CAPÍTULO 18

En la embajada

El Minisec de Duncan era un regalo de despedida que le había ofrecido Colin, y aquél no se había familiarizado aún completamente con sus mandos. En realidad, su viejo aparato funcionaba bien, y lo había dejado con cierto pesar; pero el estuche estaba manchado y gastado por el uso, y había tenido que reconocer que no habría resultado lo bastante elegante en la Tierra.

El ‘Sec era el tamaño corriente de estas unidades, diseñadas para que pudiesen caber cómodamente en la mano del hombre. A primera vista, no se diferenciaba mucho de las pequeñas calculadoras electrónicas que habían empezado a ser de uso general a finales del siglo XX; sin embargo, era infinitamente más variado, y Duncan no podía imaginarse que la vida fuese posible sin él.

Dada la dimensión finita de los torpes dedos humanos, no tenía más controles que sus antepasados de hacía tres siglos. Había cincuenta pequeños botones; sin embargo, cada uno de ellos tenía virtualmente un número ilimitado de funciones, según el modo de operación, pues el carácter visible de cada botón cambiaba de acuerdo con el modo. Así, en ALFANUMÉRICO, veintiséis botones llevaban las letras del alfabeto, y diez mostraban los dígitos, desde cero hasta nueve. En MATEMÁTICAS, las letras desaparecían de los botones alfabéticos y eran substituidas por ×, +, ÷, −, =, y todas las funciones matemáticas corrientes.

Otro modo era el DICCIONARIO; el ‘Sec conservaba más de cien mil palabras, cuyas definiciones en tres líneas podían hacerse aparecer en la pequeña y brillante pantalla, girando página tras página, si se deseaba. El RELOJ y el CALENDARIO también empleaban la pantalla para sus exposiciones; pero, si se trataba de grandes cantidades de información, era conveniente enlazar el ‘Sec con la pantalla mayor de una comsola normal. Esto podía hacerse a través de la conexión óptica de la unidad, una diminuta lente-Transmisora-Receptora que operaba en el campo próximo al ultravioleta. Mientras esta lente estuviese al alcance visual del correspondiente sensor de una comsola, las dos unidades podían intercambiar felizmente información a razón de millones de elementos por segundo. Así, cuando la memoria interna del ‘Sec estaba saturada, su contenido podía verterse en un depósito mayor para su conservación permanente; o, a la inversa, se podía extraer, a través del enlace óptico, para obtener cualquier dato especial que se necesitase para una labor determinada.

Duncan lo empleaba ahora para su más sencillo objeto: como registrador de un discurso, lo cual era casi un insulto para una máquina dotada de tanto poder. Pero, ante todo, había que resolver una cuestión importante: la seguridad.

Una palabra que pudiese recordarse fácilmente y, sobre todo, que nunca se hubiese empleado en un contexto semejante, sería la clave más sencilla. Mejor aún: una palabra inexistente, que nunca podría poner accidentalmente en funcionamiento la memoria del ‘Sec.

De pronto, dio en el clavo. Había un nombre que nunca olvidaría; y si, deliberadamente, lo escribía mal…

Marcó cuidadosamente la palabra KALINDY, seguida de la serie de instrucciones que pondrían en funcionamiento la memoria. Después, desprendió el pequeño radiomicro, lo enganchó en su camisa, pronunció un mensaje de prueba y se aseguró de que la máquina sólo lo repetiría después de recibir la orden correcta.

Duncan no había llevado nunca un diario, pero había decidido hacerlo en cuanto llegase a la Tierra. En pocas semanas, conocería más gente y visitaría más lugares que en toda su vida anterior, y ciertamente pasaría por experiencias que nunca se repetirían cuando volviese a Titán. Estaba decidido a no perderse nada, pues las memorias que recogiese ahora serían de inestimable valor en los años venideros. ¿Cuántas veces repetiría —se preguntó— estas palabras de su juventud, cuando fuese viejo…?

«12 de junio de 2276. Todavía me estoy adaptando a la gravedad de la Tierra, y no creo que llegue a acostumbrarme realmente a ella. Pero ahora puedo aguantar una hora seguida, sin sentir demasiados dolores y molestias. Ayer vi un hombre que saltaba. Apenas si di crédito a mis ojos…

»George, que piensa en todo, me ha proporcionado un masajista. No creo que me haya servido de nada, pero ha sido una experiencia interesante.»

Duncan interrumpió la grabación, reflexionando sobre este ligero menosprecio. Estos lujos eran raros en Titán, y él no había recibido un masaje en su vida. Bernie Patras, el amable y campechano joven que le había visitado, había demostrado tener un notable (mejor dicho, sorprendente) conocimiento de la fisiología, y también le había dado muchos consejos útiles. Era especialista en el tratamiento de las personas ajenas a su mundo y tenía una receta segura contra las dolencias causadas por la gravedad: ‘Pase una hora al día flotando en un baño, al menos durante el primer mes. No deje nunca de hacerlo, por muchas que sean sus ocupaciones. Si no tiene más remedio, puede hacer mucho trabajo en la bañera, leyendo, dictando, etcétera. Le diré que el embajador de la Luna solía dar sus instrucciones con sólo la boca y la nariz sobresaliendo del agua. Decía que, de este modo, pensaba mejor…’.

