CAPÍTULO 26

La isla del doctor Mohammed

El doctor Todd, ayudante de El Hadj, era uno de esos médicos que parecen irradiar, no siempre justificadamente, una aureola de confianza. Esto, a pesar de su relativa juventud y de su campechanía; por razones que Duncan nunca descubrió, sus colegas le apodaban «Sweeney».

—Lamento que no pueda entrevistarse esta vez con El Hadj —dijo, en tono de disculpa—. Tuvo que salir precipitadamente para Hawaii, para una operación urgente.

—Me sorprende que esto sea necesario en nuestra época.

—Normalmente, no lo es. Pero Hawaii está exactamente al otro lado del mundo, lo cual significa que hay que trabajar por medio de dos comsats en serie. En una operación telequirúrgica, esta demora puede ser crítica.

Así pues, pensó Duncan, también en la Tierra puede ser un problema la lentitud de las ondas de radio. Un retraso de medio segundo puede no tener importancia en una conversación; pero, entre la mano y el ojo de un cirujano, puede ser fatal.

—Hasta hace veinte años —explicó el doctor Todd—, esto fue un famoso laboratorio de biología marina. Por consiguiente, tiene casi todas las condiciones que necesitamos, incluido el aislamiento.

—¿Por qué es éste necesario? —preguntó Duncan.

Le había extrañado que la clínica se encontrase en un lugar tan fastidiosamente apartado.

—Nuestro trabajo despierta un grandísimo interés emocional, y tenemos que regular las visitas. A pesar de los transportes aéreos, esto puede hacerse más fácilmente en una isla que en cualquier otra parte. Y, sobre todo, tenemos que proteger a nuestras madres. Pueden no ser muy inteligentes, pero son sensibles y no les gusta que se las queden mirando.

—Todavía no he visto ninguna.

—¿Le interesa de veras?

Era una pregunta difícil de responder, pues Duncan sentía que sus emociones tiraban de él en direcciones opuestas. Treinta y un años atrás, él debió nacer en un lugar no muy distinto de éste, aunque probablemente de una belleza no tan espectacular. Si había pasado por todo el período de gestación —y presumió que, en aquellos tiempos, lo pasaban todos los clones—, alguna mujer desconocida lo había llevado en su cuerpo al menos durante ocho meses después de la implantación. ¿Viviría ella todavía? ¿Figuraría su nombre en algún registro, o sería sólo un número en una ficha de computadora? Tal vez ni siquiera esto, pues la identidad de la madre adoptiva carecía de toda importancia biológica. Un útero puramente mecánico habría sido igualmente útil, pero nunca se había sentido la necesidad de perfeccionar un aparato tan complicado. En un mundo donde la reproducción estaba severamente limitada, siempre abundarían las voluntarias; el único problema era seleccionarlas.

Duncan no conservaba ningún recuerdo de su desconocida madre adoptiva, ni de los meses que debió pasar en la Tierra, en su primerísima infancia. Todos sus intentos de despejar la niebla que envolvía los comienzos de su existencia habían sido en vano; no estaba seguro de si esto era normal o de si le habían ocultado deliberadameente la primera parte de su vida por medio de un amnesia provocada. Sospechaba que esto último era lo cierto, pues sentía una clara repugnancia a investigar detalladamente la cuestión.

Cuando formó el concepto «Madre» en su mente, vio instantáneamente a Sheela, la esposa de Colin. Su cara era su primer recuerdo; su afecto, su primer amor, más tarde compartido por la abuela Ellen. Colin había elegido cuidadosamente, pues había aprendido de los errores de Malcolm.

Sheela había tratado a Duncan exactamente igual que a sus propios hijos, y él siempre había considerado a Yuri y a Glynn como su hermano y su hermana mayores. No podía recordar cuándo se habían enterado de que Colin no era su padre y de que, por tanto, no tenían con él la menor relación genética; en todo caso, nunca pareció que esto importase lo más mínimo.

Ahora comprendía la discreta habilidad que había presidido la creación de una «familia» tan bien adaptada; esto habría sido imposible en las viejas épocas de matrimonio exclusivo y de posesión sexual. Incluso hoy, no era tarea fácil; esperaba que él y Mirissa tuviesen el mismo éxito y que Clyde y Carline aceptasen al pequeño Malcolm como su hermano, con el mismo entusiasmo con que Yuri y Glynn le habían aceptado a él…

—Perdone —dijo Duncan—. Estaba soñando despierto.

—No puedo reprochárselo; este lugar es demasiado hermoso. A veces tengo que correr las cortinas cuando quiero trabajar.

Esto era fácil de creer; sin embargo, la belleza no había sido lo que primero le había impresionado al aterrizar en la isla. Incluso ahora, su sentimiento dominante era de pasmo, mezclado con una dosis no insignificante de miedo.

