán. También consta que ha escrito media docena de ensayos científicos, y algunos otros en colaboración. La Ionosfera de Saturno, Orígenes de la Radiación Electromagnética de Onda Ultra-Larga, y otros emocionantes temas esotéricos… En fin, nada que nos interese.
»Los astrónomos están desde luego en Londres; pero los ingenieros, los astronautas y los físicos, están todos en Nueva York, y resolví ponerme en contacto con ellos. Por consiguiente, llamé a uno de mis serviciales amigos, esta vez un científico muy eminente y que tiene entrada en todas partes. Pensé que la visita de un colega titaniano era un fenómeno lo bastante raro para llamar la atención… y no me equivoqué.
Mandel’stahm hizo otra de sus largas pausas, dejando que Duncan se cociese a fuego lento durante un rato, y prosiguió:
—Esto es lo que más me intriga. Aparte de no acudir a la embajada y de decirle a Miss Ellerman que guardase silencio, no ha hecho absolutamente nada para cubrir sus huellas. No creo que una persona que tuviese mucho que ocultar actuase de esta forma.
»En realidad, fue muy sencillo. Los ingenieros electrónicos nos ayudaron gustosos. Dijeron que había salido de North Atlan y que se podía establecer contacto con él por medio del Segundo Jefe de Ingenieros de la Sección C de la Jefatura de Comunicaciones Mundiales, en Teherán. Una dirección que es difícil relacionar con el contrabando de piedras preciosas y el tráfico ilegal interplanetario.
«Llamé a Teherán, y se me escapó por un pelo. Pero no importa. Estará todavía un par de días en la misma dirección, y, en vista de su historial, ahora tenemos al fin algo que parece lógico.
»La Sección C de Comunicaciones Mundiales es la encargada de llevar adelante el Proyecto Cíclope. Incluso yo tengo noticias de esto.
Había sido concebido al despuntar la brillante aurora de la era espacial; el más grande, más costoso y potencialmente más prometedor instrumento científico que jamás se hubiese inventado. Aunque podía servir para muchos fines, tenía uno principal: la busca de vida inteligente en otras partes del universo.
Era uno de los más antiguos sueños de la humanidad, y había seguido siendo un sueño hasta que surgió la radioastronomía, en la segunda mitad del siglo XX. Entonces, en el breve plazo de dos decenios, la habilidad combinada de los ingenieros y los científicos dio a la humanidad el poder de medir los abismos interestelares…, si estaba dispuesta a pagar el precio.
Los primeros y pequeños radiotelescopios, de unas pocas decenas de metros de diámetro habían escuchado, esperanzados, aguardando alguna señal de las estrellas. En realidad, nadie había esperado que aquellos primitivos esfuerzos tuviesen éxito, y no lo tuvieron. A base de alguna presunción plausible acerca de la distribución de la inteligencia en la Galaxia, era fácil calcular que el descubrimiento de una civilización que emitiese por radio requería telescopios de kilómetros —no decámetros— de diámetro.
Sólo había un método práctico de conseguir este resultado; al menos, con estructuras emplazadas en la superficie de la Tierra. Construir una sola taza gigantesca era inconcebible; pero podía obtenerse el mismo resultado con un dispositivo de cientos de ellas, más pequeñas. Cíclope había sido concebido como un «campo» de antenas, de discos de cien metros, uniformemente repartidos en un círculo de unos cinco kilómetros de diámetro. Las débiles señales de cada elemento de este ejército de antenas serían acumuladas y, después, minuciosamente analizadas por computadoras programadas para buscar las señales exclusivas de inteligencia, sobre el fondo de los ruidos cósmicos.
Este sistema costaría tanto como el antiguo Proyecto Apolo; pero, a diferencia del Apolo, podría realizarse por etapas, en un período de años o incluso decenios. En cuanto se hubiese construido un número relativamente pequeño de antenas, Cíclope podría empezar a funcionar; y, desde el primer momento, sería un instrumento de inmenso valor para los radioastrónomos. Con los años, podrían instalarse más y más antenas, hasta que se completase toda la serie; y, mientras tanto, aumentarían el poder y la capacidad de Cíclope, que profundizaría más y más en el sondeo del universo.
Era una noble perspectiva, aunque no faltaban los que temían su éxito tanto como su posible fracaso. Sin embargo, durante la Época de Confusión que marcó el no lamentado final del siglo XX, hubo pocas esperanzas de llevar adelante tal proyecto. Sólo podía pensarse en él en un período de estabilidad política y financiera; por consiguiente, Cíclope no empezó a materializarse hasta cien años después de sus estudios iniciales.
Producto del breve pero brillante Renacimiento Musulmán, contribuyó a absorber parte de las inmensas riquezas acumuladas por los países árabes durante la era del petróleo. Los millones de toneladas de mineral necesarios procedían de los virtualmente ilimitados recursos de la cuenca del Mar Rojo, que surgían a lo largo del Gran Valle. Aquí, donde la corteza de la Tierra se abría literalmente por las costuras, al separarse lentamente las plataformas continentales, había metales y minerales más que suficientes para desterrar cualquier temor de escasez en los siglos venideros.
