CAPÍTULO 15

En el nódulo

En los mares de la Tierra, lo llamaban el «Paso del Ecuador». Cuando un barco pasaba de un hemisferio al otro, se celebraban alegres ritos y ceremonias, durante los cuales, todos aquellos que cruzaban por primera vez el ecuador eran sometidos a ingeniosas burlas por parte del dios Neptuno y su Corte.

En los primeros siglos de vuelo espacial, el tránsito equivalente no involucraba cambios físicos; sólo la computadora de navegación sabía cuándo una nave dejaba de caer hacia un planeta y empezaba a hacerlo hacia otro. Pero ahora, con el advenimiento de los viajes de aceleración constante, que podía mantener el impulso durante todo un viaje, el Punto Medio o de «Giro» tenía un significado físico real y, en consecuencia, aumentaba el impacto psicológico. Después de vivir y moverse durante días en un aparente campo de gravitación, los pasajeros del Sirius perderían su peso durante varias horas y podrían sentir, al fin, que estaban realmente en el espacio.

Podrían observar la lenta rotación de los astros al girar la nave ciento ochenta grados y tomar exactamente el rumbo contrario a su primitiva línea de impulsión, para reducir poco a poco la enorme velocidad adquirida en los diez días precedentes. Podrían saborear la idea de que se movían más de prisa que cualquier otro ser humano en el curso de la Historia, y podrían considerar también la emocionante perspectiva de que, si no lograba reemprender su marcha, el Sirius alcanzaría en definitiva las más próximas estrellas, en poco más de mil años…

Todo esto era posible; sin embargo, como la naturaleza humana tiene ciertas condiciones invariables, la mayoría de los pasajeros del Sirius pensaban en otras posibilidades.

Era la única ocasión que tendrían la mayoría de ellos de experimentar la ingravidez el tiempo bastante para disfrutar de ella. ¡Sería un crimen desperdiciar la oportunidad! No era de extrañar que el volumen más popular de la biblioteca de la nave, en los últimos días, hubiese sido el NASA SUTRA, un viejo libro y un viejo chiste, explicado tan a menudo que ya no tenía gracia.

El capitán Ivanov negó, con un matiz de indignación bastante convincente, que el horario de la nave hubiese sido establecido para complacer los bajos instintos de los pasajeros. Cuando se había suscitado el tema en la mesa del Capitán, el día antes del Giro, Ivanov había formulado un argumento muy plausible.

—Es el único momento lógico para hacer la maniobra —había explicado—. Entre cero y cero cuatro, todos los pasajeros estarán en sus camarotes… durmiendo. Por consiguiente, las molestias serán mínimas. No podríamos hacerlo durante el día; recuerden que las cocinas y los retretes no funcionarán mientras permanezcamos en la ingravidez. ¡No lo olviden! Lo recordaremos a todos a última hora de la tarde, pero siempre hay algún idiota que se confía o que bebe demasiado, y no tiene la cordura suficiente para leer las instrucciones escritas en las bolsitas de plástico que encontrarán en sus camarotes.

Duncan se había sentido tentado; Mirissa empezaba a desvanecerse, y no faltaban las oportunidades. Había recibido inconfundibles señales desde varias direcciones, y para grupos con todos los valores de n, desde uno hasta cinco. No le habría sido fácil elegir; pero el hado le había ahorrado el trabajo.

Había pasado una semana entera, y faltaban sólo tres días para el Giro, cuando su creciente amistad con el primer ingeniero Mackenzie le inspiró la confianza suficiente para hacerle algunas amables insinuaciones. Estas no habían sido rechazadas de plano, pero saltó a la vista que Warren necesitaba algún tiempo para sopesar las posibilidades.

Comunicó a Duncan su decisión con sólo doce horas de antelación.

—No diré que esto pueda costarme mi empleo —dijo—, pero sí que puede resultarme muy enojoso, si llega a descubrirse. Pero usted es un Makenzie, ayudante especial del Administrador, etcétera. Si ocurriese lo peor, cosa que no espero, podríamos decir que su petición es oficial.

—Desde luego… Lo comprendo perfectamente y aprecio de veras lo que está usted haciendo. No le dejaré en la estacada.

