CAPÍTULO 11

Sirius

Después de trescientos años de naves espaciales, la mayoría de las cuales eran depósitos de combustible, Sirius resultaba un tanto inverosímil. Parecía tener demasiadas ventanas, y había escotillas de entrada en los lugares más imprevisibles, algunas de ellas todavía abiertas para la carga del vehículo. Menos mal que embarcaba un poco de hidrógeno, pensó agriamente Duncan; hacer el viaje de ida y vuelta sin repostar más de una vez, habría sido añadir un insulto a la defensa económica. Según se rumoreaba, era capaz de hacerlo, aunque a costa de doblar el tiempo de trayecto.

También resultaba difícil creer que este cilindro corto y grueso, con el liso y brillante anillo de la pantalla de radiación, que rodeaba la unidad impulsora como una enorme sombrilla, fuese uno de los objetos más veloces construidos por el hombre. Sólo las sondas interestelares, ahora en los abismos de sus viajes de siglos, podían superar su velocidad máxima teórica: casi el uno por ciento de la velocidad de la luz. En la práctica, no llegaba a la mitad de esta velocidad, ya que tenía que llevar material propulsor suficiente para frenar y encontrar su punto de destino. Sin embargo, podía hacer el viaje de Saturno a la Tierra en veinte días, a pesar de una pequeña desviación para evitar los peligros —sobre todo psicológicos— del cinturón de asteroides.

El vuelo de cuarenta minutos desde la superficie hasta la órbita de aparcamiento no era la primera experiencia espacial de Duncan; había hecho algunos breves viajes a las lunas próximas, a bordo de este mismo módulo. La flota de pasajeros de Titán se componía exactamente de cinco naves, y, como ninguna de ellas poseía el caro lujo de la gravedad centrífuga, había que llevar puestos los cinturones de seguridad durante todo el trayecto. El pasajero que quisiese probar la diversión y las sorpresas de la ingravidez, disponía de menos de dos horas para ello a bordo del Sirius, antes de que empezase a funcionar el módulo impulsor. Aunque Duncan se había sentido siempre completamente seguro en la caída libre, dejó que los camareros lo hiciesen flotar, como un paquete ingrávido e inerte, a través de la cámara intermedia y dentro de la nave.

Habría sido exceso de optimismo esperar que el Comité del Centenario le hubiese reservado un camarote individual —sólo había cuatro de ellos en la nave—, y Duncan sabía que tendría que compartir un doble. L.3 era una pequeña celda con dos literas plegables, un par de armarios, dos asientos, también plegables, y una pantalla de visión. No había ninguna ventanilla que diese al espacio; esto, según explicaba minuciosamente el folleto ¡Bien venidos a Bordo!, habría creado inadmisibles riesgos estructurales. Duncan no lo creyó en absoluto y se preguntó si los ingenieros no habrían temido que algún pasajero, atacado de claustrofobia, intentase salir violentamente al exterior.

Tampoco había instalación sanitaria; éstas se hallaban en un pequeño departamento contiguo al servicio de los cuatro camarotes que le rodeaban. Bueno, sólo sería un par de semanas…

Duncan se animó un poco, después de haber cobrado confianza suficiente para empezar a explorar su pequeño mundo. Aprendió rápidamente a calcular su situación, siguiendo las indicaciones de los mapas de a bordo: había que pensar en Sirius como una torre cilíndrica de diez pisos. Los cincuenta camarotes estaban repartidos entre los pisos sexto y séptimo; inmediatamente debajo, en el piso quinto, estaban el salón, las diversiones y el comedor.

Fuera de estos tres pisos, todas las dependencias estaban prohibidas a los pasajeros. Hacia arriba, estaban las instalaciones de Sustento de la Vida, las Cámaras de la Tripulación y, formando una especie de galería con visibilidad a todo su alrededor, el Puente. En la otra dirección, los pisos restantes contenían la Cocina, el departamento de Equipajes, el Carburante y el Sistema de Propulsión. Era una disposición lógica, pero Duncan necesitó algún tiempo para descubrir que la Oficina del Sobrecargo estaba en el piso de la Cocina; el Quirófano, junto al departamento de Equipajes; el Gimnasio, en el piso de Sustento de la Vida, y la Biblioteca, en un pasillo de emergencia, entre los pisos sexto y séptimo.

Al explorar su nueva residencia, Duncan tropezó con una docena de pasajeros que, como él, realizaban un viaje de exploración, y cambió con ellos los discretos saludos propios de unos desconocidos que pronto se conocerán tal vez demasiado. Había repasado ya la lista de pasajeros, para ver si había algún conocido a bordo, y había encontrado algunos nombres de Titán que le eran familiares, pero que no correspondían a amigos íntimos. También había descubierto que compartía el camarote L.3 con una doctora llamada Louise Chang; pero su despedida de Mirissa le había afectado demasiado para que «Louise» despertase en él algo más que un ligerísimo interés.

