Port Van Allen
Cuando Duncan se acostó por última vez a bordo del Sirius, la Tierra estaba todavía a cinco millones de kilómetros de distancia. Ahora parecía llenar el cielo y aparecía exactamente igual que en las fotografías. Él se había reído cuando viajeros más curtidos le habían dicho que esto le sorprendería; ahora, le sorprendía amargamente su propia sorpresa.
Porque la nave había cruzado la órbita de la Tierra; se acercaban a ésta desde la dirección del Sol, y el hemisferio inferior estaba casi completamente iluminado. Blancos continentes de nubes cubrían la mayor parte del lado diurno, y sólo en raras ocasiones se vislumbraban tierras imposibles de identificar sin un mapa. El deslumbrante resplandor del casquete Antártico, cubierto de hielo, era el rasgo más destacado de la superficie. Allí debía hacer mucho frío; pero Duncan recordó que aquel clima era tropical en comparación con la mayor parte de su mundo.
La Tierra era un planeta hermoso; esto era indiscutible. Pero era también extraño, y sus fríos blancos y azules no enardecían su corazón. Ciertamente, era paradójico que Titán, con sus alegres nubes anaranjadas, pareciese mucho más hospitalario, visto desde el espacio.
Duncan permaneció en el Salón B, observando la Tierra que se acercaba y despidiéndose de muchos amigos temporales, hasta que Port Van Allen fue una brillante estrella sobre el fondo negro del espacio; después, un resplandeciente anillo; después, una rueda enorme que giraba lentamente. El peso disminuyó gradualmente cuando el Impulsor que les había llevado a través de la mitad del Sistema Solar redujo su impulso a cero; después, sólo hubo ocasionales sacudidas al rectificar los motores de baja potencia la dirección de la nave.
La estación espacial seguía dilatándose; su tamaño era increíble, incluso teniendo en cuenta que había crecido continuamente durante casi tres siglos. Ahora eclipsó completamente la Tierra, cuyo comercio dirigía y controlaba, y, un momento después, una vibración apenas perceptible, y que cesó inmediatamente, informó a todos de que la nave había atracado. Unos segundos más tarde, el Capitán confirmó la noticia.
—Bienvenidos a Port Allen, puerta de la Tierra. Celebramos haberles tenido con nosotros y deseamos que su estancia les haya sido agradable. Tengan la bondad de seguir a los camareros y de comprobar que no olvidan nada en sus camarotes. Lamento tener que referirme a esto pero tres pasajeros no han liquidado aún su cuenta; el sobrecargo les esperará a la salida…
Unas cuantas risas y exclamaciones burlonas saludaron este anuncio, pero se extinguieron rápidamente entre el barullo del desembarco. Aunque se presumía que todo estaba minuciosamente organizado, hubo un verdadero caos. Muchos pasajeros iban adonde no debían, mientras el sistema de altavoces llamaba en tono quejumbroso a personas de nombres inverosímiles. Duncan tardó más de una hora en llegar al puerto espacial, y no volvió a ver su equipaje completo hasta el segundo día de su estancia en la Tierra.
Pero al fin cesó la confusión y la gente se deslizó por el cuello de botella del túnel de desembarco, pasando a los correspondientes pisos de la estación. Duncan siguió escrupulosamente las instrucciones y se encontró, con los demás de su grupo alfabético, formando cola ante la Oficina de Cuarentena. Todas las demás formalidades se habían cumplido hacía horas, por circuito de radio; pero esto era algo que la electrónica no podía solucionar. Ocasionalmente, se había cerrado el paso a algún viajero en la misma puerta de la Tierra, y Duncan sintió cierta aprensión al enfrentarse con esta última prueba.
—No recibimos muchos visitantes de Titán —dijo el oficial médico que comprobó su historial—. Entra usted en la clasificación lunar: menos de un cuarto de gravedad. Puede resultarle un poco duro en la primera semana, pero es lo bastante joven para adaptarse bien. Le será más fácil si sus padres…
La voz del médico se extinguió, y se hizo el silencio: había llegado a la casilla con el epígrafe MADRE. Duncan estaba acostumbrado a esta reacción y hacía tiempo que había dejado de preocuparle. En realidad, incluso le divertía un poco la sorpresa que solía producir el descubrimiento de su condición. Al menos, este O.M. no le hizo la tonta pregunta que solían formularle los profanos y a la que siempre respondía automáticamente: «Claro que tengo ombligo, y de los mejores que pueden comprarse con dinero.» En cuanto al otro mito corriente —que los clones varones debían ser anormalmente viriles «porque habían tenido padre dos veces»—, lo dejaba prudentemente sin respuesta. Esto le había sido útil en varias ocasiones.
