Los rivales
Después de su choque con Mortimer Keynes, Duncan se lamió las heridas en silencio durante varios días. No tenía ganas de discutir el asunto con sus acostumbrados confidentes, George Washington y el embajador Farrell. Y, aunque no dudaba de que Calindy sabría todas las soluciones —o tardaría poco en encontrarlas—, también vacilaba en llamarla. El instinto, más que la lógica, le decía que podía no ser una buena idea. Escudriñando en su corazón, Duncan tuvo que confesarse tristemente que, aunque ciertamente deseaba a Calindy, y quizás incluso la amaba, no confiaba en ella.
La sección «Clasificada» de la comsola no le sirvió de gran cosa; cuando pidió información sobre servicios de cloning, obtuvo varias docenas de nombres que nada significaban para él. No le sorprendió ver que Keynes no estaba ya en la lista; cuando comprobó la ficha personal del cirujano, apareció en la pantalla la palabra «Retirado». Si lo hubiese descubierto antes, se habría ahorrado un mal rato; pero, ¿quién habría podido suponerlo?
Como tantos problemas, éste se resolvió inesperadamente por sí solo. Estaba gruñendo bajo las manipulaciones de Bernie Patras, cuando se dio súbitamente cuenta de que la persona que podía ayudarle estaba precisamente aquí, pulverizándole con despiadada habilidad.
Un hombre puede tener secretos para su criado, pero no para su masajista. Duncan había establecido una cordial y alegre relación con Bernie, sin distraerle de su terapéutica profesional, gracias a la cual no sólo podía moverse, sino que cobraba gradualmente vigor.
Bernie era un chismoso inveterado, lleno de historias escandalosas; pero Duncan había observado que nunca revelaba nombres y que estaba tan celoso de sus fuentes como cualquier reportero. A pesar de su garrulería, podía confiarse en él; y tenía también una buena entrée en la profesión médica. Era exactamente el hombre que le hacía falta.
—Tendría que hacerme un favor, Bernie.
—Con mucho gusto. Dígame sólo si se trata de chicos o de chicas, y cuántos quiere, y, más o menos, de qué formas y tamaños. Los detalles corren de mi cuenta.
—Esto es serio. Sabe que soy un clon, ¿no?
—Sí.
Duncan lo había presumido; no era uno de los secretos que se guardaban mejor en el Sistema Solar.
—Bien. ¿Ha oído hablar de Mortimer Keynes?
—¿El cirujano genético? Claro que sí.
—¡Bravo! Fue el hombre que me clonizó. Pues bien, el otro día le llamé, sólo para… saludarle. Y se comportó de un modo extraño; en realidad, casi con rudeza.
—¿Le llamó usted «Doctor»? A veces, esto no gusta a los cirujanos.
—No. Al menos, creo que no. No hubo en ello nada personal. Sólo trató de decirme que el cloning es mala cosa, y que es contrario a él. Tuve la impresión de que debía disculparme por existir.
—Comprendo sus sentimientos. ¿En qué puedo servirle? Mis honorarios son bastante elevados, pero puedo hacerle una rebaja.
—Antes de llegar a esto, debería investigar algo entre sus amigos médicos. Me gustaría mucho saber por qué Sir Mortimer cambió de idea…, suponiendo que alguien conozca la razón.
—Lo averiguaré, no tema; aunque puedo tardar unos días.
A Bernie le satisfizo visiblemente el encargo; también resultó que su cálculo había sido pesimista, pues llamó a Duncan a la mañana siguiente.
—No hay problema —dijo en tono triunfal—. Todo el mundo conoce la historia. Yo mismo hubiese debido recordarla. ¿Está listo para grabar? Ahí van unos cuantos kilorrecortes del World Times…
La tragicomedia había tenido resonancias hacía quince años, y durante varios meses en todos los servicios de noticias de la Tierra, y todavía se hablaba de ella de vez en cuando. Era un viejo cuento, tan viejo como la historia humana, en una u otra forma. Duncan había leído apenas unos párrafos cuando pudo imaginarse todo lo demás.
El brillante pero ya viejo cirujano tenía un joven ayudante, no menos brillante que él y que, si todo seguía su curso natural, sería su sucesor. Juntos habían conocido triunfos y fracasos, y su relación había sido tan estrecha que el mundo los consideraba casi como una sola persona.
