CAPÍTULO 9

Un don fatal

Catherine Linden Ellerman había celebrado su veintiún aniversario justo antes de que el Mentor llegase a Saturno; la fiesta había sido memorable en todos los aspectos y dado el último brillo de plata a los ralos cabellos del capitán. Calindy había salido incólume de todo; después de su belleza, ésta era su más notable característica. En medio del caos —incluso de un caos creado por ella misma—, era el centro tranquilo de la tormenta. Con su aplomo impropio de sus años, pareció al joven Duncan la encarnación de la cultura y el refinamiento de la Tierra. Un decenio y medio más tarde, Duncan sonreía aún taimadamente al pensar en su propia naïveté; pero ésta no estaba del todo infundada. En todo caso, Calindy era un fenómeno notable.

Duncan sabía, desde luego, que todos los moradores de la Tierra eran ricos. (¿Podía ser de otra manera, si cada uno de ellos era heredero de cien mil generaciones?) Pero le pasmaba la exhibición de joyas y de sedas de Calindy, sin darse cuenta de que variaba con consumada habilidad un vestuario limitado. La prenda más imponente era un abrigo de belleza extraordinaria —el único que se había visto en Titán—, de color dorado y confeccionado con pieles de un animal llamado visón. Esto era típico de Calindy; nadie más que ella podía haber soñado en llevar un abrigo de pieles a bordo de una nave espacial. Y no lo había hecho —según pretendía un rumor malicioso— porque hubiese oído decir que hacía frío en los alrededores de Saturno. Era demasiado inteligente para tamaña estupidez y sabía exactamente lo que hacía: había traído su abrigo de visón simplemente porque era hermoso.

Tal vez porque sólo podía verla a través de una neblina de adoración, no podía nunca imaginarla Duncan, en años posteriores, como una persona real. Cuando pensaba en Calindy y trataba de evocar su imagen, no veía a la muchacha real, sino solamente a su propia copia de ella, en una de las Burbujas estéreo que se habían hecho populares en los años cincuenta.

¡Cuantos miles de veces no había tomado en sus manos aquella esfera visiblemente sólida pero casi ingrávida, y la había sacudido delicadamente, activando de este modo la onda de cinco segundos! A través de la magia sutial de moléculas de gas organizadas, cada una de las cuales soltaba su cuantum programado de luz, la cara de Calindy aparecía entre una bruma giratoria; menuda, pero perfecta de forma y de color. Al principio, se mostraba de perfil; después, se volvía y, de pronto —Duncan no sabía nunca el momento en que esto iba a producirse—, aparecía la débil sonrisa que sólo Leonardo había sabido captar en una época remota. No parecía sonreírle a él, sino a otra persona, por encima de su hombro. Y la impresión era tan fuerte que, más de una vez, Duncan se había vuelto, sorprendido, para ver quién estaba detrás de él.

Entonces, la imagen se desvanecía, la ampolla se volvía opaca y él tenía que esperar cinco minutos para que el sistema se cargase una vez más. Lo mismo daba; sólo tenía que cerrar los ojos para seguir viendo aquella cara de óvalo perfecto, la delicadeza marfileña de su tez, los lustrosos cabellos negros recogidos en un moño y fijados con una peineta de plata que había pertenecido a una princesa española, cuando Colón era pequeño. A Calindy le gustaba representar personajes, aunque sin tomarse en serio a ninguno de ellos, y Carmen era una de sus preferidas.

Sin embargo, cuando entró en la casa de los Makenzie, era la aristócrata desterrada que aceptaba graciosamente la hospitalidad de unos amables provincianos, con los pocos recuerdos familiares que había podido salvar de la Revolución. Pero, como esto no impresionaba a nadie, salvo a Duncan, volvió a ser rápidamente la aplicada antropóloga que tomaba notas para su tesis sobre los extraños hábitos de las sociedades primitivas. Este papel era al menos en parte auténtico, pues Calindy se interesaba realmente en los diferentes estilos de vida, y, por ciertas circunstancias, Titán podía ciertamente calificarse de mundo primitivo o, al menos, subdesarrollado.

