CAPÍTULO 29

El día de las estrellas

Aunque trataba de convencerse de que hacía lo que debía —incluso lo único que podía hacer—, Duncan estaba todavía un poco avergonzado. En lo más hondo de su corazón, se sentía culpable de traicionar una antigua amistad. Se alegraba de que algún impulso le hubiese impedido mencionar a Karl, y, con parte de su mente, todavía esperaba que Mandel’stahm —y Colin— se encontrasen en un callejón sin salida, y fracasase toda la investigación.

Mientras tanto, tenía tantas cosas que hacer y tantas cosas que ver, que, durante largos períodos, olvidaba sus remordimientos de conciencia. Parecía ridículo haber hecho el largo trayecto hasta la Tierra, para estarse sentado varias horas cada día (¡y con un tiempo espléndido!) en una habitación de hotel, hablando a una comsola.

Pero, cada vez que Duncan pensaba que había terminado uno de los innumerables encargos que le habían hecho antes de salir de casa, se encontraba con un mensaje que volvía a abrir el tema o añadía nuevas complicaciones. Sus deberes oficiales le ocupaban mucho tiempo; pero lo peor eran los encargos de los parientes, amigos e incluso desconocidos, que debían pensar que no tenía nada más que hacer que buscar antiguos conocidos, obtener fotos de hogares ancestrales, ir a la caza de libros raros, estudiar genealogías terrestres, localizar oscuras obras de arte, hacer de agente de ilusionados autores y artistas de Titán, conseguir becas y pasajes gratuitos para la Tierra… y dar gracias por tarjetas de felicitación del Día de las Estrellas, recibidas diez años antes y no contestadas.

Lo cual recordó a Duncan que no había enviado sus propias tarjetas con motivo de esta ocasión cuatrienal. Todavía estaba a tiempo de enviarlas a todos sus amigos de la Tierra: el embajador Farrell, los Washington, Calindy, Bernie Patras y unos pocos más. En cuanto a los de Titán, no corría prisa. Aunque tardasen seis meses en llegar, las tarjetas, con sus hermosos sellos sobredorados del Centenario (cinco solares cada uno, nada menos, en correo espacial de segunda clase), serían debidamente apreciadas.

A pesar de estos problemas, Duncan había encontrado algunas oportunidades de relajarse. Había hecho tele-visitas individuales a Londres, Roma y Atenas, que era lo mejor después de los viajes de verdad. Sentado en una pequeña y oscura cabina, con 360 grados de visión y sonido de alta calidad, podía imaginarse perfectamente que estaba recorriendo las calles de las antiguas ciudades. Podía hacer preguntas al guía invisible que era su alter ego, hablar con los transeúntes, cambiar el itinerario y contemplar más de cerca cualquier cosa que le llamase la atención. Sólo los sentidos del olfato y el tacto permanecían desocupados, e incluso éstos podían tele-extenderse, si uno estaba dispuesto a pagar la factura. Duncan no podía permitirse este lujo extraordinario, y, en realidad, no notaba su falta.

Desde luego, Bernie Patras, se había brindado a ayudarle en todo lo posible y le había facilitado varias citas muy agradables, una de ellas con una cariñosa y experta damita que, según juró él, era su propia amiguita y «sólo hacía esto con personas a las que realmente deseaba conocer». Y, en realidad, había demostrado un sincero interés por Titán y sus problemas; pero, cuando Bernie, como parte interesada, quiso intervenir en su diversión, Duncan, egoísta, le despidió por las buenas.

Esto fue poco antes de que Ivor Mandel’stahm —esta vez en el ómnibus automático de Penn-Mass— destruyese totalmente su tranquilidad mental. Acababan de salir del Dupont Circle Interchange, cuando dijo a Duncan:

—Tengo algunas noticias interesantes para usted, pero no sé lo que esto significa. Tal vez pueda usted explicármelo.

—Lo intentaré.

—Creo poder afirmar, sin exageración ni jactancia, que puedo llegar hasta cualquier persona de la Tierra con sólo dar un paso. Pero, a veces, la discreción exige que se den dos, y esto fue precisamente lo que hice con Miss Ellerman. Nunca había tratado personalmente con ella, o al menos así lo creía hasta que usted me hizo ver lo contrario; pero tenemos amigos mutuos. Por consiguiente, hice que uno de estos, en quien confío plenamente, la llamase… Dígame una cosa: ¿ha intentado, recientemente, establecer contacto con ella?

—No, desde…, bueno, hace al menos una semana. Pensé que era mejor mantenerme apartado.

Duncan no añadió, a esta plausible excusa, que había sentido vergüenza de enfrentarse con Calindy.

—Ella contestó a la llamada de mi amigo, pero se dio una extraña circunstancia: no quiso conectar el vídeo.

Desde luego, era curioso; la cortesía normal obligaba a no desconectar nunca el circuito visual, a menos que hubiese una razón muy sólida para ello. A veces, esto podía ser causa de grandes apuros, hecho explotado hasta el máximo en innumerables comedias. Pero, fuese cual fuere la verdadera razón, la urbanidad exigía alguna explicación. Decir que el vídeo estaba averiado provocaba una total incredulidad, incluso en las raras ocasiones en que era cierto.

