Un mensaje de Titán
—Esto es completamente imposible —dijo Duncan, cuando se hubo recobrado de la impresión de momento—. Dejé a Helmer en Saturno… y vine en la nave más rápida del Sistema Solar.
Mandel’stahm se encogió significativamente de hombros.
—Entonces, tal vez alguien está usando este nombre, por razones que él debe saber. El concierge de Miss Ellerman no es muy inteligente (raras veces lo son), y tuvimos la suerte de que llegamos a tiempo antes de que se borrase el registro ordinario a fin de mes. Pude copiar los datos de reconocimiento visual, y aquí está la reconstrucción.
Mostró la tosca pero perfectamente expresiva síntesis. Duncan pudo identificarla con la misma rapidez que cualquier circuito de detección de imágenes robot.
Sin lugar a dudas, era Karl.
—Así pues, usted le conoce —dijo Mandel’stahm.
—Mucho —respondió Duncan con voz apagada.
Su mente estaba aún en plena confusión; ni siquiera ahora podía creer plenamente lo que veían sus ojos. Tardaría mucho tiempo en deducir todas las implicaciones que podía tener este pasmoso suceso.
—Dijo usted que ya no está en la casa de Cal… de Miss Ellerman. ¿Sabe dónde está ahora?
—No; confiaba en que usted podría darme alguna idea. Pero, ahora que sabemos su nombre, podré localizarle…, aunque tal vez tarde algún tiempo.
Y le cueste algún dinero, pensó Duncan.
—Dígame, señor Mandel’stahm, ¿por qué se toma todo este trabajo? Francamente, no comprendo lo que piensa sacar de ello.
—¿No? Bueno, es una buena pregunta. En realidad, me metí en esto por un simple y honrado afán de conseguir titanita, y confío en que, a su debido tiempo, mi esfuerzo se verá recompensado. Pero ahora hay algo más. La única cosa más valiosa que las piedras preciosas y las obras de arte es la diversión. Y esta pequeña intriga, señor Makenzie, es más interesante que todo lo que he visto en el vídeo desde hace muchas semanas.
A pesar de sus amargas preocupaciones, Duncan no pudo dejar de sonreír. Se había acercado con recelo a Mandel’stahm; pero, ahora, empezaba a sentir un afecto auténtico por el comerciante. Era astuto y tal vez, incluso, un poco marrullero, y Duncan no dudaba de que andaba detrás de un buen negocio. Pero estaba absolutamente convencido de que George Washington tenía razón: podía confiarse plenamente en Ivor Mandel’stahm, en todas las cosas que tuviesen verdadera importancia.
—¿Puedo hacerle una pequeña sugerencia?
—Desde luego —respondió Duncan.
—Ahora que hemos llegado a estas alturas, ¿cree usted que hay alguna razón para que no llame a Miss Ellerman, le diga que acaba de enterarse, por Titán, de que su mutuo amigo señor Helmer está en la Tierra, y le pregunte si sabe dónde está?
Duncan reflexionó; la sugerencia era evidente, pero él, en su atolondramiento, la había olvidado completamente. Incluso ahora, no estaba seguro de que pudiese aquilatarla con exactitud.
Pero el asunto ya no era cuestión de táctica y de política impersonales, que pudiese solventarse como en la última jugada de una partida de ajedrez. Su amor propio y su tranquilidad mental exigían un enfrentamiento con Calindy.
—Tiene usted razón —dijo—. No hay motivo que impida que la llame. Lo haré en cuanto llegue al hotel. Detengámonos en Union Station y tomemos el exprés…
Cuando Duncan llegó al hotel, veinte minutos más tarde (el hombre de «exprés» no era muy adecuado), tuvo la segunda sorpresa del día, aunque ahora fue una especie de anticlímax. El texto más largo que jamás le había enviado Colin le estaba esperando en la comsola.
Después de la primera y rápida lectura, la reacción de Duncan fue: «Al menos esta vez, me he adelantado.» Pero comprendió que ni siquiera esto era absolutamente cierto, si se tenía en cuenta que el mensaje de Colin había salido de Titán hacía dos horas.
«Seguridad aaa prioridad aaa
Pesquisas en Mnemósine revelan Karl salió mediados Marzo en vuelo a tierra no programado y llegó aproximadamente dos semanas antes que tú Armand muestra sorpresa y total ignorancia tal vez dice verdad necesario localices Karl averigües qué está haciendo y caso necesario le adviertas consecuencias procede con extrema cautela como ansioso evitar publicidad de complicaciones interplanetarias verás que situación puede favorecernos pero discreción esencial sugiero Calindy puede saber dónde está él, Colin y Malcolm.
