Una cruz de titanita
—Ya eres lo bastante mayor, Duncan, para comprender este juego…, aunque es mucho más que un juego.
Sea lo que fuere, pensó Duncan, no parece muy emocionante. ¿Qué se puede hacer con cinco cuadrados idénticos de plástico blanco, de un par de centímetros de lado?
—Ahora —siguió diciendo la abuela—, el primer problema es ver cuántos dibujos diferentes puedes hacer, juntando todos estos cuadrados.
—¿Dejándolos planos sobre la mesa?
—Sí, y con los bordes coincidiendo exactamente. No está permitida ninguna superposición.
Duncan empezó a mover los cuadrados.
—Bueno —empezó—, puedo ponerlos en línea recta, así… Después, puedo torcer el de la punta para hacer una L…, y el del otro extremo para hacer una U…
Rápidamente, hizo media docena de combinaciones con los cinco cuadros, y, después, vio que se repetía.
—Creo que esto es todo… ¡Oh! ¡Qué estúpido soy!
Había olvidado la figura más fácil, la cruz o X, poniendo un cuadro en el medio y los otros cuatro a su alrededor.
—La mayoría de la gente —dijo la abuela— empieza por ésta. No sé qué significa esto, en lo que respecta a tus procesos mentales. ¿Crees que has encontrado todas las combinaciones?
Duncan siguió moviendo los cuadrados y acabó por descubrir otras tres figuras. Después, lo dejó.
—Esto es todo —anunció, confiadamente.
—Entonces, ¿qué me dices de ésta? —dijo la abuela, moviendo rápidamente las piezas para hacer una figura que parecía una F un poco gibosa.
—¡Oh!
—¿Y ésta?
Duncan empezaba a sentirse bastante tonto, pero experimentó cierto alivio al proseguir la abuela:
—Lo has hecho muy bien; sólo te dejaste estas dos. En total, pueden hacerse doce combinaciones, ni más, ni menos. Aquí están. Por más que te esfuerces, no encontrarás ni una más.
Apartó a un lado los cinco pequeños cuadrados y puso sobre la mesa una docena de piezas de plástico de brillantes colores. Cada una de ellas tenía una forma diferente, y, juntas, formaban la serie completa de las doce figuras que, según reconocía Duncan, eran las únicas que podían formarse con los cinco cuadrados iguales.
Pero, seguro que había algo más. El juego no podía terminar tan pronto. No; la abuela guardaba algo en su manga.
—Ahora, escucha con atención, Duncan. Cada una de estas figuras, que se llaman pentóminos, tiene evidentemente el mismo tamaño que las otras, toda vez que están constituidas por cinco cuadrados idénticos. Como hay doce de ellas, la suma total de sus superficies es sesenta cuadrados. ¿De acuerdo?
—Pues… sí.
—Ahora bien, sesenta es un número redondo que puede dividirse de muchas maneras. Empecemos por diez multiplicado por seis, que es la operación más fácil. Esta es el área de esta cajita: diez unidades por seis unidades. Por consiguiente, las doce piezas deberían adaptarse exactamente a ella, como en un simple rompecabezas.
Duncan buscó la trampa —la abuela era muy aficionada a las paradojas verbales y matemáticas, no todas ellas comprensibles para una víctima de diez años—, pero no pudo encontrar ninguna. Si la caja tenía el tamaño que decía la abuela, las doce piezas debían ajustarse perfectamente a ella. A fin de cuentas, la caja y las piezas tenían un área de sesenta unidades.
—¡Un momento…! El área podía ser la misma, pero la forma podía ser diferente. Tal vez no había manera de hacer que las doce piezas coincidiesen con la caja rectangular, aunque la dimensión fuese la misma.
—Lo dejo en tus manos —dijo la abuela, cuando él llevaba varios minutos revolviendo las piezas—. Pero te prometo una cosa: puede hacerse.
Diez minutos después, Duncan empezó a dudarlo. Era bastante fácil hacer caber diez piezas en el marco, e incluso, en una ocasión, había logrado meter once. Desgraciadamente, el hueco que quedaba en el rompecabezas no tenía la misma forma de la pieza que le quedaba en la mano, aunque, desde luego, tenía la misma área. El hueco era una X, y la pieza, una Z…
Al cabo de media hora, estaba a punto de reventar por el fracaso. La abuela le había dejado completamente solo, mientras ella sostenía un serio diálogo con la computadora; pero, de vez en cuando, le lanzaba una mirada divertida, como diciéndole: «¿Lo ves? No es tan fácil como te parecía…»
Duncan era terco, por la edad que tenía. La mayoría de los niños de diez años habrían abandonado mucho antes. (No se le ocurrió pensar, hasta años más tarde, que la abuela quería someterle también a un test psicológico.) Hasta pasados casi cuarenta minutos, no se decidió a pedir ayuda…
Los dedos de la abuela revolotearon sobre el mosaico. La X, la U y la L, giraron dentro del marco, y, de pronto, la cajita quedó exactamente llena. Las piezas del rompecabezas se habían adaptado perfectamente.
