CAPÍTULO 24

Juegos de sociedad

Era buena cosa para Duncan el sentirse cada vez menos pasmado ante las ostentosas manifestaciones de cultura. Impresionado, sin duda alguna; pero abrumado… ¡no! Un complejo de inferioridad colonial demasiado fuerte le habría impedido divertirse en esta recepción.

Había asistido a otras fiestas desde su llegada, pero ésta era, con mucho, la más importante. Estaba patrocinada por la Sociedad Geográfica Nacional… —no, esto era mañana—… por la Fundación Congresional, fuese ésta lo que fuere, y había al menos mil invitados deambulando por los salones de mármol.

—Si el techo se derrumbase ahora sobre nuestras cabezas —oyó decir a alguien, con bastante afectación—, la Tierra empezaría a correr sin rumbo fijo, como un pollo sin cabeza.

No parecía haber ningún peligro de un desastre semejante: la Galería Nacional de Arte se había mantenido en pie durante casi cuatrocientos años. Desde luego, muchos de sus tesoros eran mucho más antiguos; nadie hubiese podido valorar las pinturas y esculturas que se exhibían en sus salones. La Ginevra de Benci de Leonardo, el milagrosamente recobrado bronce de David de Miguel Ángel, el Willie Maugham, Esq. de Picasso, la Aurora Marciana de Levinski, eran sólo las más famosas entre las maravillas que había reunido durante siglos. Duncan sabía que podía estudiarlas una a una, con mayor detalle, por medio de hologramas; pero no era lo mismo. Aunque las copias podían ser técnicamente perfectas, éstos eran los originales, eternamente únicos; los fantasmas de los artistas muertos desde hacía largo tiempo vagaban por los salones. Cuando volviese a Titán, podría jactarse ante sus amigos: «Sí; he estado a un metro de un Leonardo auténtico.»

También divertía a Duncan pensar que, en su mundo, nunca podría moverse entre una multitud semejante, sin que nadie le reconociese. Dudaba de que hubiese aquí diez personas que le conociesen de vista. Todavía era, como había observado certeramente George Washington, una de las grandes celebridades desconocidas en la Tierra. Y así permanecería, salvo enojosas contingencias, hasta que se dirigiese al mundo el día 4 de julio. Y tal vez incluso después de esto.

Sin embargo, su identidad podía ser fácilmente descubierta, menos por individuos muy cortos de vista; pues llevaba una insignia en la que se leían, en grandes caracteres, las palabras DUNCAN MACKENZIE, TITÁN. Le había parecido inoportuno protestar por la ortografía; como Malcolm, había renunciado hacía tiempo a discutir sobre esto.

En Titán, estos rótulos habrían sido completamente innecesarios; aquí, eran esenciales. Los adelantos de la microelectrónica había relegado al olvido dos problemas que, hasta finales del siglo XX, habían sido virtualmente insolubles: en una fiesta realmente importante, ¿cómo saber quién estaba allí, y cómo localizar a una persona dada? Cuando Duncan se presentó en recepción, se encontró ante un gran tablero que contenía centenares de nombres. En él quedaba registrada la lista de invitados, o mejor dicho, de aquellos invitados que querían que se conociese su presencia. Pasó varios minutos estudiándola, y eligió media docena de posibles objetivos. Desde luego, George estaba allí, y también el embajador Farrell. Inútil buscarles, pues los veía todos los días.

Al lado de cada nombre, había un botón y una diminuta lámpara. Si se apretaba el botón, la insignia del invitado emitía un zumbido sólo lo bastante fuerte para que lo oyese él mismo, y su lucecita empezaba a lanzar destellos.

Entonces, tenía dos alternativas. Podía disculparse con el grupo en el que estaba y dirigirse a la zona de citas central. Cuando llegaba a ella, en un tiempo que podía oscilar entre un minuto y media hora después de la señal, según el número de encuentros en route, el que le había citado podía estar allí, o podía haberse hartado de esperar.

La otra alternativa era apretar un botón de la propia insignia, que cortaba la señal. Entonces, la luz del tablero tenía un brillo continuo, informando a todo el mundo que el llamado no quería que le molestasen. Sólo el inquisidor más terco, o mal educado, no haría caso de esta advertencia.

