CAPÍTULO 19

Mount Vernon

—No se tome demasiado en serio este programa —dijo George Washington—. Lo están cambiando todos los días. Pero sus principales compromisos, que he marcado, no sufrirán alteración. En particular los del Cuatro de Julio.

Duncan hojeó el pequeño folleto que aquél le había entregado al subir a la limusina del presidente Bernstein. Era un documento espantoso, lleno de discursos y recepciones y bailes y desfiles y conciertos. Ningún habitante de la capital dormiría mucho en los primeros días de julio, y Duncan compadeció al pobre presidente Bernstein.

Como muestra de cortesía, en este año del Centenario, no era sólo presidente de los Estados Unidos, sino también de la Tierra. Y, desde luego, no había pedido ninguno de ambos cargos; de haberlo hecho —o incluso de haberse sospechado semejante faux-pas— habría sido automáticamente eliminado. Durante el último siglo, casi todos los principales nombramientos políticos de la Tierra se habían hecho por selección de una computadora entre el caudal de individuos que reunían las cualidades necesarias. La raza humana había necesitado varios miles de años para comprender que había cargos que nunca deberían darse a las personas que los solicitaban y, en especial, si mostraban demasiado entusiasmo. Como observó un agudo comentarista político: «Queremos un presidente que tenga que ser llevado a rastras a la Casa Blanca, pero que después trabaje lo mejor que pueda, de modo que le quede tiempo para portarse bien.»

Duncan dejó el programa a un lado; ya tendría tiempo de estudiarlo más tarde. De momento, sólo tenía ojos para contemplar por vez primera el planeta Tierra en un brillante día de sol.

Y éste era el primer problema: jamás, en su vida, se había visto expuesto a un resplandor semejante. Aunque se lo habían advertido, todavía le pasmaba la flameante ferocidad de un sol casi cien veces más brillante que la estrella que iluminaba suavemente su propio mundo. Mientras el automóvil zumbaba automáticamente a través de los arrabales de Washington, siguió reajustando la transmisión de sus gafas oscuras para encontrar su nivel más cómodo.

Era como un niño recién nacido que viese el mundo por primera vez. Casi todos los objetos individuales de su campo visual le resultaban extraños o sólo identificables a través de los informes que había estudiado. Las impresiones caían sobre él a tal velocidad que se sentía absolutamente confuso; hasta que decidió que lo único que podía hacer era concentrarse en una sola categoría de objetos y prescindir de todos los demás, aunque llamasen clamorosamente su atención.

Por ejemplo, los árboles. Los había a millones; pero esto lo esperaba ya. Lo que no había previsto era la enorme variedad de sus formas, tamaños y colores. Y no tenía palabras para ninguno de ellos; en realidad —según tuvo que confesarse avergonzado— no habría podido identificar siquiera los pocos árboles de su propio Parque Meridiano. Aquí estaba todo un universo complejo que era parte de la vida cotidiana para la mayoría de los hombres desde el comienzo de la Historia, y él no podía pronunciar una sola frase enjundiosa acerca de ello, por falta de vocabulario.

Después, estaban las flores. Al principio, Duncan se había sentido intrigado por las imprevistas manchas de color que percibía de vez en cuando. Las flores no eran raras en Titán; pero, generalmente, eran ejemplares de alto precio, singulares, aunque había algunos grupos de unas cuantas docenas en el Parque. Aquí, eran tan innumerables como los árboles e incluso más variadas. Y, una vez más, carecía de palabras para designarlas. Este mundo estaba lleno de cosas bellas, de las que no podía hablar. Vivir en la Tierra significaba experimentar frustraciones imprevistas…

—¿Qué es aquello? —exclamó de pronto.

Washington giró en redondo en su asiento, con el tiempo justo de ver una cosita que acababa de cruzar la carretera.

—Una ardilla, supongo. Hay muchas en estos bosques y, con frecuencia, se hacen atropellar. Es un problema que nadie ha podido resolver. —Hizo una pausa, y añadió amablemente—: Supongo que no había visto ninguna antes de ahora.

Duncan se echó a reír de mala gana.

—Nunca había visto ningún animal…, salvo el hombre.

—¿No hay ningún zoo en Titán?

