Gente en los pasillos
En aquellos últimos días, todo lo que hacía Duncan tenía para éste un matiz de tristeza y de finalidad. A veces, esto le intrigaba; habría tenido que estar excitado, esperando la gran aventura que sólo un puñado de hombres de su mundo podrían emprender alguna vez. Y, aunque nunca había perdido el contacto con sus amigos y su familia por más de unas pocas horas, estaba seguro de que un año de ausencia pasaría muy de prisa, entre las maravillas y distracciones de la Tierra.
Entonces, ¿por qué su melancolía? Si se despedía de las cosas de su juventud, sólo era por una temporada, y las apreciaría más a su regreso.
A su regreso. Este era, desde luego, el meollo del problema. En realidad, el Duncan Makenzie que partiría ahora de Titán no regresaría nunca; éste era, precisamente, el objeto de la operación. Como Colin hacía treinta años, y como Malcolm cuarenta años antes de esto, partiría por la ruta del Sol en busca de conocimientos, de poder, de madurez y… sobre todo, del sucesor que no podía darle su propio mundo. Pues, al ser un duplicado de Malcolm, llevaba en su aparato genital el gen maldito de los Makenzie.
Más pronto de lo que había esperado, tenía que preparar a su familia para el nuevo aditamento. Después del número acostumbrado de experiencias previas, se había juntado con Mirissa hacía cuatro años, y quería a los hijos de ésta igual que si hubiesen sido de sus propias carne y sangre. Clyde tenía ahora seis años, y Carline, tres, y éstos parecían, a su vez, querer tanto a Duncan como a sus verdaderos padres, que eran ahora considerados como miembros honorables del Clan Makenzie. Algo muy parecido había sucedido en la generación de Colin —éste había adquirido o adoptado tres familias— y en la de Malcolm. El abuelo no había querido casarse de nuevo después de abandonarle Ellen, pero nunca había estado mucho tiempo sin compañía. Sólo una computadora podía registrar las idas y venidas en la periferia del Clan; a menudo parecía que la mayoría de los habitantes de Titán estaban emparentados entre sí de alguna manera. Uno de los principales problemas de Duncan era, ahora, saber quienes se ofenderían gravemente si no se despedía de ellos.
Aparte del factor tiempo, tenía otras razones para reducir al mínimo el número de sus despedidas. Todos sus amigos y parientes —así como algunos desconocidos— parecían tener algo que encargarle, algún recado que querían que hiciese en cuanto llegase a la Tierra. O, peor aún, querían que les trajese algún artículo esencial («No te costará ningún trabajo»). Duncan calculaba que tendría que fletar un carguero especial, si atendía a todas las demandas.
De momento, tenía que dividir en dos categorías las cosas que había de hacer. Estaban aquellas que debía hacer antes de salir de Titán, y aquellas que podía demorar hasta que estuviese a bordo de la nave. Entre estas últimas, estaba el estudio de los asuntos corrientes de la Tierra, que seguían escapándosele, a pesar de los frenéticos intentos de Colin de estar al día a este respecto e informarle debidamente.
Tampoco era tarea fácil cumplir todos sus deberes oficiales, y Duncan se daba cuenta de que, dentro de unos años, sería casi imposible. Intervenía en demasiadas cosas, aunque esto era una cuestión de premeditada política familiar. Más de una vez se había lamentado de que su título de Ayudante Especial del Jefe de Administración le daba responsabilidades, pero no autoridad: «¿Sabes lo que significa la autoridad en nuestra sociedad? Dar órdenes a personas que las cumplen… si y cuando quieren.»
Esto era, desde luego, una burda calumnia contra la burocracia de Titán, que funcionaba sorprendentemente bien y con un mínimo de papeleo. Precisamente porque todos los individuos clave se conocían, podían despacharse muchísimos asuntos por medio de contactos personales. Todos los que habían venido a Titán habían sido seleccionados por su inteligencia y su habilidad, y sabían que la supervivencia dependía de la colaboración. Los que se sentían inclinados a abandonar sus responsabilidades sociales, tenían que aprender primero a respirar metano a cien grados bajo cero.