Aunque algunas anfitrionas encontraban este sistema demasiado mecánico y frío, y no lo habrían empleado a ningún precio, era en realidad deliberadamente imperfecto. Cualquiera que quisiese pasar inadvertido podía dejar de recoger su rótulo, y se presumiría que no había acudido. Para ayudar a este engaño, había una serie de distintivos falsos, y el consiguiente protocolo era de ritual. Si se veía una cara conocida sobre un insignificante JOHN DOE o MARY SMITH, había que hacerse el distraído. En cambio, un JESUCRISTO o un JULIO CÉSAR eran fácilmente asequibles.

Duncan no creyó necesario conservar el anónimo; le gustaba entablar relación con quienes quisiesen conocerle; por consiguiente, dejó su distintivo en situación de funcionamiento, mientras daba un repaso al bien abastecido buffett y se retiraba después a una mesita. Aunque ahora podía soportar la gravedad de la Tierra mucho mejor de lo que antes había creído posible, todavía aprovechaba todas las oportunidades de permanecer sentado. Y, en este caso, tal posición era esencial incluso para los moradores de la Tierra, a menos que tuviesen la habilidad de sostener tres platos y una copa con dos manos.

Había sido uno de los primeros en llegar —era una manía de la que no pudo curarse durante toda su estancia en la Tierra—, pero, cuando hubo terminado de mordiscar todas aquellas desconocidas golosinas, el salón estaba ya bastante lleno. Entonces, decidió circular entre los otros invitados, para que no le tomasen por lo que realmente era: un forastero perdido y solitario.

No trató de fisgonear deliberadamente; pero los Makenzie tenían un oído muy fino, y los terrícolas —al menos los que iban a las fiestas— parecían empeñados en difundir la mayor información posible. Como un electrón suelto en un semiconductor, Duncan fue de un grupo a otro, cambiando ocasionalmente unas palabras de saludo, pero sin entretenerse nunca más de un par de minutos. Le gustaba su papel de observador pasivo, y el noventa por ciento de las conversaciones que oía eran insignificantes o aburridas. Pero no todas…

«Odio estas fiestas, ¿y usted?»

«Dicen que es el único juego auténtico de muebles hinchables antiguos del mundo. Desde luego, no está permitido sentarse en ellos».

«… comprar a uno cincuenta y vender a uno ochenta. ¿Puede usted creer que antaño había hombres que se pasaban toda la vida haciendo esto?»

«La ambición de Bill es morir a los doscientos años, asesinado de un tiro por una mujer celosa.»

«¿Cómo marcha la Revolución? Si necesitan más dinero del Comité de Medios y Recursos, hágamelo saber.»

«La comida debería tomarse en píldoras, cumpliendo la voluntad de Dios…»

«¿Hay alguien en este salón que no se haya acostado con ella?

—Bueno, tal vez esa estatua de Zeus.»

—«Estoy preparando una instancia para salvar las zonas desiertas de la Luna.

—Pensaba que era el Cinturón Van Allen.

—¡Oh! Esto fue el año pasado

Al llegar a este punto, la insignia de Duncan empezó a zumbar suavemente. De momento, se sintió sorprendido; había olvidado completamente que formaba parte de un sistema de fichas. Miró a su alrededor, buscando el punto de reunión, que no se había preocupado de averiguar dónde estaba. Al fin, descubrió una discreta pancarta en la que se leía: L-S AQUÍ, POR FAVOR. Inútil decir que estaba en el extremo opuesto del salón y que tardó cinco minutos en abrirse paso entre la multitud.

Media docena de completos desconocidos le esperaban ilusionados debajo de la pancarta; observó en vano sus caras, buscando alguna señal de reconocimiento. Pero, cuando empezó a leer los nombres, un hombre salió del grupo y se acercó a él con las manos extendidas.

—Señor Makenzie, ha sido usted muy amable al venir. Sólo le robaremos unos pocos minutos de su tiempo.

Por amarga experiencia, Duncan sabía que esta era una promesa falsa muy corriente en la Tierra. Miró recelosamente al que había hablado, tratando de valorarle y de adivinar lo que se proponía. Lo que vio era bastante tranquilizador: un hombrecillo pulcro, con perilla, que vestía el tradicional shervani chino-indio, abrochado hasta el cuello. No parecía un latoso ni un fanático; pero éstos raras veces parecían lo que eran.

—A su disposición, señor… Mandel’stahm. ¿En qué puedo servirle?

—Había intentado ponerme al habla con usted… Por pura casualidad vi su nombre en la lista… Sabía que sólo podía haber un Makenzie… ¿Qué significa la D? ¿Donald, Douglas, David…?