Así, por ejemplo, los terrícolas, que tenían fama de poco impresionables, se horrorizaban de veras al conocer familias de Titán que tenían tres —¡y hasta cuatro!— hijos. Los millones de niños esqueléticos del siglo XX seguían pesando en la conciencia del mundo, y ciertos trágicos pero comprensibles excesos, como la campaña de «Linchamiento de Padres», por no hablar del incendio del Vaticano, habían dejado cicatrices permanentes en el psiquismo humano. Duncan recordaba todavía la expresión de Calindy cuando había descubierto una familia de seis miembros; una expresión en que el horror se mezclaba con la curiosidad, hasta que ambos fueron disimulados por la urbanidad terrestre. Él le había explicado pacientemente estos hechos vitales, haciéndole observar que no había nada externamente sagrado en el dogma de Crecimiento Cero, y que Titán necesitaba realmente doblar su población cada cincuenta años. En definitiva, ella lo había aceptado lógicamente, pero había sido incapaz de hacerlo emocionalmente. Y era la emoción la que daba fuerza impulsora a la vida de Calindy; su voluntad, su belleza y su inteligencia estaban simplemente al servicio de aquélla.

A pesar de ser joven y proceder de la Tierra, no era aficionada a la promiscuidad; una vez, le dijo a Duncan —y él la creyó— que nunca había tenido más de dos amantes al mismo tiempo. En Titán, para gran desconsuelo de Duncan, sólo tuvo uno.

Aunque los Helmer y los Makenzie no hubiesen estado emparentados a través de la abuela Ellen, era inevitable que ella conociese a Karl, en uno de los innumerables conciertos y fiestas y bailes organizados para los exiliados del Mentor. Por consiguiente, Duncan no tenía que censurarse por haberles presentado; en definitiva, habría sido lo mismo. Sin embargo, siempre cabía una duda…

Karl tenía entonces casi veintidós años, uno más que Calindy, aunque era mucho menos experimentado que ella. Todavía poseía la complexión ligeramente musculosa de los originarios de la Tierra, pero se había adaptado tan bien en la baja gravedad que sus movimientos eran más graciosos que los de la mayoría de los hombres que había pasado toda su vida en Titán. Parecía poseer el secreto de la fuerza sin tosquedad.

Y, en el sentido literal de la expresión, era el Niño de Oro de su generación. Aunque fingía disgusto por esta frase, Duncan sabía que estaba secretamente orgulloso del título que alguien le había dado en su adolescencia: «El chico de cabellos como el sol.» La descripción sólo podía haber sido inventada por un visitante de la Tierra. A ningún titaniano se le habría ocurrido, aunque todos reconocían que era muy apropiada.

Pues Karl Helmer era uno de esos hombres a quienes, en un momento de buen humor, habían otorgado los dioses el don fatal de la belleza.

Sólo años más tarde, y en parte gracias a Colin, empezó Duncan a comprender todos los matices del asunto. Poco después de cumplir él los veintitrés años, los Makenzie recibieron la última postal del Día de las Estrellas que les envió Calindy.

Todavía no sé si cometí un error —dijo tristemente Colin, mientras manoseaba el brillante rectángulo de papel que había transmitido la convencional felicitación a través de la mitad del Sistema Solar—. Pero entonces me pareció una buena idea.

—Bueno, no creo que, a la larga, resultase perjudicial.

Colin le miró de un modo extraño.

—No lo sé. Sin embargo, la cosa no salió como yo esperaba.

—¿Y qué esperabas?

A veces era una gran ventaja, y a veces algo sumamente turbador, tener un padre que era su gemelo de cuarenta años. Este sabía todos los disparates que él haría, porque los había cometido con anterioridad. Era imposible ocultarle el menor secreto, porque sus procesos mentales eran virtualmente idénticos. En esta situación, la única política sensata era una sinceridad total, en la medida en que los seres humanos eran capaces de ella.

—No estoy muy seguro. Pero, desde el momento en que vi a Calindy, resplandeciendo como una nova en medio de las sombras y el caos de la vieja mina abandonada, quise saber más acerca de ella…, quise incorporarla a mi vida. sabes lo que quiero decir.

Duncan sólo pudo asentir con la cabeza, en muda muestra de conformidad.

—A Sheela no le importaba… A fin de cuentas, no soy un raptor de niñas. Y ambos esperábamos que Calindy te daría algo más en que pensar, aparte de Karl.

—De todos modos, estaba ya superando eso. Era demasiado frustrador.

Colin rió entre dientes, comprensivo.

—Me lo imagino; Karl se estaba haciendo muy famoso. La mitad de la gente de Titán estaba enamorada de él en aquellos tiempos…, y sigue estándolo, dicho sea de paso. Por esto debemos mantenerlo alejado de la política. Recuérdame, otro día, que te hable de Alcibíades.

—¿Quién?

—Fue un antiguo general griego, demasiado inteligente y atractivo para su propio bien. O para el de los demás.

—Aprecio tu interés —dijo Duncan, con ligerísimo sarcasmo—. Pero esto aumentó mis problemas en un cien por ciento. Como ella me dio a entender claramente, yo era demasiado joven para Calindy, y, desde luego, Karl se interesaba solamente en ella. Para empeorar las cosas, ni siquiera les importaba que yo compartiese su cama…, con tal de que no les estorbase. En realidad…

—¿Qué?