Al menos se había ahorrado un posible engorro. Difícilmente habría podido salir de Titán sin despedirse de su antaño íntimo amigo; pero, afortunadamente, Karl estaba ausente de su mundo. Hacía unos meses, se había marchado en una nave de ida y vuelta, al encuentro de un vehículo terrestre de observación que navegaba entre las lunas exteriores. Por ironía del destino, Duncan había envidiado a Karl su posibilidad de ver algunos mundos desconocidos; ahora, sería Karl quien le envidiaría a él.
Podía imaginarse el sentimiento de frustración de Karl, cuando se enterase de que Duncan estaba en camino de la Tierra. Pero esta idea le producía más tristeza que satisfacción; los Makenzie, fuesen cuales fueren sus defectos, no eran vengativos. Sin embargo, Duncan no podía dejar de preguntarse cuántas veces soñaría Karl en la ruta del Sol y de recordar los lejanos tiempos en que las emociones de ambos habían estado ligadas a la Madre Tierra.
Duncan acababa de cumplir dieciséis años, y Karl tenía veintiuno, cuando la nave de línea Mentor había hecho su primera —y muchos esperaban que fuese la última— visita a Titán. Era un carguero transformado, impulsado por fusión, lento pero económico, con tal de que pudiese repostar hidrógeno suficiente en los puntos estratégicos.
El Mentor se había detenido en Titán, para repostar por última vez, antes de emprender la última etapa de un Gran Viaje que le había llevado a Marte, Ganímedes, Europa, Palas y Japeto, con vuelos adicionales a Mercurio y Eros. En cuanto hubiese cargado unas quince mil toneladas de hidrógeno, a ser posible después de desembarcar a todos los pasajeros, su agotada tripulación pensaba volver a la Tierra por la órbita más rápida que pudiese calcular.
Este viaje debió parecer una buena idea, cuando un consorcio de Universidades terrestres lo había planeado hacía varios años. Y lo había sido, a la larga, pues los graduados del Mentor habían demostrado su valía en todo el Sistema Solar. Pero, cuando la nave había empezado a vacilar en la órbita de aparcamiento, bajo el mando de un capitán prematuramente canoso, pareció que toda la empresa iba a terminar en un desastre de primera magnitud.
No se había pensado lo bastante en el problema de mantener entretenidos sin peligro a quinientos jóvenes adultos, durante un viaje de seis meses a bordo de una nave espacial, por muy grande que fuese ésta; más tarde se supo que el profesor de Derecho encargado de mantener la disciplina se había quejado amargamente de la falta absoluta de inyectables y gases adormecedores. Por lo demás, no había habido defunciones ni dolencias graves —salvo un simple caso de embarazo—, y todos habían aprendido mucho, aunque no precisamente en los sectores pretendidos por los organizadores. Así, por ejemplo, las primeras semanas se habían empleado principalmente en hacer experimentos sexuales en la ingravidez, a pesar de las advertencias de que esto era una afición muy cara para los obligados a pasar la mayor parte de su vida sobre superficies planetarias.
Según creían muchos, otras actividades a bordo habían sido menos inofensivas. Se tenía noticia de que se había fumado tabaco, lo cual no era ilegal, pero sí poco sensato cuando había tantas alternativas nada peligrosas. Pero aún eran más alarmantes los insistentes rumores de que alguien había introducido de contrabando, a bordo del Mentor, un Amplificador de Emociones. Las llamadas «Máquinas de Placer» estaban prohibidas en todos los planetas, salvo en casos de severo control médico. Pero siempre habría personas para quienes la realidad no era suficiente y que trataban de probar algo mejor.
A pesar de los horribles chismes radiados desde otros puertos de escala, Titán había esperado con ilusión la llegada de los jóvenes visitantes. Se pensaba que éstos añadirían color a la escena social y contribuirían a establecer buenos contactos con la Madre Tierra. Y, a fin de cuentas, sólo estarían una semana…
Afortunadamente, nadie soñaba que serían dos meses, aunque esto no fue por culpa del Mentor, sino sólo de Titán.
