El viaje más largo
—Les habla el Capitán. Durante los próximos quince minutos, imprimiremos a la nave velocidad para salir de la eclíptica. Esta será su última oportunidad de tener una buena vista de Saturno, para lo cual orientaremos la nave de manera que aquel sea visible a través de las ventanillas del Salón B. Gracias.
«Gracias, a usted», pensó Duncan, aunque menguó su agradecimiento al llegar al Salón B. Esta vez, eran demasiados los pasajeros previamente avisados por los servidores de la nave. Sin embargo, consiguió hacerse con un buen sitio, aunque tuvo que estar de pie.
Aunque el viaje no había hecho más que empezar, Saturno parecía ya muy lejano. El planeta se había reducido a una cuarta parte de su tamaño acostumbrado; ahora era sólo como el doble de la luna, vista desde la Tierra.
Pero si había disminuido de tamaño, había aumentado en espectacularidad. El Sirius se había elevado varios grados sobre el plano ecuatorial del planeta, y, por fin, pudo ver Duncan los anillos en toda su magnificencia. Finas aureolas concéntricas de plata, parecían tan artificiales que resultaba casi imposible creer que no eran obra de unos artesanos cósmicos que empleaban mundos como materia prima. Aunque, a primera vista, los anillos parecían sólidos, Duncan pudo ver, al observarlos con más atención, que el planeta relucía a través de ellos, contrastando extrañamente su luz amarilla con la inmaculada y nívea blancura de aquéllos. Cien mil kilómetros más abajo, la sombra de los anillos formaba una franja oscura a lo largo del ecuador; fácilmente habría podido tomarse por un extrañamente oscuro cinturón de nubes, en vez de un efecto de algo que se extendía a gran distancia en el espacio.
Las dos divisiones principales de los anillos aparecían a la primera mirada; pero una inspección más cuidadosa revelaba al menos una docena de más débiles fronteras, donde se manifestaban bruscos cambios en el brillo de las secciones adyacentes. Desde que se habían descubierto los anillos, en el siglo XVII, matemáticos como la doctora Chang habían tratado de explicar su estructura. Se sabía, desde hacía mucho tiempo, que las fuerzas de atracción de las múltiples lunas de Saturno dividían los miles de millones de partículas en órbita en franjas separadas; pero los detalles del fenómeno no se habían aclarado todavía.
También existían ciertas variaciones dentro de las propias franjas individuales. Así, por ejemplo, el anillo exterior mostraba un claro aspecto moteado o granujiento, y un pequeño coágulo de luz cerca de su extremidad oriental. ¿Sería —pensó Duncan— una luna a punto de nacer, o los últimos restos de otra que había sido destruida?
Lo preguntó tímidamente a la doctora Chang.
—Se han tomado en consideración ambas posibilidades —dijo ella—. Mis estudios hacen que me incline a favor de la primera. Con un poco de suerte, esta condensación puede convertirse en otro satélite dentro de unos pocos miles de años.
—No estoy de acuerdo, doctora —terció otro pasajero—. No es más que una fluctuación estadística en la densidad de las partículas. Es un fenómeno muy frecuente, que no suele durar más que unos pocos años.
—Los pequeños, sí. Pero éste es demasiado intenso y se produce demasiado cerca del borde del anillo B.
—Pero el análisis de Vanderplas del problema de Jano…
En aquel momento, pareció que los dos sabios representaban una escena de una vieja película del Oeste. Ambos llevaron simultáneamente una mano a la cadera, sacaron sus pequeñas computadoras y se retiraron, murmurando ecuaciones, al fondo del salón. A partir de entonces, se olvidaron completamente del Saturno real, cuyo estudio había motivado su largo desplazamiento, y que, probablemente, no volverían a ver jamás.
—Les habla el Capitán. Hemos terminado nuestro ajuste de velocidad y vamos a orientar la nave en el plano de la eclíptica. Espero que hayan disfrutado de una buena vista. Saturno estará ya muy lejos, cuando vuelvan a verlo.
