Ross no pudo retirarse antes de las seis.
El cielo se había nublado, pero la predicción de Gimlett acerca de la lluvia inminente no se había cumplido. Una brisa seca y fría soplaba sobre el páramo. Sheridan, que había gastado el exceso de energía acumulado durante su larga espera en los establos pues había subido casi al galope la empinada pendiente que partía de la ciudad, ahora marchaba con un paso cómodo, y Ross no intentó acelerarlo. A su debido tiempo llegaría a Nampara. No estaba muy seguro de que deseara encontrarse allí.
Era muy probable que, en vista de la amistad que todos conocían, algún habitante de Tregothnan hubiese enviado un mensaje a Nampara acerca de la muerte de Hugh. Abrigaba la esperanza de que así hubiese ocurrido. De todos modos, no le agradaba la idea de ver nuevamente a Demelza.
El sentimiento de ofensa que Ross había experimentado durante la última semana aún no había cedido el sitio a la impresión del desenlace definitivo. Por supuesto, había visto gravemente enfermo a Hugh, pero en realidad no había creído que un hombre que había sobrevivido doce meses en una prisión infernal, dos años después pudiese morir como consecuencia de sus secuelas. Era muy joven. A esa edad uno poseía tremenda capacidad de recuperación. Y en el trasfondo de su mente alentaba también la idea, tan grosera que no quería admitirla conscientemente, de que cierta exageración de la enfermedad de Hugh era una excusa destinada a concitar una mayor simpatía de Demelza. Y aunque el propio Ross simpatizaba con Hugh, nada de lo que él pudiera hacer ahora lograría separar el nombre y el recuerdo de Hugh de los sentimientos que se originan en los instintos normales de un marido cuando otro hombre pretende seducir a su esposa.
Pero ahora su rival había muerto, y cuanto más pensaba en el asunto menos le agradaba. Era lógico lamentar el fallecimiento de un joven valioso para su país y sus amigos. Lo sentía… sentía lo ocurrido y lo lamentaba sinceramente. Ese era un aspecto del asunto. Pero ¿y el otro? ¿Lograría jamás sentir que en una competencia limpia había arrancado a Demelza de su caprichoso enamoramiento? ¿Cómo luchar contra un fantasma? ¿Cómo combatir un recuerdo rosado, el recuerdo de un hombre que había expresado sus pretensiones en estrofas de tiernos versos? La muerte de Hugh era una tragedia para ambos. Se alzaba entre ellos como una barricada que impedía una auténtica reconciliación, en el supuesto de que cualquiera de ellos la deseara.
Sheridan se desvió de algo que se movía entre dos matorrales junto al camino. Era un macho cabrío de ojos oscuros, mentón prolongado en larga barba, que masticaba lentamente. Los miró agresivo y bilioso, como un viejo demonio salido del pantano. Ross movió su látigo y el macho cabrío dejó de mascar y los miró, pero no retrocedió. Sheridan avanzó nerviosamente. Era la temporada del celo, y el olor del animal lo siguió en la fría brisa. Si los asuntos de Ross hubieran sido organizados por un viejo macho cabrío brotado del pantano, ¿hubieran seguido un curso más perverso? La nueva aventura en la que se había embarcado obstinadamente respondía a motivos que eran una mezcla de sentimientos innobles; entre ellos su distanciamiento de Demelza y la idea de que si ella estaba en parte perdida para Ross, más valía que él se alejara. No había olvidado del todo la opinión explícita de Demelza en el sentido de que un escaño de diputado no era el cargo más apropiado para él. Tampoco perdía de vista el hecho de que el escaño que estaba ganando era lo que George más detestaba perder. Motivos muy loables que le serían particularmente útiles el día del Juicio Final. En verdad, qué hombre generoso y honrado era él.
Ross llegó al antiguo patíbulo de Bargus, donde confluían cuatro parroquias. El lugar de la Muerte, como solía llamarse. El alto y siniestro poste aún estaba allí —ni siquiera los gitanos y los vagos se atrevían a talarlo para convertirlo en leña— pero probablemente nunca volvería a ser usado. Ahora, todo se hacía más formalmente en Bodmin. Alrededor, el paisaje se extendía estéril, ventoso y hostil: Santa Ana, la torre inclinada de la iglesia de Sawle, San Miguel, Carn Brea, los árboles inclinados, aquí y allá la chimenea de una mina, y por doquier los páramos desolados.
