Junto a las lindas orillas de Loch Hellbrew
En tiempos pasados, Duncan montaba siempre en bicicleta o tomaba una carretilla eléctrica, cuando iba a visitar a la abuela Ellen para llevarle algún recado. En cambio, esta vez, anduvo los dos kilómetros de túnel desde la ciudad, llevando cincuenta kilos de peso cuidadosamente repartidos, lo cual sólo significaba un exceso de diez kilos. Si hubiese sabido que existieron antaño los contrabandistas, habría sentido una fuerte afinidad con éstos, ya que solían llevar lingotes de oro en sus elegantes chalecos.
Colin le había regalado el complicado arreo de bolsas y correas, con un no muy sincero «¡Gracias a Dios que nunca tendré que volver a usarlo! Sabía que lo tenía en alguna parte, pero he tardado dos días en encontrarlo. Es bien cierto que los Makenzie nunca tiramos nada».
Duncan descubrió que necesitaba las dos manos para levantar aquella prenda de la mesa. Cuando descorrió la cremallera de una de sus muchas y pequeñas bolsas, vio que contenía una varilla de un metal opaco, del tamaño de un lápiz y extraordinariamente pesada.
—¿Qué es? —preguntó—. Parece más pesado que el oro.
—Y lo es. Una superaleación de tungsteno, si no recuerdo mal. La masa total es de setenta kilos, pero no la lleves toda desde el primer momento. Yo empecé con cuarenta kilos y añadí dos cada día. Lo importante es llevar el peso bien distribuido y evitar las escoriaciones.
Duncan hizo unos cálculos aritméticos y descubrió que los resultados eran muy desalentadores. La gravedad de la Tierra era cinco veces mayor que la de Titán, y este ingenio diabólico doblaría simplemente su peso local.
—Es imposible —dijo tristemente—. Nunca seré capaz de andar por la Tierra.
—Bueno, yo lo hice, aunque no me resultó fácil al principio. Haz todo lo que te digan los médicos, aunque te parezcan tonterías. Pasa todo el tiempo que puedas en el baño o acostado. No te avergüences de usar sillas de ruedas o aparatos protésicos, al menos durante las dos primeras semanas. Y no trates nunca de correr.
—¡De correr!
—Más pronto o más tarde, te olvidarás de que estás en la Tierra y te romperás una pierna. ¿Te apuestas algo?
Las apuestas era uno de los vicios útiles de los Makenzie. El dinero se quedaba en la familia, y el que perdía aprendía siempre una lección valiosa. Aunque a Duncan le parecía imposible imaginar una quíntuple gravedad, era innegable que Colin había pasado un año en la Tierra y había sobrevivido para contarlo. Por consiguiente, no era una apuesta prometedora.
Ahora empezaba a creer en la predicción de Colin, y apenas si advertía el exceso de masa…, al menos cuando andaba en línea recta; sólo cuando trataba de cambiar de dirección, se sentía presa de una fuerza irresistible. Sin contar los visitantes de la Tierra, él era ahora, probablemente, el hombre más vigoroso de Titán. Y no era que su cuerpo cobrase nueva fuerza, sino, más bien, que recobraba poderes latentes que habían estado adormilados, esperando el momento en que serían requeridos. Unos pocos años más, y sería demasiado tarde para lo que intentaba ahora.
El túnel, de cuatro metros de anchura, había sido perforado con rayos láser, hacía unos años, a través del borde del pequeño cráter que rodeaba Oasis. En su origen, había sido una conducción de substancias petroquímicas amoniacales del justamente llamado Loch Hellbrew, una de las principales fuentes de recursos naturales de la región. La mayor parte del lago había servido para alimentar las industrias de Titán; después, la extracción del calor interno del satélite, como parte del proyecto de ingeniería planetaria local, había hecho que se evaporase el resto.
Se habían producido algunas discretas protestas cuando Ellen Makenzie había declarado sus intenciones, pero el Departamento de Recursos había extraído del túnel el resto de los vapores de hidrógeno-metano, y ahora inventariaba su oxígeno, para anual disgusto de los interventores de cuentas, como parte de la reserva de aire de la ciudad. Había dos mamparos accionados a mano, además del sistema de seguridad de la propia ciudad. Cualquiera que pasase del segundo mamparo, lo hacía a su propio riesgo; pero éste era despreciable. El túnel había sido perforado en roca maciza, y, como la presión interior era mayor que la ambiente, no había peligro de que los venenos de Titania se filtrasen dentro de él.