—Bueno, ¡tú sabías la solución! —dijo débilmente Duncan.
—¿La solución? —replicó la abuela—. ¿Te atreverías a calcular de cuántas maneras diferentes pueden adaptarse esas piezas a la caja?
Aquí había trampa: Duncan estaba seguro de ello. Él no había encontrado ninguna solución en casi media hora de esfuerzos, y había intentado al menos cien combinaciones. Pero era posible que hubiese… ¡oh!, tal vez una docena de soluciones.
—Yo diría que puede haber veinte maneras de poner esas piezas en la caja —respondió, resuelto a no arriesgarse.
—Prueba otra vez…
Era una señal de peligro. Debía haber, aquí, mucho más de lo que se veía a simple vista; por consiguiente, lo más prudente era no comprometerse.
—No puedo imaginarlo.
—Eres un chico sensato. La intuición es un guía peligroso, aunque, a veces, es el único que tenemos. Nadie pudo imaginar jamás la verdadera cifra. Hay más de dos mil maneras diferentes de poner estas doce piezas en su caja. Para ser exacto, 2.339. ¿Qué te parece?
Era inverosímil que la abuela le mintiese; sin embargo, Duncan se sintió tan humillado por no haber encontrado una sola solución, que estalló:
—¡No lo creo!
La abuela no solía mostrar enojo, aunque a veces adoptaba una actitud fría y retraída cuando él la molestaba. Pero, esta vez, se limitó a soltar una carcajada y a dar unas instrucciones a la computadora.
—Mira eso —dijo.
Apareció un mosaico de brillantes colores en la pantalla, mostrando la serie de doce pentóminos ajustada al marco de seis por diez. La imagen duró unos segundos y fue substituida por otra, visiblemente distinta, aunque Duncan no pudo recordar la otra distribución que acababa de ver. Después, otra… y otra, hasta que la abuela interrumpió el programa.
—Incluso a este ritmo veloz, tardaríamos cinco horas en verlas todas. Y puedes creerme si te digo que, aunque ningún ser humano las ha comprobado una por una, ni podría hacerlo, son todas diferentes.
Duncan contempló durante largo rato la colección de doce figuras sencillas y engañosas. Al asimilar lentamente lo que le había dicho la abuela, tuvo la primera revelación matemática auténtica de su vida. Lo que al principio parecía un simple juego infantil le había revelado unos horizontes infinitos, aunque ni el más brillante niño de diez años habría podido sospechar la inmensidad del universo que se abría ante él.
Este momento de pasmo y de maravillado despertar había sido puramente pasivo; su satisfacción intelectual fue mucho más intensa cuando descubrió su propia y primera solución al problema. Durante semanas, llevó siempre consigo la caja de plástico y la serie de doce pentóminos, para jugar con ellos en todos los momentos de ocio. Llegó a considerar las doce formas como amigos personales, llamándoles por las letras a las que más se parecían, aunque, en ciertos casos, con un esfuerzo de imaginación; el grupo irregular F, I, L, P, N, y la última secuencia alfabética T, U, V, W, X, Y, Z.
Y de pronto, en una especie de trance o éxtasis geométrico que no se volvería a repetir, descubrió cinco soluciones en menos de una hora. Newton, Einstein o Chen Tsu, no pudieron sentirse más cerca de los dioses de las matemáticas en sus momentos de veraz inspiración…
No tardó mucho tiempo en comprender, sin incitación alguna de su abuela, que podía ser también posible arreglar las piezas en formas diferentes del rectángulo de seis por diez. Al menos en teoría, los doce pentóminos podían cubrir exactamente rectángulos de cinco por doce unidades, de cuatro por quince unidades, o incluso la estrecha franja de tres unidades de anchura por veinte de longitud.
Sin demasiado esfuerzo, descubrió varios ejemplos de rectángulos de 5 × 12 y de 4 × 15. Después, pasó una semana desalentadora tratando de alinear las doce piezas en una franja perfecta de 3 × 20. Una y otra vez consiguió rectángulos más cortos, pero siempre le sobraban unas cuantas piezas; hasta que decidió que esta forma era imposible.
Dándose por vencido, volvió junto a su abuela… y recibió una nueva sorpresa.
—Me alegro de que lo hayas intentado —dijo ella—. Generalizar, explorar todas las posibilidades: esto son las matemáticas. Pero estás en un error. Puede hacerse. Sólo hay dos soluciones, y, si descubres una, tendrás también la otra.
Más animado, Duncan continuó su búsqueda con renovado vigor. Después de otra semana, empezó a darse cuenta de la magnitud del problema. El número de maneras diferentes en que podían colocarse doce objetos, esencialmente en línea recta, teniendo además en cuenta que la mayoría de ellos podían situarse al menos en cuatro orientaciones distintas, era abrumador.
Una vez más, apeló a su abuela, señalando la injusticia de las probabilidades. Si había sólo dos soluciones, ¿cuánto tiempo se necesitaba para encontrarlas?