Respiró hondo y trató de examinar más objetivamente su propia situación, prescindiendo de los sentimientos de cólera y disgusto. En vista de las actividades desarrolladas durante la mañana, era evidente que ya no quedaban esperanzas de distensión entre las casas de Trenwith y Nampara. Aproximadamente un año antes él había abrigado la esperanza de que, si se veían poco y se fomentaba el sentimiento de tolerancia entre unos y otros —porque después de todo no podían evitar la vecindad y el parentesco político— él y George podrían prescindir de esas mezquinas y ponzoñosas disputas que más convenían a los jóvenes que a los hombres maduros. No era el caso ahora. Para George, su posición como miembro del Parlamento era más preciosa que un cofre entero de joyas. Se había visto privado del escaño a causa de la intervención de Ross. La amargura y el odio llegarían a ser ahora más profundos y duraderos.
Hacia el oeste comenzaban a agruparse las nubes. Mientras Ross proseguía su camino, el sol descendió sobre el horizonte y el atardecer enrojeció el cielo, exactamente como había ocurrido por la mañana, como si las vendas hubieran sido arrancadas y se mostrase de nuevo la fea y roja herida. Así, el cielo rojo de la mañana tenía su continuación en el cielo rojo del anochecer. Quizá podía afirmarse que Ross deseaba obtener dos cosas en sí mismas contradictorias… justificar su propia actitud y humillar a George. Pero, dejando temporalmente al margen el problema de Demelza, el ingrediente esencial de una satisfacción siquiera modesta por los resultados de esa mañana debía ser un elemento positivo y no negativo. ¿Por qué privar a George de su escaño si el propio Ross tenía tantas dudas acerca de su propia actitud? No creía posible un acuerdo con su protector o con la clase de los gobernantes de Inglaterra, los hombres con quienes ahora debía pasar una parte de cada año. Siempre había sido un solitario. ¿Podría aprender, estaría dispuesto a hacerlo, a dar y recibir, a someterse a ciertas normas? ¿Podría soportar alegremente, o incluso en silencio, a los tontos?
Y sin embargo, hombres de elevada capacidad —mucho mayor que la suya— lo lograban. Era asunto de temperamento, no de talento. Demelza creía que Ross no poseía el temperamento apropiado. Bien, quizás él pudiese demostrarle que se equivocaba… en el supuesto de que el asunto continuase interesando a Demelza.
¿Quién sabía lo que el futuro les depararía? Quizás ella se alejase lentamente, como habían hecho hoy esos cisnes, y desapareciese para siempre de su vida. Quizás ella y no Morwenna era el cisne lastimado.
A medida que se acercaba a la casa, Sheridan aceleró el paso, y cuando atravesó la aldea de Grambler varios hombres y mujeres que volvían a sus casas saludaron a Ross al pasar. Su mente regresó a esa noche de octubre, catorce años atrás, cuando había regresado de América para descubrir que Elizabeth se había comprometido con el primo Francis; y él los había dejado en Trenwith, su propia vida arruinada, para regresar del mismo modo a su propio hogar, atravesando la misma aldea en dirección a la casa Nampara. Había encontrado que también la casa estaba en ruinas, y había visto a Jud y Prudie Paynter borrachos perdidos en el viejo lecho de Joshua. Ahora todo era distinto, la casa reconstruida y amueblada, limpia, pulcra y bien cuidada, con los servidores que él necesitaba, una bonita esposa y dos bellos hijos. ¡Qué cambio! Y sin embargo, ¿en cierto sentido no podía hablarse de una siniestra semejanza?
Al salir de la aldea alcanzó a ver una figura solitaria que caminaba en la misma dirección que él seguía. La luz del crepúsculo confundía las formas, pero de todos modos reconoció a Sam.
Cuando oyó los cascos detrás, Sam se detuvo para dar paso, pero Ross frenó al lado del joven.
—¿Se dirige a la casa de oraciones?
—Sí.
Ross desmontó.