No hubo la menor sensación de movimiento, pero el grande y anillado globo empezó a descender lentamente al otro lado de la ventana de observación. Los pasajeros que estaban en primera fila se inclinaron hacia delante para seguirlo, y se oyó un coro de desilusionados «¡Oh!» al perderse definitivamente de vista, debajo de la ancha plancha que rodeaba la parte inferior de la nave. Esta lámina de metal tenía solo un objeto: cerrar el paso a toda radiación que pudiese desprenderse hacia delante de los chorros propulsores. La simple visión momentánea de aquel brillo intolerable, semejante al resplandor de una supernova en el instante de la detonación, podía causar una ceguera total, y unos pocos segundos de exposición habrían sido letales.
El Sirius apuntaba casi directamente al Sol, al acelerar su marcha en dirección a los planetas interiores. Mientras siguiesen aquel rumbo, nada podrían ver de lo que dejaban atrás. Duncan sabía que, cuando volviese a percibir Saturno a simple vista, éste no sería más que una estrella como cualquier otra.
Un día después, la nave, que se movía a una velocidad de trescientos kilómetros por segundo, pasó junto a otro hito. Desde luego, hacía horas que había salido del campo de gravitación del planeta; ni Saturno, ni desde luego el Sol, podían capturarlo. La frontera que cruzaba ahora el Sirius era puramente convencional: la órbita de la luna más exterior.
Mnemósine, de sólo quince kilómetros de diámetro, podía jactarse de poseer dos modestos récords. Tenía el período más largo de todos los satélites, pues tardaba nada menos que 1.139 días el girar alrededor de Saturno, a una distancia media de veintiún millones de kilómetros. Y también tenía el día más largo de todos los cuerpos del Sistema Solar, pues su tiempo de rotación era, sorprendentemente, de 1.143 días. Aunque parecía evidente que estos dos hechos tenían que estar relacionados entre sí, nadie había sido capaz de dar una explicación plausible al extraño comportamiento de Mnemósine.
Por pura casualidad, el Sirius pasó a menos de un millón de kilómetros de aquel mundo diminuto. Al principio, incluso a través del potentísimo telescopio de la nave, Mnemósine no fue más que una luna en cuarto creciente, sin ningún rasgo característico; pero, a medida que se convirtió rápidamente en una media luna, surgieron en ella manchas de luz y de sombra que, en definitiva, resultaron ser cráteres. Esto era típico de todos los satélites densos, del «tipo Mercurio» —en oposición a las bolas de nieve interiores, como Mimas, Encélado y Tetis—, pero, para Duncan, tenía un interés especial. Era algo más que el último hito en la ruta de la Tierra.
Karl estaba allí, desde hacía muchas semanas, con el servicio conjunto de Inspección Titán-Terrestre de los Satélites Exteriores. Este servicio se había estado realizando desde que Duncan podía recordar —la superficie total de todas las lunas representaba una sorprendente cifra de millones de kilómetros cuadrados— y el equipo ITTSE hacía concienzudamente su trabajo. Había habido quejas acerca del coste, y los críticos no habían callado hasta que se les había prometido que la inspección sería tan completa que nunca habría que volver a las lunas exteriores. Sin saber por qué, Duncan dudaba de que se cumpliese esta promesa.
Observó cómo el pálido creciente de Mnemósine se convertía en luna llena, mientras se hundía a estribor al seguir la nave su rumbo en la dirección del Sol, y se preguntó, un instante, si debía enviar a Karl un saludo de despedida. Pero, si lo hacía, el destinatario podía interpretarlo como una burla.
Duncan necesitó varios días para adaptarse al complicado horario de la vida a bordo; horario dominado por el hecho de que el comedor (según era llamado pomposamente el departamento contiguo a la cafetería) sólo tenía capacidad para un tercio de los pasajeros. Por consiguiente, durante nueve horas del día, había un centenar de personas comiendo, mientras que otras doscientas pensaban en la próxima comida o se quejaban de la última. Esto hacía muy difícil la tarea del sobrecargo, que cuidaba también de los pasatiempos a bordo; y la circunstancia de que la mayoría de los pasajeros se resistían a someterse a su organización hacía aún más penosa su labor.
