CAPÍTULO 1

Un grito en la noche

Duncan Makenzie tenía diez años cuando descubrió el número mágico. Fue por pura casualidad; había intentado llamar a la abuela Ellen, pero debió distraerse y tocar unas teclas equivocadas. Inmediatamente comprendió que había cometido un error, porque el vídeo de la abuela tenía un retraso de dos segundos, incluso en Auto-Record. En cambio, este circuito se animó en el acto. Sin embargo, no hubo sonido de llamada, ni imagen. La pantalla permaneció completamente vacía, sin siquiera una señal de interferencia. Duncan presumió que había pulsado un canal de sólo audición o bien una estación que tenía la cámara desconectada. En todo caso, no era el número de la abuela, y se dispuso a cortar el circuito.

Entonces advirtió el sonido. Al principio, creyó que alguien respiraba suavemente junto al micrófono del otro extremo, pero pronto comprendió su error. Aquel delicado susurro tenía una calidad extraña, inhumana; carecía de todo ritmo regular, y había largos intervalos de silencio total.

Mientras escuchaba, Duncan experimentó una creciente impresión de pavor. Aquí había algo completamente ajeno a su normal experiencia cotidiana, y así lo reconoció casi en seguida. En sus diez años de vida, se habían grabado en su mente las impresiones de muchos mundos, y nadie que hubiese oído este sonido insuperablemente evocador habría podido olvidarlo nunca. Escuchaba la voz del viento, que suspiraba y murmuraba a través del paisaje inanimado a cien metros por encima de su cabeza.

Duncan se olvidó completamente de la abuela y elevó el volumen a su máximo nivel. Se tendió en la litera, cerró los ojos y trató de proyectarse en el mundo desconocido y hostil, del que estaba protegido por todos los aparatos de seguridad que podían suministrar trescientos años de tecnología del espacio. Algún día, cuando hubiese pasado sus pruebas de supervivencia, subiría a aquel mundo y vería con sus propios ojos los lagos y las quebradas y las nubes bajas de color naranja, iluminadas por los débiles y fríos rayos del lejano sol. Había esperado este día con ilusión serena, más que con emoción —los Makenzie tenían fama de poco emocionales—, pero ahora se dio cuenta, de pronto, de su carencia. Algo parecido a lo que le habría ocurrido a un niño de la Tierra que, en un desierto polvoriento muy lejos del océano, hubiese aplicado una caracola sobre su oído y escuchado, con enfermiza añoranza, la música del mar inalcanzable.

Aquel sonido no tenía nada de misterioso, pero ¿cómo llegaba hasta él? Podía proceder de uno cualquiera de los cien millones de kilómetros cuadrados que se extendían sobre su cabeza. En alguna parte —tal vez en un proyecto de construcción o en una estación experimental abandonados— había quedado conectado un micrófono, expuesto a los vientos helados y venenosos del mundo superior. No era probable que pasase mucho tiempo inadvertido; más pronto o más tarde, sería descubierto y desconectado. Había tenido suerte al captar este mensaje del exterior mientras aún estaba aquí; aunque hubiese conocido el número que había marcado accidentalmente, difícilmente habría podido establecer de nuevo el circuito.

La cantidad de material audio-visual que Duncan había almacenado bajo la rúbrica de VARIOS era notable, incluso para un niño curioso de diez años. Y no es que careciese de habilidad para la organización —era éste el talento más celebrado de los Makenzie—, sino que le interesaban más cosas de las que era capaz de catalogar. Sólo ahora empezaba a descubrir, a duras penas, que una información indebidamente clasificada podía perderse irremediablemente.

Reflexionó intensamente durante un minuto, mientras el viento solitario sollozaba y gemía y traía el frío del espacio a su pequeño y cálido cubículo. Entonces marcó ÍNDICE ALFA - SONIDOS DE VIENTO - DEPÓSITO PERMANENTE.

En cuanto tocó la tecla EJECUCIÓN, empezó a captar aquella voz del mundo superior. Si todo iba bien, podría llamarla siempre que quisiera, empleando la rúbrica SONIDOS DE VIENTO del índice. Aunque se equivocase y el programa de búsqueda del tablero no localizase la grabación, ésta estaría en alguna parte de la memoria permanente e imborrable de la máquina. Siempre cabía la esperanza de que algún día pudiese encontrarla de nuevo por casualidad, como le ocurría continuamente con información que había registrado en VARIOS.

Resolvió continuar la grabación durante unos minutos más, antes de repetir la frustrada llamada a la abuela. Por lo visto, el viento debió amainar cuando pulsó la tecla EJECUCIÓN, puesto que hubo un largo y desalentador silencio. Después, surgió algo nuevo de este silencio.

Fue algo débil y remoto, pero que daba la impresión de una fuerza formidable. Primero fue un grito sutil, que creció en intensidad a cada segundo, pero sin acercarse. Este grito se elevó rápidamente hasta convertirse en un alarido demoníaco sobre un fondo de trueno, y se extinguió con la misma rapidez. Desde el principio hasta el fin duró menos de medio minuto. Y sólo quedó el suspiro del viento, todavía más desolado que antes.