—Caminaré un trecho con usted.
Comenzaron a subir la pendiente y Ross dejó que las riendas rozaran el suelo.
—No habrá reunión —dijo Sam—. Quiero ordenar todo y dejar el local preparado para mañana. —Hablaba con voz neutra y un tanto hosca.
—¿Nunca interrumpe su trabajo?
—Oh… no me molesta trabajar. Sobre todo si es por la causa del Señor.
—Excepto que el Señor construya la casa…
—¿Cómo?
—Oh, un recuerdo de mis tiempos de escolar.
El bosquecillo de abetos batidos por el viento, a un lado de la Wheal Maiden, se recortaba contra la luz cada vez más tenue del anochecer. Ya no había vida, y todo se mostraba negro y blanco como una silueta.
—¿Ha estado en Tehidy? —preguntó Sam.
—No, en Truro.
—Oh.
—¿Por qué pensó en Tehidy?
—Quizá porque no puedo apartarlo de mi mente.
—¿Todavía piensa en John Hoskin?
—No… ahora no era eso.
—¿Cómo va su grupo?
—Muy bien, gracias. La semana pasada dos personas más compartieron la Bendición.
Ross vaciló.
—¿Y Emma?
Sam negó con la cabeza.
—No… Emma no.
—Si no es asunto que me concierna, dígamelo; pero ¿qué piensa hacer acerca de Emma?
—Hermano, ya nada más puedo hacer.
Ross vaciló.
—Sam, a menudo pensé preguntárselo, pero después consideré que quizá no era conveniente… ¿Por qué perdió el encuentro de lucha?
Sam frunció el ceño y se retorció las manos.
—Si digo la verdad, quizá parezca presunción.
—Bien, sólo la verdad sirve de algo.
—Hermano, pensé… en ese momento, cuando estaba cerca de la victoria… de pronto pensé en Cristo y… las tentaciones que Él sufrió por obra del demonio, y cómo se le ofrecieron todos los Reinos de la Tierra… y Él rehusó, ¿no es así? Y yo pensé: Si Él rehusó, yo, humildemente, debo tratar de hacer lo mismo.
Habían llegado a la casa de oraciones. Aquí aún había bastante luz, pero en el valle se habían condensado las sombras, como una suerte de vanguardia de la noche.
—Emma vino a verme el martes pasado. Hablamos mucho, como solíamos hacer antes, y no llegamos a nada. Dice que no puede fingir. Yo contesto que puede ocurrir, y ella dice, sí, Sam, podría ser, pero si no es… me separaría de ti, y tú te separarías de tu sociedad. —Sam alzó una mano para aflojarse el pañuelo que llevaba al cuello—. Quizá llegue el día, dice Emma, quizá llegue el día que yo sienta de otro modo. Lo único que sé que ahora no siento así.
Sam se interrumpió y se aclaró la voz.
—Bien, hermano, así están las cosas. Será mejor que entre en la casa. Y usted querrá volver a la suya.
—Entonces, ¿ella no se casará con Tom Harry?
—No, felizmente. Se marcha.
—¿Adónde?
—A Tehidy. Allí necesitan una criada, ella me lo dijo: «Sam, me iré un año. Ganaré más dinero y el puesto es mejor». Allí estará cómoda y… no nos veremos tanto. Según dice, sólo un año. Demelza escribió la carta recomendándola.
—¿Demelza escribió?
—Sí. Escribió a lady de Dustan… en fin, siempre la llamamos Basset.
—Pero ¿qué tuvo que ver con eso Demelza?
—Emma fue a verla y le pidió consejo. Más tarde, Emma vino a verme. Después, volvió a hablar con Demelza, y Demelza dijo:
«¿Por qué no se separan un año, de modo que no estén viéndose a cada momento?». De aquí a un año, si Emma aún lo desea y yo aún lo deseo, mi hermana arreglará que nos veamos… y veremos qué ocurre… veremos si hay cambios.
Sheridan, impaciente, tocó el hombro de Ross y tascó el freno.
—Espero que todo se arregle —dijo Ross.
—Gracias, hermano. Rezo todos los días por Emma. Rezo todos los días y pido que llegue el milagro.