El rostro de Duncan se ensombreció. Era raro que no hubiese pensado antes en esto, con lo evidente que era.

—Les importaba, ¡por mil diablos! Disfrutaban teniéndome allí, ¡sólo para incordiarme! Al menos, Karl.

Debió ser una revelación abrumadora, y, sin embargo, no le hirió tanto como hubiese debido esperar. Debía saber desde hacía mucho tiempo, aunque sin reconocerlo, que había un rasgo definido de crueldad en el carácter de Karl. Ciertamente, hacía con frecuencia el amor sin ternura ni consideración; en ocasiones, esto había asustado a Duncan hasta ponerle al borde de la impotencia. Y hacer esto a un joven viril de dieciséis años no era grano de anís.

—Me alegro de que lo hayas comprendido —dijo sombríamente Colin—. Tenías que descubrirlo por ti mismo; si nosotros te lo hubiésemos dicho, no nos habrías creído. Pero, hiciese lo que hiciese Karl, bien pagado lo tiene. Su crisis nerviosa fue grave. Y, francamente, no creo que su recuperación sea tan completa como dicen los médicos.

Esta idea fue también nueva para Duncan, que empezó a darle vueltas en su cabeza. Aquella crisis de Karl seguía siendo un profundo misterio que la familia Helmer no había comentado nunca con los extraños. Los románticos daban una explicación sencilla: se le había partido el corazón al perder a Calindy. Duncan siempre había encontrado esto difícil de aceptar; Karl era un tipo demasiado duro para languidecer como un personaje de un antiguo melodrama, sobre todo teniendo en cuenta que había al menos mil voluntarias dispuestas a consolarle. Sin embargo, era innegable que la crisis nerviosa se había producido pocas semanas después de que el Mentor partiese, al fin, hacia la Tierra.

Después de esto, se había producido un cambio completo en su personalidad: siempre que Duncan se había encontrado con él, en los últimos años, le había parecido casi un extraño.

Físicamente, seguía tan guapo como siempre, o tal vez más, debido a su madurez. Y todavía sabía mostrarse simpático, aunque caía en súbitos silencios, durante los cuales parecía encerrarse dentro de sí mismo sin motivo aparente. Pero faltaba la verdadera comunicación; tal vez nunca había estado allí…

No; esto era injusto y falso. Habían compartido muchos momentos, antes de que Calindy entrase en sus vidas. Y uno, aunque sólo uno, después de marcharse ella.

Este había sido el dolor más profundo que había experimentado Duncan. Se había quedado mudo de aflicción al despedirse en la estación terminal del módulo, la estación Meridiana, rodeados de grandes grupos de otros pasajeros. Para su propia sorpresa, Titán había descubierto de pronto que añoraría a sus jóvenes visitantes; casi todos éstos iban acompañados de un grupo lloroso de residentes locales.

El dolor de Duncan se mezclaba también con una fuerte proporción de celos. Nunca había averiguado cómo se las había apañado Karl —o Calindy—, pero lo cierto era que habían volado juntos en el módulo y se habían despedido a bordo de la nave. Por esto, cuando Duncan vio a Calindy por última vez, y ella le saludó con la mano desde la barrera de Lazareto, Karl estaba aún con ella. En aquel momento de desolación, no presumió que volvería a verla.

Cuando, cinco horas más tarde, regresó Karl en el último vuelo del módulo, estaba pálido y macilento, y había perdido su acostumbrada vivacidad. Sin decir palabras, había entregado a Duncan un paquetito envuelto en papel de brillantes colores y con esta inscripción: CON EL CARIÑO DE CALINDY.

Duncan lo había abierto con dedos temblorosos; en su interior, había una burbuja estéreo. Pasó un buen rato antes de que pudiese ver, a través de sus lágrimas, la imagen que contenía.

Más tarde, aquel mismo día, mientras estaban los dos sumidos en igual desolación, Duncan formuló de pronto una pregunta obligada:

—¿Qué te ha dado a ti, Karl?

Hubo una súbita pausa en la respiración del otro, y Duncan sintió que el cuerpo de Karl se ponía tenso y se apartaba de él. Fue un movimiento casi imperceptible; probablemente, Karl no se dio cuenta de él.

Cuando le contestó, su voz era tensa y curiosamente defensiva.

—Es…, es un secreto. Nada importante; tal vez un día te lo diré.

Pero, ya entonces, supo Duncan que nunca lo haría; y comprendió también que era aquélla la última noche que pasaban juntos.