CAPÍTULO 27

El arrecife de oro

La vívida franja verde de palmeras y el brillante y blanco semicírculo de la perfecta playa estaban ahora a más de un kilómetro de distancia, al otro lado de la barrera de arrecifes. Incluso a través de las gafas oscuras que no se atrevía a quitarse un solo instante, la escena era casi dolorosamente deslumbrante; cuando miró en la dirección del sol y captó sus destellos sobre el hinchado océano, Duncan quedó completamente cegado. Aunque esto era un incidente baladí, aumentó su sentimiento de separación de todos sus compañeros. Cierto que la mayoría de éstos llevaban también gafas oscuras; pero, en su caso, era por conveniencia, no por necesidad. A pesar de sus genes totalmente terrestres, parecía que se había adaptado irremisiblemente a la luz de un mundo diez veces más alejado del Sol.

Debajo de los suaves y resbaladizos flancos del triple casco, el agua era tan clara que aumentaba la impresión de inseguridad de Duncan. La embarcación parecía suspendida en el aire, sin visibles medios de apoyo, sobre el moteado fondo del mar, cinco o diez metros más abajo. Parecía extraño que esto le preocupase, después de haber contemplado la tierra desde una órbita situada a cientos de kilómetros por encima de la atmósfera.

Le sorprendió un súbito y lejano chasquido, completamente fuera de lugar en la idílica y tranquila mañana. Procedía de algún punto del mar, y Duncan giró en redondo con el tiempo justo para ver una columna de espuma que volvía a caer lentamente en el agua. Seguro que no se permitían las explosiones submarinas en esta zona.

Ahora surgió un chorro de vapor que se elevó oblicuamente sobre el mar, flotó un momento bajo el ardiente sol y se dispersó gradualmente.

Durante un minuto, no ocurrió nada. Y entonces…

Duncan quedó paralizado por el asombro. Con increíble lentitud, pero con la fatalidad de un continente que surgiese de las profundidades primordiales, una enorme forma gris brotó del mar. Hubo un destello blanco, al golpear las olas una cola monstruosa y crear otra nube de espuma. Y aquella masa inverosímil siguió ascendiendo, como desafiando la gravedad, y permaneció un momento inmóvil sobre la línea azul del horizonte. Después, también con lento movimiento, como resistiéndose a abandonar un elemento extraño, volvió a sumergirse en el océano y se desvaneció debajo de un último surtidor de espuma. El chasquido del agua pareció tardar siglos en llegar.

Duncan no se había imaginado nunca semejante espectáculo, pero no necesitó ninguna explicación. Moby Dick era una de las obras clásicas de la Tierra que sólo conocía de nombre, pero ahora comprendió lo que debió sentir Herman Melville al ver, por vez primera, surcar el mar un lomo brillante y grande como un barco volcado, y vio en la imagen de la ballena blanca un símbolo de las fuerzas que alientan detrás del universo.

Esperó muchos minutos, pero el gigante no volvió a salir, aunque, de vez en cuando, surgían breves chorros de vapor, que se fueron alejando hasta perderse de vista.

—¿Por qué hizo eso? —preguntó al doctor Todd, con voz todavía velada por la persistente aureola de aquel ser majestuoso.

—Nadie lo sabe de fijo. Puede ser pura joie-de-vivre. Tal vez ha querido impresionar a alguna amiguita. O tal vez ha querido librarse de parásitos, pues las ballenas se ven continuamente hostigadas por las lapas y las lampreas.

Una tremenda incongruencia, pensó Duncan. Parecía casi un ultraje que un dios pudiese tener piojos.

Ahora, el trimarán reducía su velocidad, y la extrañeza y la belleza del escenario submarino atrajo tan completamente la atención de Duncan, que éste olvidó lo lejos que estaba de la tierra. Las formas fantásticas de los corales, y los colores de los peces que se deslizaban o vagaban a su alrededor eran toda una revelación. Ya se había admirado ante la variedad de vida en la tierra; pero su admiración era mucho mayor ante la inverosímil profusión del mar.

Algo parecido a un antiguo reactor pasó despacio, con graciosas ondulaciones de sus alas moteadas. Ninguno de los otros peces le hizo el menor caso; para sorpresa de Duncan, no vio señales de la carnicería que había esperado presenciar en un reino donde cada cual se alimentaba de los otros. En realidad, resultaba difícil imaginar una escena más tranquila; los pocos peces que perseguían a otros lo hacían, evidentemente, sólo para proteger su territorio. La impresión que había sacado de los libros y de las películas parecía casi completamente errónea. La colaboración, no la lucha, parecía imperar en el arrecife.