—De modo que ahora tengo dos cuñados con amores contrariados. Me pregunto si también Drake pide un milagro.
Sam lo miró, como si ese pensamiento no se le hubiese ocurrido, y le pareciera un poco chocante.
—Bien, hermano, por lo menos reconforta saber que usted y la hermana son tan felices. Para mí es un gran placer cada vez que me acerco a Nampara. Aunque no sea una alegría en Cristo, es la alegría de dos personas buenas unidas en el amor divino y compasivo.
—Gracias, Sam —dijo Ross. Palmeó el hocico de Sheridan y se alejó silencioso y pensativo, valle abajo.
II
Había luces encendidas en el viejo salón, pero no en la nueva biblioteca. En general, aún tendían a vivir en la parte antigua de la casa y a reservar la biblioteca para las «visitas importantes». Gimlett lo oyó llegar, y trotó desde la casa para recibir a Sheridan.
—¿Está el ama en el salón? —No, señor, salió hace dos horas.
—¿Salió?
—Sí, señor.
Encontró a Jeremy y Clowance en el salón, jugando con Betsy María Martin, una bonita niña que ahora tenía dieciséis años, y que siempre se sonrojaba cuando veía a Ross, exactamente como su hermana mayor se había sonrojado muchos años antes.
—Disculpe, señor. Estábamos jugando al juego de mover los muebles…
Sus explicaciones se perdieron en la ruidosa bienvenida que los dos niños ofrecieron al padre. Los alzó y besó, y charló con ellos, mientras Betsy se apresuraba a ordenar las sillas y la mesa.
—¿El ama ha salido?
—Sí, señor. Salió poco después del almuerzo.
—¿Dijo adónde iba?
—No, señor. Pero no fue a caballo. Me pareció que volvería antes del oscurecer.
Ross vio una nota arrugada sobre el reborde de la chimenea. La recogió y leyó: «Mi querida señora Poldark: Con profundo pesar debo informarle que…». Y al pie la firma: «Francés Gower». Mientras Clowance chapurreaba junto a la oreja de Ross, él pensó: Bien, no es posible que haya ido allí, por lo menos no habría ido caminando. ¿Adónde pudo haber ido? Experimentaba un sentimiento que era una mezcla de cólera y ansiedad.
—¿Dejó un mensaje?
—¿Quién, el ama? No, pero dijo a Jane que se ocupara de la cena.
—¿Avisó que volvería a cenar?
—No lo sé, señor. A mí no me dijo nada.
Después de un rato, Ross subió al dormitorio. Demelza se había llevado únicamente la capa azul. Normalmente habría dejado un mensaje; pero ahora no había nada. Ross bajó de nuevo y con un paso lento rodeó los cobertizos. Los dos lechones, Flujo y Reflujo, que ya tenían proporciones considerables, ocupaban el lugar que se les había reservado cerca de los caballos. Pero aún se los mimaba, y casi siempre se les permitía vagabundear por el patio. Lo saludaron con gruñidos y rezongos de reconocimiento, y Ross entregó a cada uno un pedazo de pan que había traído con ese fin.
Sheridan, que acababa de ser alimentado, se contentó con una palmada, lo mismo que Swift, aunque este último estaba visiblemente inquieto a causa de la falta de ejercicio.
En la cocina, Jane Gimlett estaba inclinada sobre una marmita de sopa, y Ena Daniell cortaba varios puerros. Las risas y los golpes sonoros en la escalera indicaban que Jeremy y Clowance se dirigían lentamente hacia la cama. Ross regresó a la sala. Ahora, todo estaba ordenado, con la única excepción de unas pocas cosas que los niños habían dejado caer. Las recogió y las guardó en el canasto que estaba detrás del gran sillón, se sirvió una copa de brandy y bebió la mitad. Después, cerró las cortinas. El fuego parpadeaba, casi perdido en el gran hogar, y Ross echó más carbón y miró la columna de humo que subía por la chimenea.