En todo caso al regresar al L.3, se había encontrado con que la doctora Chang era una sabia viejecita, que sin duda pasaba de los ciento cincuenta y que le saludó con distraída cortesía que, ni siquiera en la última etapa del viaje, pareció ser un verdadero reconocimiento de su existencia. Pronto descubrió que era uno de los físicos matemáticos más eminentes del Sistema Solar, y la primera autoridad sobre fenómenos de resonancia entre los satélites de los planetas exteriores. Durante medio siglo, había tratado de explicar por qué los huecos de los anillos de Saturno no estaban exactamente en los lugares exigidos por las mejores teorías.

Las dos horas transcurrieron lentamente, hasta que, al fin, parecieron acelerarse para llegar al momento del esperado anuncio: «Les habla el Capitán Ivanov, y es la hora menos cinco minutos. Todos los miembros de la tripulación ocuparán sus sitios, y todos los pasajeros deben ceñirse los cinturones de seguridad. La aceleración inicial será de una centésima de gravedad, diez centímetros por segundo cuadrado. Repito: una centésima de gravedad. Se mantendrá durante diez minutos, mientras se hacen las pruebas de rutina en el sistema de propulsión.»

¿Y si las pruebas dan resultado negativo?, se preguntó Duncan. ¿Saben los matemáticos lo que ocurriría si el Impulso Asintótico empezase a funcionar mal? Pero esta línea de ideas no resultaba provechosa, y la abandonó en seguida.

«Menos cuatro minutos. Los camareros comprobarán los cinturones de todos los pasajeros.»

Pero esta orden no podía ser cumplida. Había 325 pasajeros, la mitad de ellos en sus respectivos camarotes, y la otra mitad en los dos salones, y no había manera de que los atareados tripulantes se asegurasen del buen comportamiento de todas las personas a su cargo. Habían dado una vuelta por la nave media hora antes de la partida y repetido la inspección cada diez minutos, y, si algún pasajero se había soltado en el intermedio, la culpa sería exclusivamente suya. Y si alguien resultaba lesionado por una centésima de ge —pensó Duncan—, lo tendría bien merecido. Los impactos de esta aceleración tenían aproximadamente la fuerza de una esponja grande y mojada.

«Menos tres minutos. Todos los sistemas funcionan normalmente. Los pasajeros del Salón B podrán ver la salida de Saturno.»

Duncan se permitió un ligero suspiro de satisfacción. Precisamente por esto se hallaba ahora en el Salón B, después de haber consultado con uno de los tripulantes. Como Titán daba siempre la misma cara al planeta, el espectáculo de la gran esfera elevándose sobre el horizonte no podía presenciarse nunca desde la superficie del satélite, incluso en el caso de que las nubes casi perpetuas de hidrocarbono lo permitiesen.

La capa de nubes estaba ahora a mil kilómetros debajo de la nave, ocultando el mundo al que protegían del frío del espacio. Y de pronto —inesperadamente, aunque él lo había estado esperando—, Saturno se elevó como un fantasma dorado.

En todo el universo conocido, no había nada comparable con la maravilla que ahora estaba presenciando. De tamaño cien veces mayor que la pequeña Luna que flotaba en los cielos de la Tierra, el aplanado globo amarillo parecía un objeto-lección de meteorología planetaria. Sus entrelazadas franjas de nubes cambiaban de aspecto casi cada hora, mientras, a miles de kilómetros abajo, en la atmósfera de hidrógeno-metano, erupciones de causa todavía desconocida hacían surgir burbujas más grandes que continentes terrestres de un núcleo oculto. Se hinchaban y estallaban al alcanzar los límites de la atmósfera, y, en pocos minutos, la evolución furiosa de Saturno, que giraba en diez horas sobre su eje, las convertía en largas cintas de colores que llegaban a envolver la mitad del planeta.

Duncan recordó con espanto que, en alguna parte de aquel infierno, había muerto el Capitán Kleinman hacía setenta años, y, con él, una parte de la abuela Ellen. Desde entonces, nadie había intentado volver allá. Saturno seguía representando una de las más grandes aventuras sin terminar en el Sistema Solar; casi tanto, tal vez, como la del humeante infierno de Venus.

Los propios anillos eran tan indiscernibles que era fácil pasarlos por alto. Por una ironía cósmica, todos los satélites interiores estaban casi en el mismo plano de la delicada y fina estructura que hacía de Saturno un planeta único. Vistos de lado, como ahora, los anillos sólo eran visibles como unas finísimas líneas de luz que sobresalían a ambos lados del planeta; sin embargo, formaban una ancha y oscura franja de sombra alrededor del ecuador.

Dentro de pocas horas, cuando Sirius se elevase sobre el plano orbital de Titán, los anillos se desplegarían en toda su magnificencia. Y sólo esto, pensó Duncan, habría sido bastante para justificar su viaje.

«Menos un minuto…»

No había oído la señal de los dos minutos; sin duda el gran mundo que se elevaba sobre el nuboso horizonte le había hipnotizado. Dentro de sesenta segundos, el ordenador automático del corazón de la unidad de propulsión iniciaría sus misteriosas operaciones finales. Fuerzas que sólo unos cuantos hombres podían imaginar y que ninguno de ellos podía comprender en realidad, despertarían furiosas, arrancarían a Sirius de las garras de Saturno y lo lanzarían, en la dirección del Sol, hacia el lejano objetivo de la Tierra.