Entonces habían disputado sobre una nueva técnica inventada por el joven. Este sostenía que no era necesario esperar los inmemoriales nueve meses entre la concepción y el nacimiento, ya que controlaban todo el proceso. Si se tomaban ciertas precauciones para salvaguardar la salud de la madre adoptiva humana que gestaba el óvulo fecundado, no había razón para que la preñez hubiese de durar más de dos o tres meses.
Inútil decir que esta teoría había llamado mucho la atención; incluso se hablaba alegremente de «clones instantáneos». Mortimer Keynes no había discutido las teorías de su colega, pero había censurado todo intento de llevarlas a la práctica. Con un conservadurismo que algunos consideraban curiosamente inadecuado, sostenía que la Naturaleza había fijado los nueve meses por alguna razón y que la raza humana debía respetarlos.
Muchos críticos se apresuraron a observar que, habida cuenta de que el cloning violentaba el proceso normal de reproducción, esta actitud parecía bastante extraña. Esto sólo sirvió para aumentar la obstinación de Sir Mortimer, y, leyendo entre líneas, Duncan tuvo la casi completa seguridad de que las objeciones que hacía el cirujano no eran las verdaderas. Por alguna razón desconocida, y probablemente imposible de conocer, había experimentado una crisis de conciencia; ahora no se oponía solamente al acortamiento del período de gestación, sino también a todo el procedimiento del cloning.
Naturalmente, el joven estaba en total desacuerdo con él. La disputa se había hecho más y más virulenta, y había ganado también en publicidad, al ser atizada por los buscadores de sensaciones, deseosos de ver un buen combate. Después de un fallido intento de reconciliación, la sociedad se disolvió y los dos hombres no volvieron a hablarse. Uno de los mayores problemas de los congresos médicos del último decenio había sido asegurarse de que no coincidiesen en ninguna sesión.
Este había sido el fin de la carrera activa de Mortimer Keynes; la famosa clínica que había fundado cerró sus puertas aunque él conservó su consultorio de Harley Street, donde hacía todavía algunos reconocimientos. Su ex socio, que tenía el notable don de conseguir fondos públicos y privados, no tardó en establecer una nueva base, donde continuó sus experimentos.
Mientras Duncan leía, con creciente curiosidad y excitación, se daba cuenta de que éste era el hombre que necesitaba. Más tarde decidiría si quería someterse a la técnica de cloning a gran velocidad; lo interesante era saber que la opción existía y que, si lo deseaba, podría regresar a Titán varios meses antes de lo previsto.
Ahora sólo tenía que localizar al ex colega y sucesor de Sir Mortimer. Afortunadamente, no tenía que buscarle sólo por el nombre, pues éste aparecía, en una u otra forma, medio millón de veces en la Guía Mundial. Le bastaba con consultar la Sección Clasificada.
Y así descubrió Duncan, en una pequeña isla de la costa oriental de África, a El Hadj Yehudi ben Mohammed.
Acababa de tomar las medidas oportunas para volar a Zanzíbar, cuando llegó una pequeña bomba de Titán. Llevaba el número de identidad de Colin, pero Duncan no le encontró ningún sentido hasta que se dio cuenta de que el mensaje estaba cifrado con la clave privada de los Makenzie. Incluso después de traducirlo dos veces por medio de su Minisec, su contenido le pareció bastante misterioso.
«Prioridad aaa seguridad aaa
No consta ningún embarque titanita registrado oficina de recursos últimos dos años posible infracción Leyes de Hacienda si venta privada en solares convertibles no aprobada por Banco de Titán persistentes rumores importante descubrimiento en Luna exterior pido Helmer investigue informaré lo antes posible Colin.»
Duncan leyó varias veces el mensaje sin ninguna reacción inmediata. Después, poco a poco, las piezas del rompecabezas empezaron a formar nuevas figuras y surgió un nuevo esquema, que no gustó en manera alguna a Duncan.
Naturalmente, Colin se habría dirigido a Armand Helmer, Interventor de Recursos, pues la exportación de minerales caía bajo su jurisdicción. Además, Armand era geólogo; en realidad, había descubierto personalmente un trozo de titanita, del cual estaba muy orgulloso.