Sin embargo, la jornada se estructuraba en una serie de actos que tenían asegurado un público, gracias al aburrimiento general. A las 8 de la mañana, había un programa de noticias de la Tierra, que se repetía a las 10, y se daba el último noticiario a las 7 y a las 9 de la tarde. Al empezar el viaje, las noticias de la Tierra llegaban con un retraso de al menos una hora y media, pero este tiempo se iba reduciendo a medida que el Sirius se acercaba a su punto de destino. Cuando llegó a su definitiva órbita de aparcamiento, a mil kilómetros sobre el Ecuador, la demora era prácticamente nula y las sesiones podían fijarse al fin por las señales horarias de la radio. Los pasajeros que no advertían esto se exponían a una confusión total o, peor aún, a llegar tarde a la comida.
En la pequeña biblioteca, los pasajeros tenían a su disposición todo tipo de entretenimientos visuales, incluidos varios millones de volúmenes de ficción y de no-ficción, así como la mayoría de los tesoros musicales de la humanidad; en la estancia cabían, apretadas, diez personas. Sin embargo, había dos sesiones de cine cada noche en el salón principal, y la elección se hacía —según afirmaba el sobrecargo— por el democrático sistema del sufragio universal. Allí estaban casi todas las películas clásicas desde principios del siglo XX. Por primera vez en su vida, Duncan vio Tiempos Modernos, de Charlie Chaplin; buena parte del repertorio de Disney; Hamlet, de Olivier; Pather Panchali, de Ray; Napoleón Bonaparte, de Kubrick; Moby Dick, de Zymanowski, y otras muchas obras maestras que sólo conocía de nombre. Pero lo que tenía más éxito era Si Hoy es Martes, Ese Debe ser Marte, selección de las innumerables películas de viajes espaciales realizadas en los tiempos anteriores al verdadero vuelo espacial. Esto producía invariablemente una gran excitación entre el público, y resultaba difícil creer que tales producciones hubiesen estado un tiempo prohibidas en las naves espaciales, porque algún torpe burócrata había temido que los desastres que se representaban en ellas —como llegar por accidente a un planeta distinto del de destino— pudiesen alarmar a los pasajeros nerviosos. En realidad, esto producía el efecto contrario: los pasajeros se reían a mandíbula batiente.
Pero Duncan, concienzudo como todos los Makenzie, empezó a trabajar desde el segundo día de viaje.
Se había fijado tres tareas importantes: una física, y dos, intelectuales. La primera, realizada bajo la mirada dura y fría del médico de a bordo, consistía en prepararse para vivir en la gravedad de la Tierra. La segunda era aprender todo lo posible sobre su nuevo lugar de residencia, a fin de no parecer un paleto a su llegada. Y la tercera, preparar su discurso de acción de gracias, o al menos, escribir un guión bastante detallado y que podría revisar, en caso necesario, durante su estancia.
El proceso de adaptación requería una sesión de quince minutos, dos veces al día, en la centrifugadora de la nave o en la «pista de carreras». La centrifugadora no gustaba a nadie; ni siquiera la mejor música de fondo podía aliviar el aburrimiento de los continuos giros en la diminuta cabina, hasta que las piernas y los brazos parecían de plomo. En cambio, la pista de carreras era tan divertida que funcionaba a todas horas, e incluso había entusiastas que trataban de prolongar su tiempo.
Parte de su atractivo se debía, indudablemente, a la novedad. ¿Quién se habría imaginado encontrar bicicletas en el espacio? La pista era un estrecho túnel de fuertes peraltes, que daba la vuelta a toda la nave y se parecía bastante a un antiguo acelerador de partículas…, con la diferencia de que, en este caso, eran las propias partículas quienes producían la aceleración.
Cada noche, antes de acostarse, Duncan penetraba en el túnel, montaba en una de las cuatro bicicletas y empezaba a pedalear despacio por la pista de sesenta metros. Tardaba cosa de medio minuto en la primera vuelta; después, aumentaba gradualmente el ritmo hasta alcanzar la máxima velocidad. Esto hacía que se elevase más y más en el peralte, hasta situarse casi en ángulo recto con el suelo. Al propio tiempo, sentía que su peso aumentaba progresivamente; el velocímetro de la bicicleta había sido calibrado de manera que expresaba fracciones de gravedad, por lo que Duncan sabía siempre exactamente lo que hacía. Cuarenta kilómetros por hora —diez vueltas al Sirius en un minuto— era el equivalente de una gravedad terrestre. Después de varios días de práctica, Duncan podía mantener esta velocidad durante diez minutos, sin demasiado esfuerzo. Al terminar el viaje, podía tolerarla indefinidamente, como tendría que hacer cuando llegase a la Tierra.