Empezando a doce metros de distancia, y llenando su campo visual hasta la definida línea azul del horizonte, había más agua de lo que jamás había podido imaginar. Cierto que había visto los océanos de la Tierra desde el espacio; pero, desde aquel olímpico observatorio, no había podido captar sus verdaderas dimensiones; incluso el mar más extenso parecía pequeño, cuando se podía cruzar en diez minutos.

El nombre de este mundo era sin duda inadecuado; hubiesen debido llamarlo Océano, no Tierra. Duncan realizó un tosco cálculo mental, una de las habilidades que los Makenzie habían conservado cuidadosamente, a pesar de la omnipresente computadora. Radio seis mil, y sus ojos estaban aproximadamente a seis metros sobre el nivel del mar; era sencillo: seis raíz dos, o sea, ocho kilómetros aproximadamente. ¡Sólo ocho! Era increíble; habría dicho que el horizonte se hallaba a cien kilómetros de distancia. Su visión sólo podía abarcar el uno por ciento de la distancia hasta la otra orilla.

Y lo que veía ahora no era más que la piel bidimensional de un universo extraño, que bullía con formas extrañas de vida que buscaban otras a quienes devorar. Para Duncan, esta extensión de pacífico azul ocultaba un mundo mucho más hostil y mucho más terrorífico que el Espacio. Incluso Titán, con sus peligros conocidos, parecía benigno en comparación con esto.

Y sin embargo, allí había niños que chapaleaban en los bajíos y que permanecían muchísimo tiempo debajo del agua. Duncan tuvo la seguridad de que uno de ellos había estado más de un minuto sumergido.

—¿No es peligroso? —preguntó, inquieto, señalando el agua.

—No les dejamos sumergirse hasta que están bien entrenados. Y si uno tiene que ahogarse, éste es el mejor sitio para hacerlo, pues tenemos algunos de los aparatos médicos mejores del mundo. En los últimos quince años, sólo se ha producido una muerte definitiva. Incluso entonces habría sido posible la reanimación; pero, después de estar una hora sumergido, las lesiones del cerebro son irreversibles.

—¿Y qué me dice de los tiburones y de todos los otros grandes peces?

—Nunca han atacado más acá de los arrecifes, y sólo una vez fuera de ellos. Un precio muy bajo para entrar en el País de las Hadas. Mañana sacaremos el gran trimarán. ¿Por qué no nos acompaña?

—Lo pensaré —dijo Duncan, sin querer comprometerse.

—Ya. Supongo que no ha estado nunca debajo del agua.

—Nunca he estado en ella, salvo en piscinas.

—Bueno, no tiene nada que perder. Aunque no terminaremos las pruebas hasta dentro de cuarenta y ocho horas, estoy seguro de que podremos clonizar con éxito, a base de los genotipos que usted nos ha dado. Puede confiar en su seguro de inmortalidad.

—Muchísimas gracias —dijo secamente Duncan—. Esto lo cambia todo.

Saltaba a la vista que aquellos chiquillos se estaban divirtiendo, y su confianza era un reproche a su valor. El orgullo de los Makenzie estaba en juego; contempló tristemente la espantosa masa de agua, y comprendió que tendría que hacer algo antes de abandonar la isla.

Nunca se había sentido menos entusiasmado por un proyecto en su vida.

La noche era hermosa y brillaban en ella más estrellas de las que jamás podría ver desde la superficie de Titán, por muchos años que viviese. Aunque sólo eran las mil novecientas —demasiado temprano para cenar, y sobre todo para irse a dormir—, habríase dicho que el sol no había existido nunca, tan total era la oscuridad fuera de la iluminación de los edificios principales y de algunas lucecitas a lo largo de los senderos de coral pulverizado.

De algún lugar, en medio de aquella oscuridad, llegaba un sonido de música: un rítmico redoble de tambores, tocados con más entusiasmo que pericia. Sobre este fondo rítmico y continuo, se elevaban ocasionales retazos de canciones y voces de mujeres que se llamaban las unas a las otras. Estas voces hicieron que Duncan se sintiese súbitamente solo y nostálgico; echó a andar por el estrecho sendero en dirección al jolgorio.

Después de recorrer varios caminitos sin salida —uno de los cuales terminó en un encantador y recóndito jardín, del que se alejó después de presentar cumplidas disculpas a la pareja que lo ocupaba—, llegó al claro donde se celebraba la fiesta. En su centro, una gran fogata lanzaba llamas y una columna de humo hacia las estrellas, y una veintena de figuras danzaban a su alrededor, como sacerdotisas de alguna religión primitiva.

No bailaban con mucha gracia ni energía; en realidad, habría sido más exacto decir que circulaban en un digno balanceo. Pero, a pesar de su evidente estado avanzado de embarazo, se divertían de lo lindo y mostraban toda la actividad aconsejable en tales circunstancias.

