Capítulo 9

El catorce de septiembre amaneció con muy buen tiempo, el cielo iluminado por el sol que se elevaba en un firmamento rojo como una herida. Gimlett dijo que el tiempo no se mantendría así todo el día. El mar sombrío bajo los rayos del sol presagiaba el otoño. Se había recolectado toda la cosecha y Ross había enviado a Sawle a dos de sus peones con el fin de que ayudasen a recoger otra captura de sardinas. Las malvalocas de Demelza, que se mantenían gracias a los días tibios y sin viento, comenzaban a mostrar la decoloración propia de las últimas flores.

Ross había dicho a Demelza que tenía que ir temprano a Truro, y como carecía de más información ella supuso que el asunto se relacionaba con la reorganización de los Voluntarios.

Fue un desayuno silencioso; Jeremy y Clowance aún dormían, pues la noche anterior se habían acostado tarde. En los últimos tiempos la mayoría de las comidas se realizaban en silencio. Esta había sido una semana difícil. No habían pasado por momentos iguales desde los últimos meses de 1793. Era evidente que Demelza sufría a causa de Hugh Armitage, y que esperaba constantemente un mensaje de buenas o malas noticias. Ross, con sus sentimientos heridos, pero renuente a formular un juicio definitivo, observaba la ansiedad de Demelza y no decía palabra. Si ella deseaba hablar acerca de Hugh, que lo hiciera. De lo contrario, que callase.

No conocía el sentido del poema que había leído; podía significar que Demelza le había sido infiel, y podía tratarse de una mera licencia poética. No se lo había preguntado, y no pensaba hacerlo. Pero durante esa semana fue evidente que ella le era infiel espiritualmente, en sus pensamientos, sus sentimientos y su corazón, profundamente comprometidos con otro hombre.

Y ese hombre estaba gravemente enfermo. ¿Qué sentía el marido? ¿Celos y agravios? ¿Impotencia y cólera? ¿Simpatía y comprensión? ¿Por qué se le hacía un nudo en la garganta ante cualquiera de tales perspectivas?

Partió antes de las ocho, y remontó el valle desnudo pero sonriente, entre los nogales y los espinos, atento al rumor de las aguas del arroyo. Su tierra. Los grillos cantaban en los setos, las golondrinas describían círculos en el aire y el ganado, su ganado, pastaba en los campos. La Wheal Grace desprendía una suave columna de humo y las prensas de estaño emitían sones metálicos. El campo tenía un aire benigno, como si el verano hubiese madurado todas las hojas y todas las bayas. Todo eso era suyo, y él lo había transformado, partiendo de la casa ruinosa y los campos estériles que había encontrado catorce años antes. Pero hoy no había madurez ni contentamiento en él mismo. Así, el hombre ponía muy alto sus esperanzas y sus trabajos, y cuando llegaba a la cima descubría que en las manos sólo tenía muerte y desechos.

Llegó demasiado temprano a Truro, dejó su caballo en la posada del «León Rojo» y fue a caminar por el muelle. No deseaba hablar con nadie —ni amigos ni enemigos—, y ni siquiera con su protector, por lo menos, mientras no fuese indispensable.

Había marea alta y el agua lamía la piedra irregular del viejo muelle. Aquí, las últimas casas de la ciudad se mezclaban con los depósitos, los cobertizos, los cottages ruinosos y sobrepoblados. Sobre el muelle, entre los carros y las carretillas de mano, se veían los restos habituales de un pequeño puerto: cabos de cuerda y remos rotos, trozos de lona y pedazos de velamen, jarros quebrados y una gaviota muerta. Estaban descargando una barcaza de tres mástiles, y los hombres impulsaban los barriles que descendían rodando por una estrecha plancha. Más lejos, aprovechando la marea alta, otras dos embarcaciones estaban amarradas a la orilla. Dos pequeños mendigos se acercaron a Ross, pero él los apartó: si uno daba a dos, pronto llegaban veinte más. Las mujeres se gritaban de ventana a ventana. Un caballo hundía la cabeza en un saco, para alcanzar el último resto de forraje.

Después de pasar el muelle, se llegaba a un prado y a una suerte de recodo del río, que más adelante se ensanchaba a medida que se acercaba a Malpas y a la iglesia de Santa Margarita. Aquí reinaba un silencio absoluto, los árboles aparecían bien perfilados por la luz del sol y unos pocos pájaros del río volaban bajo. Cerca de la orilla había cuatro cisnes, casi inmóviles, desplazándose tan lentamente que parecía que se movían sólo por impulso de la marea. Cada uno de ellos se duplicaba en el reflejo de las aguas quietas. Por momentos parecía que podían ver sus propios reflejos y que admiraban su belleza. De pronto, uno de ellos quebró el reflejo hundiendo en el agua el cuello delicado. Seres gráciles. Cosas blancas. Como las mujeres. Imprevisibles. Gentiles. Fieras. Fieles o infieles. Leales o traidoras. Dios mío, ¿quién podía decirlo?