El trimarán se detuvo, y echaron el ancla, seguida, casi inmediatamente, de dos botes de caucho, cuatro médicos, cinco enfermeras y un copioso equipo de inmersión. La escena pareció sumamente confusa a Duncan; en realidad, había sido planeada y organizada mucho mejor de lo que creía. Los nadadores se dividieron en seguida en grupos de a tres, y cada trío se alejó en uno de los botes, dirigiéndose deliberadamente a puntos evidentemente elegidos de antemano.

Si no hay ningún peligro —observó Duncan, al cesar los últimos chapaleos—, ¿por qué todos llevan cuchillos y esas pequeñas lanzas de tan cruel aspecto?

El trimarán estaba ahora casi desierto; sus únicos ocupantes, además de Duncan, eran el patrón, que se había dormido inmediatamente junto a la rueda del timón, el mecánico, que había desaparecido bajo cubierta, y el doctor Todd.

—No son armas. Son útiles de jardinería.

—Deben tener ustedes unas plantas muy feroces. No me gustaría tropezarme con ellas.

—¡Oh! —dijo Todd—. Algunas de ellas luchan bravamente. ¿Por qué no va a echar un vistazo? Después se arrepentirá de haber despreciado la ocasión.

Era la pura verdad; pero Duncan vaciló. El agua sobre la que se mecía el trimarán era muy poco profunda; en realidad, no parecía serlo más que la de la piscina del Hotel del Centenario.

—Yo le acompañaré. Puede permanecer en la escalera, hasta que se acostumbre a la mascarilla. Respirar a través de un tubo debe ser fácil para los que están habituados a los trajes espaciales.

Duncan no quiso informarle de que nunca se había puesto un verdadero traje espacial; sin embargo, el sistema vital de superficie de Titán debía ser un buen entrenamiento. Y en todo caso, ¿qué podía pasar en unos pocos metros de agua? Incluso había sitios donde podía permanecer de pie con la cabeza fuera del agua. Sweeney Todd tenía razón; si despreciaba esta oportunidad única, nunca se lo perdonaría.

Diez minutos más tarde, chapaleaba torpe pero firmemente en la superficie. Aunque le había parecido asombroso —e incluso indigno— tener que vestirse para meterse en el agua. Todd había insistido en que se vistiese de los pies a la cabeza, poniéndose una especie de mono de un tejido muy apretado. Apenas entorpecía sus movimientos, pero se habría encontrado más a gusto sin él.

—Algunos de esos corales pican —le había explicado el médico—. Podrían estropearle la jornada, si tropezaba con uno de ellos, e incluso sufrir una reacción alérgica.

—¿Algo más?

—No; esto es todo. Fíjese en mí, y agárrese al bote cuando quiera descansar.

Ahora ganaba rápidamente confianza y empezaba a divertirse de lo lindo. Evidentemente, no había ningún peligro; pero él se deslizaba detrás del bote de caucho, sin soltar la cuerda que pendía sobre el agua. Además, le tranquilizó observar que el doctor Todd se mantenía siempre a un brazo de distancia de él; tantas precauciones resultaban casi ridículas. Incluso en el caso de que llegase un tiburón, surgiendo de las profundidades, Duncan estaba convencido de que podría subir al bote en dos segundos, a pesar de la gravedad de la Tierra.

Cuando hubo dominado el tubo para respirar, mantuvo constantemente la cabeza dentro del agua, e incluso intentó pequeñas zambullidas que le obligaban a aguantar la respiración durante un buen rato. Ciertamente, el panorama submarino era tan fascinador que, en ocasiones, Duncan se olvidaba de su necesidad de respirar y emergía tosiendo como un estúpido.

El primer rótulo estaba a una profundidad de cinco metros y decía, en fluorescentes caracteres amarillos: PROHIBIDO EL PASO A VISITANTES NO AUTORIZADOS. El segundo aviso era una resplandeciente exhibición holográfica entre dos aguas, que debía resultar muy intrigante para los peces. Anunciaba ominosamente: ESTE ARRECIFE ESTÁ CONTROLADO. Duncan no pudo ver rastro de proyectores; debían estar hábilmente disimulados.

