CAPÍTULO 21

Calindy

El paquete había sido entregado en la habitación de Duncan, mientras éste estaba en una conferencia. Era un cilindro pequeño y cuidadosamente envuelto, de unos quince centímetros de alto y diez de ancho, y él no se imaginaba lo que podía contener.

Lo sopesó varias veces; era bastante pesado, pero no tanto como para ser de metal macizo. Lo golpeó y oyó un ruido sordo y sin vibraciones.

Abandonó las fútiles especulaciones y abrió el sobre que estaba adherido al cilindro.

Mt. Vernon Farm

Querido Duncan:

Lamento el retraso, pero sufrimos un pequeño accidente. A Carlomagno se le ocurrió pisotear las colmenas una noche. Afortunadamente —o desgraciadamente, según el punto de vista—, nuestras abejas no pican. Sin embargo, la producción sufrió graves daños.

Recordando su reacción de aquel día, Clara y yo pensamos que tal vez le gustaría este recuerdo de su visita.

Cordialmente,

George.

Son muy amables, pensó Duncan. Quitó el envoltorio y descubrió un frasco transparente de plástico, lleno de un líquido dorado. El mecanismo de cierre de la tapa le desconcertó al principio —tenía que empujarse hacia abajo y apretarse para poder abrirlo—, pero después de unos minutos de frustrados esfuerzos, consiguió abrirlo.

El olor era delicioso, y, una vez más, había algo familiar en él. Igual que un niño pequeño, no pudo resistir la tentación de meter un dedo y lamer la punta.

Algún circuito mental atrasado empezaba a funcionar; en lo más recóndito de su memoria, el sentido más primitivo —y más poderoso— abría puertas que habían permanecido cerradas durante años.

Su cuerpo recordó antes que su mente. Y, al relajarse satisfecho, en un cálido ambiente de sensualidad puramente animal, todo volvió a su memoria.

La miel sabía como Calindy…

Desde luego, más pronto o más tarde, se habría puesto en contacto con ella. Pero quería ajustar el tiempo y sentirse en la Tierra como en su casa, en la medida de lo posible. Así se lo había dicho; pero no era ésta la única razón.

La porción lógica de su mente no quería que volviese a sumergirse en el torbellino que le había engolfado cuando era un muchacho. Pero, en cuestiones del corazón, la lógica salía siempre perdiendo. A la larga, sólo podía decir: «Ya te lo dije…» Pero, entonces, era demasiado tarde.

Él había conocido el cuerpo de Calindy, pero entonces era demasiado joven para conocer su amor. Ahora era un hombre… y Karl no podía detenerle.

Lo primero que tenía que hacer era localizar a Calindy; se sentía un poco desilusionado de que ella no hubiese intentado ponerse en contacto con él, ya que la noticia de su llegada había tenido mucha publicidad. ¿Era por indiferencia, o por un estado de cierta turbación? Tenía que ser por esto último.

Duncan se dirigió a la comsola, y la pantalla se animó al pulsar él el botón de EN MARCHA. Esto era, desde luego, un milagro jamás soñado por ningún poeta, una cajita mágica abierta a todos los mares, a todas las tierras. A través de esta ventana podía verse todo lo que el hombre había descubierto sobre el universo y todas las obras de arte salvadas de los estragos del tiempo. Todas las bibliotecas y museos que jamás hubiesen existido podían canalizarse hasta esta pantalla y los millones de pantallas semejantes distribuidas sobre la faz de la Tierra. Incluso el hombre más insensible tenía que sentirse abrumado por la idea de que se podía hacer funcionar una comsola durante un tiempo equivalente a miles de vidas…, sin obtener más que unas muestras de los conocimientos guardados en los bancos de memoria que permanecían por triplicado en cavernas separadas, más seguras que cualquier depósito de oro. Por adecuada ironía del destino, dos de estos complejos enterrados habían sido antaño centros de control de misiles nucleares.

Pero, ahora, nada le importaba a Duncan esta herencia de la humanidad; su objetivo era mucho más modesto. Sus dedos pulsaron la palabra INFO, y la pantalla respondió inmediatamente:

SÍRVASE CONCRETAR LA CATEGORÍA

01. General

02. Ciencia

03. Historia

04. Arte

05. Diversión

06. Geografía

07. Guía de la Tierra

08. Guía de la Luna

09. Guía de los Planetas

etcétera, hasta más de treinta rúbricas.

Al pulsar el 07, Duncan no pudo dejar de recordar su primera confrontación con el sistema terrestre de comsola. Las categorías eran casi las mismas que en Titán; pero el botón de ACCIÓN estaba al lado izquierdo del teclado, y esta posición desacostumbrada había hecho que se olvidase de pulsarlo. Por consiguiente, nada ocurrió durante cinco segundos; después, apareció una joven muy linda en la pantalla y dijo, en una voz tan dulce que Duncan habría podido escuchar eternamente: «Parece que está usted en dificultades. ¿Ha recordado pulsar ACCIÓN?»