Media docena de túneles laterales, todos ellos cerrados ahora, partían del paisaje principal. La primera vez que Duncan había estado allí, siendo pequeño, había tenido la impresión de que los cerrados pasadizos estaban llenos de misterio y de magia; ahora, sabía que sólo conducían a unas cámaras desde hacía mucho tiempo abandonadas. Sin embargo, aunque se había desvanecido todo misterio, todavía le parecía que aquellos corredores eran frecuentados por dos fantasmas. Uno de ellos era el de una niña que había sido conocida y amada por sólo un puñado de pioneros; el otro era el de un gigante llorado por millones de personas.
El apellido de Robert Kleinman había dado pie a innumerables chistes, pues el hombre tenía casi dos metros de estatura y una complexión proporcionada. Y su talento había corrido parejas con su físico; había sido primer piloto a los treinta años de edad, a pesar de que era difícil adaptarle a los equipos espaciales corrientes. Duncan no le había considerado nunca particularmente guapo, pero, en esto, había tenido que inclinarse ante la opinión de un pequeño ejército de mujeres, incluida Ellen Makenzie.
La abuela había conocido al capitán Kleinman un año después de su separación definitiva de Malcolm; tal vez hubo una reacción emocional por parte de ella; pero no, desde luego, por parte de él. Sin embargo, a partir de aquel momento, el Capitán no había mirado nunca a otra mujer, y su intriga amorosa había tenido fama en muchos mundos. Había durado todo el período de planeamiento y preparación de la primera expedición a Saturno, y de colocación del Challenger en órbita de Titán. Y, para Ellen Makenzie, no había terminado nunca, sino que se había fijado para siempre, en el momento en que la nave había sucumbido misteriosa e inexplicablemente a su destino, entre los huracanes de la Zona Templada del Sur.
Avanzando más despacio que cuando había iniciado su marcha, Duncan llegó al último mamparo. El día en que la abuela había cumplido los cien años, los miembros más jóvenes de la familia habían pintado aquel mamparo con brillantes colores fluorescentes, que no se habían marchitado en absoluto durante los otros doce años transcurridos desde entonces. Como Ellen no se había referido nunca a ello, y sabía hacer oídos sordos cuando no quería contestar a las preguntas, no había manera de saber si le había gustado aquel obsequio.
—Estoy aquí, abuela —dijo Duncan, a través del antiguo teléfono interior que un admirador anónimo había regalado a Ellen, hacía mucho tiempo. (Llevaba ostensiblemente la marca «Made in Hong Kong» y la fecha de 1995. Aunque avergüence decirlo, se había producido un intento de robo del aparato, a pesar de que el latrocinio era virtualmente desconocido en Titán; probablemente fue un bromazo infantil o un acto simbólico anti-Makenzie.)
Como de costumbre, no hubo respuesta; pero la puerta se abrió al instante, y Duncan entró en el pequeño vestíbulo. El electrociclo de la abuela estaba en el mismo sitio donde había permanecido desde hacía años. Duncan comprobó la batería y dio una patada a los neumáticos, como hacía siempre concienzudamente. No había que hinchar éstos ni cargar aquella; si la anciana quería de pronto bajar a la ciudad, nada se lo impediría.
La cocina, que era una unidad sacada intacta de una pequeña nave orbital de pasajeros, estaba un poco más aseada que de costumbre; sin duda una de las asistentas voluntarias acababa de hacer su visita semanal. Sin embargo, el acostumbrado y agrio olor a lenta desintegración culinaria y a un inadecuado reciclaje flotaba en el ambiente, y Duncan contuvo la respiración mientras corría hacia el cuarto de estar. Nunca aceptaba más que una taza de café de la abuela, pues temía un envenenamiento accidental si probaba los productos de su robot recuperador. En cambio, Ellen parecía medrar con todo esto; en el curso de los años, debió de establecerse una especie de simbiosis entre ella y su cocina. Esta justificaba aún la garantía de «seguridad» del fabricante aunque producía los más peculiares olores. Indudablemente, la abuela no los advertía; y Duncan se preguntaba qué haría ella cuando se produjese el desastre definitivo.
El cuarto de estar principal aparecía tan atestado como de costumbre. Adosada a una de las paredes, estaba la estantería de piedras cuidadosamente rotuladas: una mineralogía completa de Titán y de las otras lunas exploradas de Saturno, así como muestras de cada uno de los anillos. Desde que Duncan podía recordar, siempre había habido una sola sección vacía, como si, todavía ahora, esperase la abuela el regreso de Kleinman.