¿Era concebible que el propio Armand estuviese comprometido? Esta idea cruzó por la mente de Duncan, pero la alejó inmediatamente. Conocía a Armand de toda la vida y, a pesar de sus muchas diferencias políticas y personales, no creyó ni un momento que el Interventor se comprometiese en ninguna ilegalidad, y menos en materia propia de su Oficina. ¿Y con qué finalidad? ¿Sólo para acumular unos cuantos miles de solares en algún banco de la Tierra? Armand era ahora demasiado viejo y demasiado susceptible a la gravedad para volver a la Tierra, y no era hombre capaz de vulnerar la ley por un motivo tan trivial como importar objetos de lujo de la Tierra. En especial cuando estas trapacerías eran siempre descubiertas, más pronto o más tarde; los contrabandistas nunca podían resistir la tentación de mostrar sus tesoros. Y entonces, era otra adquisición para el paupérrimo Museo de Titán, mientras el delincuente se veía excluido de los mejores círculos durante un mes como mínimo.
No; Armand podía ser descartado. Pero, ¿y su hijo? Cuanto más pensaba Duncan en esta posibilidad, más verosímil le parecía. No tenía ninguna prueba; sólo una serie de hechos que apuntaban todos en una dirección.
Veámoslos: Karl había sido siempre un joven atrevido y aventurero, dispuesto a correr riesgos, si pensaba que los motivos eran suficientes. De chico, disfrutaba violando los reglamentos…, salvo, naturalmente, las normas básicas de seguridad que ningún residente de Titán se habría atrevido jamás a desafiar.
Si se había descubierto titanita en uno de los otros satélites, Karl debía encontrarse en una situación excelente para aprovecharse de ello. En los últimos tres años, había intervenido en media docena de inspecciones Titán-Tierra. Que Duncan supiese, era uno de los pocos hombres que habían estado en Encélado, Tetis, Dione, Rea, Hiperión, Japeto, Artemis, Cronos y Prometeo. Y ahora estaba en el remoto Mnemósine.
Duncan se imaginaba ya la seductora y plausible escena. Karl podía haber hecho él mismo el descubrimiento; indudablemente, habría visto todas las muestras que llegaban a bordo de la nave de inspección, y su conocida suerte habría hecho lo demás. Lo más seguro sería que el verdadero descubridor no se hubiese enterado siquiera de su hallazgo; pocas personas habían visto titanita en bruto, y no era fácil identificarla antes de ser pulimentada.
Entonces, habría sido sencillo enviar un paquetito a la Tierra, tal vez en una de las naves de abastecimiento que ni siquiera tocaban en Titán. (¿Cuál sería entonces la situación legal? Podía ser un asunto espinoso. Titán tenía jurisdicción sobre los demás satélites permanentes, pero su autoridad sobre los temporales, como Artemis y Cia., seguía estando en tela de juicio. Incluso era posible que no se hubiese quebrantado ninguna ley…)
Pero esto eran meras especulaciones. No tenía la menor prueba sólida. En realidad, ¿por qué había pensado en Karl en este contexto?
Releyó el mensaje, que todavía aparecía en el monitor de la consola: «Importante descubrimiento en luna exterior pido Helmer…». Esto era lo que había provocado su línea de pensamiento. Culpa por asociación, quizás; la yuxtaposición podía ser pura coincidencia. Pero los Makenzie podían leer sus respectivos pensamientos, y Duncan sabía que la fraseología era deliberada. No había necesidad de que Colin mencionase a Helmer; le enviaba una primera señal de alerta.
Era ridículo acumular especulaciones, pero Duncan no pudo resistir la tentación de avanzar un paso más. Presumiendo que Karl estuviese comprometido…, ¿cuál era la razón?
Karl podía arriesgarse, podía cometer incluso pequeñas ilegalidades, pero siempre lo hacía por buenas razones. Si —y este «si» seguía siendo enorme— trataba de acumular fondos en la Tierra, debía perseguir un objetivo de largo alcance.
El más evidente era el establecimiento de una base de poder… precisamente como estaba haciendo Duncan.
Debe tener un agente aquí, alguien en quien pueda confiar plenamente. No sería difícil; Karl conoce a cientos de habitantes de la Tierra…
—¡Oh, Dios mío! —jadeó Duncan—. Esto lo explica todo…
Se preguntó si debería cancelar su viaje a Zanzíbar; no, esto tenía prioridad sobre todo, menos sobre el discurso que había venido a pronunciar y por el que había recorrido mil millones de kilómetros. En todo caso, no veía qué más podía hacer en Washington, hasta que tuviese más noticias de casa.
Todavía discurría sobre meras presunciones, sin un átomo de prueba. Pero un sentimiento frío y mortal inundaba su corazón; y de pronto, sin ninguna razón, pensó en aquel solitario iceberg, deslizándose hacia el sur en la invisible corriente, en busca de su irrevocable destino.