CAPÍTULO 17

Washington, D. C.

—Lamento ese mal tiempo —dijo George Washington—. Antes teníamos control local del clima, pero lo dejamos correr cuando un desfile del Día de la Independencia quedó bloqueado por la nieve.

Duncan sonrió cortésmente, aunque no estaba muy seguro de que se presumía su credulidad.

—No importa —dijo—. Todo es nuevo para mí. Nunca había visto llover antes de ahora.

Esto no era literalmente cierto, aunque le faltaba poco para serlo. Con frecuencia había circulado a través de tormentas de amoníaco, y todavía recordaba las cascadas venenosas que chorreaban delante de las ventanillas a pocos centímetros de sus ojos. En cambio, esto era agua inofensiva, mejor dicho, beneficiosa, fuente de vida tanto en la Tierra como en Titán. Si abría ahora la ventanilla, sólo se mojaría; no moriría de un modo espantoso. Pero los instintos de toda la vida era difíciles de superar, y comprendió que tendría que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para abandonar la protección de la limusina.

Pues era una limusina auténtica…, otra novedad para Duncan. Jamás había viajado en tal sibarítica comodidad, con un tablero de comunicaciones a un lado y un bar bien abastecido al otro. Washington advirtió su expresión admirada y comentó:

—Estupendo, ¿no? Ahora ya no los fabrican. Este fue el coche predilecto del presidente Bernstein.

Duncan no estaba muy fuerte en Presidentes americanos —a fin de cuentas, había habido noventa y nueve—, pero tenía una idea aproximada de la fecha de su mandato. Hizo un rápido cálculo, pero no le satisfizo el resultado, y lo repitió.

—Esto quiere decir… ¡que tiene más de ciento cincuenta años!

Y, probablemente, aguantará otros ciento cincuenta. Desde luego, la tapicería…, cuero auténtico, fíjese bien…, se cambia cada veinte años, más o menos. Si estos asientos pudiesen hablar, nos contarían algunos secretos. En realidad, lo hicieron más de una vez…, pero puedo asegurarle que han sido totalmente limpiados de oídos indiscretos.

—¿De oídos indiscretos? ¡Ah! Ya entiendo lo que quiere usted decir. En todo caso, yo no tengo secretos.

—Entonces, pronto le proporcionaremos algunos; es nuestra principal industria local.

Mientras el hermoso y viejo coche rodaba en casi absoluto silencio, guiado por sus mandos automáticos, Duncan trató de ver algo del terreno que estaban cruzando. El puerto espacial estaba a cincuenta kilómetros de la ciudad —todavía no se había inventado el cohete silencioso— y había un intenso tráfico en la autopista de cuatro carriles. Duncan pudo contar al menos veinte vehículos de diversos tipos, y, aunque todos circulaban en la misma dirección, el espectáculo resultaba un poco alarmante.

—Supongo que los demás coches funcionan también automáticamente —dijo, con ansiedad.

Washington le miró, un poco sorprendido.

—Naturalmente —dijo—. La conducción manual de un vehículo por una vía pública es delito grave desde… hace al menos cien años. Sin embargo, todavía tenemos psicópatas ocasionales que se matan o matan a otras personas.

He aquí una confesión interesante: la Tierra no había solucionado todos sus problemas. Uno de los mayores peligros de la sociedad tecnológica era el loco imprevisible que traba de expresar —consciente o inconscientemente— sus frustraciones, por medio del sabotaje. En tiempos pasados, se habían dado odiosos ejemplos de esto; tal vez el más conocido era la destrucción del reactor de Gondwana a principios del siglo XXI. Como Titán era aún más vulnerable que la Tierra a este respecto, a Duncan le habría gustado profundizar más en la cuestión; pero, hacerlo al cabo de una hora de haber llegado, habría sido una falta de tacto.