—Duncan.

—¡Ah, sí! Sentémonos en aquel diván… Estaremos más tranquilos… Además, adoro aquel cuadro de Winslow Homer, Fair Wind, aunque la técnica es muy tosca… Casi se pueden oler los peces que se deslizan alrededor de la barca… Bueno, ¿no es una coincidencia? ¡Tiene exactamente cuatrocientos años de antigüedad! ¿No cree que las coincidencias son fascinadoras? Las he estado coleccionando durante toda la vida.

—Nunca había pensado en esto —respondió Duncan, sintiéndose ya un poco inquieto.

Temía que, si tenía que escuchar demasiado rato al señor Mandel’stahm, empezaría a hablar también a sacudidas. ¿Qué quería aquel hombre? Y, a propósito, ¿había manera de descubrir las intenciones de una persona cuyas frases parecían obedecer a impulsos desordenados?

Afortunadamente, en cuanto se hubieron sentado, el señor Mandel’stahm se mostró mucho más coherente. Lanzó a su alrededor una mirada recelosa, para asegurarse de que nadie podía oírles, salvo los pescadores de Winslow Homer, y prosiguió su charla en un tono de voz completamente distinto.

—Prometí robarle sólo unos minutos. Aquí tiene mi tarjeta, donde figura mi número. Sí; digo que soy comerciante de antigüedades, pero este título encubre muchos pecados. Mi interés principal está en las piedras preciosas: tengo una de las colecciones privadas más importantes del mundo. Y ahora, probablemente, habrá adivinado por qué ansiaba conocerle.

—Prosiga.

Titanita, señor Makenzie. No hay más que una docena de fragmentos en toda la Tierra, cinco de ellos en los museos. Ni siquiera el Smithsonian tiene una muestra, y su Conservador de Gemas, aquel hombre alto que está allí, lo lamenta enormemente. Supongo que sabe usted que la titanita es uno de los pocos materiales que no pueden imitarse.

—Así lo tengo entendido —respondió cautelosamente Duncan.

El señor Mandel’stahm había puesto en claro su interés, aunque no sus intenciones.

—Por consiguiente, comprenderá usted que si se presentase súbitamente un caballero moreno y cornudo, entre una nube de humo, con un contrato de venta de varios gramos de titanita, a cambio de mi firma escrita en sangre, no perdería un momento en leer la letra menuda.

Duncan no sabía exactamente lo que significaba «cornudo», aunque captó en seguida la imagen general y respondió con un indiferente movimiento de cabeza.

—Bueno, algo de esto ha ocurrido durante los últimos tres meses, aunque, naturalmente, no de un modo tan espectacular. Le diré, confidencialmente, que se me ha acercado un comerciante que dice tener titanita en venta, en lotes de hasta diez gramos. ¿Qué le parecería a usted?

—Lo miraría con gran recelo. Probablemente es una falsificación.

—No se puede falsificar la titanita.

—¿Ni… sintetizarla?

—Ya había pensado en esto… Es una idea interesante, pero se habrían tenido que hacer tantos descubrimientos científicos en alguna parte, que no habría podido mantenerse en secreto. No sería un trabajo fácil, como la manufactura de diamantes. Nadie tiene la menor idea de cómo puede producirse la titanita. Hay al menos cuatro teorías que demuestran que es imposible.

—¿La ha visto alguna vez?

—Naturalmente; el fragmento del Museo de Historia Natural de Nueva York, y el bello ejemplar del Museo Geológico de South Kensington.

Duncan se abstuvo de añadir que había un ejemplar aún mejor en el Hotel de Centenario, a menos de diez kilómetros de allí. Hasta que se aclarase el misterio y supiese algo más acerca del señor Mandel’stahm, debía reservarse esta información. No creía que fuese probable una visita de ladrones, pero habría sido una tontería arriesgarse innecesariamente.

—No acabo de ver en qué puedo servirle. Si está seguro de que la titanita es auténtica y de que no ha sido adquirida ilegalmente, ¿cuál es su problema?

—Simplemente, esto. No todo lo raro es valioso…, pero todo lo valioso es raro. Si alguien ha descubierto unos cuantos kilos de titanita, ésta se convertirá en otra piedra preciosa ordinaria, como el ópalo, el zafiro o el rubí. Naturalmente, no quiero hacer una gran inversión, si hay peligro de que el precio descienda súbitamente.

