CAPÍTULO 28

El sabueso

Cuando Duncan volvió a Washington, la segunda bomba de relojería de Colin le estaba esperando en el Hotel del Centenario. Una vez más, el mensaje era tan enigmático que habría resultado casi ininteligible para cualquier extraño que hubiese logrado descifrarlo.

Confirmo tu viejo amigo tiene cuenta no autorizada 65842 sucursal Ginebra primer Banco de Aristarco saldo varias decenas de miles de solares esta información no debe revelarse bajo ninguna circunstancia presumo procede venta titanita investigo Mnemósine mientras tanto sugiero estés alerta saludos Colin.

Duncan comprendió perfectamente porqué «no debía revelarse» esta información; los bancos lunares guardaban bien sus secretos, y sólo Dios sabía con qué prodigios de persuasión o de delicado chantaje había conseguido Colin hacerse con el número de la cuenta de Karl. Aun así, había sido incapaz de obtener la cifra del saldo; pero ésta debía ser considerable. Diez mil solares era mucho más de lo que se necesitaba para comprar unos cuantos artículos de lujo terrestres, y varias veces más de lo que tenían los Makenzie en sus propias y absolutamente legales cuentas. Semejante cantidad de dinero no debía ser solamente motivo de envidia, sino que era inquietante, sobre todo si estaba destinada a un empleo clandestino.

Duncan se permitió unos momentos de ensoñación, imaginando lo que podría hacer con veinte o treinta mil solares; después, rechazó la seductora visión y concentró su mente en el problema. Mientras la artimaña de Karl no había sido más que una vaga sospecha, no había querido perder tiempo en un análisis detallado del cómo, el cuándo y —sobre todo— el porqué. Pero ahora que la presunción se había convertido en certeza, no podía seguir eludiendo la cuestión.

¡Lástima que la línea de acción más evidente era totalmente imposible! Era absurdo llamar al Primer Banco de Aristarco y pedir una copia de la cuenta 65842. Ni siquiera el Gobierno Mundial podía hacer una cosa así, a menos que se hubiese demostrado, sin la menor sombra de duda, la existencia de un fraude o de un crimen. Incluso la más discreta investigación provocaría un revuelo enorme; alguien sería despedido, y Colin tendría que responder a embarazosas preguntas.

Un antiguo filósofo había dicho que el único problema real de la vida era saber lo que había que hacer a continuación. Todavía no existía ningún lazo con Calindy… ni con cualquier otra persona. A Duncan no le gustaba representar el papel de celoso y anticuado espía o detective de melodrama, y ni siquiera estaba seguro de cómo debía empezarse esta actuación. Colin habría servido mucho más para esto; de los tres Makenzie, era el único que tenía olfato para los subterfugios, el engaño y el secreto. Probablemente, ahora estaba disfrutando de lo lindo, sobre todo porque nunca le había tenido simpatía a Karl y era una de las pocas personas inmunes a su atractivo.

Pero Colin, aunque estaba haciendo un buen trabajo, se hallaba a más de mil millones de kilómetros de distancia, y los mensajes tardaban tres horas en llegar. En la Tierra, no había nadie en quien Duncan pudiese confiar; éste era un asunto privado de Titán, y todavía podía convertirse en una tormenta en un vaso de agua. En todo caso, si el asunto era grave, cuantas menos personas estuviesen enteradas de él, tanto mejor sería.

Duncan consideró, y rechazó, la idea de hablar con el embajador Farrell. Este tendría quizás que entrar en escena más tarde, pero no ahora. Duncan no tenía un concepto muy elevado de la discreción de Farrell, y, desde luego, éste era terrícola. Además, si la Embajada descubría que había una gran cantidad de dinero sin dueño flotando en la Tierra, esto desencadenaría una fiera lucha. Cierto que el alquiler de Wyoming Avenue tenía que pagarse, pero las exigencias de Titán eran aún más apremiantes.

Y sin embargo, tal vez había un hombre en la Tierra en quien podía confiar: el hombre que había suscitado la cuestión y que estaba igualmente interesado en hallar la respuesta. Duncan marcó el nombre en su comsola, preguntándose si ésta aceptaría el ridículo apóstrofo. (Había traspapelado la tarjeta del comerciante, que habría hecho automáticamente la llamada.)

—¿Señor Mandel’stahm? —dijo, al iluminarse la pantalla—. Soy Duncan Makenzie. Tengo algunas noticias para usted. ¿Dónde podemos reunirnos para una conversación privada?

—¿Está usted absolutamente seguro de que nadie puede oírnos? —preguntó ansiosamente Duncan.