—Ahora, hay que fijar el momento. Si todo discurre normalmente, y no tengo motivos para pensar lo contrario, estaré listo dentro de un par de horas y podré despedir a mis ayudantes. Estos se largarán como meteoros, pues puede estar seguro de que tienen algún plan, y el lugar quedará a nuestra entera disposición. Le llamaré a las cero dos, o lo antes posible después de esta hora.

—Espero que no le estropearé ningún…, bueno…, ningún plan personal que pueda tener.

—En realidad, no. Ya no hay ninguna novedad. ¿De qué se ríe?

—Se me ha ocurrido pensar —respondió Duncan— que, si alguien nos sorprendiese a las dos de la mañana del día del Giro, tendríamos una coartada perfecta…

Sin embargo, sintió una débil impresión de culpa cuando echó a andar por el pasillo detrás de Warren Mackenzie. La ingrávida —pero en modo alguno insomne— nave, habríase dicho desierta, pues nadie tenía ahora motivos para bajar del departamento de carga al Piso Tercero. Ni siquiera tendrían que simular que su empresa era absolutamente inocente.

Pero la impresión de culpa persistía, y Duncan sabía el por qué. Abusaba de la amistad para un propósito secreto, dando a entender que su interés por el Impulso Asintótico no era más que el que cabía esperar de cualquier persona con antecedentes científicos o de ingeniería. Pero quizás Warren no era tan naïve como parecía; difícilmente podía ignorar que el sistema suponía una amenaza para toda la economía de la sociedad de Duncan. Incluso era posible que tratase de ayudarle, con mucho tacto.

—Tal vez se sentirá desilusionado —dijo Warren, al cruzar la divisoria que separaba los pisos Tres y Dos—. No hay mucho que ver. Pero lo que hay es suficiente para infundir malos sueños a algunas personas, y éste es el motivo de que evitemos las visitas.

Pero no el motivo principal, pensó Duncan. El Impulso no era exactamente un secreto; existía una inmensa literatura sobre el tema, desde los más esotéricos documentos matemáticos hasta divulgaciones tan elementales que equivalían a poco más de: «Abróchese las botas, y adelante.» Pero era justo decir que la Autoridad de Transportes Espaciales de la Tierra se mostraba curiosamente evasiva en lo tocante a los detalles prácticos, y sólo su propio personal tenía acceso al pequeño planeta donde se montaba el aparato. Las pocas fotos que había del Asteroide 4.587 eran borrosas instantáneas telescópicas que mostraban dos estructuras cilíndricas, de más de mil kilómetros de longitud, que se extendían en el espacio a ambos lados del pequeño mundo, que era casi como una mota invisible entre aquéllas. Se sabía que eran los aceleradores que lanzaban materia a tal velocidad que se fundía para formar el nódulo o singularidad en el corazón del Impulsor; pero esto era todo lo que se sabía, fuera de la ATE.

Duncan flotaba ahora a pocos metros detrás de su guía, a lo largo de un pasillo revestido de tuberías y de cables: toda la instalación anónima de los vehículos marítimos, aéreos o espaciales, durante los últimos trescientos años. Sólo la notable cantidad de asideros y la profusión de gruesos colchones revelaban que aquello era el interior de una nave diseñada para no depender de la gravedad.

—¿Ve usted aquel tubo? —dijo el ingeniero—. El tubito rojo.

—Sí. ¿Qué tiene de particular?

Desde luego, Duncan no se habría fijado en él; tenía aproximadamente el grueso de un lápiz.

Es el principal alimentador de hidrógeno, tanto si lo cree como si no. Nada menos que cien gramos por segundo. O sea, ocho toneladas al día, cuando está a pleno rendimiento.

Duncan se preguntó lo que habrían pensado los ingenieros de los antiguos cohetes de esta diminuta conducción de combustible. Trató de imaginarse las monstruosas tuberías y bombas de los Saturnos que habían llevado por primera vez al hombre a la Luna: ¿cuál era su grado de consumo de combustible? Estaba seguro de que consumía más en un segundo que el Sirius en un día. Este era un buen indicio de lo que había progresado la tecnología en tres siglos. ¿Qué sería dentro de otros tres…?

