CAPÍTULO 22

El fantasma del fondo del mar

A lo largo de la ribera del río, había muchas pequeñas villas y tiendas y cafés, así como docenas de pequeños muelles donde estaban atracadas embarcaciones de placer. Aunque los transportes marítimos no existían virtualmente desde hacía más de dos siglos, el agua seguía ejerciendo una fascinación irresistible sobre una buena parte de la raza humana. Incluso ahora, un vapor de ruedas pintado con vivos colores, cargado de curiosos, navegaba junto a la orilla de New Jersey; Duncan se preguntó si sería auténticamente antiguo o sólo una reconstrucción moderna.

Los Hyatt condujeron a Duncan hacia un enorme medio cilindro traslúcido, de más de trescientos metros de longitud, colocado junto a la orilla. Parecía una estructura provisional, temporal, pues contrastaba —tanto por su tamaño como por su aspecto— con el estudiado buen gusto de todo cuanto lo rodeaba.

Junto con otros que formaban sin duda parte del grupo Enigma, entraron en un pequeño edificio auxiliar, tan parecido a la cámara de embarque de una estación aérea que era fácil imaginar que se dirigían al espacio. Y realmente, era una especie de estas cámaras, pues había en ella trajes de protección, impermeables, botas de caucho y… los cascos que tanto habían intrigado a Bill van Hyatt. En un curioso silencio expectante, con sólo unas cuantas fugaces sonrisas provocadas en cada uno por el cambiado aspecto de los demás, recorrieron el pasadizo interior.

Duncan había esperado ver un barco. En esto, al menos, no se sorprendió. Pero se quedó absolutamente pasmado al ver sus dimensiones: casi llenaba la enorme estructura que lo envolvía. Sabía que, en los últimos tiempos, los petroleros habían sido gigantescos, pero no tenía la menor idea de que los barcos de pasajeros hubiesen sido tan descomunales. Y saltaba a la vista, por el número de tragaluces y de cubiertas, que aquel buque había sido construido para transportar personas y no mercancías.

La galería de observación donde se hallaban estaba al mismo nivel de la cubierta principal, un poco delante del puente. A la derecha, Duncan pudo ver un grande pero truncado mástil y un laberinto de grúas, tornos, ventiladores y escotillas, sucediéndose hasta la proa. Mirando a la izquierda, en dirección a la oculta popa del barco, se extendía una pared de acero que parecía interminable, salpicada de centenares de tragaluces. Y, elevándose majestuosamente sobre todo aquello, había tres enormes chimeneas que casi tocaban el techo curvo de la estructura envolvente. Su distancia relativa indicaba claramente que faltaba una cuarta chimenea.

Había otras muchas señales de daños sufridos por el buque. Las ventanas estaban rotas, parte del suelo de las cubiertas había sido arrancado, y, cuando Duncan examinó el casco, hacia abajo, pudo ver una enorme plancha de metal, de al menos cien metros de longitud, justo debajo de la línea de flotación.

Sólo entonces pudo juntar todas las piezas del rompecabezas. El acontecimiento se había producido cuando él no era más que un chico de un mundo lejano; pero todavía recordaba haber leído la noticia de que el Titanic, a los trescientos cincuenta años de su viaje inaugural, había llegado al fin al puerto de Nueva York.

«Nunca construyeron otro barco como éste; marcó el final de una época, de una época de riqueza y elegancia que fue aniquilada, sólo dos años más tarde, por la primera guerra mundial. ¡Oh, sí! Construyeron barcos más veloces y más grandes, en el medio siglo que transcurrió antes de que los viajes aéreos cerrasen para siempre aquel capítulo. Pero ninguno rivalizó jamás en lujo con el que ustedes están viendo ahora. Su pérdida llenó de aflicción a muchos corazones.»

Duncan lo creía; aquello le parecía un sueño. El magnífico Gran Salón, con sus grandes espejos, sus columnas doradas y su alfombra, donde los pies se hundían hasta el tobillo, eran de una opulencia superior a cuanto hubiese podido imaginar, y el sofá en el que se arrellanó le hizo casi olvidar la gravedad de la Tierra. Sin embargo, lo más increíble era que todo lo que veía y tocaba había yacido tres siglos y medio en el fondo del Atlántico.