La pista de carreras era particularmente emocionante cuando había en ella varios corredores y, sobre todo, cuando éstos corrían a diferentes velocidades. Aunque estaba rigurosamente prohibido el adelantamiento, éste constituía una tentación irresistible. Y la pista de carreras proporcionó también a Duncan un recuerdo más material, un pergamino seudomedieval que declaraba, para aquellos a quienes pudiese interesar, que DUNCAN MAKENZIE, DE LA CIUDAD DE OASIS, TITÁN, HA IDO EN BICICLETA DESDE SATURNO A LA TIERRA, A UNA VELOCIDAD MEDIA DE 2.176.420 KILÓMETROS POR HORA.
La preparación mental de Duncan para la vida en la Tierra le ocupaba un tiempo mucho mayor, pero era menos agotadora. Tenía ya buenos conocimientos sobre la historia, la geografía y los asuntos corrientes de la Tierra; pero, hasta ahora, habían sido principalmente teóricos, pues no habían tenido para él una aplicación directa. La Tierra estaba muy lejos, tanto astronómica como psicológicamente. En cambio, ahora, se acercaba millones de kilómetros todos los días.
Y, más importante aún, estaba rodeado de habitantes de la Tierra. Sólo había siete pasajeros de Titán a bordo del Sirius; por consiguiente, la proporción era de cincuenta a uno. Tanto si le gustaba como si no, Duncan sufría un rápido lavado de cerebro y se amoldaba a otra cultura. Sin darse cuenta, empezaba a emplear figuras de dicción propias de la Tierra y adoptaba la entonación ligeramente cantarina que era ahora universal en ésta; también utilizaba progresivamente palabras de origen chino. Todo esto era de esperar; lo que le resultaba más turbador era la impresión de que su propio mundo, al alejarse en el espacio, se hacía cada vez más irreal. Sospechaba que, antes de que terminase el viaje, se habría vuelto medio terrícola.
Pasaba mucho tiempo contemplando escenas típicas de la Tierra, escuchando debates políticos famosos y tratando de comprender el estado de la cultura y de las artes, a fin de no aparecer como un completo bárbaro de la oscuridad exterior. Cuando no estaba sentado en la cámara de vídeo, lo más probable era que estuviese hojeando un librito denso y que llevaba el título optimista de La Tierra en Diez Días. Le gustaba poner a prueba retazos de su recién descubierta información, comunicándoselos a sus compañeros de viaje, observando sus reacciones y comprobando su propia comprensión de aquéllos. A veces, la respuesta era una mirada inexpresiva; otras, una sonrisa ligeramente condescendiente. Pero todos se mostraban muy corteses con él, y, al cabo de un tiempo, Duncan se dio cuenta de que había cierta verdad en el viejo cliché de que los terrícolas no eran nunca impremeditadamente rudos.
Desde luego, era absurdo medir por el mismo rasero a quinientos millones de personas, o siquiera a las trescientas cincuenta que iban en la nave. Sin embargo, Duncan se sorprendió al descubrir con qué frecuencia resultaban exactas sus ideas preconcebidas, e incluso sus prejuicios. Al principio, Duncan lo encontró fastidioso; después, comprendió que varios milenios de historia y de cultura justificaban cierto orgullo.
Todavía era demasiado pronto para responder a una pregunta largamente debatida en todos los otros mundos; «¿Está la Tierra en decadencia?» Los individuos a quienes había conocido a bordo del Sirius no mostraban la menor huella de la gastada hipersensibilidad que solía achacarse a los moradores de la Tierra; pero, naturalmente, no eran ejemplares que permitiesen un juicio imparcial. Cualquier persona que tuviese ocasión de visitar los lejanos confines del Sistema Solar debía poseer cualidades o recursos excepcionales.
Tendría que esperar a llegar a la Tierra, antes de atreverse a calcular su decadencia con mayor exactitud. Podía ser una labor muy interesante… si el tiempo y su presupuesto le permitían el esfuerzo.