Durante un largo y delicioso momento, Duncan saboreó el placer único del miedo sin peligro; después, reaccionó como lo hacía siempre que descubría algo nuevo o excitante. Pulsó el número de Karl Helmer y le dijo:

—Escucha esto.

A tres kilómetros de distancia, en el extremo norte de la ciudad de Oasis, Karl escuchó hasta que el débil grito se extinguió en el silencio. Como siempre, su rostro no reflejó lo que pensaba; después, dijo:

—Oigámoslo otra vez.

Duncan volvió a pasar la grabación, confiando en que pronto se aclararía el misterio. Porque Karl tenía quince años y, por consiguiente, lo sabía todo.

Los turbadores ojos azules, aparentemente cándidos, pero llenos de secretos, miraron fijamente a Duncan. La sorpresa y la sinceridad de Karl resultaron totalmente convincentes cuando exclamó:

—¿No lo has reconocido?

Duncan vaciló. Había pensado en varias posibilidades obvias, pero, si se equivocaba, Karl se burlaría de él. Era mejor no arriesgarse…

—No —respondió—. ¿Y ?

—Naturalmente —dijo Karl, dando a su voz un tono de superioridad absoluta. Hizo una pausa, para producir efecto, y se acercó a la cámara, de modo que su cara apareció enorme en la pantalla—. Es un Hidrosauro enfurecido.

Durante una fracción de segundo, Duncan lo tomó en serio…, que era exactamente lo que había pretendido Karl. Después, reaccionó rápidamente y se echó a reír.

Pues el Hidrosaurus Rex, monstruo que exhalaba gas metano, era un chanza inventada por ellos, un producto de sus imaginaciones juveniles, excitadas por imágenes de la antigua Tierra y de sus maravillas en los albores de la creación. Duncan sabía perfectamente que nada vivía ahora, ni había vivido nunca, en el mundo al que llamaba su casa; sólo el Hombre había pisado su helada superficie. Sin embargo, si el Hidrosauro hubiese existido, este horrible sonido habría podido ser muy bien su grito de guerra, al saltar sobre el manso Carboterio, mientras éste chapaleaba en un lago de amoníaco…

—¡Oh! Yo sé lo que ha producido este ruido —dijo afectadamente Karl—. ¿No lo adivinas? Era una cuba de hidrógeno haciendo su recogida. Si llamas a Control de Tráfico, te dirán adónde se dirigía.

Después de su broma, la explicación de Karl era indudablemente correcta. Duncan había pensado ya en ella; sin embargo, había esperado algo más romántico. Aunque tal vez era excesivo lo de los monstruos de metano, una vulgar nave espacial constituía un fastidioso contraste. Se sintió desengañado y lamentó haber dado a Karl una nueva oportunidad de destruir sus sueños. Karl era bastante aficionado a hacerlo.

Pero, como todos los jóvenes sanos de diez años, Duncan era resistente. La magia no había sido destruida. Aunque las primeras naves se habían elevado de la Tierra trescientos años antes de nacer él, la maravilla del espacio no se había agotado todavía. Quedaba aún bastante romanticismo en aquel grito proferido desde el borde de la atmósfera, mientras la cuba en órbita recogía hidrógeno para alimentar el comercio del Sistema Solar.

Dentro de pocas horas, el precioso carguero seguiría en dirección al Sol, dejando atrás las otras lunas de Saturno y el gigantesco Júpiter, para encontrarse con una de las estaciones de energía que giraban alrededor de los planetas interiores. Tardaría meses —incluso años— en llegar allí; pero no había prisa. Mientras el barato hidrógeno fluyese por la invisible tubería a través del Sistema Solar, los cohetes de fusión podrían volar de un mundo a otro, como surcaban antaño los transatlánticos los mares de la Tierra.

Duncan comprendía esto mejor que la mayoría de los chicos de su edad; la economía del hidrógeno era también la historia de su familia, y dominaría su propio futuro cuando fuese lo bastante maduro para tomar parte activa en los negocios de Titán. Hacía ahora casi un siglo que el abuelo Malcolm se había dado cuenta de que Titán era la llave de todos los planetas, y había empleado astutamente este conocimiento en beneficio de la humanidad… y en el suyo propio.

Así, pues, Duncan siguió escuchando la grabación, cuando Karl hubo cortado. Una y otra vez, reprodujo aquel grito triunfal y poderoso, tratando de determinar el momento exacto en que se había sumido definitivamente en las profundidades del espacio. Durante años, persistiría en sus sueños; él se despertaría por la noche, convencido de que había vuelto a oírlo a través del techo de roca que protegía Oasis del hostil desierto superior.

Y, cuando al fin volvía a dormirse, siempre soñaba en la Tierra.