Duncan releyó el mensaje más despacio, captando sus matices. No contenía nada que no supiese o que no hubiese adivinado; sin embargo, no le gustó su tono inflexible. Al estar firmado por Colin y Malcolm, tenía la autoridad de una orden directa, algo poco corriente en los asuntos de los Makenzie. Aunque Duncan admitía la sensatez del mensaje, no dejaba de advertir un matiz subyacente de satisfacción. Por un instante, concibió la desagradable imagen de sus dos gemelos mayores cerniéndose en el aire como un par de buitres avistando una presa.
Al propio tiempo, sentía una aviesa satisfacción al ver que Colin había redactado el telex apresuradamente; éste contenía media docena de palabras superfluas, lo cual vulneraba las normas económicas del Clan.
Tal vez, a fin de cuentas, no servía para la política, pues sentía un creciente desengaño ante estas maquinaciones. A pesar de la genética, existían sutiles diferencias entre los Makenzie, y era posible que él no fuese tan duro —o tan ambicioso— como sus predecesores.
En todo el caso, el primer paso que debía dar era evidente, tanto más cuanto que lo habían sugerido todos sus consejeros. La segunda jugada la decidiría más tarde.
No se sorprendió cuando Calindy no apareció en la pantalla de su comsola, y pronto comprendió que aquella convención social estaba plenamente justificada; a menos que hubiese una razón excelente, era de mala educación desconectar el circuito visual. Duncan se sintió frustrado y, al mismo tiempo, en situación desventajosa, pues sabía que Calindy podía verle, mientras que él no podía verla a ella. La voz no bastaba para transmitir todos los matices emocionales; muchas veces, la expresión de los ojos desmentía las palabras pronunciadas.
—Bueno, ¿qué te sucede, Calindy? —preguntó Duncan, con fingido asombro.
Si realmente estaba herida, sentiría verdadera compasión por ella; pero prefería reservarse su juicio.
La voz de ella —¿o era pura imaginación por su parte?— no era absolutamente serena. Calindy parecía sorprendida, o quizás desconcertada, de verle.
—Lo siento muchísimo, Duncan, pero no quiero que me veas la cara. Me caí y me lastimé un ojo: tiene un aspecto horrible. Pero no es nada importante; estaré bien dentro de unos días.
—Lamento este accidente. No quisiera molestarte, si no te encuentras bien.
Esperó, confiando en que Calindy habría leído la preocupación que había imprimido en su rostro.
—¡Oh! No hay ningún problema. Todo sigue como siempre. Sólo he interrumpido mi visita semanal a la oficina, y ahora lo hago todo por medio de la comsola.
—Bueno, esto me tranquiliza. Y ahora, voy a darte una noticia. Karl está en la Tierra.
Hubo un largo silencio antes de que Calindy respondiese. Cuando lo hizo al fin, Duncan comprendió, con irónica mortificación, que no estaba realmente a la altura de ella. No podía confiar en que durase mucho su ventaja.
—Duncan —dijo ella, en tono resignado—, ¿de veras no sabías que estaba conmigo?
Duncan se esforzó en mostrar incredulidad, disgusto y sospecha, por este orden.
—¿Por qué no me lo dijiste? —exclamó.
—Porque él me pidió que no lo hiciese. Esto me colocó en una situación difícil, pero, ¿qué podía hacer? Dijo que ya no estabais en buenas relaciones… y que su negocio era sumamente confidencial.
Duncan presumió que Calindy le estaba diciendo la pura verdad, si la verdad podía ser pura. Sus resquemores se evaporaron en parte, si no del todo.
—Bueno, estoy contrariado y disgustado. Pensaba que me tenías confianza. En fin, ya no hay necesidad de… subterfugios…, ahora que sé que está aquí. Tengo un mensaje urgente para él. ¿Dónde puedo localizarlo?
Hubo otra larga pausa; después, Calindy respondió:
—No sé donde está. Se marchó precipitadamente y no me dijo adónde iba. Tal vez ha regresado a Titán.
—¿Sin despedirse? ¡No lo creo! Y no sale ninguna nave para Titán hasta dentro de un mes.
—Entonces, supongo que seguirá en la Tierra o que no habrá ido más lejos de la Luna. Simplemente, no lo sé.
Aunque parezca extraño, Duncan la creyó. Su voz tenía un acento de verdad, aunque él no se engañaba sobre su poder de burlarle si se lo proponía.