Vio la expresión burlona de Duncan y se apresuró a añadir:

—Desde luego, ahora que no existe el móvil del beneficio, hago esto por afición. Lo que más me preocupa es mi reputación.

—Comprendo. Pero, si se hubiese realizado tal hallazgo, estoy seguro de que me habría enterado. Mi Gobierno habría sido informado de ello.

Las cejas del señor Mandel’stahm se elevaron perceptiblemente.

—Tal vez sí. Y tal vez no. Sobre todo si fue encontrada… fuera del planeta. Me refiero, naturalmente, a las teorías que sostienen que no es indígena de Titán.

Desde luego está bien informado, se dijo Duncan. En realidad, estoy seguro de que sabe mucho más que yo acerca de la titanita…

—Supongo que se refiere a la teoría de que puede haber yacimientos mayores en las otras lunas, ¿no?

—Sí. De hecho, se han detectado indicios en Japeto.

—No lo sabía; pero sólo me habría enterado si se hubiese producido un hallazgo importante. Lo cual supongo que es lo que usted sospecha.

—Entre otras cosas.

Durante unos segundos, Duncan sopesó en silencio esta información. Si era cierta —y no había motivos para pensar que Mandel’stahm estuviese mintiendo—, su deber de funcionario de la administración de Titán era investigar el asunto. Pero lo que menos deseaba ahora era hacer trabajos extraordinarios, sobre todo si podían producir embrolladas complicaciones. Si algún operario astuto hacía contrabando de titanita, Duncan preferiría permanecer en una dichosa ignorancia. Tenía cosas más importantes en que ocuparse.

Tal vez Mandel’stahm comprendió la razón de su vacilación, pues añadió en voz baja:

—La suma involucrada puede ser muy grande. A mí, esto no me interesa, naturalmente…; pero la mayoría de los Gobiernos se muestran muy agradecidos con los que descubren algún fraude en sus ingresos. Me encantaría poder ayudarle a merecer esta gratitud.

Te comprendo perfectamente, dijo Duncan para sus adentros, y esto hace mucho más atractiva la proposición. No conocía las leyes de Titán sobre estas materias, e incluso si había alguna recompensa, sería falta de tacto su reclamación por parte del Ayudante Especial del Primer Administrador. Pero su labor sería mucho más fácil, si —como presumía tristemente— se veía obligado a pedir más solares terrestres antes de dar por terminada su estancia.

—Le diré lo que voy a hacer —dijo a Mandel’stahm—. Mañana enviaré un mensaje a Titán e iniciaré investigaciones, desde luego muy discretas. Si descubro algo, se lo haré saber. Pero no confíe demasiado… o nada en absoluto.

Mandel’stahm pareció muy satisfecho con este ofrecimiento, y se despidió con afectadas muestras de gratitud. Duncan decidió que también era hora de que abandonase la fiesta; había estado más de dos horas en pie, y todas sus vértebras empezaban ahora a protestar al unísono. Mientras se dirigía a la salida, buscó con la mirada a George Washington y logró descubrirle —a pesar de su baja estatura— sin tener que acudir al sistema de nombres.

—¿Todo bien? —le preguntó George.

—Sí; he pasado un rato muy interesante. Y he conocido a un tipo muy curioso que dice ser experto en piedras preciosas.

—Ivor Mandel’stahm. ¿Qué quería de usted el viejo zorro?

—¡Oh! Información. Me mostré amable, pero poco comunicativo. ¿Puedo tomarle en serio y confiar en él?

—Ivor es el mejor experto en piedras preciosas del mundo. Y, en esta materia, está fuera de toda sospecha. Puede confiar absolutamente en él.

—Gracias. Es cuanto quería saber.

Media hora más tarde, de regreso en su hotel, Duncan abrió el estuche y sacó la serie de pentóminos que le había regalado la abuela; ni siquiera los había tocado desde su llegada a la Tierra. Cuidadosamente, levantó la cruz de titanita y la sostuvo contra la luz…

La primera vez que había visto la gema había sido en casa de la abuela Ellen, y sabía exactamente la fecha del acontecimiento. Calindy estaba con él; por consiguiente, él debía tener entonces dieciséis años. No podía recordar cómo lo había conseguido; dada la antipatía que sentía la abuela por los extraños (e incluso por los parientes), aquella visita debió ser un gran éxito diplomático. Recordaba que Calindy había mostrado gran interés en conocer a la famosa anciana y deseado traer consigo a sus amigos; pero esta última petición había sido rotundamente denegada.