La pared opuesta mostraba una profusión menor de equipos de comunicaciones y de información, así como estantes de micromódulos que, si hubiesen estado completamente llenos, habrían contenido más conocimientos que todas las bibliotecas de la Tierra hasta el siglo XXI. El resto de la estancia era un pequeño y compacto taller, y la mayor parte de su suelo estaba ocupado por máquinas que habían fascinado a Duncan en su infancia y que asociaría con la abuela Ellen mientras ésta viviese.
Había microscopios petrológicos, utensilios para cortar y pulir, limpiadores ultrasónicos, cuchillos láser y todos los brillantes adminículos propios de los gemólogos y los joyeros. Con los años, Duncan había aprendido el empleo de la mayoría de ellos, aunque sólo había asimilado una fracción de la habilidad de su abuela y carecía casi totalmente del talento artístico de ésta. En cambio, compartía en alto grado su interés por las matemáticas, revelado por la pequeña computadora y la consiguiente exhibición holográfica.
La computadora, lo mismo que la cocina, hubiese debido ser retirada hacía tiempo. Pero era completamente autónoma y evitaba a la abuela tener que acudir a los inmensamente más grandes depósitos de conocimientos de la ciudad. Aunque su computadora tenía una memoria apenas superior a la de un cerebro humano, era suficiente para sus más bien modestos fines. Su interés por los minerales la había conducido, inevitablemente, a la cristalografía; después, a la teoría de grupo, y después, a la inofensiva obsesión que había dominado una gran parte de su existencia solitaria. Hacía veinte años, en este mismo salón, se la había contagiado a Duncan. En el caso de éste, la dolencia había dejado de ser virulenta, pues había hecho todo su curso en pocos meses; pero él comprendía, con divertida tolerancia, que sufriría recaídas ocasionales durante toda su vida. ¡Cuán inverosímil era que cinco cuadrados perfectamente idénticos pudiesen crear un universo que ni el hombre ni la computadora serían jamás capaces de explorar en su totalidad…!
Nada había cambiado en la familiar estancia desde su última visita de hacía tres semanas. Incluso podía imaginarse que la abuela no se había movido; seguía sentada detrás de su mesa de trabajo, clasificando piedras y cristales, mientras, a su espalda, la pantalla de dígitos daba las soluciones a algún problema analizado por la computadora. La abuela llevaba, como de costumbre, una bata larga que le daba el aspecto de una matrona romana, aunque Duncan tenía la seguridad de que ningún vestido de matrona romana había aparecido tan deshilachado o, si había de ser completamente franco, tan necesitado de ir a la lavandería. Desde que Duncan la conocía, el cuidado que prestaba Ellen a su equipo no se había extendido nunca a su apariencia personal.
Ella no se levantó, sino que ladeó ligeramente la cabeza para que él pudiese darle el acostumbrado y cariñoso beso. En el momento de hacerlo, Duncan advirtió que al menos el mundo exterior había sufrido un cambio.
La vista desde la ventana mirador de la abuela era famosa, pero sólo de oídas, pues eran pocos los que habían tenido el privilegio de observarla con sus propios ojos. La morada había sido en parte excavada en una cornisa que dominaba el lecho seco del Loch Hellbrew y el cañón que conducía a él, de modo que, desde ella, se disfrutaba de un panorama de 180 grados en la zona más pintoresca de Titán. A veces, cuando rugía la tormenta en las montañas, la vista desaparecía durante horas detrás de nubes de cristales de amoníaco; pero hoy, el tiempo era claro y Duncan podía abarcar al menos veinte kilómetros de paisaje.
—¿Qué pasa allí? —preguntó.
Al principio, había pensado que era uno de los surtidores ígneos que brotaban a veces en zonas inestables; pero, en tal caso, la ciudad habría estado en peligro, y él habría tenido noticia anticipada de ello. Después, se dio cuenta de que la brillante pero brumosa columna de luz que ardía regularmente en la cresta del monte, a tres o cuatro kilómetros de distancia, sólo podía ser obra del hombre.
—Hay un fusor funcionando en Huygens. No sé lo que estarán haciendo, pero estarán quemando oxígeno.
—¡Oh! Es uno de los proyectos de Armand. ¿No te fastidia?
