El fin del mundo
Los Vehículos de Suspensión sobre el Suelo eran muy atractivos en un medio de baja gravedad y densa atmósfera, aunque tendían a alterar el paisaje, especialmente cuando éste se componía en su mayor parte de nieve esponjosa. Sin embargo, este problema afectaba únicamente a los que viniesen detrás. Cuando alcanzaba su velocidad normal de doscientos kilómetros por hora, el alitrineo dejaba atrás su ventisca privada, y la vista al frente era estupenda.
Pero ahora no viajaba a doscientos kilómetros por hora, sino a trescientos, y Duncan empezaba a lamentar no haberse quedado en casa. Sería una estupidez romperse la cabeza en una misión que no exigía en modo alguno su presencia, sólo dos días antes de su partida hacia la Tierra.
Sin embargo, no había verdadero peligro; discurrían sobre un liso y plano manto de nieve de amoníaco, en un terreno considerado como desprovisto de grietas. La velocidad máxima era segura y estaba plenamente justificada. Era una oportunidad demasiado buena para despreciarla, tanto más cuanto que la había esperado durante años. Nadie había observado aún un gusano de cera en su fase activa, y éste estaba sólo a ochenta kilómetros de Oasis. Los sismógrafos habían registrado sus señales características, y la computadora del medio ambiente había dado el toque de alerta. El alitrineo volaba desde hacía diez minutos.
Ahora se acercaba a las bajas vertientes del Monte Shackleton, el discreto y pequeño volcán que, después de profunda reflexión, había sido aceptado como vecino por los primeros colonos. Los gusanos de cera estaban casi siempre asociados a volcanes, y algunos de ellos formaban verdaderos festones a su alrededor, «como una explosión en una fábrica de spaghetti», según había dicho un primitivo explorador. No era de extrañar que su descubrimiento hubiese causado gran excitación; vistos desde el aire, se parecían mucho a los túneles de protección construidos por las termitas y otros insectos sociales de la Tierra.
Para amargo desconsuelo de los exobiólogos, habían resultado ser un fenómeno puramente natural: el equivalente, a una temperatura muchísimo más baja, de los tubos de lava de la Tierra. La cabeza de un gusano de cera se movía, según los registros sísmicos, a una velocidad de hasta cincuenta kilómetros por hora, y preferían las inclinaciones de menos de diez grados; pero incluso se habían dado casos de marcha cuesta arriba, cuando la presión impulsora era lo bastante fuerte. Cuando había pasado el núcleo de substancias petroquímicas calientes, quedaba un tubo hueco de hasta cinco metros de diámetro. Los gusanos de cera constituían uno de los fenómenos más benignos de Titán; no sólo eran una fuente valiosa de materias primas, sino que podían adaptarse rápidamente como lugares de almacenamiento e incluso como alojamientos temporales de superficie…, si uno podía acostumbrarse a la rica orquestación de olores alifáticos.
Había otro motivo para imprimir al alitrineo su máxima velocidad: era la estación de los eclipses. Dos veces cada año saturnino, y en los equinoccios, el Sol se desvanecía detrás de la invisible masa del planeta, hasta seis horas seguidas. La luz no se extinguía poco a poco, como en la Tierra, sino que la monstruosa sombra de Saturno se extendía con impresionante brusquedad sobre Titán, sumiendo en una repentina e inesperada noche al viajero imprudente que no hubiese comprobado su calendario.
El eclipse de hoy debía producirse dentro de una hora, lo cual les daría, a menos que tropezasen con algún obstáculo, tiempo suficiente para llegar al gusano de cera. El trineo descendía ahora por un angosto valle flanqueado de bellos riscos de amoníaco teñidos con todos los matices del azul, desde el zafiro más pálido hasta el añil más fuerte. Alguien había dicho que Titán era el mundo más colorido del Sistema Solar, sin excluir la Tierra; si la luz del sol hubiese sido allí más poderosa, habría sido realmente abigarrado. Aunque predominaban los rojos y los anaranjados, todos los colores del espectro eran visibles en alguna parte, aunque raras veces por mucho rato en el mismo sitio. Las tormentas de metano y las lluvias de amoníaco esculpían continuamente el paisaje.
