Himnos de imperio
Ni en cien años, pensó Duncan, habría podido preparar deliberadamente esto. Había sido, ciertamente, una magnífica administración de lo imprevisto. Colin se sentiría orgulloso de él…
Todo había empezado de un modo completamente accidental. Al descubrir que el Ingeniero Jefe llevaba el nada raro apellido de Mackenzie, era natural que se presentase a él y comparasen sus árboles genealógicos. Bastó un primer vistazo para comprobar que cualquier parentesco debía ser muy remoto; Warren Mackenzie, doctor en Astrotecnología (Propulsión) era pecoso y pelirrojo.
Pero no importaba, pues el hombre se alegró de conocer a Duncan y de charlar con él. Había nacido una sincera amistad, antes de que Duncan decidiese aprovecharse de ella.
—A veces tengo la impresión —se lamentó ligeramente Warren— de que soy un cliché viviente. ¿Sabe usted que hubo un tiempo en que todos los ingenieros navales eran escoceses, y que por esto se nos llamaba Mac-y-lo-que-fuese?
—No lo sabía. ¿Por qué no habían de ser alemanes o rusos? Estos iniciaron todo el asunto.
—Está usted fuera de onda. Me refiero a las naves que flotan en el agua. A los primeros barcos de vapor, con motores de pistones que accionaban ruedas de paletas, a principios del siglo XIX. Pues bien, la revolución industrial empezó en Gran Bretaña, y el primer motor a vapor práctico fue realizado por un escocés. Así, cuando los barcos a vapor empezaron a operar en todo el mundo, los Macs fueron con ellos. Nadie más podía comprender unas piezas de maquinaria tan complicadas.
—¿Complicados los motores a vapor? Bromea usted.
—¿Ha observado alguno de ellos? Lo son mucho más de lo que pueda imaginarse, aunque se tarda poco en comprenderlos… En todo caso, mientras duraron los barcos de vapor, solamente unos cien años, los gobernaron los escoceses. Me interesa mucho aquel período; tiene algunos parecidos sorprendentes con el nuestro.
—Prosiga; me sorprende usted.
—Bueno, aquellos viejos barcos eran increíblemente lentos, al menos los de carga. Por consiguiente, los viajes largos podían durar semanas en la Tierra. Lo mismo que los espaciales.
—Comprendo. En aquellos tiempos, los países de la Tierra estaban casi tan apartados entre sí como los planetas.
—Bueno, algunos de ellos. La analogía más perfecta es la antigua Commonwealth Británica, el primero y último imperio mundial. Durante casi cien años, países tales como Canadá, la India y Australia, dependieron únicamente de los barcos de vapor para relacionarse con Inglaterra; el viaje de ida podía durar un mes o más, y, en ocasiones, sólo se realizaba una vez en la vida. Sólo los ricos o los personajes oficiales podían permitírselo. Y, lo mismo que hoy, la gente de las colonias no podían siquiera hablar con la madre patria. El aislamiento psicológico era casi total.
—Pero, ¿no tenían teléfonos?
—Sólo para el uso local, y en número reducido. No olvide que estoy hablando de los comienzos del siglo veinte. La comunicación universal en el globo no llegó hasta finales del mismo.
—Me parece que la analogía es un poco forzada —protestó Duncan, que estaba intrigado, aunque no convencido, y dispuesto a escuchar los argumentos de Mackenzie, sin mayores motivos… por ahora.
—Puedo darle algunas pruebas más en defensa de mis teoría. ¿Ha oído hablar de Rudyard Kipling?
—Sí, aunque no he leído nada de él. Era un escritor, ¿no? Anglo-americano, de una época intermedia entre Melville y Hemingway. La literatura inglesa es una asignatura casi desconocida para mí. La vida es demasiado corta.
—Por desgracia, sí. Pero yo he leído a Kipling. Fue el primer poeta de la era de las máquinas, y alguien cree que fue también el mejor escritor de novelas cortas de su siglo. Naturalmente, yo no puedo juzgar esto; pero Kipling describió precisamente el período de que le estoy hablando. Por ejemplo, el Himno de McAndrews, un viejo ingeniero que canta sobre los pistones y las calderas y las bielas que empujan a su nave alrededor del mundo. Su tecnología, ¡y no hablemos de su teología!, se extinguió hace trescientos años; pero el espíritu que la alentaba está tan vivo como siempre.
»Y escribió poemas e historias sobre lugares lejanos, que hacen que parezcan tan remotos como los planetas en el día de hoy… y, a veces, ¡incluso más exóticos! Una de sus obras que prefiero es La Canción de las Ciudades; no comprendo la mitad de sus alusiones, pero sus referencias a Bombay, Singapur, Rangún, Sydney, Auckland…, me hacen pensar en la Luna, Mercurio, Marte, Titán…
Mackenzie hizo una pausa y pareció un poco confuso.