Lo ideal habría sido situar a Cíclope en el ecuador, de modo que sus radio-espejos de búsqueda pudiesen barrer los cielos de un polo al otro. También se necesitaba un buen clima, a salvo de terremotos y de otros desastres naturales, y, a ser posible, un círculo de montañas que actuasen de escudo contra las interferencias. Desde luego, no existía un lugar perfecto, y, además, había que contraer muchos compromisos políticos, geográficos y técnicos. Después de decenios de a veces agrias discusiones, se eligió la desolada «Región Vacía» de la Arabia Saudita; fue la primera vez que se pensó que podía servir para algo.
Se trazaron anchas y toscas pistas a través del desierto, de modo que los camiones de diez mil toneladas pudiesen transportar los elementos desde las fábricas de las orillas del Mar Rojo; más tarde, se completó el servicio con transportes aéreos. En la primera fase del proyecto, se dispusieron sesenta antenas parabólicas en forma de una cruz gigantesca, cuyos brazos de cinco kilómetros se extendían de norte a sur y de este a oeste. Algunos fieles objetaron que esto era el símbolo de una religión extraña, pero se les explicó que la situación sería temporal. Cuando estuviese terminado el «Ojo de Alá», aquel signo ofensivo se diluiría completamente en la instalación total de setecientos discos enormes, uniformemente espaciados en un círculo de ochenta kilómetros cuadrados de extensión.
Sin embargo, a finales del siglo XXI, sólo se había instalado la mitad de los setecientos elementos proyectados. Doscientos de ellos ocupaban la mayor parte del núcleo central de la instalación, y los demás formaban una especie de valla que señalaba la circunferencia del gigantesco instrumento. Esta reducción de la escala, aparte de ahorrar miles de millones de solares, sólo había perjudicado muy ligeramente la eficacia del aparato; Cíclope había cumplido virtualmente todos los objetivos propuestos, y, en el curso del siglo XXII, había revolucionado la astronomía casi tanto como los reflectores de Monte Wilson y Monte Palomar doscientos años antes. Sin embargo, a finales de aquel siglo, habían surgido contratiempos, aunque no por culpa de sus constructores, ni del ejército de ingenieros y de científicos que lo servían.
Cíclope no podía competir con los sistemas que ahora habían sido construidos en la cara oculta de la Luna, y que estaban casi perfectamente aislados de la interferencia terrestre por tres mil kilómetros de sólida roca. Durante muchos decenios, había trabajado en colaboración con ellos, pues dos grandes telescopios en cada extremo de una línea de base Tierra-Luna formaban un interferómetro que podía captar detalles de sistemas planetarios situados a una distancia de cientos de años luz. Pero, ahora, había radiotelescopios en Marte, y el observatorio lunar podía conseguir mucho más con su colaboración que con la de la cercana Tierra. Una línea base de doscientos millones de kilómetros de longitud permitía estudiar los astros circundantes con una precisión jamás imaginada.
Como ocurre más pronto o más tarde con todos los instrumentos científicos, el desarrollo técnico había dejado atrás a Cíclope. Pero éste, a mediados del siglo XXIII, se enfrentó con otro problema que podía resultar fatal: la Región Vacía había dejado de ser un desierto.
Cíclope había sido construido en una región en la que podía no llover en cinco años seguidos; en Al Hadidah, había meteoritos que yacían en la arena sin oxidarse desde los tiempos del Profeta. Todo esto había sido cambiado por la plantación de bosques y el control del clima; por primera vez, desde el período glacial, los desiertos se batían en retirada. Ahora, en la Región Vacía, llovía más en unos días que antes en varios años.
Los artífices de Cíclope no habían previsto esto; con bastante lógica, habían concebido sus proyectos en base a un medio cálido y árido. Ahora, el personal encargado de la conservación se hallaba empeñado en una continua lucha contra la corrosión, la humedad en los cables coaxiales, las interrupciones en los circuitos de alta tensión a causa de los hongos, y todos los otros males que afligen al equipo electrónico a la menor oportunidad. Algunas de las antenas de cien metros se habían oxidado hasta el punto de quedar inmovilizadas, por lo que tuvieron que desecharse por inservibles. Durante casi veinte años, el sistema había funcionado con eficacia decreciente, mientras los ingenieros, los administradores y los científicos se enzarzaban en una discusión triangular, en la que ninguna parte era capaz de convencer a las otras. ¿Valía la pena invertir miles de millones de solares en restaurar el sistema, o era mejor gastar este dinero en la cara oculta de la Luna? Era imposible llegar a una conclusión claramente definida, porque nadie había sido capaz de dar un valor a la pura investigación científica.
Fuesen cuales fueren sus problemas actuales, Cíclope había sido un éxito espectacular y había contribuido a reformar las opiniones del hombre sobre el universo, no una, sino muchas veces. Había empujado las fronteras del conocimiento hasta el microsegundo, después del propio Big Bang, y había captado ondas de radio que habían circulado por todo el ámbito de la creación. Había sondeado las superficies de estrellas remotas, detectado sus planetas ocultos y descubierto entidades tan extrañas como soles de neutrinos, antitaquiones, lentes gravitacionales y terremotos del espacio, y revelado los reinos inverosímiles de la probabilidad negativa de los estados «Fantasma» y de la materia invertida.
Pero había una cosa que no había logrado. A pesar de muchas falsas alarmas, nunca había conseguido detectar señales de seres inteligentes en cualquier otra parte del universo.
O el Hombre estaba sólo, o nadie más empleaba transmisores de radio. Y ambas explicaciones parecían igualmente improbables.