—Yo te lo diré —respondió ella—. Si fueses una computadora desprovista de cerebro, y colocases las piezas a razón de una por segundo en cada una de las posiciones posibles, podrías formar toda la serie en… —hizo una pausa para mayor efecto— …un poco más de seis millones de años.
¿Años de la Tierra o años de Titán?, pensó Duncan, espantado. Pero esto importaba poco…
—Pero tú no eres una computadora sin cerebro —siguió diciendo la abuela—. Puedes ver inmediatamente qué categorías no se adaptan a tu objeto, y, por consiguiente, puedes prescindir de ellas. Prueba otra vez…
Duncan obedeció, aunque sin mucho entusiasmo y con poco éxito. Y entonces, tuvo una brillante idea.
A Karl le interesó el problema y aceptó inmediatamente el desafío. Tomó la serie de pentóminos, y Duncan no volvió a saber de él durante varias horas.
Después, le llamó, y parecía un poco confuso.
—¿Estás seguro de que puede hacerse? —preguntó.
—Absolutamente seguro. En realidad, hay dos soluciones. ¿No has encontrado ninguna? Creía que estabas muy fuerte en matemáticas.
—Y lo estoy. Por esto sé lo difícil que es este trabajo. Hay más de mil billones de combinaciones a comprobar.
—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó Duncan, contento de saber que había algo que confundía a su amigo.
Karl miró un pedazo de papel cubierto de números y figuras.
—Bueno, excluyendo las posiciones prohibidas, y considerando la simetría y la rotación, se obtiene un factorial de doce veces dos al veintiuno; ¡tú comprenderás por qué! Es un número importante, ¿no?
Y levantó una hoja de papel en la que había escrito, en grandes caracteres, la imponente serie de dígitos:
1 004 539 160 000 000
Duncan miró el número con satisfacción; no dudaba de la aritmética de Karl.
—Luego, lo has dejado correr.
—¡No! Sólo te digo lo difícil que es —dijo Karl, y, con hosca determinación, desconectó la línea.
Al día siguiente, Duncan tuvo una de las mayores sorpresas de su joven vida. Un Karl de ojos legañosos, que por lo visto no había dormido desde su última conversación, apareció en la pantalla.
—Aquí lo tienes —dijo, con voz tan fatigada como triunfal.
Duncan apenas podía dar crédito a sus ojos; estaba convencido de que las probabilidades contra el éxito eran tan grandes que lo hacían imposible. Pero allí estaba la franja rectangular, de tres pulgadas de anchura y veinte de longitud, formada con la serie completa de las doce piezas.
Con dedos ligeramente temblorosos de fatiga, Karl tomó las dos secciones de los extremos y las hizo girar, dejando intacta la porción central del rompecabezas.
—Y aquí está la segunda solución —dijo—. Ahora, me voy a dormir. Buenas noches… o buenos días, pues no sé en qué hora estamos.
El amoscado Duncan permaneció largo rato contemplando la pantalla en blanco. Todavía no comprendía lo que había pasado; sólo sabía que Karl había triunfado, contra todo lo que razonablemente cabía esperar.
Y no era que esto molestase a Duncan; quería demasiado a Karl para dolerse de su pequeña victoria, y, ciertamente, los triunfos de su amigo le alegraban, aunque fuesen a sus expensas. Pero aquí había algo extraño, algo que era casi mágico.
Fue la primera visión que tuvo Duncan del poder de la intuición y de la misteriosa capacidad de la mente de adelantarse a los hechos y atajar en los caminos de la lógica. En unas pocas horas, Karl había resuelto un problema que normalmente habría requerido billones de operaciones y habría tenido ocupada, durante un número apreciable de segundos, a la computadora más rápida que existía.
Un día, Duncan se daría cuenta de que todos los hombres poseían este poder, pero sólo podían usarlo una vez en la vida. En Karl, esta dote estaba excepcionalmente desarrollada; de ahora en adelante, tendría que tomar en serio incluso sus más desaforadas especulaciones.
Esto había sido hacía veinte años. ¿Dónde había estado, entre tanto, la pequeña serie de figuras de plástico? No podía recordar cuándo las había visto por última vez.
Pero aquí estaba de nuevo, reencarnada en minerales de colores: el peculiar granito de color de rosa de los Montes de Galileo, la obsidiana de la Meseta de Hugyens, el seudo-mármol de la Escarpa de Herschel. Y aquí —era increíble, pero la duda era imposible en este caso— estaba la más rara y misteriosa de todas las piedras preciosas de este mundo. La «X» del rompecabezas era de titanita; su matiz azul negruzco, con fugaces manchitas doradas, era inconfundible. Era la pieza más grande que Duncan hubiese visto jamás, y su valor era incalculable.
—No sé qué decir —balbuceó—. Es preciosa… Nunca había visto nada parecido.
Rodeó con sus brazos los delicados hombros de la abuela… y descubrió, para su desconsuelo, que estaban agitados por un temblor incoercible. La tuvo cariñosamente abrazada hasta que dejó de temblar, sabiendo que no había palabras para estos momentos, y comprendiendo, más que nunca, que él era el último amor de su vida y que iba a dejarla abandonada a sus recuerdos.