Política del tiempo y el espacio
Cuando sólo dos de los Makenzie hablaban entre sí, su conversación era aún más rotunda y telegráfica que cuando estaban presentes los tres. La intuición, los fenómenos de ideas paralelas y la experiencia compartida, llenaban las lagunas que habrían hecho totalmente incomprensible su discurso a los extraños.
—¿Resolver? —preguntó Malcolm.
—¿Nosotros? —replicó Colin.
—¿Treinta y uno? ¡Chico!
Lo cual podría traducirse así al español vulgar:
—¿Crees que podremos resolver el asunto?
—¿Te cabe alguna duda de que nosotros podamos hacerlo?
—¿A los treinta y un años? No estoy seguro. No es más que un chico.
—De todos modos, no tenemos alternativa. Es una oportunidad que nos brinda Dios, o que nos brinda Washington, y que no podemos despreciar. Necesitaremos una instrucción urgente sobre asuntos de la Tierra, aprender todo lo necesario sobre los Estados Unidos…
—Ahora que lo pienso… ¿Qué son los Estados Unidos en la actualidad? He perdido la cuenta.
—Actualmente, hay cuarenta y cinco Estados. Tejas, Nuevo Méjico, Alaska y Hawai, han ingresado en la unión, al menos para el año del Centenario.
—¿Qué significa exactamente esto, desde el punto de vista legal?
—Poca cosa. Pretenden gozar de autonomía, pero pagan sus tributos regionales y mundiales como todos los demás. Es un típico compromiso terrestre.
Malcolm, que recordaba sus orígenes, creía a veces necesario defender su mundo nativo contra estas cínicas observaciones.
—Con frecuencia desearía que tuviésemos aquí un poco del espíritu de compromiso de los terrícolas. Sería buena cosa inyectarle una pequeña dosis al primo Armand.
En realidad, Armand Helmer, Interventor de Recursos, no era primo de Malcolm, sino sobrino de su ex esposa Ellen. Sin embargo, en el pequeño mundo cerrado de Titán, todos, salvo los recientes inmigrantes, estaban emparentados entre ellos, y las expresiones tío, tía, sobrino o primo, eran empleadas con despreocupada inexactitud.
—El primo Armand —dijo Colin, con cierta satisfacción— se sentirá bastante trastornado cuando se entere de que Duncan va a ir a la Tierra.
—¿Y qué va a hacer? —preguntó Malcolm, a media voz.
Era una buena pregunta, y, durante un momento, ambos Makenzie reflexionaron sobre la creciente rivalidad entre su familia y los Helmer. Según como se mirase, era una rivalidad bastante normal; tanto Armand como su hijo Karl habían nacido en la Tierra y traído consigo, a través de mil millones de kilómetros, aquella enojosa aureola de superioridad con frecuencia característica de la Tierra madre. Algunos inmigrantes conseguían desprenderse de ella, aunque la operación era difícil. Malcolm Makenzie sólo lo había conseguido después de estar en tres planetas y de vivir cien años; pero los Helmer ni siquiera lo habían intentado. Y, aunque Karl sólo tenía cinco años cuando abandonó la Tierra, parecía haber dedicado los siguientes treinta a hacerse más terrícola que los propios terrícolas. Y no podía ser mera coincidencia que todas sus esposas hubiesen venido de la Tierra.
Sin embargo, esto había sido materia de diversión, más que de molestia, hasta hacía unos doce años. De muchachos, Duncan y Karl habían sido inseparables, y no había habido motivos de conflicto entre las familias hasta que el rápido auge de Armand en la jerarquía tecnológica de Titán le había situado en una posición de poder. Ahora, el Interventor no disimulaba su creencia de que tres generaciones de Makenzie eran más que suficientes. Aunque él no había inventado la famosa frase de «Lo que es bueno para los Makenzie…», la citaba con evidente satisfacción.
Digamos, para ser justos con Armand, que éste parecía concentrar sus ambiciones en su único hijo, más que en él mismo. Esto habría sido suficiente para crear cierta tensión en la amistad entre Karl y Duncan, pero ésta habría sobrevivido probablemente a las presiones paternas en ambas direcciones. Lo que había producido la ruptura definitiva seguía todavía envuelto en cierto misterio y guardaba relación con una crisis psicológica que había sufrido Karl hacía quince años.
Había salido de ella con todas sus capacidades intactas, pero con un marcado cambio en su personalidad. Después de graduarse cum laude en la Universidad de Titán, se había dedicado a toda una serie de actividades de investigación, desde mediciones de ondas de radio galácticas hasta estudios sobre los campos magnéticos alrededor de Saturno. Toda esta obra tenía importancia práctica, y Karl había representado también un valioso papel en el establecimiento y mantenimiento de la red de comunicaciones de la que dependía la vida de Titán. Sin embargo, sería más justo decir que sus intereses eran más teóricos que prácticos, y a veces trataba él de explotar esto, cuando surgía en su blanca cabeza el antiguo debate de «Las Dos Culturas».