El brandy le había hecho el efecto de aguardiente y le quemaba el estómago, pero no atenuó su tensión nerviosa. Tenía conciencia de una cólera cada vez más acentuada contra su esposa. Ese sentimiento podía responder o no a razones adecuadas; pero en todo caso no era algo racional. Se originaba en fuentes más profundas y primitivas. Ross tenía la impresión de que toda su tensión, todo su agobio, todo su sentimiento de desilusión y frustración y vacío se originaba en ella. Unidos, lo habían tenido todo, y ella lo había echado a perder. Casi sin pensar en lo que destruía y manchaba para siempre. Demelza, a quien él había elevado y amado, y por quien había trabajado abnegadamente: un hombre se había acercado y le había dirigido una sonrisa, y sostenido la mano, y ella se había mostrado débil, sentimental y caprichosa, y se había enamorado. Casi sin ofrecer una resistencia siquiera fuese simbólica. Desde el momento en que Hugh Armitage la había mirado, ella se había mostrado dispuesta a caer en los brazos del joven. Y no había sido ningún secreto, ni siquiera a los ojos de Ross. «Ross,» más o menos le había dicho, «este apuesto joven me busca y me agrada. No puedo evitarlo, me entregaré a él. Lástima de nuestro hogar, nuestros hijos, nuestra felicidad, nuestro amor, nuestra confianza. Qué lástima. Qué vergüenza. Lo siento. Adiós».
Y el resto… la elección parlamentaria, la ruptura con George, ahora insalvable y definitiva, él… tragó su brandy y se sirvió otro.
Y ahora, Hugh había muerto y ella no estaba. ¿Adónde demonios podía haber ido? Quizá no regresara. Tal vez era mejor que no volviese. Él podía arreglarse con los niños. Betsy María y Jane Gimlett podían administrar la casa. Que se fuera al infierno. Ross hubiera debido comprender que no era posible sacarla del arroyo, convertirla en una dama.
Bebió el contenido de la segunda copa. Se sentía extrañamente cansado, un sentimiento que en él era desusado. El día lo había fatigado mucho, pero no era un cansancio sano. La farsa de la elección, el estúpido almuerzo de celebración. Había comido poco y ahora tenía apetito, pero al mismo tiempo, no deseaba sentarse a comer. Todo lo molestaba.
Cuando estaba terminando la segunda copa de brandy oyó pasos en la puerta.
Demelza tenía el rostro ceniciento, los cabellos desordenados por efecto del viento. Se miraron. Demelza dejó la capa sobre una silla. La prenda comenzó a deslizarse lentamente y terminó en el piso. Ella la miró.
—Ross —dijo con voz neutra—. Lo siento. Pensé estar aquí cuando volvieses.
—¿Dónde demonios estuviste?
Ella se inclinó, recogió la capa y la alisó con un movimiento lento.
—¿Has cenado?
—No.
—Le diré a Jane.
—No deseo comer.
Después de un momento, ella movió la cabeza, como tratando de aclarar sus pensamientos.
—¿Lo sabes?
—¿Lo de Hugh? Sí. Vi a lord Falmouth en Truro.
Ella se sentó en la silla, la capa sobre las rodillas.
—Fue anoche.
—Sí.
Demelza se llevó una mano a cada mejilla y paseó los ojos por la habitación. Parecía extraviada.
—Demelza, ¿dónde estuviste?
—¿Qué? ¿Ahora? Fui… fui a ver a Carolina.
—Oh… —Eso no parecía tan grave—. ¿Andando?
—Sí… Así… me entretenía. El ejercicio… me ayudó. —Miró la copa en la mano de Ross.
—Será mejor que bebas un trago.
—No. —Movió de nuevo la cabeza—. No lo creo. Me enfermaría.
Fuera, un búho graznaba en la oscuridad.
—Es mucho trecho. Será mejor que tomes algo.
—No… gracias, Ross. Pero fui… fui con zapatos poco apropiados. Olvidé cambiármelos.
Ross vio que ella calzaba las chinelas que solía usar en la casa. Estaban muy maltratadas y una tenía un tajo.
Fue a servirse otro brandy.
—Fui a ver a Carolina sólo porque… pensé que ella sabría cómo me sentía, cómo… cómo… Ella es tan…
—¿Y lo supo?
—Así lo creo. —Demelza se estremeció.
Ross atizó el fuego, y consiguió que el carbón humeante ardiese mejor.