Cuando el Mentor se situó en órbita de aparcamiento, la Tierra y Titán se hallaban enzarzados en una de sus periódicas disputas sobre el precio del hidrógeno, F. O. B. Potencial Gravitacional Cero (Referencia Solar). El proyectado aumento del 15 por 100, chillaban los terrícolas, produciría el colapso del comercio interplanetario. Todo lo que fuese menos del 10 por 100, juraban los de Titán, ocasionaría su inmediata bancarrota e impediría toda importación de artículos caros que la Tierra trataba siempre de vender. Para cualquier historiador de la economía, era un debate fastidiosamente familiar.
Incapaz de conseguir una cotización segura, el Mentor permanecía en órbita, con los depósitos de combustible vacíos. De momento, el capitán no se preocupó demasiado; no les venía mal un poco de descanso, a él y a la tripulación, sobre todo ahora que los pasajeros habían sido transportados a Titán y se habían desparramado por la faz del mísero satélite. Pero, una semana se convirtió en dos, en tres y en un mes. Llegado este momento, Titán estaba dispuesto a aceptar casi todas las condiciones; desgraciadamente, el Mentor no tenía ahora ninguna trayectoria óptima y tendría que esperar otras cuatro semanas a que se abriese la próxima ventana de lanzamiento. Mientras tanto, los quinientos invitados se divertían, en general mucho más que sus anfitriones.
Pero, para los jóvenes titanianos, fueron unos días excitantes, que recordarían durante toda la vida. Medio millar de fascinadores extranjeros habían llegado a un pequeño mundo donde todos se conocían, y prodigaban los relatos —muchos de ellos verdaderos— sobre las maravillas de la Tierra. Eran hombres y mujeres, de apenas veinte años, que habían visto bosques y praderas y mares y agua líquida, que habían paseado sin protección al aire libre, bajo un sol cuyo calor podían sentir…
Sin embargo, este mero contraste de ambientes podía ser una fuente de peligro. Los terrícolas no podían andar sueltos por ahí, ni siquiera dentro de las zonas habitables. Tenían que llevar escolta, con preferencia personas responsables y de edad no muy distinta de la del grupo, para cuidar de que no se matasen o matasen a sus anfitriones, por descuido.
Naturalmente, había momentos en que les fastidiaba esta bienintencionada supervisión e incluso trataban de librarse de ella. Un grupo lo consiguió, y tuvo mucha suerte, pues sólo padeció unas cuantas bocanadas lacerantes de amoníaco. El daño fue tan leve que los locos aventureros sólo necesitaron unos vulgares trasplantes de pulmones; pero, después de esta experiencia, no hubo más contratiempos serios.
Había otros muchos problemas. La simple mecánica de absorber quinientos visitantes era todo un desafío para una sociedad cuyo nivel de vida era todavía un poco espartano y cuya capacidad de alojamiento era limitada. Al principio, todos los inesperados huéspedes fueron alojados en una maraña de pasillos de una mina abandonada, convertidos apresuradamente en dormitorios. Después, cuando pudieron tomarse las disposiciones oportunas, fueron destinados —como refugiados de una ciudad bombardeada en una antigua guerra— a los hogares con capacidad bastante para recibirles. En esta fase, no faltaron amables voluntarios, como Colin y Sheela Makenzie.
El departamento estaba solitario, ahora que el seudoretoño de Duncan, Glynn, se había marchado a trabajar al otro lado de Titán; el otro hijo de Sheela, Yuri, hacía diez años que estaba ausente. Aunque el N.º 402, Segundo Nivel, de Meridian Park, era poco espacioso en relación con las viviendas de la Tierra, el Ayudante de Administración, Colin —en aquella época tenía este cargo—, había elegido a una de las desterradas para su adopción temporal.
Y así había entrado Calindy en la vida de Duncan… y en la de Karl.