Un enjambre de mosquitos lo rodeó, y Ross los apartó, como había hecho con los niños mendigos. Se alejaron no sin resistencia. En el aire flotaba el olor del humo de madera. Las hojas comenzaban a cambiar de color. En los árboles agrupados en la orilla opuesta del río el cobre y el ocre manchaban el verde.

Los cisnes se separaron poco a poco, más parecía a causa de los caprichos de la corriente que de su movimiento propio. El que estaba más próximo a la orilla tenía el cuello más esbelto y un modo más grácil de sostenerlo, como un signo de interrogación. Derivó hacia Ross, las alas un poco esponjadas, la cabeza inclinada a un costado, acercándose por obra de la casualidad o del capricho. De pronto, se volvió, y moviendo perezosamente las patas desechó el interés que parecía haber demostrado. Ross no había hecho ningún movimiento para atraer o rechazar al animal.

¿Cuatro mujeres en su vida? ¿Cuatro mujeres que le habían preocupado durante ese año? Por supuesto, Demelza y Elizabeth. ¿Carolina? ¿Quién era la cuarta? Uno de los cisnes tenía un ala lastimada, las plumas en desorden y manchadas. El día de la fiesta de Sawle, Ross estaba volviéndose para abandonar su puesto cuando Morwenna sonrió a Drake, y él tuvo un atisbo de la sonrisa. El cisne lastimado. Una imagen muy apropiada. Así estaría ella mientras permaneciera unida a ese hombre. Pero ¿quién podía modificar la situación? A quienes Dios había unido…

¿Y su propio matrimonio? ¿Y el de Elizabeth? ¿Incluso el de Carolina? ¿Todo debía ir a parar al crisol? En todo caso, era el destino del suyo. Era lo más ingrato del asunto, pues él había creído que su propia unión era la más sólida y segura. Como una roca. Pero la roca reposaba sobre arena. Un hombre, un individuo agradable, pero a su propio modo sin principios, había entrado en la casa de Ross y Demelza, se había interpuesto entre ellos. Ahora, ella se había perdido en parte, o del todo; Ross no lo sabía.

¿Y por qué, en nombre de Dios, él había aceptado ir a Truro esa mañana, a participar en esta charada? ¿Qué impulso estúpido e impropio lo había dominado en Tregothnan una semana antes?

—Acepto —había dicho—. Acepto la candidatura, con tres condiciones. La primera es que, al margen de las directrices que usted imparta, yo apoyaré a Pitt en las medidas destinadas a proseguir la guerra.

—Por supuesto.

—La segunda es que gozaré de libertad para apoyar las leyes o las medidas que a mi juicio puedan contribuir a mejorar las condiciones de vida de los pobres.

—De acuerdo. —Antes de formular esta respuesta, Falmouth había vacilado un momento.

—La tercera es que tendré libertad para apoyar a Wilberforce contra el tráfico de esclavos. Otra vacilación.

—Convenido.

Así se había resuelto, secamente, como una transacción comercial, sin muchas palabras, y sin que ninguno de los dos intentara especificar los detalles. Se había dicho demasiado poco. El asunto podía ser secundario para el noble lord: no lo era para Ross; afectaba por lo menos la mitad de su futuro. Si se hubieran formulado los detalles quizás él habría percibido el absurdo de la propuesta, tal como lo había percibido la primera vez, un año antes, cuando había hablado con Basset. Habría tenido tiempo para retirarse, para evitar el compromiso, e incluso para burlarse de sí mismo porque durante un instante había considerado la posibilidad de aceptar.

Aún había tiempo… bien, apenas. Se había concertado el acuerdo; ahora, era cuestión de honor cumplir la palabra empeñada. ¿Honor? ¿Qué tenía que ver con eso el honor?

De todos modos, quizá no lo eligieran. Durante la semana había oído comentarios que indicaban que el consejo municipal mantenía su actitud rebelde. Hacía muy poco que habían sacudido el yugo de su patrón aristocrático, y parecía improbable que sumisamente volvieran a aceptarlo un año después. Y sería mucho mejor que así fuera. De ese modo, las reflexiones tardías, la autocrítica mordaz y las reservas morales serían innecesarias.

Ross descargó un puntapié irritado sobre una piedra. Magnífico. Sería derrotado. Entonces, George Warleggan volvería al Parlamento y Ross no sería diputado. ¿Era eso lo que deseaba? ¿Y ese desenlace le permitiría vivir feliz? Otro triunfo de George… después de todos los que ya había cosechado. Felicitaciones a granel.