No se había dado cuenta, hasta entonces, de que el mar profundo era casi tan eterno como el espacio. «Todos los daños —había explicado el guía— se produjeron en la primera mañana. Cuando el barco se hundió, dos horas y media después de que el témpano de hielo abriese un boquete en el casco de estribor, lo hizo de proa y casi verticalmente. Todos los objetos sueltos cayeron hacia delante, hasta ser detenidos por los mamparos, cuando no atravesaron éstos. Por milagrosa suerte —y esto les dará una idea de su soberbia construcción—, los tres motores permanecieron en su sitio; si se hubiesen desprendido, el casco habría sufrido tales daños que jamás habríamos podido recuperarlo.

»Pero, cuando hubo llegado al fondo, a tres kilómetros de profundidad, permaneció a salvo, a pesar de los siglos. El agua está allí a sólo dos grados sobre cero; la combinación del frío y la presión impide la oxidación y la descomposición. En los frigoríficos, encontramos carne tan fresca como cuando salió de Southampton, el 10 de abril de 1912, y todo lo que estaba en conserva o embotellado sigue en perfectas condiciones.

»Cuando hubimos remendado el barco —un trabajo simple, aunque se necesitó un año para tapar todos los agujeros y reforzar los puntos débiles—, expulsamos el agua con los cohetes fríos de impulso cero inventados por el servicio de recuperación en mares profundos. Naturalmente, las condiciones meteorológicas tenían una importancia esencial; por fortuna, hubo una predicción ideal para el 15 de abril de 2262, y así, el barco volvió a la superficie a los trescientos cincuenta años de su naufragio. Las condiciones eran idénticas: calma chicha, temperatura por debajo de cero. Y, aunque les cueste creerlo, ¡tuvimos que esquivar un iceberg cuando empezábamos a remolcarlo!

»Así, pues, lo trajimos a Nueva York, lo llenamos de nitrógeno para evitar la oxidación, y dejamos que se secase poco a poco. Esto no tenía ningún problema: los arqueólogos submarinos han conservado barcos diez veces más antiguos que el Titanic. Fue sólo el volumen del trabajo lo que nos costó catorce años y nos costará al menos diez más. Hay que clasificar miles de piezas de mobiliario roto y trasladar cientos de toneladas de carbón, casi todo él a mano.

»A veces nos preguntan: ¿por qué lo hacen ustedes? ¿Por qué gastan años de trabajo y millones de solares en recuperar el pasado? Pues bien, puedo darles algunas razones prácticas. Este barco es parte de nuestra historia; estudiándolo, podemos comprendernos mejor nosotros mismos, y nuestra civilización. Alguien dijo una vez que un barco hundido es una cápsula del tiempo, porque preserva todos los artefactos de la vida cotidiana, tal como eran cuando se emplearon por última vez. Y el Titanic fue símbolo crucial de toda una sociedad, momentos antes de que ésta empezase a descomponerse.

»Tenemos el camarote de John Jacob Astor, con todos los valiosos efectos personales que el hombre más rico de su tiempo llevaba a Nueva York. Habría podido comprar doce veces el Titanic. Y tenemos la caja de herramientas que llevaba Pat O’Connor al embarcar en Qeenstown, con la esperanza de encontrar una vida mejor en una tierra que nunca llegaría a ver. Tenemos incluso los cinco soberanos que había conseguido ahorrar, después de muchísimos años de calamidades.

»Estos son los dos extremos; entre ellos, tenemos todos los estilos de vida: un tesoro inestimable para el historiador, el economista, el artista, el ingeniero. Pero, aparte de todo ello, este barco tiene una magia que ha mantenido su nombre actual a lo largo de los siglos. La historia del primero y último viaje del Titanic ha sido repetida de generación en generación, para que el hombre no olvide las acciones del destino y de la suerte.»

Duncan estaba tan absorto que, de momento, no reconoció a la mujer que acababa de entrar en el Gran Salón y estaba de pie junto a una de las adornadas puertas.