—Oiga, Trineo Tres —dijo de pronto el Control de Oasis—. Estarán de nuevo en campo abierto dentro de cinco kilómetros, menos de dos minutos a su velocidad actual. Después, hay una subida de diez kilómetros hasta el Glaciar de Amundsen; desde allí, podrán ver el gusano. Pero creo que llegarán demasiado tarde, pues casi ha alcanzado el Fin del Mundo.
—¡Maldición! —dijo el geólogo, que conducía el trineo con habilidad y sin el menor esfuerzo—. Lo temía. Algo me dice que nunca conseguiré atrapar a un gusano en movimiento.
Redujo bruscamente la velocidad, cuando una ráfaga de nieve disminuyó la visibilidad a poco más de cero, y, durante unos minutos, navegaron guiados por el radar a través de una niebla blanca y brillante. Una película de pegajosa aguanieve de hidrocarburo empezó a cubrir las ventanillas delanteras, y pronto las habría tapado del todo si el conductor no hubiese puesto remedio inmediato. Un agudo zumbido llenó la cabina, al empezar a oscilar los limpiaparabrisas de plástico con frecuencia casi supersónica, y, cuando fue barrido el obstáculo visual, apareció un dibujo fascinador de ondas permanentes.
Cruzaron la pequeña tormenta, y la negra pared del Glaciar de Amundsen se irguió en el horizonte. Dentro de unos pocos siglos, aquella montaña deslizante llegaría al Oasis, y habría que hacer algo para remediarlo. Durante los años de verano, la viscosidad de las ceras y aceites impregnados de carbono se rebajaba hasta el punto de que el glaciar avanzaba a la impresionante velocidad de varios centímetros por hora; en cambio, durante el largo invierno, permanecía inmóvil como una roca.
Hacía muchísimo tiempo, el calor local había derretido parte del glaciar y formado el Lago Tuonela, casi tan negro como su progenitor, pero decorado con grandes ondulaciones y espirales en los puntos donde materiales más ligeros habían sido fijados en dibujos turbulentos, por toda la eternidad. Todos los que contemplaban por primera vez el fenómeno desde el aire se creían muy originales al exclamar: «¡Caramba! Parece exactamente una taza de café cuando se empieza a remover la crema.»
Al deslizarse el trineo sobre el lago, el dibujo se desvaneció en unos minutos, pues la proximidad impedía observar debidamente sus remolinos. Después, llegaron a una larga cuesta, salpicada de grandes piedras que sólo podían evitarse dando toda su fuerza a los propulsores inferiores. Esto redujo la velocidad a menos de cien kilómetros, y el trineo ascendió trabajosamente la cuesta, en zigzag, mientras el conductor lanzaba maldiciones y miraba continuamente su reloj.
—¡Allí está! —gritó Duncan.
A pocos kilómetros de distancia, surgiendo de la bruma que siempre envolvía las laderas del Monte Shackleton, veíase una fina línea blanca que parecía un trozo de cuerda tendido en el paisaje. Se estiraba cuesta abajo hasta desaparecer en el horizonte, y el conductor hizo girar el trineo para seguir su rastro. Pero Duncan sabía que era demasiado tarde para lograr su objetivo principal; estaban demasiado cerca del Fin del Mundo. Minutos más tarde, llegaron allí, y el trineo se detuvo a respetuosa distancia.
—No voy a acercarme más —dijo el conductor—. No me gustaría que nos pillase una ráfaga al reseguir el borde. ¿Quién quiere salir? Nos quedan treinta minutos de luz.
—¿Que temperatura hay? —preguntó alguien.
—Templada. Sólo cincuenta bajo cero. Bastarán los trajes de una sola capa.
Hacía varios meses que Duncan no había salido al espacio descubierto, pero había algunas técnicas que nadie que viviese en Titán se permitía olvidar jamás. Comprobó la presión del oxígeno, el depósito de reserva, la radio, el ajuste del cierre del cuello, todos los pequeños detalles de los que dependía la esperanza de una vejez tranquila. El hecho de que estaría a cien metros de un lugar seguro, y rodeado de otros hombres que podrían ayudarle inmediatamente, no le hizo escatimar sus precauciones.
Los verdaderos viajeros espaciales menospreciaban Titán en ocasiones, con desastrosos resultados. Parecía demasiado fácil moverse en un mundo donde los trajes presurizados eran innecesarios y donde todo el cuerpo podía exponerse a la atmósfera ambiente. Tampoco había que preocuparse por las congelaciones, ni siquiera en la noche de Titán. Mientras el termotraje conservase su integridad, los ciento cincuenta vatios de calor del propio cuerpo podían mantener indefinidamente una temperatura confortable.