Él se la quedó mirando hasta que se desvaneció con una deslumbradora sonrisa de gato de Cheshire que quedó flotando en su memoria. Pero, aunque repitió cinco veces seguidas la misma falta, la joven no reapareció. Cada vez era una chica diferente. Bueno, se dijo; probablemente, todas murieron hace años.

Cuando apareció la GUÍA DE LA TIERRA, le pidieron que diese nombre y apellido, número personal y última dirección conocida: región, país, provincia y clave postal. Y aquí estaba el problema; nada había sabido de Calindy desde hacía cinco años y nunca había conocido su número personal. E incluso le costaba recordar su apellido; si éste hubiese sido Smith o Wong o Lee, todos sus esfuerzos habrían sido inútiles.

Marcó ELLERMAN, CATHERINE LINDEN, y una serie de NO LO SÉ. La comsola preguntó: ¿QUÉ INFORMACIÓN DESEA? Duncan respondió:

DIRECCIÓN Y NÚMERO DE VÍDEO: ACCIÓN.

¿Y si Calindy hubiese cambiado de nombre? No era probable; no era de esas mujeres capaces de dejarse dominar por un hombre, aunque estableciese con uno de ellos una relación duradera. Duncan podía imaginar que el hombre cambiase de nombre, pero no ella.

Apenas había completado este pensamiento cuando, para su sorpresa, la pantalla anunció:

ELLERMAN, CATHERINE LINDEN

Atlántico Norte

Nueva York

Personal: 373:496:000:000

Vídeo: 99:373:496:000:000

La rapidez con que el sistema había localizado a Calindy era tan sorprendente que transcurrieron varios segundos antes de que otras dos cosas, aún más sorprendentes, fuesen registradas por la mente de Duncan.

La primera era que Calindy había conseguido una identificación personal de —literalmente— uno entre un millón; la segunda, de que había podido incorporarla a su número Vídeo. Algo que Duncan habría creído imposible; el propio Karl había tratado de conseguirlo una vez, y había fracasado. Las facultades de persuasión de Calindy habían sido siempre muy notables, pero ahora se dio cuenta de que no las había apreciado en todo su valor.

Bueno, ella estaba aquí; no sólo en este planeta, sino también en este continente, a sólo quinientos kilómetros de distancia. Sólo tenía que marcar aquel número, y podría volver a ver aquellos ojos que tantas veces le habían sonreído desde la burbuja estéreo.

Sabía que lo haría; esto era indudable. Sin embargo, vaciló, en parte saboreando el momento de expectativa, y en parte preguntándose lo que le diría. Todavía no había decidido esto último, cuando, casi impulsivamente, pulsó los catorce dígitos que abrían el camino del pasado.

Duncan no la habría reconocido, si se hubiesen encontrado en la calle; había olvidado el efecto que podían producir varios años de gravedad terrestre. Durante largos segundos, contempló la imagen, incapaz de hablar. Por último, ella rompió el silencio, con una voz ligeramente impaciente:

—Diga. ¿Qué desea?

Antes de responder, Duncan sintió la necesidad de respirar de nuevo.

—Calindy —dijo—, ¿no te acuerdas de mí?

La expresión de los lustrosos ojos cambió imperceptiblemente. Después, Duncan percibió la sombra de una sonrisa, aunque parecía un tanto cansada. Sé razonable, se dijo; es imposible que te reconozca, después de quince años. ¿A cuántos miles de personas habrá conocido en este tiempo, en este mundo atareado y lleno de gente? (¿Y a cuántos amantes, desde Karl?)

Pero ella le sorprendió, como de costumbre.

—Claro que sí, Duncan. ¡Cuánto me alegro de verte! Sabía que estabas en la Tierra y me preguntaba cuándo me llamarías.

Él se sintió un poco confuso, que era tal vez lo que ella pretendía.

—Perdóname —dijo—. He estado terriblemente ocupado. Las fiestas del Centenario, ¿sabes?

Mientras miraba fijamente la pantalla, las recordadas facciones fueron surgiendo poco a poco en aquella persona extraña que le contemplaba a su vez. El impacto de los años no era tan grande como él había presumido: buena parte de lo que le parecía desconocido era puramente artificial. Ella se había cambiado el color del cabello, que ya no era negro, sino castaño y con mechones de oro. El óvalo de la cara era el mismo, y la piel marfileña seguía siendo inmaculada. Cuando se olvidó de la imagen de la burbuja estéreo, pudo ver que seguía siendo Calindy, más madura e incluso más deseable.

También vio que estaba en una oficina llena de gente, con figuras borrosas que iban y venían a su alrededor y que, ocasionalmente, le tendían fajos de documentos. Sin saber por qué, nunca se había imaginado a Calindy como un atareado ejecutivo; pero estaba completamente seguro de que, si este papel se le había metido en la cabeza, debía representarlo con éxito total. En todo caso, era evidente que éste no era momento para tiernos arrumacos; lo más que podía esperar era concertar una cita a la mayor brevedad posible.