Estaba completamente seguro de que, si daba este faux-pas, su anfitrión desviaría lisa y llanamente la conversación, sin producirle la más ligera molestia. En el breve tiempo transcurrido desde que le había conocido, Duncan había comprendido que George Washington era un diplomático refinado, dotado del aplomo que sólo puede proporcionar un árbol genealógico cuyas raíces tienen una profundidad de varios siglos. Sin embargo, habría sido difícil imaginar alguien que se pareciese menos a su distinguido tocayo, pues este George Washington era un hombre bajito, calvo, moreno y bastante rechoncho, que vestía elegantemente y llevaba muchas joyas. La calvicie y la gordura resultaban sorprendentes, pues podían corregirse fácilmente. Por otra parte, le prestaban cierto aire de distinción, y tal vez era ésta la causa de su permanencia. Pero éste era otro tema delicado que Duncan debía evitar, al menos hasta que le conociese mucho más. Y quizás ni siquiera entonces.

El coche cruzaba ahora un esbelto puente, tendido sobre un río ancho y bastante sucio. El espectáculo de tanta agua natural era imponente, pero el río parecía muy frío y triste en la lúgubre noche.

—El Potomac —dijo Washington—. Pero espere a verlo a la luz del sol, cuando haya arrastrado todo ese lodo. Entonces lo verá azul y resplandeciente, y le parecerá imposible que se necesitasen doscientos años de duros trabajos para hacerlo tal cual es. Aquello es Watergate; naturalmente, no el original, que fue derribado allá por el año 2000, aunque los demócratas querían convertirlo en monumento nacional. Y el Kennedy Centre, que sí que es, más o menos, el original. Cada cincuenta años, algún arquitecto trató de restaurarlo; pero ahora han renunciado a hacerlo.

Así pues, esto era Washington, viviendo al calor (aunque poco eficazmente, en una noche como ésta) de sus glorias pasadas. Duncan había leído que el aspecto físico de la ciudad había cambiado muy poco en trescientos años, y ahora lo creyó. La mayoría de los viejos edificios oficiales y públicos habían sido cuidadosamente conservados; de ello había resultado, según decían los críticos, el museo habitado más grande del mundo.

Un poco más tarde, el coche entró en una avenida que discurría entre unos jardines muy bien cuidados. Se oyó un ligero zumbido en el tablero de control, y se encendió un pequeño rótulo: CONDUCCIÓN MANUAL. George Washington tomó el volante y avanzó a prudente velocidad entre macizos de flores y recortados arbustos, hasta que se detuvo en el portal de un edificio visiblemente muy antiguo. Parecía demasiado grande para una casa particular y demasiado pequeño para un hotel, aunque en realidad tenía un rótulo, de caracteres tan complicados que casi resultaba imposible su lectura: HOTEL DE CENTENARIO.

El profesor Washington parecía tener una habilidad extraordinaria para anticiparse a las preguntas:

—Fue construido por un rey de los ferrocarriles, a finales del siglo diecinueve. Quería tener un lugar para recibir a los congresistas, y esta inversión le rindió varios miles por ciento. Nosotros lo hemos tomado para esta ocasión, y la mayoría de los invitados oficiales se alojarán aquí.

Para asombro de Duncan —que incluso se sintió violento, pues el servicio personal era desconocido en Titán—, dos caballeros negros, que lucían abigarradas libreas, se hicieron cargo de su exiguo equipaje. Uno de ellos le habló una lengua suave y musical, de la que no pudo comprender una sola palabra.

—Se está usted excediendo, Henry —le reprendió amablemente Washington—. Es posible que ésta sea la jerga auténtica de los esclavos, pero, ¿de qué le sirve si sólo ustedes, los historiadores del lenguaje, pueden comprenderlo? ¿Y de dónde sacó ese disfraz? Yo también necesitaré uno.

A pesar de esta apelación, Duncan tampoco entendió la respuesta. Mientras subían en la dorada jaula del pequeño ascensor, Washington comentó:

—Temo que el profesor Murchison ha asimilado demasiado profundamente el Espíritu del 76. Sin embargo, esto demuestra que hemos progresado algo. Si, hace un par de siglos, le hubiese sugerido usted que representase el papel de uno de su más humildes antepasados, incluso en una comedia, le habría partido la cabeza. Ahora, se está divirtiendo de lo lindo, y nos costará mucho hacerle volver a su aula de Georgetown.

Washington contempló su mano rolliza y morena, y suspiró.