Hubiera sido mejor no presentarse y evitar la derrota. Falmouth lo había dicho sin rodeos, y al margen de que él lo aceptara o no, era indudable que la circunstancia de su querella con George había influido en la decisión. Una razón negativa, e incluso innoble; pero una razón que ahora no podía esquivar sólo porque su calidad moral era muy baja.

Los cisnes se alejaban, seres pálidos, dignos y enigmáticos, se alejaban para siempre de su vida. Con su doble imagen en el estanque silencioso, quizá representaban el reverso de su propio ser, como seres humanos que ofrecen una imagen al mundo y mantienen otra que es objeto de la introspección íntima. Después de tantos años, ¿conocía o comprendía la imagen refleja de Demelza? Aparentemente, sólo sus aspectos más superficiales. ¿Acaso se conocía él mismo, se comprendía él mismo?

Los estorninos comenzaron a surcar el aire. El sol desaparecía en la bruma acuosa. Extrajo su reloj. Las diez y media. Se volvió y regresó hacia el centro de la ciudad.

II

La cámara del Consejo era bastante estrecha y el número de personas que la ocupaban reducido. Aún no habían comparecido todos los votantes, aunque faltaban sólo diez minutos para las once. Pero parecía improbable que nadie faltase. La elección apasionaba a la ciudad. La mayoría de las elecciones en los municipios como Truro se desarrollaban discretamente, y el resultado era conocido de antemano. Pero de tanto en tanto estallaban tormentas, y la elección complementaria del año anterior había sido realmente borrascosa. Felizmente, era improbable que se presentasen interminables impugnaciones a la legitimidad de los votantes, como era el caso en muchas elecciones de este carácter. Los miembros de la corporación, los regidores y los representantes, habían sido debidamente elegidos, y quienes se les oponían ya habían reconocido, aunque fuese de mala gana, los respectivos resultados electorales.

Ross fue el último de los candidatos en llegar. Lord Falmouth ya estaba allí, y como de costumbre parecía un agricultor próspero que hubiera tenido un mal año. Estaba conversando con el nuevo alcalde, el señor Warren. El capitán Gower, un hombre robusto de unos cuarenta años, se acercó y estrechó la mano de Ross. Ross le ofreció una sonrisa incómoda y miró a George Warleggan, que conversaba con su compañero, Thomas Trengrouse, cuñado de los Cardew. Era la primera vez que George y Ross se veían desde el encuentro de lucha. Y sus miradas no fueron ahora más cálidas que en aquella ocasión. Detrás de George estaba su padre, y detrás de Nicholas el reverendo doctor Halse y el señor Hick, ambos sempiternos whigs. Al fondo de la habitación se encontraba Harris Pascoe, que se sonrojó cuando Ross se acercó a hablarle.

—Como usted ve, así están las cosas —dijo Ross.

—Sí… sí, ya lo veo.

—Sin duda, su conciencia se inquietará más que nunca con esta mezcla de tantas aguas: la amistad, la lealtad a los principios y todo lo demás. En su lugar, yo me habría apartado de este asunto.

—En mi lugar, usted habría venido —dijo Pascoe—. Que es exactamente lo que hice.

—Seguramente para votar por mí, y de ese modo arruinar su prestigio de dirigente whig.

—No lo perjudicaré más que lo que lo perjudiqué la última vez.

—Dígame, Harris, usted ya conoce este tipo de ceremonia. ¿Cuál es el procedimiento cortés? ¿Debo estrechar la mano de mis antagonistas, según es obligatorio en un combate de lucha, o se me permite continuar mirándolos con hostilidad desde el fondo del salón?

—Creo que la segunda actitud es más usual. Pero, Ross, me interesa el hecho de que usted haya decidido aceptar ahora la nominación, después que el año pasado rechazó la invitación del sector contrario.

—Hubiera sido más lógico que aceptara entonces, ¿verdad? Soy más afín a Basset que a Boscawen. Sin embargo, en realidad hay poco que elegir, como de hecho hay poco que elegir entre los partidos. Atribuya mi decisión a los azares del destino y a las contradicciones de los seres humanos. Quizá por eso el mundo es un lugar tan triste y caprichoso.

Pascoe miró a su amigo. La prosperidad y el paso de una década y media apenas habían cambiado a Ross desde los tiempos en que era un joven y delgado oficial que había sido herido en combate; había retornado de la guerra en América sin un centavo, para heredar una propiedad en ruinas y un campo cubierto de malezas. Y hoy quizá más que de costumbre Harris recordaba a aquel joven. La tensa inquietud de su carácter se manifestaba más claramente que nunca.