A pesar de dos siglos de invectivas por parte de ambos bandos, nadie creía realmente que los Científicos, con «C» mayúscula, fuesen más cultos (fuese cual fuere el significado de esta palabra) que los Ingenieros. La pureza del conocimiento teórico era una aberración filosófica que, más de mil años más tarde, habría movido a risa a los pensadores griegos que la habían inventado. El hecho de que el más grande escultor de la Tierra hubiese empezado su carrera como diseñador de puentes, y de que el mejor violinista de Marte hiciese todavía un trabajo original sobre la teoría de los números, no demostraban nada en uno u otro sentido. Pero los Helmer gustaban de sostener que había llegado la hora del cambio; los ingenieros habían gobernado Titán durante un tiempo suficiente, y ahora tenían los perfectos sustitutos, que infundirían distinción intelectual a su mundo.
A sus treinta y seis años, Karl poseía todavía el encanto que había cautivado a sus compañeros; pero eran muchos —y entre ellos Duncan— los que pensaban que esta cualidad estaba ahora subrayada por algo duro, calculador y ligeramente repelente. Todavía podía ser amado, pero había perdido la capacidad de amar; y era extraño que ninguno de sus espectaculares matrimonios hubiese fructificado.
Si Armand quería desafiar el régimen Makenzie, la falta de heredero de Karl no era su único problema. Dijesen lo que dijesen los Siete Mundos acerca de su independencia, el centro de poder seguía estando en la Tierra. Así como, dos mil años atrás, los hombres acudían a Roma en busca de justicia, de prestigio o de conocimientos, así el Planeta Imperial llamaba en esta época a sus hijos desperdigados. Nadie podía ser tomado en serio en el campo de la política solar, si no se había enterado personalmente de los esquemas clave de los asuntos terrestres y no había encontrado su camino, al menos una vez, en el laberinto de la burocracia de la Tierra.
Y, para esto, había que ir a la Tierra. Como en los tiempos de los Césares, no había alternativa. Los que pensaban —o decían pensar— de otra manera, se exponían a ser marcados con el temido calificativo de «coloniales».
La cosa habría sido diferente si la velocidad de la luz hubiese sido infinita; pero era sólo de mil millones de kilómetros por hora, y, por consiguiente, la conversación simultánea sería siempre imposible entre la Tierra y cualquiera que estuviese más allá de la órbita de la Luna. El pueblo electrónico global, que había existido durante siglos en la madre Tierra, no podría extenderse jamás al espacio; y los efectos políticos y psicológicos de esto eran enormes y todavía no comprendidos del todo.
Durante generaciones, los habitantes de la Tierra se habían acostumbrado a hallarse en presencia los unos de los otros con sólo pulsar un botón. Los satélites de comunicaciones habían hecho posible, y después inevitable, la creación del Estado Mundial. Y, a pesar de muchos antiguos temores, era un Estado que seguía regido por hombres y no por máquinas.
Había quizás un millar de individuos clave y diez mil personas importantes, y todos ellos hablaban continuamente entre sí, de un polo a otro. Las decisiones necesarias para gobernar un mundo tenían que tomarse a veces en cuestión de minutos, y, para esto, eran indispensables conversaciones instantáneas cara a cara. Esto era fácil de arreglar en una fracción de segundo-luz, y, durante trescientos años, los hombres habían dado por descontado que la distancia no era ya obstáculo entre ellos.
Pero, con el establecimiento de la primera Base Marciana, esta simultaneidad había terminado. La Tierra podía hablar a Marte; pero sus palabras tardaban al menos tres minutos en llegar allí, y la respuesta, otro tanto en llegar a la Tierra. La conversación resultaba pues imposible, y todos los asuntos debían tratarse por telex o su equivalente.
Esto debía ser una solución bastante buena en teoría, y, con frecuencia, lo era. Pero había desastrosas excepciones, costosas y a veces fatales confusiones interplanetarias, debidas al hecho de que los dos hombres que se hallaban en los extremos opuestos del circuito no se conocían de veras, ni comprendían su recíproca línea de pensamiento, porque nunca habían estado en contacto personal.
Y el contacto personal era esencial en los más altos niveles de gobierno y de administración. Los diplomáticos lo sabían desde hacía miles de años, y de aquí su aparato de misiones y enviados y visitas oficiales. Sólo después de establecido este contacto, con las inevitables estimaciones de carácter, y forjados los sutiles lazos de la mutua comprensión y del interés común, podían concertarse negocios, con cierto grado de confianza, a través de las comunicaciones a larga distancia.
Malcolm Makenzie no habría alcanzado nunca su elevada posición en Titán, de no haber sido por las amistades que había contraído al regresar a la Tierra. Había habido un tiempo en que le había parecido extraño que una tragedia personal le hubiese conducido a un poder y una responsabilidad superiores a todos los sueños de su juventud; pero, a diferencia de Ellen, había enterrado su pasado muerto y éste había dejado de preocuparle hacía mucho tiempo.
Cuando Colin había repetido la maniobra, cuarenta años después, y regresado a Titán con el pequeño Duncan, la posición del clan se había fortalecido enormemente. Para la mayoría de los humanos, la luna más grande de Saturno se identificaba ahora virtualmente con los Makenzie. Nadie podía aspirar a desafiarles, si no podía contrarrestar la red de contactos personales que habían establecido, no sólo en la Tierra, sino en todos los demás lugares importantes. Era a través de esta red, más que de los canales oficiales, como los Makenzie hacían Cosas, según tenían que reconocer, de mala gana, sus propios adversarios.
Y ahora, una cuarta generación se disponía a consolidar la dinastía. Todos sabían que esto ocurriría en definitiva, pero nadie esperaba que ocurriese tan pronto.
Ni siquiera los Makenzie, y menos los Helmer.