—Cuidado con la cabeza… Esos son espirales de desviación. No nos fiamos de los superconductores de temperatura de las habitaciones: éstos son aún buenos y viejos criogénicos.

—¿Espirales de desviación? ¿Para qué?

—¿Ha pensado alguna vez en lo que ocurriría si el chorro tocase accidentalmente una parte de la nave? Esos espirales lo mantienen centrado y también nos dan todo el control vectorial que necesitamos.

Ahora estaban junto a un cilindro macizo —y sin embargo sorprendentemente pequeño— semejante a un cañón naval del siglo XX. Era la cámara de reacción del ingenio, y Duncan no pudo dominar una impresión de pasmo casi supersticioso al enterarse de lo que era aquello que estaba a pocos centímetros de él. Fácilmente habría podido rodear con los brazos el tubo de metal, y, ¡qué extraña era la idea de abrazar una singularidad y, con ella, si eran correctas algunas teorías, todo un universo…!

Hacia la mitad de aquel tubo de cinco metros de longitud, había sido extraída una pequeña porción de la cubierta, como la puerta de una diminuta cámara acorazada de un banco, y sustituida por una ventana de cristal. A través de esta abertura evidentemente temporal, un microscopio, montado en un brazo giratorio que permitía apartarlo una vez utilizado, enfocaba el interior de la unidad impulsora.

El ingeniero se situó en posición, agarrándose a unas anillas convenientemente fijadas en la cubierta, miró por el ocular y realizó unos delicados ajustes micrométricos.

—Eche un vistazo —dijo, cuando se sintió satisfecho.

Duncan flotó hasta el ocular y se sujetó con bastante torpeza. No sabía lo que esperaba ver, y recordó que los ojos tienen que adaptarse para que puedan transmitir impresiones inteligibles al cerebro. Una cosa absolutamente fuera de lo acostumbrado podía resultar literalmente invisible; por consiguiente, no se sintió desilusionado al mirar por primera vez.

Lo que vio no tenía absolutamente nada de extraño: era un simple enrejado de líneas finas como cabellos, que se cruzaban en ángulo recto para formar un retículo parecido a los empleados corrientemente en mediciones ópticas. Aunque escrutó el bien iluminado campo visual, no pudo descubrir nada más; igual habría podido estar explorando una hoja de papel en blanco.

—Mire a la cruz del centro —dijo su guía— y haga girar el botón hacia la izquierda, muy despacio. Media vuelta debe ser suficiente, en cualquier dirección.

Duncan obedeció; sin embargo, siguió sin ver nada durante unos segundos. Entonces advirtió que un bulto diminuto se deslizaba a lo largo de la línea al mover él el microscopio; era como si mirase el retículo a través de una lámina de cristal que tuviese una pequeña burbuja o un defecto.

—¿Lo ve?

—Sí…, aunque apenas. Es como una lente del tamaño de una cabeza de alfiler. A no ser por el enrejado, pasaría inadvertido.

—¡El tamaño de una cabeza de alfiler! La mayor exageración que he oído en mi vida. El Nódulo es más pequeño que un núcleo atómico. Desde luego, usted no lo ve en realidad, sino sólo la distorsión que produce.

—Y, sin embargo, hay allí miles de toneladas de materia.

—Bueno, una o dos —dijo el ingeniero, en tono algo evasivo—. Ha hecho una docena de viajes y se está acercando a la saturación; pronto tendremos que instalar uno nuevo. Claro que seguiría absorbiendo hidrógeno mientras se lo suministrásemos; pero no podemos arrastrar por ahí demasiada masa innecesaria, so pena de perder en eficacia. Es como en las viejas naves marítimas, que se cubrían de lapas y perdían en velocidad si no eran limpiadas a menudo.

—¿Qué hacen con los nódulos viejos, cuando son demasiado macizos para su empleo? ¿Es verdad que dejan que caigan en el Sol?

—¿De qué serviría? Un nódulo atravesaría el Sol y saldría por el otro lado. Francamente, no sé qué hacen con los viejos. Tal vez los amontonan en un gran nódulo abuelo, más pequeño que un neutrón, pero que pesaría varios millones de toneladas.