Era uno de los días en que el sistema coordinado de Ellen Makenzie coincidía con el del mundo exterior, y trató a Calindy como si ella estuviese realmente allí. Indudablemente, el hecho de que tuviese una novedad para exhibir debió influir mucho en su desacostumbrada campechanía.

No era el primer ejemplar de titanita que se había descubierto, pero sí el segundo o el tercero, y el mayor hasta la fecha, con una masa de casi quince gramos. Tenía una forma irregular, y Duncan comprendió que la cruz que sostenía ahora debió ser tallada de ella. En aquellos tiempos, nadie pensaba que la titanita tuviese un gran valor; era sólo una curiosidad.

La abuela había pulido una sección de unos pocos milímetros y colocado la muestra en un microscopio binocular, haciendo incidir en ella un rayo de luz seudo-blanca de un láser tricromático. La mayor parte de la iluminación de la estancia había sido apagada, pero puntos refractados y reflejados, muchos de ellos separados en sus tres colores componentes, brillaban fijos en lugares inesperados del techo y las paredes. Podía haber sido el cuarto de un mago o la celda de un alquimista; y, en cierto modo, lo era. Probablemente, en épocas remotas, Ellen Makenzie habría sido tenida por una bruja.

Calindy miró a través del microscopio durante largo rato, mientras Duncan esperaba más o menos impaciente. Después, murmuró: «Es hermoso. ¡Nunca había visto algo parecido!», y se apartó de mala gana…

Un pasillo exagonal de luz se perdía en el infinito, marcado por millones de puntos resplandecientes en una disposición perfectamente geométrica. Cambiando el foco, Duncan podía deslizarse por este pasillo sin llegar nunca al final. ¡Era increíble que semejante universo pudiese estar encerrado dentro de un trozo de piedra de un milímetro de grueso!

El más ligero cambio de posición, y el brillante exágono se desvanecía; dependía críticamente del ángulo de iluminación, así como de la orientación del cristal. Si se perdía, incluso las hábiles manos de la abuela tardaban minutos en volver a encontrarlo.

—Es algo único —había dicho, entusiasmada (Duncan no la había visto nunca tan alegre)— y para lo que no tengo explicación; sólo media docena de teorías. Ni siquiera estoy segura de que estamos viendo una estructura real, o una especie de moiré en tres dimensiones, si es que esto es posible.

Esto había sido quince años atrás, y, en este tiempo, cientos de teorías habían sido formuladas y destruidas. Sin embargo, se admitía generalmente que la extraordinariamente perfecta estructura en celosía de la titanita tenía que haber sido producida por una combinación de bajísimas temperaturas y una ausencia total de gravedad. Si esta teoría era correcta, no podía haberse originado en ningún planeta ni mucho más cerca del Sol que la órbita de Neptuno. Partiendo de esto, algunos científicos habían elaborado una teoría sumamente complicada de «cristalografía interestelar».

Pero se habían hecho sugerencias todavía más fantásticas. Algo tan extraño como la titanita, forzosamente tenía que despertar el afán especulativo de Karl.

—No creo que sea natural —había dicho una vez a Duncan—. Un material como éste no puede producirse espontáneamente. Es obra de una civilización superior, como… ¡oh!, una de tus memorias de cristal.

Duncan se había sentido impresionado; era una de esas teorías que parecían lo bastante locas para ser verdad, y, con intervalos de varios años, siempre salía alguien que la «redescubría». Pero, como el asunto seguía debatiéndose furiosamente sin llegar a ninguna conclusión, el público perdió pronto su interés; sólo los geólogos y los gemólogos seguían encontrando en la titanita una fuente de inagotable fascinación…, como Mandel’stahm acababa de demostrar.

Los Makenzie cumplían siempre sus promesas, incluso en las cuestiones más triviales. Lo primero que haría Duncan por la mañana sería enviar un mensaje a Colin. No había prisa; y suponía —y medio esperaba— que con esto terminaría el asunto.

Con gran delicadeza, volvió a colocar la cruz de titanita en su sitio, entre los pentóminos F, N, U y V. Un día sacaría un apunte de la configuración.

Si las piezas se caían de la caja, tardaría horas en volver a meterlas.