«… diez segundos… cinco segundos… ¡ignición!»

Era extraño que en un mundo que había permanecido tecnológicamente anticuado durante al menos doscientos años, hubiese sobrevivido la jerga de la astronáutica. Duncan apenas tuvo tiempo de hacerse esta observación, cuando sintió que se iniciaba el impulso. Desde exactamente cero, su peso aumentó hasta poco menos de un kilo; fue algo que apenas si abolló el cojín sobre el que había estado flotando, y, si lo advirtió, fue principalmente porque disminuyó la tensión de su cinturón de seguridad.

Otros efectos fueron apenas menos dramáticos. Hubo un cambio definido en el timbre de los confusos ruidos que nunca faltan a bordo de una nave espacial cuando actúan sus corazones mecánicos; y Duncan creyó oír un débil silbido que venía de muy lejos. Pero nunca pudo estar seguro de ello.

Y entonces, a mil kilómetros debajo de él, vio la prueba indiscutible de que Sirius se alejaba ciertamente de su órbita. La nave se había sumido en la noche en el curso de su último giro alrededor de Titán, y la pálida luz del sol se había desvanecido rápidamente en el mar de nubes, allá en lo hondo. Pero, ahora, había despuntado una nueva aurora, en una ancha faja sobre la cara del mundo que estaba a punto de abandonar. Detrás de la nave que aceleraba su marcha, una estela de plasma incandescente, de cien kilómetros de longitud, derramaba quintillones de unidades de luz en el espacio y a través del purpúreo paisaje de nubes de Titán. Sirius avanzaba en la dirección del Sol con más magnificencia que el propio astro rey.

«Diez minutos desde la ignición. Comprobados satisfactoriamente todos los aparatos de propulsión. Ahora aumentaremos nuestro impulso de crucero al nivel de punto dos gravedades: doscientos centímetros por segundo cuadrados.»

Y ahora, por primera vez, el Sirius mostró lo que era capaz de hacer. En un suave aumento de potencia, el impulso y el peso se multiplicaron por veinte, y la nave se mantuvo firme. El resplandor de la luz sobre las nubes inferiores era ahora tan fuerte que dañaba la vista; Duncan se atrevió a echar un vistazo al disco ascendente de Saturno, para ver si también él mostraba alguna señal de este fuerte y nuevo sol. Podía oír, débil pero inconfundible, el regular zumbido que sería la música de fondo de la vida en la nave hasta que terminase el viaje. Debe ser pura coincidencia —pensó— que la pasmosa voz del Impulso Asintótico sonase tan parecida a la de los viejos cohetes químicos que abrieron el espacio al hombre. El plasma que surgía del reactor de la nave se movía mil veces más de prisa que los gases de escape de cualquier cohete, incluso nuclear; pero la razón de que produjese este ruido aparentemente familiar era un problema imposible de resolver por una ingenua intuición mecánica.

«Hemos alcanzado el grado de crucero de un quinto ge. Los señores pasajeros pueden desabrocharse los cinturones y moverse libremente; pero se ruega precaución hasta que estén completamente adaptados.»

Yo no tardaré mucho, pensó Duncan, mientras se desabrochaba el cinturón; la aceleración de la nave le devolvía su peso normal en Titán. Los residentes de la Luna se habrían sentido también allí como en su casa, mientras que los marcianos y los terrícolas habrían experimentado una deliciosa impresión de euforia.

Las luces del salón, que casi se habían apagado para que se pudiese disfrutar mejor del espectáculo, recobraron poco a poco su brillo normal. Las pocas estrellas de primera magnitud que habían sido visibles desaparecieron de pronto, y el giboso globo de Saturno se volvió blanquecino y pálido, perdiendo todos sus colores. Duncan podía restablecer la escena corriendo las negras cortinas alrededor de la cámara de observación, pero sus ojos tardarían varios minutos en readaptarse. Se preguntaba si el esfuerzo valía la pena, cuando alguien decidió por él.

Hubo un «ding-dong-ding» musical, y una nueva voz, que sonaba como procedente de un nivel social superior en varios grados al del Capitán, anunció lánguidamente: «Les habla el mayordomo. Se ruega a los señores pasajeros que tomen nota de que el primer turno para la comida es a las mil doscientas; el segundo turno, a las mil trescientas, y el tercero, a las mil cuatrocientas. Por favor, no traten de hacer ningún cambio sin consultarme. Gracias». Un «dong-ding-dong» menos perentorio señaló el final del mensaje.

Duncan descubrió inmediatamente que la contemplación de las maravillas del universo despertaba el apetito. Eran casi las once y media, y se alegró de que le correspondiese el primer turno. Se preguntó cuántos pasajeros hambrientos se dirigirían ahora al mayordomo, para pedirle que anticipase el suyo.

Gozando de la sensación de un peso artificial que, salvo en caso de accidente, permanecería constante hasta la mitad del viaje, Duncan fue a incorporarse a la cola que, con creciente velocidad, se estaba formando en la cafetería.

Y tuvo ya la impresión de que sus primeros treinta años de vida, en Titán, pertenecían a otra existencia.