Esto sería sin duda un espectáculo muy poco diplomático, se dijo Duncan; algo único, incluso en esta ciudad, que probablemente había visto muchas cosas.

«Hace tres días que llegué aquí, y es ésta la primera vez que he tenido la energía —y el deseo— y la oportunidad de poner orden en mis ideas. Pero juro que, de hoy en adelante, lo haré todos los días…

»La primera mañana después de mi llegada, George —que es como le llaman todos— me llevó a la Embajada, que está a unos cientos de metros del hotel. El embajador Robert Farrell se disculpó de no haber podido acudir al puerto espacial. Pero, dijo, “sabía que, con George, estaba en buenas manos; es el mejor organizador del mundo.” Después, George nos dejó, y tuvimos una larga conversación privada.

»Yo conocí a Bob Farrell en su última visita a Titán, hace tres años, y él me recordaba bien; al menos, me dio esta impresión, arte que supongo que deben dominar todos los diplomáticos. Se mostró muy amistoso y servicial, pero tuve la impresión de que me estaba sondeando y de que no me decía todo lo que sabía. Comprendo que se halla en una situación ambigua, pues, siendo natural de la Tierra, tiene que representar nuestros intereses. Esto puede ser un día causa de dificultades, pero no sé cómo podría remediarse, pues ningún nativo de Titán podría vivir en la Tierra.

»Afortunadamente, no hay problemas urgentes, ya que el Tratado del Hidrógeno no debe renegociarse hasta 2280. En cambio, yo llevaba docenas de pequeñas notas en mi libreta y le di muchos temas en que pensar. Por ejemplo: ¿Por qué no nos sirven más rápidamente nuestros pedidos de equipos? ¿No se pueden mejorar los programas de embarque? ¿Por qué falló el último intercambio de estudiantes? Y otras cuestiones de importancia galáctica. Me prometió facilitarme entrevistas con todas las personas capaces de solventar estos asuntos; pero yo le insinué que deseaba pasar algún tiempo estudiando la Tierra. A fin de cuentas, no es sólo nuestro comisionado en Washington, sino también nuestro representante en el planeta Tierra…

«Pareció muy sorprendido cuando le dije que pensaba permanecer en la Tierra casi un año; pero, de momento, pensé que era mejor no confiarle la razón principal de mi propósito, aunque estoy seguro de que no tardará en adivinarla. Cuando me preguntó discretamente sobre mi presupuesto, le expliqué que el Comité del Centenario me había ayudado mucho y que todavía conservaban los Makenzie algún dinero en el Banco Mundial, que estaba dispuesto a utilizar. “Comprendo —dijo—. El viejo Malcolm debe tener más de ciento veinte años, ¿no? Incluso en la Tierra, todo el mundo procura dejar lo menos posible al alcance del Fondo Comunitario.” Y después añadió, no muy esperanzado, que todos los saldos personales podían legarse legalmente a la Embajada para sus gastos corrientes. Le dije que esto era muy interesante y que lo tendría en cuenta…

»Se ofreció a ayudarme en mi discurso, y se lo agradecí. Cuando le dije que estaba trabajando en él, me recordó que era absolutamente necesario que tuviese redactado el borrador definitivo a finales de junio, para que todos los comentaristas importantes pudiesen estudiarlo de antemano. En otro caso, pasaría inadvertido entre toda la palabrería del Cuatro de Julio. Era éste un punto importante en el que no había pensado; pero le dije: “¿No harán exactamente lo mismo los otros oradores?”, y él me respondió: "Claro que sí, pero yo tengo buenos amigos en los medios de información, y existe un gran interés por Titán. Ustedes siguen siendo intrépidos pioneros en el borde del Sistema Solar; están labrando una nueva civilización en un lugar salvaje. Puede que no haya aquí muchos voluntarios, pero nos gusta enterarnos de estas cosas." Entonces tuve la impresión de que íbamos a entendernos, y por esto me atreví a pincharle: “¿Quiere usted decir que es cierto… que la Tierra está en decadencia?” Y él me miró, haciendo una mueca, y respondió inmediatamente: “¡Oh, no! Nosotros no estamos en decadencia.” Hizo una pausa, y añadió: “Pero lo estará la próxima generación.” Me pregunto hasta qué punto bromeaba…

»Después, hablamos durante diez minutos de mutuos amigos, como los Helmer, los Wong, los Morgan y los Lee… Sí, parece conocer a todas las personas importantes de Titán. Por último, me preguntó por la abuela Ellen, y le dije que seguía como siempre, cosa que comprendió perfectamente. Entonces volvió George y me llevó a su casa de campo… Fue mi primera oportunidad de ver el paisaje abierto a la luz del día. Todavía estoy tratando de dominar mi emoción…»