Tal vez porque había otras seis personas en la cola, el médico reprimió toda curiosidad científica que pudiese sentir y envió a Duncan «arriba», a la sección de Gravedad Terrestre del puerto espacial. El ascensor, que se movía a lo largo de uno de los radios de la lenta rueda giratoria, pareció tardar mucho tiempo en llegar a su destino; mientras tanto, Duncan sintió que su peso aumentaba implacablemente.
Cuando al fin se abrieron las puertas, salió muy tieso de la jaula. Aunque todavía estaba a mil kilómetros sobre la Tierra, y este nuevo peso era completamente artificial, tuvo la impresión de que estaba ya en las crueles garras del planeta inferior. Si no podía pasar esta prueba, tendría que regresar a Titán, lleno de vergüenza.
Cierto que los que fallaban por poco podían seguir un curso acelerado de adaptación, proyectado especialmente para los residentes lunares. Sin embargo, esto sólo era seguro para los que habían pasado la mayor parte de su infancia en la Tierra, y Duncan no tendría posibilidades de aprobar.
Pero olvidó todos estos temores cuando entró en el mirador y vio la Tierra en creciente, llenando la mitad del cielo y deslizándose lentamente frente a los ventanales de observación, que eran, a su vez, un famoso tour-de-force de ingeniería espacial. Duncan no pretendió calcular cuántas toneladas de presión de aire resistían; al acercarse al más próximo, le fue fácil imaginar que no había nada que le protegiese del vacío del espacio. Una sensación excitante y, a la vez, turbadora.
Tenía intención de repasar la lista de comprobación que le había dado el médico, pero aquella vista pasmosa se lo impedía. Permaneció clavado en el suelo, limitándose a cargar alternativamente su desacostumbrado peso sobre uno y otro pie, al quejarse sus hasta ahora ignorados músculos.
Port Van Allen daba una vuelta al mundo cada dos horas, y también giraba sobre su eje tres veces por minuto. Al cabo de un rato, Duncan descubrió que podía dejar de advertir el giro de la estación; su mente era capaz de eliminarlo, como una insignificante música de fondo o como un olor persistente pero neutro. Una vez conseguida esta actitud mental, podía imaginarse que estaba solo en el espacio, que era un satélite humano corriendo sobre el ecuador para pasar de la noche al día. Pues la Tierra crecía visiblemente mientras él la observaba, y la línea curva de la aurora se alejaba progresivamente al volar él hacia el este.
Como de costumbre, había poca tierra visible, y lo que podía verse de ella a través de las nubes parecía no guardar relación con ningún mapa. Y, desde esta altura, no se percibía la menor señal de vida y…, menos aún de inteligencia. Costaba creer que la mayor parte de la historia humana se había desarrollado debajo de aquella sábana blanca y brillante, y que, hasta hacía sólo trescientos años, ningún hombre se había elevado sobre ella.
Todavía estaba buscando señales de vida cuando el disco empezó de nuevo a contraerse y a menguar, y el sistema de altavoces anunció a los pasajeros con destino a la Tierra que debían presentarse en la zona de embarque, Ascensores Dos y Tres.
Tuvo el tiempo justo de detenerse en el lavabo de «Última hora», casi tan famoso como el mirador, y volvió en el ascensor al mundo ingrávido de la estación, donde el módulo Tierra-Órbita se preparaba a emprender el viaje de regreso.
Allí no había ventanillas, sino que cada pasajero tenía una pantalla visual en el respaldo del asiento de delante, mediante la cual podía ver al frente, hacia atrás o hacia abajo, según sus preferencias. Pero la elección no era completamente libre, aunque no se anunciaba esta circunstancia. Las imágenes que podían resultar inquietantes —como los últimos momentos del aterrizaje— eran cuidadosamente censuradas por la computadora de la nave.
Era agradable sentirse ingrávido de nuevo —aunque sólo durante los cincuenta minutos necesarios para llegar hasta el borde de la atmósfera— y observar cómo la Tierra se transformaba lentamente de planeta en mundo. La curva del horizonte se aplanaba más y más, y hubo vistas fugaces de islas y de la nebulosa espiral de una tormenta que rugía en silencio allá en lo hondo. Después, al fin, un cuadro que Duncan pudo reconocer: el estrecho y característico istmo de la costa de California, al descender el módulo en el cielo del Pacífico para su aterrizaje definitivo, todavía a la distancia de un continente.
Ahora estaban sobre unas montañas, achatadas hasta la insignificancia; y, de pronto, un paisaje torturado de cañones entrecruzados, más propios de Marte que de la Tierra, se deslizó rápidamente bajo sus pies. Debe ser Colorado, pensó Duncan…, ¡y aquí está la gravedad!
Sintió que se hundía más y más en el perfectamente acolchonado asiento, que repartía la carga con tanta regularidad en su cuerpo que la incomodidad era mínima. Pero le costaba respirar; hasta que recordó el «Aviso a los Pasajeros» que había leído poco antes. No aspiren profundamente, decía; hagan inspiraciones cortas y rápidas, para reducir la tensión de los músculos del pecho. Trató de hacerlo así y vio que daba resultado.