Todd señalaba al frente, hacia la hilera de submarinistas que trabajaban a lo largo del borde del arrecife. Por lo visto, no lo había dicho en broma; sus movimientos eran, inconfundiblemente, los de unos jardineros arrancando hierbas nocivas. Y cada uno de ellos estaba rodeado de una nubecilla de peces de brillantes colores, que sin duda se beneficiaban de su actividad.

Las formaciones de coral parecían cambiar de forma. Incluso a los ojos inexpertos de Duncan, parecían extrañas, o aún anormales. Se había acostumbrado a las ramificadas astas de ciervo, a los enroscados laberintos que parecían cerebros gigantescos, a los delicados hongos que a veces tenían varios metros de diámetro. Todavía estaban aquí, pero ahora aparecían sutilmente deformados.

Entonces vio el primer destello metálico; después, otro, y otro. Al acercarse más, y al dejar el reflejo azul de la distancia de amortiguar los detalles del mundo subacuático, supo Duncan la causa de que el acantilado fuese tan apreciado y estuviese tan protegido.

Dondequiera que mirase, brillaba y centelleaba el oro.

Doscientos años antes, éste había sido uno de los grandes triunfos de la mecánica biológica, que había dado fama mundial a sus creadores. Por una ironía del destino, el éxito había sido alcanzado cuando ya no era necesario; lo que había sido proyectado para satisfacer una necesidad vital, había resultado no ser más que un cul-de-sac tecnológico.

Se sabía, desde hacía siglos, que algunos organismos marinos eran capaces de extraer, en beneficio de sus propias economías internas, elementos presentes en el agua del mar en proporciones increíblemente pequeñas. Si las esponjas y las ostras y otras criaturas no menos vulgares eran capaces de realizar esta hazaña química con el yodo y el vanadio, los biólogos de los años 2100 habían preguntado: ¿por qué no se les podía enseñar a hacer lo mismo con elementos más valiosos?

Y así, gracias a heroicas manipulaciones genéticas, habían persuadido a varias especies de coral a convertirse en mineros de oro; las más afortunadas habían sido capaces de sustituir casi un 10 por 100 de sus esqueletos de cal por el metal precioso. Sin embargo, este éxito sólo era mensurable en términos humanos. Dado que, normalmente, el oro no representa ningún papel en las reacciones bioquímicas, las consecuencias fueron desastrosas para los corales; los arrecifes auríferos nunca eran saludables, y tenían que ser cuidadosamente protegidos de los predadores y las enfermedades.

Sólo unos pocos cientos de toneladas de oro fueron extraídas con esta técnica, antes de que la transmutación en gran escala la hiciese antieconómica; los hornos nucleares podían fabricar oro tan barato como cualquier otro metal. Durante un tiempo, los arrecifes más accesibles fueron conservados como atracciones turísticas; pero los cazadores de recuerdos tardaron poco en destruirlos. Ahora sólo quedaba éste, y el personal del doctor Mohammed estaba resuelto a conservarlo.

Por esto, a intervalos regulares, los médicos y las enfermeras aprovechaban algunos ratos perdidos y disfrutaban de vacaciones duramente atareadas en el arrecife. Vertían fertilizantes y antibióticos cuidadosamente seleccionados para mejorar la salud de los corales vivos, y luchaban denodadamente contra sus enemigos, en particular la espectacular estrella de mar y su pariente menor, el erizo de mar.

Duncan flotaba, perfectamente relajado, en el agua tibia, braceando perezosamente de cuando en cuando, para permanecer a la sombra del bote neumático. Ahora comprendía el objeto de aquellos siniestros cuchillos y lanzas; los enemigos a combatir estaban bien protegidos.

A pocos metros debajo de él, uno de los buceadores hostigaba a toda una colonia de pequeñas esferas negras, protegidas todas ellas por un formidable dispositivo de espinas finas como alfileres. De cuando en cuando se abría una de las esferas, y los peces se precipitaban para agarrar los trozos de carne blanca que salían flotando. Era una golosina de la que difícilmente habrían disfrutado sin la intervención humana; Duncan no se podía imaginar que aquellos espinosos bichos tuviesen enemigos naturales.

El submarinista —una de las enfermeras— advirtió la presencia de los dos espectadores e hizo seña a Duncan para que se reuniese con ella. Estaba tan fascinado por todo aquello que obedeció automáticamente, sin un segundo de reflexión. Después de hacer varias inspiraciones profundas y de exhalar en parte la última, se deslizó lentamente hacia abajo, agarrándose a la cuerda que sujetaba el bote a su pequeña ancla.