Duncan habría querido hacer muchas más preguntas. ¿Cómo se manejaban estos diminutos pero enormemente macizos objetos? Ahora que el Sirius caía libremente, el nódulo seguiría flotando donde estaba; pero, ¿qué le impediría salir despedido del tubo al empezar la aceleración? Presumió que alguna combinación de poderosos campos eléctricos y magnéticos lo mantenían en su sitio y transmitían su impulso a la nave.

—¿Qué ocurriría —preguntó Duncan— si tratase de tocarlo?

—Le diré una cosa: todo el mundo, sin excepción, hace esta pregunta.

—No me extraña. ¿Cuál es la respuesta?

—Bueno, tendría que abrir la cámara del vacío, y, al entrar el aire, se desataría un verdadero infierno.

—Entonces, lo haría de otra manera. Me pondría un traje espacial, me deslizaría por el túnel y alargaría un dedo…

—¡Y sería muy listo si tocase el punto exacto! Pero, si lo hiciese, al introducir el dedo, digamos un milímetro, las fuerzas gravitacionales empezarían a tirar de él. En cuanto los primeros átomos cayesen en el campo, soltaría toda su masa-energía, y usted pensaría que una pequeña bomba de hidrógeno había estallado ante sus narices. Probablemente, la explosión volaría el tubo en una buena fracción de la velocidad de la luz.

Duncan lanzó una risita nerviosa.

—Ciertamente, habría que ser muy listo para robarle uno de sus pequeños. ¿No le producen éstos pesadillas?

—No; estoy acostumbrado a usar este instrumento y comprendo sus pequeños trucos. En cambio, no me imagino que pudiese manejar los láseres de fuerza; me dan un pánico atroz. ¿Sabe una cosa? El viejo Kipling resumió todo esto, como de costumbre. ¿Recuerda que le hablé de él?

—Sí.

—Escribió un poema titulado El Secreto de las Máquinas, y en él hay unos versos que recuerdo a menudo cuando estoy aquí:

Mas recuerda la Ley que rige nuestras vidas,

No estamos construidos para entender mentiras,

No podemos amar, llorar ni perdonar.

Si nos manejas mal, ¡encontrarás la muerte!

Y esto es verdad en todas las máquinas, en todas las fuerzas naturales que hemos aprendido a manejar. No hay una diferencia real entre la primera fogata del hombre de las cavernas y el nódulo en el corazón del Impulsor Asintótico.

Una hora más tarde, Duncan yacía insomne en su litera, esperando que el Impulsor se pusiese en marcha y el Sirius empezase los diez días de desaceleración que le conducirían a la Tierra. Todavía veía aquella mota diminuta en la estructura del espacio, suspendida en el campo del microscopio, y comprendió que su imagen le perseguiría durante todo el resto de su vida. Y ahora se dio cuenta de que Warren Mackenzie no le había revelado ningún secreto profesional: todo lo que le había dicho hacía sido publicado miles de veces. Pero ni los escritos ni las fotografías eran capaces de producir el impacto emocional que había experimentado.

Unos dedos diminutos empezaron a pincharle; el peso volvía al Sirius. Desde una distancia infinita, llegaba el débil zumbido del Impulsor. Duncan se dijo que estaba escuchando el gemido de muerte de la materia, al abandonar ésta el universo conocido y legar a la nave toda la energía de su masa en el momento final de la disolución. Cada minuto, varios kilogramos de hidrógeno caían en aquel diminuto pero insaciable vórtice, en aquel agujero que no podía llenarse jamás.

Duncan durmió mal durante todo el resto de la noche. Tuvo pesadillas en las que él caía también en un veloz torbellino, infinitamente profundo. Y, al caer, algo le aplastaba y le reducía a dimensiones moleculares, atómicas y, por último, subnucleares. Dentro de un momento, todo habría terminado, y él desaparecería en un único destello de radiación…

Pero este momento no llegó, porque, al contraerse el Espacio, el Tiempo se dilataba infinitamente, los sucesivos segundos se hacían más largos… más largos… más largos…, hasta que se vio atrapado para siempre en una inmutable eternidad.