—¿Lo pasaste bien… en Truro? —preguntó Demelza.
—Más o menos.
—¿Cómo encontraste a lord Falmouth?
—Estaba en una reunión.
—¿Parecía conmovido?
—Sí, mucho.
—Es tan… tan lamentable.
—Tal vez si Dwight hubiese continuado…
—No. Por lo menos él dice que no. Quizá por modestia.
—¿Dwight estaba allí cuando hablaste con Carolina?
—Oh, no. Oh, no.
Ross miró fijamente a su esposa, después se acercó al espacio que estaba bajo el antiguo estante de libros —donde otrora ella se había escondido del padre— y retiró un par de zapatos que Demelza usaba en la playa; era un calzado mucho más cómodo. Se los acercó y ella intentó recibirlos.
—Un momento —dijo él con aspereza. Se arrodilló y le quitó las pantuflas, una tras otra, y le puso el calzado que había traído. Demelza tenía las medias agujereadas y los pies lastimados, manchados aquí y allá con sangre.
—Conviene que te laves —dijo Ross.
—Oh, Ross… —ella apoyó las manos en los hombros de Ross, pero él se puso de pie y las manos de Demelza cayeron sobre su propio regazo.
—La venta de ganado fue mediocre. La gente quiere desprenderse de sus vacas flacas porque ya se acerca el invierno, y nadie desea comprar.
—Sí…
Se hizo otro silencio prolongado. Demelza dijo:
—Hoy vino la pequeña hija de Treneglos… para invitar a Jeremy a una fiesta. Tiene muchas marcas en la cara. Usaron agua de manzanas pasadas, pero parece que no le sirvió de mucho.
Ross no contestó.
—Yo… tenía que hablar con alguien —dijo Demelza—, y así fui a ver a Carolina. Aunque es tan distinta de mí, no conozco a nadie que sea una amiga más sincera.
—Excepto yo.
—Oh, Ross. —Demelza comenzó a llorar.
—Bien… ¿no era así? Hasta que ocurrió esto, ¿no era así?
—Era así. Es así. Tú… Hablo siempre contigo, y nada nos separa. Jamás dos personas fueron tan íntimas. Nunca. Pero en esto…
—Hasta que ocurrió esto.
—Pero en esto… es demasiado pedir… de mí… de ti. Tenía que ser otra mujer. Y aun así…
—Bien, no necesitas confiar en mí más de lo que desees. Dilo que deseas decir… ahora… dime lo que deseas, ni más ni menos.
—¿Deseo? —dijo ella—. No deseo nada.
—¿Nada?
—Nada más que lo que tengo.
—Tenías.
—Como quieras, Ross. Como digas.
—No, querida, es como tú digas.
—Por favor, Ross, no…
—Deja de llorar, estúpida —dijo Ross con aspereza—. Eso nada resuelve.
Demelza se pasó la manga por los ojos, sollozó y miró a Ross a través de una mezcla de cabellos y pestañas húmedas. Precisamente porque la amaba, él hubiera deseado matarla.
—¿Qué deseas que haga? —dijo Demelza.
—Que te vayas o te quedes, como quieras.
—¿Irme? —dijo Demelza—. No deseo irme. ¿Cómo podría dejar esto… todo lo que aquí tenemos?
—Quizá debiste pensarlo antes.
—Sí —dijo ella, y se puso de pie—. Quizá debí pensarlo antes. Él volvió a inclinarse para avivar el fuego.
—Bien —dijo Demelza—. Si deseas que me vaya, lo haré.
Las palabras llegaron a los labios de Ross; sí, aceptaba que ella se marchara… pero en definitiva no pudo pronunciarlas. Pareció que se le quedaban en la garganta y que cristalizaban en una cólera aún más intensa.
Se abrió la puerta. Era solamente Clowance. Durante ese año se había convertido en una niñita robusta. Su buena salud y su excelente carácter habían contribuido a formar el rostro de mejillas sonrosadas, los brazos regordetes y esa cara tan larga como ancha. Los cabellos eran rubios y rizados y una especie de flequillo se le había formado y le cubría parte de la frente. Ahora tenía puesto un camisón largo de franela blanca.