—No. Lo hemos discutido durante años, pero los problemas son demasiado grandes. Y, si he de serle franco, creo que la mayoría de la gente tiene miedo de alguna desgracia… Recuerde la plaga de ratas en la colonia lunar. Sin embargo, lo que realmente nos espanta son los insectos. Si alguien se enterase de que una mosca se ha deslizado en el servicio de cuarentena, se produciría un ataque de histerismo a escala mundial. Tenemos un ambiente limpio y estéril, y queremos conservarlo como está.

—¡Hum! —dijo Washington—. No le resultará fácil adaptarse a nuestro sucio e infestado mundo. Sin embargo, muchos de los nuestros se vienen quejando desde hace un siglo de que está demasiado limpio y aseado. Desde luego, esto es una tontería; hay más salvajismo ahora que en cualquier época del último milenio.

El coche había llegado a la cima de un pequeño monte, y Duncan tuvo, por primera vez, una visión completa del terreno circundante. Podía ver al menos una extensión de veinte kilómetros, y el efecto de este espacio abierto le resultaba abrumador. Cierto que había contemplado vistas más amplias —y mucho más dramáticas—, en Titán; pero los paisajes de su mundo eran indefectiblemente letales, y, cuando viajaba sobre su superficie abierta, tenía que aislarse del medio hostil con todos los recursos de la tecnología moderna. Era casi imposible creer que no hubiese aquí, desde un horizonte al otro, un solo lugar donde tuviese que protegerse al aire libre y donde no pudiese respirar libremente en una atmósfera que no le quemaba los pulmones. Y este conocimiento no le producía una impresión de libertad, sino de vértigo.

Y aún era peor cuando contemplaba el cielo, tan diferente del techo bajo y carmesí de Titán. Había cruzado la mitad del Sistema Solar y, sin embargo, jamás había sentido una impresión de espacio y de distancia tan fuerte como la que experimentaba ahora, al mirar las blancas nubes que parecían sólidas y que navegaban en un abismo azul que se diría infinito. Era inútil que se dijese que estaban solamente a diez kilómetros, distancia que una nave espacial podía recorrer en una fracción de segundo. Ni siquiera los campos de estrellas de la Vía Láctea sugerían estas visiones de infinito.

Por primerísima vez se daba cuenta Duncan, al contemplar los campos y los bosques que se extendían a su alrededor bajo el cielo abierto, de la inmensidad del planeta Tierra en razón a la única medida que contaba: la escala del ser humano individual. Y ahora comprendía la enigmática observación que había hecho Robert Kleinman antes de salir para Saturno: «El espacio es pequeño; sólo los planetas son grandes.»

—Si hubiese estado usted aquí hace trescientos años —dijo su anfitrión, muy satisfecho—, habría visto el ochenta por ciento de este paisaje ocupado por casas y carreteras. Ahora, la cifra ha descendido al diez por ciento, y ésta es una de las zonas del continente donde hay más construcciones. Se ha necesitado mucho tiempo, pero al fin hemos limpiado los escombros que nos legó el siglo XX. Al menos, la mayor parte de ellos, pues hemos conservado algunos como recuerdo. Todavía hay un par de torres de acero intactas en Pensilvania; su visita es una experiencia educativa que no se olvida, pero que no se desea repetir.

«Uno de mis principales problemas, cuando hablo con personas de otros mundos como usted —siguió diciendo Washington con cierta tristeza, después de una pausa—, es que les explico prolijamente cosas que saben perfectamente, aunque su cortesía les impide hacérmelo notar. Hace un par de años, llevé a un estadístico de Tranquilidad por este camino y le di una brillante conferencia sobre los cambios de población en esta región de Washington-Virginia en el curso de los últimos trescientos años. Pensé que le interesaría, y así fue. Pero, si hubiese hecho debidamente mi trabajo casero, cosa que suelo hacer pero que, por alguna razón, olvidé en este caso, me habría enterado de que él había escrito la obra clásica sobre el tema. Cuando se marchó, me mandó un ejemplar con una amable dedicatoria.

Duncan se preguntó cuánto «trabajo casero» habría hecho George sobre él; seguramente, mucho.

—Puede estar seguro de mi total ignorancia en estas materias. Sin embargo, tendría que haberme dado cuenta de que la tecnología del fusor debe ser casi tan importante en la Tierra como fuera de ella.

—Este no es mi campo: pero, probablemente, tiene usted razón. Cuando se hizo más barato y más sencillo fundir una casa subterránea que construirla encima del suelo, y proveerla de pantallas de visión mejores que cualquier ventana, no es de extrañar que la superficie perdiese gran parte de su atractivo.