La distancia era mayor de lo que había imaginado —más próxima a los cinco metros que a los tres—, pues había olvidado el efecto de refracción del agua. A medio camino, sintió un desconcertante «clic» en un oído; pero el doctor Todd le había advertido acerca de esto, y no interrumpió el descenso. Cuando llegó al ancla y se agarró a su astil, sintió una enorme impresión de triunfo. Era un submarinista: ¡había alcanzado la fabulosa profundidad de cinco metros! Bueno, al menos cuatro y medio…

Se vio rodeado de destellos de oro. Sólo lucía una chispa diminuta, más pequeña que un grano de arena, en cada sitio; pero las había en todas partes. Duncan tuvo la impresión de que estaba flotando junto al chef-d’oeuvre de un joyero loco, resuelto a crear una obra maestra barroca, sin reparar en gastos. Sin embargo, estos pináculos, tablas y capiteles retorcidos, eran obra de inconscientes pólipos, y no —salvo indirectamente— producto de la inteligencia humana.

Subió de mala gana a la superficie, en busca de aire. Era fácil, y sintió vergüenza de su miedo anterior. Ahora comprendía las reacciones de los visitantes de Titán; la próxima vez, cuando alguien rehusase cortésmente una invitación a dar una vuelta por el exterior, se mostraría más tolerante.

—¿Qué son esas cosas negras? —preguntó al doctor Todd, que seguía vigilándole.

—Erizos de mar de púas largas, Diadema y no sé que más. Cuando se ven tantos, es señal de contaminación o de un desequilibrio de la ecología. En realidad, no perjudican el arrecife como los Acanthaster, pero son feos y engorrosos. Si se tropieza con uno de ellos, las espinas pueden tardar un mes en desprenderse. ¿Va a bajar otra vez?

—Sí.

—Bien; pero no se exceda. ¡Y cuidado con esas púas!

Duncan se deslizó de nuevo a lo largo de la cuerda del ancla, y la submarinista agitó la mano al verle acercarse. Después, le ofreció un cuchillo de terrible aspecto y señaló un pequeño grupo de erizos de mar. Duncan asintió con la cabeza, asió el cuchillo por el mango y empezó a pinchar desmañadamente, pero cuidando de evitar las amenazadoras púas negras.

Y entonces se dio cuenta, con gran sorpresa por su parte, de que aquellos animales inferiores advertían su presencia y no se limitaban a una defensa estática. Las largas púas se inclinaban hacia él, orientándose en la dirección de máximo peligro. Probablemente, era sólo un simple reflejo automático; pero le hizo detenerse un momento. Allí había más de lo que veían los ojos: tal vez los primeros y débiles indicios de una conciencia incipiente.

Su cuchillo era más largo que las púas del erizo, y pinchó fuertemente con él, una y otra vez. El caparazón era sorprendentemente duro, pero al fin cedió, y los peces que esperaban se apresuraron a morder en la carne blanca y cremosa descubierta de pronto.

Y entonces, con creciente malestar, Duncan advirtió que su víctima no moría en silencio. Hacía un rato que percibía débiles sonidos en el agua, a su alrededor: el repiqueteo de los otros buceadores en el arrecife, el ocasional «clang» del ancla en las piedras. Pero este ruido venía de mucho más cerca y era muy peculiar, incluso inquietante. Era un sonido crujiente, chirriante; aunque la analogía era ostensiblemente ridícula, sólo podía compararse al chirrido de miles de dientes diminutos, chocando en un acceso de ira y de agonía. Y era indudable que procedía del destripado erizo de mar.

El débil e inhumano estertor fue tan inesperado que Duncan interrumpió su ataque y permaneció inmóvil en el agua. Había olvidado completamente la necesidad de aire, y la parte consciente de su mente había desdeñado los crecientes síntomas de asfixia como algo baladí, a resolver más tarde. Pero, al fin, no pudo seguir ignorándolos y subió jadeando a la superficie.

Con un profundo sentimiento de desazón —incluso de vergüenza—, Duncan se dio cuenta de que acababa de destruir una criatura viva. Jamás se habría imaginado, antes de salir de Titán, que podría pasar por semejante experiencia.

Era difícil sentirse culpable por la muerte de un erizo de mar; sin embargo, Duncan Makenzie había matado, por primera vez en su vida.