Incluso con el casco y el amorfo impermeable de plástico que la cubría desde el cuello hasta los pies, Calindy parecía apuesta y elegante. Él se levantó y avanzó en su dirección, prescindiendo de las miradas de sus acompañantes. Sin decir palabra, abrió los brazos, la estrechó en ellos y la besó en la boca. No era tan alta como la recordaba, o tal vez él había crecido, porque tuvo que inclinarse.

—¡Bueno! —exclamó ella, cuando logró desprenderse—. ¡Después de quince años…!

—No has cambiado lo más mínimo.

—Embustero. Pero deseo haber cambiado. A los veintiún años, era una rapaza irresponsable.

La chispeante conversación se interrumpió de pronto; los dos se miraron, y también les miraron todos los que estaban en el Gran Salón. Estoy seguro, pensó tristemente Duncan, que se imaginan que somos viejos amantes. Si al menos fuese verdad…

—Duncan, dahrling…, perdón, siempre empiezo a hablar como a principios del siglo XX cuando estoy aquí… Señor D. Makenzie, ten la bondad de excusarme unos minutos, mientras hablo con mis otros invitados. Después, podremos recorrer juntos el barco.

Él la observó mientras iba deliberadamente de un grupo a otro, verdadera encarnación de la administradora eficaz, asegurándose de que todo discurría según lo proyectado. ¿Representaba otro de sus papeles, o era ésta la verdadera Calindy, si era que existía esta criatura?

Volvió al cabo de cinco minutos, seguida de todos sus sumisos asociados.

—Duncan, te presento al comandante Innes, que sabe más de este barco que sus propios constructores. Él nos lo mostrará.

Mientras se estrechaban la mano, Duncan dijo:

—Me ha gustado muchísimo su explicación. Siempre es estimulante conocer a un verdadero entusiasta.

Durante la hora siguiente, exploraron las entrañas del barco, y Duncan se alegró de llevar aquellas prendas protectoras. Todavía había barro y petróleo en la cubierta G, y varias veces se dio de cabeza con escaleras y tuberías de ventilación inesperadas. Pero el esfuerzo y las incomodidades valían la pena, pues sólo de esta manera podía apreciar debidamente toda la habilidad y todo el ingenio que se habían invertido en esta ciudad flotante. Lo más conmovedor de todo fue tocar los retorcidos pétalos de acero muy por debajo de la línea de flotación, a estribor, e imaginar las heladas aguas que habían penetrado a través de ellos en aquella trágica noche.

Estaba rendido cuando remontó el alfabeto, desde la cubierta G a la A (el comandante Innes aseguró que, algún día, volverían a funcionar los ascensores), y se sintió dichoso cuando se sentaron a comer en el Salón de Fumar de Primera Clase.

Cuando trató de concertar con Calindy otra cita en circunstancias menos febriles, ella se mostró curiosamente evasiva. No era que estuviese arisca, pues parecía sinceramente contenta de verle. Pero algo la preocupaba y hacía que se mantuviese a distancia. Casi como si alguien le hubiese advertido que él podía traer gérmenes letales de Titán a la Tierra. Todo lo que pudo conseguir de ella, antes de que se despidiesen, fue una vaga promesa de que se pondría al habla con él «en cuanto termine la temporada»…, fuese lo que fuere esto.

Los miembros de Enigma no le habían defraudado; en cambio, su vicepresidente le había dejado turbado y triste. Duncan reflexionó sobre el problema durante la media hora de viaje hasta Washington, en el metro que funcionaba en el vacío. (Afortunadamente, los Van Hyatt se habían quedado en Nueva York… No le habría gustado su compañía, en su actual estado de ánimo.)

Se daba cuenta de que nada podía hacer. Si, como cualquier galán enfermo de amores, se empeñaba en atosigar a Calindy, no haría más que empeorar las cosas. Sólo el tiempo podía resolver ciertos problemas, si era que éstos podían tener solución.

Tenía mucho que hacer; se olvidaría de Calindy…

Con un poco de suerte, durante una hora, de vez en cuando.