CAPÍTULO 20

El sabor de la miel

—¿Ha dormido bien? —preguntó George Washington, cuando salieron a la brillante luz de la mañana estival.

—Muy bien, gracias —respondió Duncan, ahogando un bostezo y lamentando que su afirmación no fuese cierta.

Esta noche había sido tan mala para él como la primera que había pasado en el Sirius. Solo que, allí, los ruidos eran mecánicos, mientras que, aquí, eran producidos por… cosas.

Dejar la ventana abierta había sido un grave error; pero, ¿quién podía imaginarlo?

—En esta época del año, no necesitamos aire acondicionado —le había explicado George—. Lo cual es buena cosa, ya que aquí no lo tenemos. Las autoridades querían escatimar incluso la luz eléctrica en una casa de cuatrocientos años. Si siente frío, aquí tiene varias mantas de repuesto. Primitivas, pero muy eficaces.

Duncan no había tenido frío pues la noche era deliciosamente templada. Pero también había sido muy agitada.

Había oído unos golpes lejanos que, según pensó, debía producirlos Carlomagno al trotar por el campo con sus mil kilos de músculos. También había oído chillidos y susurros al otro lado de su ventana, y un lamento agudo que terminó de pronto y que sólo podía deberse a un desgraciado animalito prematuramente aniquilado.

Al fin se quedó dormido…, pero sólo para despertar súbitamente, con la más horrible impresión que puede experimentar un hombre en la absoluta oscuridad de un dormitorio desconocido. Algo rondaba por la habitación.

Se movía casi sin ruido, pero con asombrosa rapidez. Producía una especie de susurro y, de vez en cuando, un fantástico zumbido, tan agudo que Duncan se preguntó al principio si era producto de su imaginación. Al cabo de unos minutos, resolvió, a pesar suyo, que era un fenómeno real. Fuese lo que fuese, aquello procedía del aire. Pero, ¿qué podía ser, una cosa capaz de moverse tan velozmente en una oscuridad total, sin chocar con los muebles y las instalaciones del dormitorio?

Al reflexionar sobre el problema, Duncan hizo lo que habría hecho cualquier hombre sensato: se cubrió la cabeza con la sábana; y, al cabo de un rato, para gran alivio suyo, el susurrante fantasma, después de unos cuantos silbidos agudos, salió y desapareció en la noche. Cuando hubo recobrado todo su valor, Duncan saltó de la cama y cerró la ventana. Pero le pareció que tardaba horas en recobrar el equilibrio de su sistema nervioso.

A la brillante luz de la mañana, sus temores parecían tan tontos como debían serlo en realidad, y resolvió no preguntar nada a Washington sobre su visitante nocturno; sin duda había sido algún pájaro de noche o algún insecto grande. Todo el mundo sabía que no quedaban animales peligrosos en la Tierra, salvo en reservas bien guardadas.

Sin embargo, las criaturas que George parecía ahora empeñado en presentarle tenían un aspecto francamente amenazador. A diferencia de Carlomagno, poseían armas naturales.

—Supongo —dijo Washington, dudando un poco—, que reconocerá a esos animales.

—Desde luego. Conozco un poco la zoología terrestre. Si un animal tiene cuatro patas, y cuernos, no es un caballo, sino una vaca.

—Sólo le daré aprobado. No todas las vacas tienen cuernos. Y, a propósito, hubo un tiempo en que había caballos cornudos. Pero se extinguieron cuándo no quedaron vírgenes para llevarlos de la brida.

Duncan no había resuelto aún si se trataba de una broma, cuando otra cosa llamó vivamente su atención; algo increíble volaba en dirección a ellos.

Era muy pequeño —no debía tener más de diez centímetros de envergadura— y volaba a sacudidas y en zigzag, y a menudo parecía que iba a posarse en un arbusto o en una mata de hierba, pero cambiaba de intención en el último momento. Como una joya viva, resplandecía con todos los colores del arco iris; su belleza impresionó a Duncan como una súbita revelación. Sin embargo, se preguntó al mismo tiempo qué finalidad podía cumplir una criatura tan bella y tan exuberante…, mejor dicho, tan arrogante.

—¿Qué es? —murmuró a su compañero, mientras el animalito revoloteaba a un lado y a otro, a dos metros sobre la hierba.

—Una mariposa.

Pero Duncan casi no le oyó. Aquella iridiscente criatura, que se movía con tanta naturalidad en el aire, le hizo olvidar el terrible campo gravitacional que le tenía preso. Corrió en su dirección… con el indefectible resultado.

Afortunadamente, cayó sobre una blanda alfombra de hierba.

Media hora más tarde, sintiéndose muy cómodo pero bastante estúpido, se hallaba Duncan sentado en la antigua casa de campo, con el vendado tobillo apoyado en un taburete, mientras la señora Washington y sus dos hijas preparaban la comida. Había sido transportado como un guerrero herido, desde el campo de batalla, por dos robustos labradores que cargaban con su peso con despectiva facilidad y que —no pudo dejar de advertirlo— exhalaban un definido olor a Carlomagno.

Debía ser extraño, pensó, vivir en lo que era virtualmente un museo, aunque sólo fuese como pasatiempo. Él habría temido constantemente romper algún artefacto inestimable, como la rueca que le había mostrado la señora Washington. Al propio tiempo, se daba cuenta de que toda esta actividad estaba llena de sentido. No había otra manera de comprender perfectamente el pasado, y todavía había muchas personas en la Tierra que consideraban atractivo este estilo de vida. La veintena de trabajadores de la finca, por ejemplo, vivían permanentemente aquí, en verano y en invierno. En realidad, le resultaba difícil imaginárselos en otro ambiente, incluso después de bien restregados.