—No. Creo que es hermoso. Además, necesitamos el agua. Mira aquellas nubes de lluvia…, lluvia de verdad. Y creo que algo está creciendo allí. He advertido un cambio de color de las rocas desde que empezó la llamarada.
—Es muy posible. Los bio-ingenieros llegarán a dominar esta materia. Llegará un día en que podrás contemplar un bosque, en vez de esas rocas desnudas.
Duncan bromeaba, naturalmente, y ella lo sabía. Salvo en zonas muy restringidas, no podía crecer vegetación al aire libre. Pero empezaban a hacerse experimentos como éste, y un día…
Allá arriba, en el monte, funcionaba una instalación de fusión de hidrógeno, que derretía la corteza de Titán para liberar todos los elementos necesarios para las industrias del pequeño mundo. Y, como la mitad de aquella corteza estaba compuesta de oxígeno, ahora sólo necesario en pequeñísimas cantidades para las economías de ciclo cerrado de las ciudades, dejaban simplemente que se quemase.
—¿Te das cuenta, Duncan —dijo súbitamente la abuela—, de la claridad con que esa llama simboliza la diferencia entre Titán y la Tierra?
—Bueno, allí no necesitan fundir las rocas para tener todo lo que necesitan.
—Estaba pensando en algo mucho más fundamental. Si un morador de la Tierra necesita fuego, enciende un chorro de hidrocarburos y lo deja arder. Aquí hacemos exactamente lo contrario. Prendemos fuego a un chorro de oxígeno y lo dejamos arder en nuestra atmósfera de hidro-metano.
Era éste un hecho tan elemental —ciertamente, una vulgaridad ecológica— que Duncan se sintió desilusionado; había esperado una revelación más sorprendente. Y su cara debió reflejar sus pensamientos, pues la abuela no le dio ocasión de replicar.
—Lo que trato de explicarte —dijo— es que tu adaptación a la Tierra puede ser menos fácil de lo que te imaginas. Puedes saber, o pensar que sabes, las condiciones que encontrarás allí; pero este conocimiento no se funda en la experiencia. Esta te faltará, cuando la necesites con urgencia. Los instintos adquiridos en Titán pueden darte soluciones erróneas. Por consiguiente, actúa con calma, y piénsalo dos veces antes de hacer algo.
—No tendré más remedio que actuar despacio; mis músculos cuidarán de ello.
—¿Cuánto tiempo estarás ausente?
—Aproximadamente un año. La invitación oficial es por dos meses, pero, como me pagan el viaje, tendré dinero para una estancia mucho más prolongada. Y sería una lástima desaprovechar la ocasión, ya que es la única que tendré.
Trataba de dar a su voz un tono alegre y optimista, aunque sabía perfectamente lo que estaba pensando Ellen. Ambos comprendían que ésta podía ser su última entrevista; ciento catorce años no era una edad excesiva para una mujer…, pero, sinceramente, ¿qué objeto tenía ya la vida de la abuela? ¿La esperanza de volver a verle, cuando regresase de la Tierra? Le complacía pensar que sí…
Pero había otra cuestión, a la que nunca se aludía, pero que flotaba en el ambiente. La abuela sabía perfectamente cuál era el objeto principal de su visita a la Tierra, y este conocimiento debía ser, incluso después de tantos años, como un puñal clavado en su corazón. Nunca había perdonado a Malcolm. Nunca había aceptado a Colin. ¿Continuaría aceptándole a él, cuando volviese con el pequeño Malcolm?
Ahora, ella revolvía uno de los cajones de su mesa de trabajo, con una torpeza que nada tenía que ver con sus normales movimientos exactos.
—Aquí tienes un recuerdo, para que lo lleves contigo.
—¡Oh! ¡Es precioso!
No lo había dicho por cumplido; una auténtica sorpresa había forzado su reacción. La cajita plana y con tapa de cristal que sostenía entre las manos era la más exquisita obra de arte geométrico que jamás hubiese visto. Y la abuela no habría podido elegir un objeto más evocador de su juventud y del mundo que había sido siempre el suyo, aunque ahora se disponía a abandonarlo.
Mientras contemplaba fijamente el mosaico de piedras de colores que llenaba exactamente la cajita, saludando a cada una de las formas familiares como a un viejo amigo, sus ojos se empañaron y los años parecieron volver atrás. La abuela no había cambiado; pero él sólo tenía entonces diez años…