Ahora hubo un ligero traqueteo y se oyó un zumbido lejano, y la pantalla lanzó un destello momentáneo y pasó automáticamente de las llamaradas de la entrada en la atmósfera a la vista que se observaba a popa. Los cañones y los desiertos se perdieron en la lejanía y fueron sustituidos por un grupo de lagos, evidentemente artificiales, en los que se veían claramente las manchitas blancas de unas barcas de vela. Duncan pudo percibir la gran estela en forma de V, de varios kilómetros de longitud, de alguna embarcación que debía deslizarse a gran velocidad sobre el agua, aunque, desde esta altura, parecía completamente inmóvil.
Entonces, el escenario cambió con una brusquedad que le pilló por sorpresa. Dada la uniformidad del paisaje, igual habría podido estar volando de nuevo sobre el océano. Sin embargo, aunque desde esta altura no podía distinguir los árboles, pasaba sobre los infinitos bosques del Medio Oeste americano.
Esto era, ciertamente, una prueba de Vida, a una escala que jamás se había imaginado. En todo Titán, había menos de cien árboles, mimados y protegidos con cariñosa diligencia. En cambio aquí, a sus pies, los había a millones y millones.
Duncan había leído, en algún sitio, la frase «bosque primigenio», y ahora acudió de nuevo a su memoria. Así debió parecer la Tierra en los antiguos tiempos, antes de que el hombre empezase a trabajarla con el fuego y el hacha. Ahora, terminada la breve Edad de la Agricultura, la mayor parte del planeta volvía a su estado primitivo.
Aunque parecía difícil de creer, Duncan sabía perfectamente que el «bosque primigenio» que se extendía interminablemente debajo de él no era mucho más viejo que su abuelo. Hacía sólo un par de siglos, todo aquello eran tierras de labor, divididas en enormes tableros de ajedrez y cubiertas, en otoño, de doradas mieses. (El concepto de las estaciones era otra realidad local que sólo podía captar con grandes dificultades…) Todavía existían muchas granjas en el mundo, regidas por aficionados excéntricos o por organizaciones de investigación biológica; pero los desastres del siglo XX habían enseñado a los hombres a no volver a confiar en una tecnología que, en el mejor de los casos, tenía una eficacia de apenas el uno por ciento.
El sol se estaba poniendo, arrastrado hacia el oeste con extraordinaria rapidez por la velocidad del módulo. Se agarró unos segundos al horizonte, y desapareció. El bosque permaneció visible durante un minuto más; después, se desvaneció en la oscuridad.
Pero no en la negrura. Como por arte de magia, aparecieron unas débiles líneas de luz en la tierra, como unas telarañas luminosas que se extendían hasta perderse de vista. A veces, tres o cuatro líneas se encontraban en un solo núcleo brillante; también había islas de fosforescencia, aparentemente desconectadas de la red principal. Una prueba más de la existencia humana: aquel bosque inmenso estaba mucho más animado de lo que parecía a la luz del día. Sin embargo, Duncan no pudo dejar de comparar esta modesta exhibición con imágenes que había visto de la primera era atómica, cuando millones de kilómetros cuadrados resplandecían por la noche con un brillo tal que los hombres no podían ver las estrellas.
De pronto, advirtió una constelación compacta de luces centelleantes que se movían independientemente del paisaje luminoso de las profundidades. De momento, se sintió confuso; después, se dio cuenta de que estaba observando una gran aeronave, que se desplazaba no mucho más de prisa que las nubes, con su cargamento de mercancías o de pasajeros. Una experiencia que Titán no podía proporcionarle y que decidió probar en cuanto se le ofreciese una oportunidad.
Y allí estaba una ciudad, una ciudad grande, de al menos cien mil habitantes. El módulo estaba ahora tan bajo que Duncan podía distinguir manzanas de casas, calles, parques… y un estadio resplandeciente de luces, probablemente escenario de algún acontecimiento deportivo. La ciudad se desvió a estribor y, pocos minutos después, todo se perdió en una niebla gris, iluminada por ocasionales relámpagos, poco impresionantes en relación con los de Titán. Dentro del camarote, Duncan no podía oír nada de la tormenta que estaban cruzando, pero la vibración de los motores había cambiado de tono, y pudo advertir que la nave descendía rápidamente. A pesar de lo cual, se sorprendió en gran manera al sentir un súbito aumento de peso y una ligerísima sacudida… y al ver aparecer en la pantalla un mar de cemento mojado, una confusión de luces y media docena de autobuses y de vehículos de servicio que corrían bajo la fuerte lluvia.
Al cabo de treinta años, Duncan Makenzie había regresado al mundo donde había nacido, pero que nunca había visto.