Pero la cocina era inmaculada, y salía de ella un olor muy agradable. Duncan pudo reconocer muy pocos de sus ingredientes, pero uno de ellos era inconfundible, aunque lo olía por primera vez en su vida. Era la deliciosa fragancia del pan recién cocido.

Todo irá bien, aseguró a su todavía un poco inquieto estómago. Tenía que prescindir del hecho innegable de que todo lo que se pondría en la mesa había crecido del polvo y del estiércol, y no de la síntesis de limpios productos químicos en una fábrica inmaculada.

Durante un momento de mareante angustia, hasta que Washington le tranquilizó, había temido que le sirviesen verdadera carne. Por lo visto, ésta se vendía aún en el mercado y no había ninguna ley que lo prohibiese, aunque se habían realizado muchos intentos en este sentido. Los que se oponían a la Prohibición alegaban que los esfuerzos de imponer legalmente la moral eran siempre contraproducentes; si se prohibía la carne, todo el mundo querría comerla, aún a costa de marearse. Y, a fin de cuentas, era una perversión que no perjudicaba a nadie… De ninguna manera, replicaban los prohibicionistas; causaría un daño irreparable a innumerables animales inocentes y resucitaría el asqueroso comercio del carnicero. Y el debate proseguía, sin que se viese el final.

Confiando en que la comida le ofrecería misterios, pero no horrores, Duncan resolvió hacer todo lo posible por pasarlo bien. En conjunto, lo consiguió; probó valientemente todo lo que le presentaron, rechazando un tercio después del primer bocado, tolerando otro tercio y apreciando el resto sin reservas. En realidad, nada le disgustó del todo; pero algunos platos tenían aromas demasiado extraños y complejos para que le atrajesen desde el primer momento. Por ejemplo, el queso, que era para él una novedad absoluta. Había unas seis clases diferentes, y las probó todas. Pensó que, con un poco de esfuerzo, las dos últimas variedades podían llegar a entusiasmarle. Pero esto podía ser una mala idea, pues sería sumamente difícil persuadir a los químicos dietéticos de Titán de que introdujesen nuevos programas en sus sintetizadoras.

Algunos productos eran muy conocidos; al parecer, las patatas y los tomates sabían casi igual en todo el Sistema Solar. Los conocía ya como productos de lujo de las granjas hidropónicas, pero nunca le habían entusiasmado mucho, pues el kilo costaba varios solares.

El plato fuerte fue…, digamos, interesante. Era algo llamado empanada de bistec y riñón, y tal vez la infortunada denominación hizo que no le gustase, a pesar de que sabía muy bien que el contenido era a base de soja rica en proteínas. Washington le había confesado que era el único artículo no producido en la casa pues la tecnología necesaria para su confección era demasiado complicada.

El postre no fue ningún problema; consistía en una gran variedad de frutas, la mayoría de ellas desconocidas de Duncan, incluso de nombre. Algunas eran insípidas; otras, muy agradables; pero pensó que todas eran perfectamente inofensivas. Las fresas le gustaron mucho, aunque rechazó la crema que le ofrecieron para acompañarlas, cuando descubrió, gracias a un discreto interrogatorio, su exacta procedencia.

Se sentía alegremente satisfecho, cuando la señora Washington le brindó una sorpresa final: una cajita, de madera, conteniendo un trozo de panal de miel. Duncan recordó que el término panal se aplicaba a ciertas estructuras ligeras; pero se necesitaba una volte-face mental para comprender que aquello era el artículo genuino, original, confeccionado por insectos de la Tierra.

—Hemos empezado a criar abejas —explicó el profesor—. Son unas criaturas fascinantes, aunque todavía no estamos seguros de que valgan la pena. Creo que le gustará esta miel; pruébela sobre esta corteza de pan tierno.

Sus anfitriones le observaron ansiosamente mientras extendía el dorado fluido, que, según pensó, parecía aceite lubrificante. Confió en que el sabor fuese mejor que el aspecto, aunque ahora estaba ya dispuesto a casi todo.

Hubo un largo silencio. Después, tomó otro bocado… y otro.

—¿Y bien? —preguntó George, al fin.

—Es… delicioso; una de las cosas más ricas que jamás he probado.

—Lo celebro muchísimo —dijo la señora Washington—. George, no te olvides de enviar un poco al hotel, para el señor Makenzie.

El señor Makenzie siguió comiendo el pan y la miel, muy despacito. Su rostro mostraba una expresión remota y abstraída, que sus complacidos anfitriones atribuían al mero placer gastronómico. Jamás habrían podido adivinar la verdadera razón.

Duncan no había sentido nunca un interés especial por la comida, ni había hecho ningún esfuerzo por probar las ocasionales novedades que se importaban en Titán. Las pocas veces que le habían obligado a catarlas, no le habían gustado; todavía hacía muecas al recordar una famosa golosina a la que llamaban caviar. Por consiguiente, estaba completamente seguro de que nunca en su vida había probado la miel.

Sin embargo, la reconoció en seguida; y esto era sólo la mitad del misterio. Como esos nombres que tenemos en la punta de la lengua y que resisten nuestros esfuerzos por captarlos, el recuerdo de aquel primer encuentro se mantenía justo por debajo del nivel de su conciencia. Había ocurrido hacía mucho tiempo…, pero, ¿dónde y cuándo? Durante un fugaz momento, casi se tomó en serio la idea de la reencarnación. Tú, Duncan Makenzie, fuiste criador de abejas en alguna vida anterior en la Tierra…

Tal vez se equivocaba al pensar que conocía aquel sabor; alguna filtración casual entre circuitos mentales podía haber provocado la asociación. Y sin embargo, no podía tratarse de algo baladí.

Estaba convencido; fuese lo que fuese, la cosa era muy importante.