Estos hechos podía producir una impresión de falsa seguridad. Un desgarrón en el traje —que sería inmediatamente advertido y reparado en un medio vacío— podía tomarse aquí como una pequeña molestia hasta que fuese demasiado tarde y los dedos de las manos y los pies se desprendiesen congelados. Y, aunque parecía increíble que alguien pudiese ignorar un aviso del oxígeno o llegar hasta el punto del que no se vuelve, esto había ocurrido. El envenenamiento por amoníaco no es, desde luego, la muerte más dulce.
Duncan no dejaba que estos hechos le oprimiesen, pero siempre los tenía presentes en el fondo de su conciencia. Mientras caminaba en dirección al gusano, pisando una fina corteza que parecía cera congelada, comprobaba continua y automáticamente las posiciones de sus compañeros más próximos, para el caso de que le necesitasen, o él los necesitase.
La pared cilíndrica del gusano se cernía ahora sobre él, fantásticamente blanca, tejida con pequeñas escamas o plaquitas que se desprendían poco a poco y caían al suelo. Duncan se quitó un guante y puso la mano desnuda sobre el tubo. Estaba ligeramente caliente y tenía una suave vibración; el núcleo de líquido cálido todavía pulsaba en su interior, como sangre en una arteria gigantesca. Pero el propio gusano, controlado por las fuerzas interactivas de la tensión superficial y de la gravedad, se había suicidado.
Mientras los otros se dedicaban a sus mediciones, fotografías y obtención de muestras, Duncan caminó hacia el Fin del Mundo. No era su primera visita a aquel famoso y espectacular paisaje, pero no por ello fue menos fuerte su impresión.
Casi a sus pies, el suelo se hundía verticalmente más de mil metros. En la cara del acantilado, el gusano decapitado vertía lentamente estalactitas de cera. De vez en cuando, brotaba un glóbulo oleoso, que caía despacio sobre la capa de nubes que se extendía en lo hondo. Duncan sabía que el verdadero suelo estaba un kilómetro más abajo, pero el mar de nubes que se extendía hasta el horizonte no se había roto nunca desde que los hombres lo habían observado por primera vez.
En cambio, en lo alto, el cielo estaba muy despejado; aparte de un pequeño cirro de etileno, nada los oscurecía, y el sol era fuerte y brillante como nunca. Duncan podía incluso distinguir, a treinta kilómetros al norte, el inconfundible cono del Monte Shackleton, con su perpetuo chorro de humo.
—Apresúrense a tomar las fotografías —dijo una voz en su radio—. Le quedan menos de cinco minutos.
A un millón de kilómetros de distancia, la invisible masa de Saturno se deslizaba en dirección a la brillante estrella que inundaba el extraño paisaje con una luz diez mil veces más brillante que la Luna llena de la Tierra. Duncan retrocedió unos pasos del borde del abismo, pero de modo que aún podía ver la capa de nubes; confiaba en que así podría observar la sombra del eclipse corriendo en su dirección.
La luz menguó, menguó, y se extinguió. Duncan no llegó a ver la sombra que corría; pareció como si se hubiese hecho de noche en un instante.
Miró hacia el sol desvanecido, con la esperanza de percibir la falsa corona. Pero sólo había allí un resplandor menguante que reveló, por unos segundos, el borde curvo de Saturno, al pasar inexorablemente el mundo gigante por el cielo. Más allá, había una débil y lejana estrella, que también desaparecería dentro de un momento.
—El eclipse durará veinte minutos —dijo el conductor del alitrineo—. Si alguien quiere permanecer en el exterior, debe alejarse del borde, pues podría desorientarse fácilmente en la oscuridad.
Duncan apenas le oyó. Algo le atenazaba la garganta, casi como si una ráfaga del amoníaco circundante se hubiese introducido en su traje.
No podía apartar la mirada de aquella débil y pequeña estrella, antes de que Saturno la borrase del cielo. Y siguió mirando hacia aquel punto durante mucho rato, cuando había desaparecido ya, con todas sus promesas de calor y de cosas maravillosas, y sus numerosos siglos de civilización.
Por primera vez en su vida, Duncan Makenzie había contemplado el planeta Tierra a simple vista.