—Si es así, tendré que encontrarle por otros medios. Es preciso que nos veamos.
—Yo no te lo aconsejaría, Duncan.
—¿Por qué?
—Está… muy enojado contigo.
—No sé por qué razón —replicó Duncan, aunque podía imaginarse varias.
La voz de Calindy tenía un matiz tan auténtico de alarma que él se sintió fuertemente conmovido por su preocupación.
En todo caso, parecía que este camino se había cerrado, al menos por ahora. Sabía que era inútil discutir con Calindy. Sumido en mezcladas emociones, le expresó sus deseos por una rápida mejoría y cortó la comunicación. Confió en que ella interpretaría su actitud como una muestra de pesar y de indignación, y que se sentiría arrepentida.
Un minuto más tarde, contemplaba —con cierto alivio— una pantalla que ya no estaba vacía y podía revelar las reacciones del interlocutor.
—¿Sabía usted —preguntó al embajador Farrell— que Karl Helmer está en la Tierra?
Su Excelencia pestañeó.
—Desde luego, no. No estableció contacto conmigo. Veré si saben algo en Cancillería.
Pulsó unos cuantos botones, y saltó a la vista que no pasaba nada. El embajador miró a Duncan, fastidiado.
—Ojalá pudiésemos comprar un nuevo sistema de intercomunicación —dijo, en tono acusador—. Cuestan una pequeñísima fracción del Producto Nacional Bruto de Titán.
Duncan pensó que era mejor hacer oídos sordos, y, afortunadamente, el embajador pudo establecer comunicación al segundo intento. Murmuró unas cuantas preguntas inaudibles, esperó un minuto y, después, miró a Duncan y meneó la cabeza.
—No hay rastro de él; ni siquiera una dirección en la Tierra donde pueda recibir correspondencia de Titán. Es muy raro.
—¿Quiere usted decir… sin precedentes?
—Pues… sí. Nunca supe de nadie que no se pusiese inmediatamente en contacto con la Embajada al llegar a la Tierra. En general, conocemos su llegada con varias semanas de antelación. No hay ninguna ley que les obligue a hacerlo; pero es una cuestión de cortesía. Y también de conveniencia.
—Es lo que yo pensé. Bueno, si tiene noticias de él, ¿me lo hará saber?
El embajador le miró fijamente y en silencio durante un momento, mientras una enigmática sonrisa se pintaba en su semblante. Después, dijo:
—¿Qué piensan Malcolm y Colin que está haciendo? ¿Preparando un coup d’état con armas de contrabando?
Después de la primera sorpresa, Duncan rió la chanza.
—Ni siquiera Karl está tan loco. Francamente, este asunto me tiene completamente desconcertado; pero estoy resuelto a localizarle. Aunque haya quinientos millones de personas en la Tierra, él no puede pasar inadvertido. Por favor, téngame al corriente. Y ahora, adiós.
Dos fracasos, pensó Duncan, y el asunto en el aire. Tenía que volver a Ivor Mandel’stahm, en su papel, libremente asumido y en modo alguno inútil, de investigador privado.
Pero la comsola de Ivor respondió: No molesten. Si desean dejar algún recado, sírvanse dictarlo.
Duncan se sintió contrariado; estaba ansioso de comunicar sus noticias, pero no quería guardarlas en una comsola. Tendría que esperar a que Mandel’stahm le llamase.
Tardó dos horas en hacerlo, y, mientras tanto, no era fácil concentrarse en otros trabajos. Cuando el comerciante correspondió al fin a su llamada, se deshizo en excusas.
—Estuve probando otro camino —explicó—. Me pregunté si habría comprado algo en Nueva York con tarjeta de crédito. No hay muchos apellidos que empiecen por hache, y la computadora central los repasó en una hora… Por desgracia, debe emplear dinero efectivo. Esto no es un delito, naturalmente. Pero sí un engorro para los investigadores honrados.
Duncan se echó a reír.
—Fue una buena idea. Yo he tenido un poco más de suerte: al menos, he eliminado algunas posibilidades.
Dio a Mandel’stahm un breve résumé de sus conversaciones con Calindy y el embajador Farrell, y añadió:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—No lo sé. Pero no se preocupe, ya se me ocurrirá algo.
Duncan le creyó; ahora tenía una confianza casi ciega en la sinceridad del comerciante y en su influencia y su conocimiento de los procedimientos de la Tierra. Si alguien era capaz de localizar a Karl —sin acudir a la policía o insertar un anuncio personal en el World Times—, éste era Mandel’stahm.
En realidad, sólo tardó treinta y seis horas.