La niña exclamó:
—¡Mamá! ¿Dónde has estado?
—Sí, querida, ¿qué pasa? —Ross fue quien respondió.
—Mamá prometió.
—¿Qué prometió?
—Leerme el cuento.
—¿Qué cuento?
Imprudentemente, Demelza alzó la cabeza.
—Era el… olvidé el título… en ese libro.
Clowance volvió los ojos hacia el rostro de su madre e inmediatamente dejó escapar un alarido de intensa angustia. Se abrió la puerta de la cocina y apareció Betsy María.
—¡Oh, perdonen, no sabía…! —Alzó a la llorosa Clowance. Demelza se había vuelto prestamente y ocultaba el rostro con los cabellos, mientras inclinaba la cabeza sobre la copa de Ross.
—Llévatela —dijo Ross—. Dile que su madre irá dentro de cinco minutos. Quédate con ella mientras tanto. ¿Jeremy duerme?
—Creo que sí, señor.
—Dile que irá a leerle el cuento dentro de cinco minutos.
Se cerró la puerta.
Demelza se enjugó de nuevo las lágrimas y tragó parte de la bebida de Ross. Este recogió las pantuflas arruinadas y las dejó caer en el canasto de los niños, recogió por segunda vez la capa y la plegó. No era por espíritu de orden.
—Dime cómo te sientes —insistió Ross.
—Entonces, ¿no deseas que me vaya?
—Dime cómo te sientes.
—Oh, Ross ¿cómo puedo saberlo? ¿Cómo me atrevería a decirlo?
—En efecto. Pero inténtalo.
—¿Qué puedo decir? Nunca lo deseé. Esto se me insinuó sin que yo lo advirtiese. Nunca pensé… debes aceptar que nunca pensé… Me siento tan triste. Por… por todo.
—Sí, bien… Siéntate un minuto, y habla.
—¿Qué más puedo decir?
—Dime qué sientes acerca de Hugh.
—¿De veras?
—De veras.
Demelza volvió a limpiarse con la manga.
—¿Cómo puedo decírtelo sin mentir, si yo misma no estoy segura? Te digo que todo me ocurrió sin que yo misma lo supiera. Jamás lo busqué. Ahora, tengo el corazón destrozado… Pero no como… no como cuando murió Julia. Ahora, derramo lágrimas, y lloro, y lloro, porque tanta juventud y tanto amor van a parar a la fosa… Cuando Julia murió yo no tenía lágrimas.
Estaban en mi interior… como sangre… ahora… me corren por la cara como lluvia… como lluvia que no puedo detener. Oh, Ross, ¿quieres sostenerme?
—Sí —respondió él y lo hizo.
—Por favor, abrázame fuerte y no me dejes ir.
—No lo haré, si me lo permites.
—Continuemos unidos hasta la muerte, Ross, porque yo no podría vivir sin ti… Estas… no son las lágrimas de una penitente… tengo razones para sentirme penitente… pero no es eso. Lloro… parece tonto… lloro por Hugh y… por mí… y por… por todo el mundo.
—Reserva algunas lágrimas para mí —dijo Ross—, porque creo necesitarlas.
—Oh, todas son tuyas —dijo Demelza, y después se aclaró la voz, y sollozando profundamente se aferró a Ross.
Así permanecieron un rato, en una postura extraña que nadie vio. De tanto en tanto él liberaba una mano para pasarla impaciente por su propia nariz y sus ojos.
Después de un largo rato, Ross dijo:
—Clowance seguramente está esperando.
—Iré en seguida. Pero primero debo lavarme la cara.
—Bebe esto.
Demelza bebió un segundo trago de la copa.
—Ross, eres muy bueno conmigo.
—Sin duda, muy bueno para ti.
—Para mí… sabes perdonar… ¿Pero olvidarás? No lo sé. Quizá sea un error que olvides. Sólo sé que te amo. Supongo que eso es lo único que importa realmente.
—Es lo que me importa.
Ella se estremeció y se llevó una mano sucesivamente a cada ojo.
—Me lavaré la cara, e iré a leer, y después, si lo deseas, puedes cenar algo.
—Creo —dijo Ross—, que iré a leer un rato contigo.