El gran automóvil redujo la marcha, al percibir su ordenado cerebro una salida al frente. Después, se apartó de la carretera del parque y subió velozmente por un camino estrecho cuya superficie se convirtió rápidamente en un sendero cubierto de hierba. Washington empuñó el mando manual un segundo antes de que la luz de FIN AUTOMÁTICO se encendiese en el tablero de control.

—Le llevo a la casa de campo por varias razones —dijo—. Nos esperan días muy agitados, en cuanto empiecen a llegar nuevos visitantes. Esta puede ser nuestra última oportunidad de repasar su programa en paz y tranquilidad. Además, en un lugar como éste, los forasteros pueden aprender rápidamente muchas cosas sobre la Tierra. Pero, si he de serle sincero, la verdad es que estoy orgulloso de este sitio y me gusta enseñarlo.

Ahora se acercaban a un alto muro de piedra, que se extendía varios cientos de metros en ambas direcciones. Duncan trató de calcular el trabajo que esto representaba, si todas aquellas piedras de formas irregulares habían sido acopladas a mano, como sin duda debió hacerse. La cifra era tan inverosímil que se resistió a creerla.

Y la enorme puerta era… de madera auténtica, pues estaba sin pintar y podía ver el grano. Al abrirse automáticamente, Duncan leyó la placa y se volvió, sorprendido, al profesor.

—Yo creía… —empezó a decir.

George Washington le miró, un poco confuso.

—Es una broma —confesó—. El verdadero Mount Vernon está a cincuenta kilómetros al sudeste de aquí. No debe dejar de verlo.

Esta última frase, pensó Duncan, se repetiría muchas veces en los meses venideros, hasta el día en que volviese a embarcar rumbo a Titán.

Dentro del recinto, el camino, ahora de gravilla bien apisonada, discurría en línea recta a través de una cuadrícula de pequeños campos. Algunos de éstos estaban arados, y un tractor trabajaba en uno de ellos, bajo control directo humano, pues un hombre estaba sentado en el asiento descubierto del conductor. Duncan tuvo la impresión de que su viaje le había llevado muy atrás en el tiempo.

—A propósito, ¿reconoce algunas de esas mieses? —preguntó el profesor.

—Temo que no… Aunque son hierbas, ¿verdad?

—Bueno, técnicamente, casi todo lo que hay aquí lo es. Las hierbas incluyen todos los cereales: cebada, arroz, maíz, trigo, avena… Nosotros cultivamos todo esto, menos el arroz.

—Pero, ¿por qué? Quiero decir, si no es por interés científico o arqueológico… ¿Puede resultar eficaz? Con este sistema, ¿no se requiere un kilómetro cuadrado para alimentar a un hombre?

—En las inmediaciones de Saturno, tal vez; pero temo que ha añadido unos cuantos ceros. En caso necesario, esta finca podría alimentar cómodamente a cincuenta personas, aunque su dieta sería bastante monótona.

—No tenía la menor idea. ¡Dios mío! ¿Qué es aquello?

—Bromea usted… ¿No lo reconoce?

—¡Oh! Ya sé que es un caballo. Pero es enorme. Yo pensaba que…

—Bueno, no puedo censurarle; aunque, espere a ver un elefante. Carlomagno es probablemente el caballo más grande del mundo; es un percherón y pesa más de una tonelada. Sus antepasados solían transportar caballeros armados de punta en blanco. ¿Quiere conocerle?

Duncan iba a decir: «No, no se moleste», pero no llegó a tiempo. Washington había detenido el automóvil, y la gigantesca criatura se acercaba a ellos.

Hasta este momento, la limusina había permanecido cerrada y ellos habían viajado en la comodidad del aire acondicionado. Ahora, se abrieron las ventanillas y Duncan percibió el olor de la Tierra Primitiva.

El profesor Washington se inclinó por delante de su encogido invitado y abrió una mano en la que aparecieron mágicamente dos terrones de azúcar. Igual que hubiese besado una doncella, los labios del caballo rozaron la mano de Washington, y la golosina desapareció como en un sorbo. Unos ojos dulces y amables, que, desde esta distancia, parecían grandes como puños, miraron fijamente a Duncan, el cual soltó una risita nerviosa al retirarse la aparición.

—¿Por qué lo encuentra divertido? —preguntó Washington.

—Mírelo desde mi punto de vista. Acabo de conocer el primer Monstruo del Espacio Exterior. Afortunadamente, era manso.