Akenaton y Cleopatra
Sir Mortimer Keynes estaba sentado en su sillón, en Harley Street, y miraba con interés clínico a Duncan Makenzie, al otro lado del Atlántico.
—Con que es usted el último de los famosos Makenzie. Y quiere asegurarse de que no será el postrero.
Era una declaración, más que una pregunta. Duncan no respondió, sino que siguió observando al hombre que, en un sentido casi literal, era su creador.
Mortimer Keynes tenía bastante más de ochenta años y el aspecto de un león un tanto tosco y decrépito. Tenía cierto aire de autoridad, pero también de resignación e indiferencia. Después de ser, durante medio siglo, el primer cirujano genético de la Tierra, ya no esperaba ninguna sorpresa de la vida; pero aún no había perdido todo su interés en la comedia humana.
—Dígame —prosiguió—, ¿por qué ha venido personalmente de Titán? ¿Por qué no se limitó a enviar las necesarias muestras biotípicas?
—Tenía cosas que hacer aquí —respondió Duncan—. Aparte de la invitación para el Centenario. Era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla.
—De todos modos, habría podido enviar las muestras anticipadamente. Ahora tendrá que esperar nueve meses… Es decir, si quiere llevarse a su hijo.
—Esta visita fue concertada de un modo inesperado, en un plazo muy breve. En todo caso, dispongo de tiempo. Es mi única oportunidad de ver la Tierra. Dentro de diez años, no podría soportar su gravedad.
—¿Por qué es tan importante producir otro Makenzie, garantizado al cien por ciento?
Probablemente, Colin se había encontrado en idéntica situación con Keynes; pero esto había sido treinta años atrás, y sabía Dios cuántos miles de clonings había realizado el cirujano desde entonces. Sin duda no lo recordaba siquiera; pero, por otra parte, debía tener registros detallados, y, probablemente, los estaba comprobando en este mismo instante, en el tablero montado sobre su mesa.
—Para contestar esta pregunta —dijo pausadamente Duncan—, tendría que explicarle primero la historia de Titán durante los últimos setenta años.
—No creo que sea necesario —le interrumpió el cirujano, resiguiendo rápidamente con la mirada lo que se exponía en su tablero oculto—. Es una vieja historia; sólo varían los detalles según las épocas. ¿Ha oído usted hablar de Akenaton?
—¿De quién?
—¿Y de Cleopatra?
—¡Oh, sí! Fue una reina egipcia, ¿no?
—Una reina de Egipto, pero no egipcia. Amante de Antonio y de César. El último y más grande Tolomeo.
¿Qué diablos tiene que ver esto conmigo?, pensó atolondradamente Duncan. No era la primera vez, ni sería la última, que se sentía abrumado por la enjundia y la complejidad de la historia de la Tierra. Sin duda Colin, a quien tanto interesaba el pasado, habría comprendido la intención de Keynes; pero Duncan estaba completamente desorientado.
—Me refiero al problema de la sucesión. ¿Cómo puede uno asegurarse de que su dinastía continuará después de su muerte, en la línea que uno desea? Desde luego, es imposible garantizarlo; pero se pueden aumentar las probabilidades dejando una copia exacta de uno mismo…
»Los Faraones egipcios realizaron un intento heroico en este sentido, lo más que se podía hacer sin contar con la ciencia moderna. Como pretendían ser dioses, no podían casarse con mortales y, por esto, se casaban los hermanos con sus hermanas. De estos matrimonios, salían a veces genios, pero también fenómenos, y en el caso de Akenaton, ambas cosas a la vez. Sin embargo, continuaron la tradición durante más de mil años, hasta que terminó con Cleopatra.
»Si los Faraones hubiesen sido capaces de clonizarse, sin duda lo habrían hecho. Habría sido la solución perfecta, que habría evitado el problema del matrimonio entre consanguíneos. Pero esto crea otros problemas. Como los genes no se mezclan, se para el reloj de la evolución. Y esto significa el final de todo progreso biológico.»
¿A dónde quiere ir a parar?, se preguntó Duncan, con impaciencia. La entrevista no se desarrollaba en el sentido que él había proyectado. Había parecido bastante sencillo establecer las condiciones, tal como habían hecho Colin y Malcolm, tres y siete décadas atrás, respectivamente. Pero ahora parecía que el hombre que había hecho más clonings que nadie en la Tierra estaba tratando de disuadirle de su propósito. Se sentía confuso y desorientado, y también un poco enojado.
—No tengo nada que objetar al cloning —siguió diciendo el cirujano—, siempre que esté combinado con una restauración genética, caso que, como sin duda sabe, no se da en usted. Cuando fue clonizado de… Colin, fue un simple intento de perpetuar la dinastía. No implicaba ninguna curación; sólo política y vanidad personal. ¡Oh!, estoy seguro de que sus dos predecesores están convencidos de que lo hicieron por el bien de Titán, y es posible que tengan toda la razón. Pero lamento decirle que he renunciado a representar el papel de Dios. Lo siento, señor Makenzie. Y ahora, discúlpeme… Le deseo una agradable visita. Adiós.
Duncan se quedó mirando fijamente y con la boca abierta la vacía pantalla. Ni siquiera tuvo tiempo de despedirse, y menos de dar recuerdos de Colin al hombre que los había creado a los dos.
Estaba sorprendido, desorientado y… dolido. Sin duda podría arreglar el asunto con otras personas, pero no se le había ocurrido siquiera ir a un lugar distinto de su punto de origen. Se sentía como un hijo repudiado por su padre.
Aquí había un misterio; y, de pronto, en un destello de intuición, Duncan pensó que había encontrado la solución. Sir Mortimer se había clonizado… y la cosa había salido mal.
La teoría era ingeniosa y no carecía de cierta verdad poética. Pero se daba el caso de que era equivocada.