—Ha visto usted demasiadas películas históricas, señor Makenzie —respondió Ivor Mandel’stahm—. No estamos en el siglo veinte, y sólo un estado policíaco singularmente riguroso podría poner micrófonos en todos los ómnibus automáticos de Washington. Yo siempre resuelvo mis asuntos confidenciales dando vueltas por el Mall. No tiene de qué preocuparse.

—Muy bien; es imperativo que este asunto no siga adelante. Estoy casi seguro de saber el origen de la titanita. Más aún, tengo fundadas sospechas sobre la identidad de su agente en la Tierra, que por lo visto ha realizado ya algunas ventas importantes.

—Sabía esto —dijo Mandel’stahm, en tono ligeramente compungido—. ¿Sabe usted cuál es su importancia?

—Varias decenas de miles de solares.

Para sorpresa de Duncan, Mandel’stahm se animó visiblemente.

—¿Sólo esto? —exclamó—. Es un gran consuelo. ¿Puede darme usted el nombre del agente principal? He estado operando a través de un intermediario sumamente discreto.

Duncan vaciló.

—Creo que dijo usted que ninguna ley terrestre había sido vulnerada…

—Exacto. Las gemas extra-terrestres no pagan aranceles de importación. En nuestro mundo, la cosa es perfectamente legal…, a menos, naturalmente, que la titanita haya sido robada y que el agente de Tierra sea cómplice del delito.

—Estoy seguro de que no es así. Mire usted…, y esto no es una coincidencia tan grande como parece…, el agente es amigo mío.

Una sonrisa comprensiva se pintó en la cara de Mandel’stahm.

—Entiendo su problema.

No, no lo entiendes, se dijo Duncan. Era una situación endiabladamente complicada. Ahora estaba completamente seguro de por qué Calindy le había rehuido. Karl debió avisarla de su viaje a la Tierra, y aconsejarle que se mantuviese alejada de su camino. Sí; Karl debía estar muy preocupado en la pequeña Mnemósine, pensando que Duncan podía descubrir sus actividades.

Era esencial mantenerse completamente fuera del cuadro; Calindy no debía sospechar nunca que él estaba enterado. No había manera de que le relacionase con Mandel’stahm, con el cual estaba ya en tratos por medio de un discretísimo intermediario.

Sin embargo, Duncan seguía vacilando, como un maestro de ajedrez ante una jugada crucial. Analizaba sus propios motivos y su propia conciencia; porque sus intereses personales y oficiales estaban ahora casi indisolublemente ligados.

Estaba ansioso por saber lo que hacía Karl y, en caso necesario, hacerle fracasar. Quería que Calindy se avergonzase de su engaño y… tal vez, aprovechar su confusión para sus fines sentimentales. (Una esperanza bastante vana, porque Calindy no se aturrullaba fácilmente…) Y deseaba ayudar a Titán y, por ende, a los Makenzie. Todos estos objetivos resultaban difícilmente compatibles, y Duncan empezaba a lamentar el descubrimiento de la titanita.

Sin embargo, se le ofrecía indudablemente una magnífica oportunidad, si era bastante inteligente para hacer las jugadas correctas.

El ómnibus automático se deslizaba ahora a una velocidad impresionante entre el Capitolio y la Biblioteca del Congreso. La vista recordó a Duncan su otra responsabilidad; estaba ya en la última semana de junio, y su discurso no era más que un puñado de cuartillas llenas de notas. La preparación minuciosa era uno de los puntos flacos de los Makenzie; la actitud «de la noche a la mañana» era ajena a su carácter. Pero, a pesar de este defecto con frecuencia valioso y del que tenía plena conciencia, Duncan empezaba a experimentar un débil sentimiento de pánico.

El problema era muy sencillo; pero su diagnóstico no le había sugerido el remedio. Por más que se esforzase, era incapaz de decidir el tema fundamental a tratar, un mensaje de Titán más enjundioso que los acostumbrados saludos oficiales.

Ahora, el vehículo pasó junto a la copia —de cien metros— del Saturno V, que yacía en el lugar donde había estado antaño el cuartel general de la NASA. No podían pasarse todo el día dando vueltas por el centro de Washington. Bueno, se dijo Duncan, con un suspiro…

—¿Me promete usted que no aparecerá mi nombre, bajo ninguna circunstancia?

—Sí.

—¿Y no hay peligro de que… mi amigo… se vea en dificultades?

—Puedo garantizarle que él no perderá ningún dinero. Y que, en todo caso, no habrá problemas legales en la jurisdicción de la Tierra.

—No es un «él». No entraré en detalles, pero debe hacer usted alguna investigación discreta sobre la vicepresidente de la Asociación Enigma: Catherine Linden Ellerman.