Había hecho todo el trayecto desde Saturno; por consiguiente, no habría de resultarle muy difícil recorrer unos cuantos kilómetros entre Washington y Nueva York. Pero, por lo visto, existían problemas; incluso tuvo la impresión de que había cierta vacilación, cierta renuencia, por parte de Calindy. Esta consultó una agenda bastante complicada, le dio varias fechas y pareció ligeramente aliviada cuando Duncan comprobó que coincidían con sus propios compromisos.

Empezaba a sentirse muy descorazonado, cuando ella exclamó de pronto:

—Espera un momento. ¿Estás libre el viernes próximo?

—Creo que sí. Sí, puedo arreglarlo.

Faltaba casi una semana; tendría que tener paciencia.

—¡Magnífico!

Una lenta y maliciosa sonrisa se dibujó en el rostro de la mujer y, por un instante, resucitó la antigua Calindy.

—Es perfecto, lo más adecuado… No habría podido arreglarlo mejor, si me lo hubiese propuesto.

—Arreglado, ¿qué? —preguntó Duncan.

—Ponte en contacto con los Van Hyatt en este número; están en las afueras de Washington…, y haz exactamente lo que ellos te digan. Diles que Enigma les pide que te acompañen, como mi invitado personal. Son muy simpáticos y te gustarán. Y ahora tengo que cortar; nos veremos la próxima semana. —Hizo una pausa momentánea y añadió, precavidamente—: Debo advertirte que estoy tan ocupada que no podremos estar mucho tiempo juntos. Pero te prometo… que disfrutarás con la experiencia.

Duncan la miró, vacilante. A pesar de sus seguridades, se sentía desorientado; y también le fastidiaba verse metido en algo que no podía controlar. Los Makenzie organizaban siempre a los demás…, para bien de éstos, desde luego, aunque la víctima no estaba siempre de acuerdo. Esta inversión del procedimiento corriente le hacía sentirse inquieto.

—Iré —dijo, lanzándose de cabeza—. Pero, al menos, dime de qué se trata.

Calindy le dedicó aquella terca y pequeña moue que él recordaba tan bien.

—No —le respondió, con firmeza—. Violaría la norma de mi organización, y ni siquiera la vicepresidente puede hacerlo.

—¿Qué organización?

—¿De veras no lo sabes? —dijo ella, con sonrisa de gran satisfacción—. Pensaba que el nombre de Enigma era bastante conocido, pero esto mejora aún las cosas. Cualquier habitante de la Tierra te dirá nuestro eslogan… —Se interrumpió un segundo, para recoger unos documentos que le tendía un apresurado auxiliar—. Adiós, Duncan, tengo que cortar. Hasta pronto.

—¡Vuestro eslogan! —casi gritó él.

Ella le lanzó un beso con la punta de los dedos.

—Pregunta a los Van Hyatt. Adiós.

La pantalla se oscureció.

Duncan no llamó inmediatamente a los Van Hyatt; esperó unos minutos, para lograr una completa descompresión emocional, y llamó a su anfitrión y consejero.

—George —dijo—. ¿Ha oído usted hablar de la Asociación Enigma?

—Sí, desde luego. ¿Qué le interesa de ella?

—¿Conoce su eslogan?

—Nosotros asombramos.

—¿Eh?

Washington repitió la frase, lenta y cuidadosamente.

—Bueno, el asombrado soy yo. ¿Qué significa?

—Podría decirse que son contertulios muy refinados, o empresarios que trabajan sobre una base sumamente individual. Cuando uno se aburre y quiere novedades, acude a ellos. Confían mucho en el elemento sorpresa. Pero, ¿cómo se enteró de su existencia? ¡Confío en que no estará aburrido!

Duncan se echó a reír.

—No he tenido tiempo para este lujo. Pero acabo de hablar con una antigua amiga que, por lo visto, es vicepresidente de la organización, y que me ha invitado a reunirme con un grupo el próximo viernes. ¿Me aconseja que vaya?

—Sea cual fuere el programa al que le haya invitado, será tranquilo e inofensivo. Sus probabilidades de supervivencia son excelentes.

—Gracias —dijo Duncan—. Es cuanto quería saber.

Cuando, un poco más tarde, se presentó a los Van Hyatt, éstos le dieron unos cuantos detalles más. Eran una pareja amable pero bastante estirada, de edad madura, lo cual resultaba bastante tranquilizador.

—Según las instrucciones —dijo Bill van Hyatt—, debemos reunirnos en el Río Hudson y llevar trajes viejos. También dicen: «Se proporcionarán cascos en caso necesario.» Me pregunto para qué diablos servirán.

Duncan tomó las medidas necesarias para poder acudir a la cita en la orilla del río el viernes siguiente, se inscribió y, después, se preguntó si habría obrado bien.

Pasó algún tiempo antes de que advirtiese de pronto una curiosa omisión por parte de Calindy, una omisión que le sorprendió y le entristeció al mismo tiempo: no le había preguntado por Karl.