—Cada vez se hace más difícil encontrar una piel negra auténtica. Yo no soy un chiflado de la raza —añadió apresuradamente—, pero será una lástima que todos acabemos teniendo la misma tez blanca desvaída. A propósito, supongo que se ha dado cuenta de que usted tiene una ventaja ligeramente injusta.

Duncan le miró un momento sin comprenderle. Jamás había prestado más atención al color de su piel que al de su cabello; incluso le habría costado describirlos, si le hubiesen pedido de pronto que lo hiciese. Ciertamente, nunca se había considerado negro; pero ahora se daba cuenta, con comprensible satisfacción, de que era varios grados más oscuro que George Washington, descendiente de reyes africanos.

Cuando la puerta de la suite del hotel se cerró detrás de él y no tuvo ya necesidad de mantener las apariencias, Duncan se dejó caer muy satisfecho en uno de los fuertemente acolchonados sillones. Este se inclinó hacia atrás de un modo tan voluptuoso que Duncan sospechó que había sido especialmente diseñado para visitantes de mundos de baja gravedad. Washington era, ciertamente, un anfitrión admirable, y parecía haber pensado en todo. Sin embargo, Duncan comprendió que tendría que pasar mucho tiempo antes de que se sintiese realmente como en su casa.

Aparte de la atracción de la gravedad, había docenas de detalles que le recordaban de un modo sutil que no estaba en su mundo. Uno de ellos era el tamaño de la habitación; comparada con las de Titán, era enorme. Y estaba amueblada con un lujo que jamás había visto en la vida real, y sí, solamente, en las comedias históricas. Aunque, naturalmente, este escenario era del todo apropiado, pues ahora vivía en la mitad de la Historia. Esta mansión había sido construida antes de que los hombres se aventurasen más allá de la atmósfera, y presumía que la mayor parte de sus instalaciones correspondían a la época. Las vitrinas llenas de delicada cristalería, las pinturas al óleo, las curiosas y viejas fotografías de estiradas y olvidadas eminencias (tal vez la del primitivo Washington…, pero no, pues aún no se habían inventado las cámaras), los pesados tapices: nada de esto tenía parangón en Titán, y Duncan dudó incluso de que sus modelos holográficos figurasen en la Biblioteca Central.

Incluso la mesa de comunicaciones parecía remontarse al siglo pasado. Aunque todos sus elementos le eran familiares —la apagada pantalla gris, el teclado alfanumérico, las lentes y la rejilla para hablar—, algo en su disposición les daba un aspecto anticuado. Cuando sintió que podía volver a caminar unos cuantos metros sin temor de derrumbarse, Duncan se acercó cautelosamente a la mesa y se instaló pesadamente en la silla que había delante.

La marca y los números de serie estaban en el sitio acostumbrado, junto a uno de los lados de la pantalla. Sí, aquí estaba la fecha: 2183. Tenía casi cien años.

Sin embargo, aparte de que la «e» y la «a» de las teclas de contacto estaban un poco borrosas, no había prácticamente señales de desgaste. ¿Y por qué había de haberlas, en una pieza de equipo que no tenía ninguna parte móvil?

Esto era otro elocuente recordatorio de que la Tierra era un mundo viejo, que había aprendido a conservar el pasado. La novedad por la novedad era una desdeñable reliquia de los siglos de despilfarro. Si un instrumento funcionaba satisfactoriamente, no era sustituido porque cambiase simplemente el estilo, sino solamente cuando se rompía o cuando se introducía alguna mejora fundamental en su funcionamiento. La mesa casera de comunicaciones —o comsola— había alcanzado su más alto nivel tecnológico a principios del siglo XXI, y Duncan habría apostado cualquier cosa a que había unidades, en la Tierra, que habían prestado un servicio continuo durante más de doscientos años.

Y esto no era ni la décima parte de la historia de este mundo. Por primera vez en su vida, Duncan sintió una impresión casi abrumadora de inferioridad. Nunca había creído realmente que los moradores de la Tierra le mirasen como a un bárbaro surgido de la oscuridad exterior; pero, ahora, ya no estaba tan seguro.