—Yo traté también de hacer algo por este estilo; pero no tema, no voy a fastidiarle con mis versos.
Duncan pronunció las palabras de ánimo que sabía que eran esperadas. Y tuvo la seguridad de que, antes de que terminase el viaje, el otro le pediría una crítica (léase, elogio) de sus esfuerzos literarios.
Fue, éste, un oportuno recordatorio de sus propias responsabilidades. Aunque el viaje estaba en sus comienzos, convenía que empezase a trabajar.
Exactamente diez minutos, ni un segundo más, había decretado George Washington. Ni siquiera el Presidente podía emplear más de quince, y todos los planetas dispondrían de un tiempo igual. El acto debía durar dos horas y media en total, desde el momento de entrar en el Capitolio hasta la salida para acudir a la recepción en la Casa Blanca…
Sin embargo, parecía ligeramente absurdo viajar tres mil millones de kilómetros para pronunciar un discurso de diez minutos, aunque se tratase de una ocasión única como un quingentésimo aniversario. Duncan no iba a gastar más que el mínimo necesario de aquel tiempo en formalidades corteses; como había observado Malcolm, la sinceridad de un discurso de gracias suele ser inversamente proporcional a su duración.
Para divertirse —y, más importante, para recordar más tarde a los otros participantes—, Duncan había tratado de componer una introducción formal, fundada en la lista de invitados suministrada por el profesor Washington. Empezaba así: «Señora Presidente, señor Vicepresidente, honorable señor Presidente del Tribunal Supremo, honorable señor Presidente del Senado, honorable señor Presidente de la Cámara de Representantes, Excelentísimos Señores Embajadores de la Luna, de Marte, de Mercurio, de Ganímedes y de Titán —al llegar a este punto inclinaría ligeramente la cabeza en dirección al embajador Farell, si podía distinguirle en la atestada galería—, distinguidos representantes de Albania, Austrandia, Chipre, Bohemia, Francia, Khmer, Palestina, Kalinga, Zimbawe, Eire…» Calculó que, si citaba las cincuenta o sesenta regiones que todavía insistían en alguna forma de reconocimiento individual, gastaría la cuarta parte de su tiempo antes de empezar. Evidentemente, esto sería absurdo, y confió en que todos los oradores pensarían igual que él. Duncan decidió prescindir del protocolo y optar por una digna brevedad.
«Pueblos de la Tierra» sería una expresión que abarcaría mucho terreno; para ser exacto, cinco veces la extensión de Titán, según una imponente estadística que Duncan se sabía de memoria. Pero, con esto, excluiría a los visitantes. ¿Qué tal resultaría «Amigos de otros mundos»? No; sería demasiado afectado, ya que la mayoría de ellos serían perfectos desconocidos. Tal vez: «Señora Presidente, distinguidos invitados, amigos conocidos y desconocidos de muchos mundos…» Esto estaba mejor; sin embargo, no acababa de gustarle del todo.
Había en esta cuestión, pensó Duncan, mucho más de lo que se veía a simple vista. Muchas personas le aconsejarían de buen grado; pero, siguiendo la buena y antigua tradición de los Makenzie, estaba decidido a ver lo que podía hacer él solo, antes de pedir ayuda a otros. Había leído en alguna parte que la mejor manera de aprender a nadar era que le arrojasen a uno en aguas profundas. Duncan no sabía nadar —habilidad singularmente inútil en Titán—, pero podía apreciar la analogía. Su carrera política solar empezaría con un espectacular chapuzón ante millones de espectadores.
No era nervioso; a fin de cuentas, se había dirigido a todo su mundo, como testigo experto, en el curso de debates técnicos ante la Asamblea. Se había desenvuelto bien, al sopesar los complicados argumentos en pro y en contra de minar los glaciares de amoníaco del Monte Nansen; incluso Armand Helmer le había felicitado, a pesar de que habían llegado a conclusiones opuestas. En aquellos debates, que afectaban al futuro de Titán, había tenido una responsabilidad real, y su carrera habría podido terminar súbitamente si hubiese cometido alguna tontería.
Su público terrestre sería quizás mil veces más numeroso, pero también mucho menos crítico. Ciertamente, sus oyentes se mostrarían benévolos, a menos que cometiese el imperdonable error de aburrirles.
Sin embargo, todavía no podía garantizar que no fuese así; pues aún no tenía la menor idea de cómo utilizaría los diez minutos más importantes de su vida.