Era un espectáculo grotesco y, al mismo tiempo, extrañamente conmovedor, que despertaba en Duncan una mezcla de compasión y de ternura, e incluso un amor impersonal y que nada tenía de erótico. Esta ternura era la que sienten todos los hombres ante la inminencia de un nacimiento y la maravilla de su propia existencia; la compasión tenía una causa diferente.

La fealdad y la deformidad eran raras en Titán, y aún más raras en la Tierra, ya que ambas cosas podían corregirse. Casi siempre, pero no siempre. Había pruebas de ello.

La mayoría de aquellas mujeres eran sumamente vulgares; algunas, feas, y unas pocas, francamente horribles. Y, aunque Duncan observó dos o tres que podían pasar por bonitas, le bastó una mirada para comprender que eran mentalmente subnormales. Si su difunta «hermana» Anitra hubiese llegado a la edad adulta, se habría encontrado como en su casa en esta extraña asamblea.

Si las bailarinas —y las que estaban simplemente sentadas a su alrededor, aporreando tambores y rascando violines— no hubiesen sido tan evidentemente felices, habrían ofrecido un espectáculo inquietante o incluso desolador. Pero esto no trastornó a Duncan; aunque le sorprendió un tanto, estaba preparado para ello.

Sabía cómo se elegían las madres adoptivas. Naturalmente, el primer requisito era que no tuviesen defectos genéticos. Esta exigencia era fácil de satisfacer; pero no era tan sencillo tener en cuenta los factores psicológicos, y esto fue sin duda una tarea virtualmente imposible en los tiempos en que aún no se había perfilado la población mundial por medio de las computadoras.

Siempre había mujeres que ansiaban desesperadamente dar a luz, pero que, por algún motivo, no podían cumplir esta misión. En épocas pasadas, la mayoría de ellas estaban condenadas a las frustraciones de las solteronas; e incluso en este mundo de 2276, había muchas que sufrían esta suerte. Había más aspirantes a la maternidad de lo que permitía el control de nacimientos; pero las que se hallaban en una situación particularmente desventajosa podían encontrar aquí alguna compensación. Las perdedoras en la lotería del destino podían ganar un premio de consolación y conocer, durante unos meses, la dicha que de otro modo les era negada.

Y así, la computadora mundial había sido programada como un instrumento de compasión; este acto humanitario había contribuido más que nada a silenciar a los que se oponían al cloning.

Desde luego, todavía existían problemas. Todas estas madres debían saber, aunque vagamente, que, poco después del nacimiento, tendrían que separarse para siempre del hijo que habían traído al mundo. Ningún hombre habría podido soportar este dolor; pero las mujeres eran más fuertes que los hombres y, la mayoría de las veces, se sobrepondrían al dolor participando en la creación de otra vida.

Duncan permaneció oculto en la sombra, no deseando que le viesen y menos que le obligasen a participar en la fiesta; algunas de aquellas madres incipientes podían hacerle añicos si le agarraban y le arrastraban en su danza. Pues había advertido que un puñado de hombres —probablemente ordenanzas o personal de la clínica— giraban animadamente con las madres y compartían su espíritu festivo.

No pudo dejar de preguntarse si también aquí se había producido alguna deliberada selección psicológica; varios de los hombres parecían muy afeminados y trataban a sus compañeras con lo que sólo podía calificarse de afecto de hermana. Saltaba a la vista que eran buenos amigos y que nunca serían más que esto.

Nadie pudo ver, en la oscuridad, la divertida sonrisa de Duncan. Acababa de recordar —por primera vez desde hacía años— a un muchacho que se había enamorado de él cuando su adolescencia tocaba a su fin. Es difícil rechazar a alguien que le adora a uno, pero, aunque Duncan había sucumbido unas pocas veces, por buena voluntad, a las zalamerías de Nikki, había conseguido al fin desanimar a su admirador, a pesar de los torrentes de lágrimas de éste. La compasión no es una buena base para cualquier clase de relación, y Duncan no podía sentirse nunca completamente a gusto con alguien cuyos afectos estuviesen exclusivamente polarizados hacia un sexo. ¡Qué contraste con la agresiva normalidad de Karl, a quien le importaba un bledo que tuviese más amoríos con chicos que con chicas, o viceversa! Al menos, hasta el episodio de Calindy…

Estos recuerdos, inesperadamente surgidos del pasado, hicieron que Duncan se diese cuenta de las complicadas y opuestas corrientes emocionales que debían barrer este lugar. Y, de pronto, recordó la desagradable conversación —o mejor dicho, monólogo— con Sir Mortimer Keynes.

Duncan había dado siempre por supuesto, sin posible discusión, que seguiría los pasos de Colin y de Malcolm. Pero ahora, ya bien avanzada la jornada, comprendía que todas las cosas tienen su precio, y que debía reflexionar profundamente antes de la firma definitiva del contrato.

El cloning no era bueno ni malo; lo único importante era su objeto. Y este objeto no debía ser nunca trivial ni egoísta.