—¿Qué excusa dio? —preguntó Duncan.

—Una muy plausible. Dijo que había sufrido una fuerte caída y se disculpó por no mostrar la cara.

—Espero que la lesión no sea grave.

—No lo creo, aunque parecía bastante disgustada. De todos modos, mi amigo tuvo una breve conversación con ella y suscitó el tema de Titán; tenía una buena excusa para ello, sin despertar sospechas. Sabía que ella había estado allí y le preguntó si podía ponerle en contacto con algún titaniano que estuviese en la Tierra. Añadió que, en realidad, estaba pensando en una exportación.

—La excusa no era muy buena. Todos los negocios se tramitan por medio de la Sección de Comercio de la Embajada, y habría podido ponerse al habla con ésta.

—Si me permite decirlo, señor Makenzie, tiene usted aún mucho que aprender. Podría darle media docena de razones para no acudir a la Embajada…, al menos para un primer contacto. Mi amigo lo sabe, y puede estar seguro de que Miss Ellerman lo sabe también.

—Si usted lo dice…, será verdad. ¿Cuál fue su reacción?

—Temo que voy a causarle una desilusión. Dijo que tenía un buen amigo titaniano que podría ayudarle; que acababa de llegar para las Fiestas, y que estaba en Washington…

Duncan se echó a reír; el anticlímax era ridículo…

—Así pues, su amigo perdió el tiempo. Volvemos a estar donde empezamos.

—En este aspecto, sí. Pensé que le divertiría. Pero hay algo más.

—Adelante —dijo Duncan, sintiendo menguar un poco su confianza en Mandel’stahm, después de esta débâcle.

—Probé otras líneas de investigación, pero sin resultado. Incluso pensé en llamar personalmente a Miss Ellerman y decirle francamente que sabía que era ella quien llevaba el negocio de la titanita, aunque, naturalmente, sin acusarla de nada.

—Me alegro de que no lo hiciese.

—¡Oh! Habría sido algo perfectamente razonable; ella no se habría sorprendido de que lo hubiese descubierto. Pero, en realidad, tuve una idea mejor, una idea que hubiese debido poner en práctica antes que nada. Comprobé sus visitantes durante el último mes.

—¿Cómo pudo hacer una cosa así? —preguntó Duncan, asombrado.

—Es el truco más viejo del mundo. ¿No ha visto usted ninguna película policíaca francesa del siglo veinte? No; supongo que no. Sencillamente, lo pregunté al concierge.

—¿A quién?

—¿No los tienen en Titán?

—Ni siquiera sé lo que son.

—Tal vez es una suerte para usted. En la Tierra, son un mal indispensable. Miss Ellerman, y supongo que usted lo sabe ya, vive en un lujosísimo Sótano Décimo, al sur de Mount Rockefeller. En realidad, ocupa el Ático Subterráneo, un capricho que nunca he comprendido, pues, en lo que a mí toca, la profundidad aumenta mi claustrofobia. Bueno, todos los grandes edificios tienen un portero en la entrada, para informar a los visitantes de quién está en casa y quién ha salido, tomar recados, aceptar paquetes… y autorizar a las personas adecuadas a que vayan a los pisos adecuados. Esto es el concierge.

—¿Y pudo usted introducirse en su banco de memoria?

Mandel’stahm tuvo el acierto de mostrarse ligeramente turbado.

—Es sorprendente lo que puede conseguirse, cuando se sabe a quién hay que acudir. ¡Oh! No me interprete mal. No cometí ninguna ilegalidad, pero prefiero guardarme los detalles.

—En Titán, somos muy rigurosos en lo que respecta a las intromisiones en la vida privada.

—Y también lo somos en la Tierra. Cualquiera que realmente lo desee, puede esquivar al concierge. Y esto hace que, en realidad, no crea que Miss Ellerman tenga una conciencia culpable, ni nada que ocultar. Pero, dígame, señor Makenzie, ¿sabía usted que tenía un invitado titaniano viviendo en su casa?

Duncan le miró fijamente, boquiabierto; pero no tardó en recobrarse. Desde luego, Karl podía haber persuadido a algún amigo de confianza para que actuase de correo. Pero esto tenía que haber sido muchos meses atrás, pues no había habido ninguna nave de pasajeros durante los seis meses anteriores al Sirius. ¿Quién podía…?

Pero esto podía esperar; antes, tenía que poner en claro una pequeña cuestión.

—¿Ha dicho usted viviendo en su casa?

—Sí, es decir, al menos hasta hace dos días.

Esto lo explicaba todo… o casi todo. ¡No era extraño que Calindy le hubiese esquivado! En iguales proporciones, Duncan sentía celos, inquietud y… alivio, al comprobar que sus maniobras habían sido, a fin de cuentas, justificadas por los hechos.

—¿Quién es ese titaniano? —preguntó, tristemente—. Tal vez le conozca.

—Esto es lo que me interesa saber. Se llama Karl Helmer.