Sonó una campanilla. El empleado del consejo, cierto Gerald Timms, había agitado la campanilla para informar a los presentes que eran las once y que había llegado el momento de comenzar. Cuando se ponía de pie, con un libro en la mano, llegaron otros dos miembros del consejo. El empleado leyó la Proclama, explicó que debía realizarse la elección, y luego enunció algunas fórmulas. George Warleggan y Thomas Trengrouse fueron a ocupar asientos cerca de Timms, y el capitán Gower indicó con un gesto a Ross que ellos debían hacer lo mismo. Mientras se acomodaban el empleado continuó leyendo el Acta de Jorge II contra el soborno y la corrupción. Tenía una voz aguda que se convertía en chillido en las notas altas, y le faltaba el aliento. Ross pensó que, a juzgar por el estado de los dientes, probablemente tenía mal aliento.

Terminada la primera parte de la ceremonia, se leyó otra Acta. Finalmente, el alcalde se adelantó y prestó juramento. Tomó asiento y firmó el libro, acomodó mejor los anteojos sobre el puente de la nariz y esperó.

George Evelyn, tercer vizconde de Falmouth, se puso de pie y cuando se disponía a hablar llegaron dos participantes retrasados. Eran los últimos. Los presentes guardaron silencio mientras lord Falmouth indicaba los nombres de los dos candidatos propuestos por él. Se refirió primero a su cuñado, el capitán Gower, y aludió a su labor como secretario del Almirantazgo, a los servicios prestados a la ciudad mediante la obtención de ciertos contratos de suministros, a su apoyo a Pitt, y a la consagración a las obligaciones de su cargo en la Cámara y fuera de ella. Después, recomendó al segundo candidato, el capitán Poldark, que hacía sus primeras armas políticas, pero a quien todos conocían como un soldado distinguido y valeroso, cuya notable hazaña de 1795 era conocida en todo el condado, y cuyo conocimiento íntimo y personal de la minería y la industria local sería muy útil para la ciudad a quien debía representar.

George Evelyn, hijo del finado y gran almirante Boscawen (vencedor de Portobello, Lagos y Cabo Bretón, terror de los franceses) volvió a ocupar su asiento. Había hablado con escaso esfuerzo y poco sentimiento, pero de un modo que demostraba que estaba muy acostumbrado a ser oído. Ahora, Nicholas Warleggan se puso de pie. Era el hijo de un herrero que ya muy anciano aún vivía cerca de Saint Day, donde ocupaba una casita con dos criados, a quienes odiaba, y que lo atendían. Durante los últimos veinte años Nicholas se había acostumbrado a que lo escuchasen con un silencio respetuoso cuando hablaba, de todos modos, veinte años es mucho tiempo, y a ese factor agregaba un acento y un giro verbal que faltaban en su antagonista. Se refirió a los problemas que habían preocupado a todos sus oyentes quince meses antes, cuando se había celebrado la elección complementaria; y, puesto que ahora había disputado irreparablemente con los Boscawen, no vaciló en censurarlos ni cuidó el lenguaje con que lo hacía. Volvió a mencionar las diferencias acerca del cementerio, el asunto del asilo, las piedras extraídas de la cantera, y las quejas personales y totalmente injustificadas de su Señoría en el sentido de que el mantenimiento del municipio era muy costoso; también mencionó los frecuentes intentos de vender los escaños al mejor postor. Finalmente, el trato que dispensaba al municipio, como si hubiera sido ganado que podía administrar a voluntad, sin el consentimiento de los electores.

No se disculpó por repetir dichas quejas. Al contrario, el señor Warleggan insistió en todo el asunto, pues gracias a la indignación que dicho trato había provocado en el consejo había sido posible convencer al señor George Warleggan de que presentara su candidatura al escaño vacante a causa del fallecimiento de sir Piers Arthur. Y no por falta de respeto a la familia Boscawen, sino a causa del espíritu cívico y la independencia del consejo, un año antes había sido elegido debidamente. Durante ese lapso, el señor George Warleggan había servido fielmente a la ciudad, como sin duda podían atestiguarlo varios comerciantes y consejeros. Continuaría haciéndolo; y muchos concordarían en que era un cambio positivo que un hombre del distrito los representara, que el diputado a los Comunes residiera en la ciudad, y que fuese un banquero que poseía amplio conocimiento de los negocios y las necesidades locales, en lugar de ser un caballero del campo que servía a otros intereses, y principalmente a los propios. También el señor Thomas Trengrouse residía en la ciudad, y era un abogado conocido y capaz. Los dos caballeros formarían una pareja de tal calidad como no se había conocido en toda la historia del municipio. El señor Warleggan se atrevía a suponer que los dos caballeros eran mucho mejores que un funcionario del Almirantazgo cuyo tiempo estaba consagrado sobre todo a los problemas navales, o un caballero rural que vivía en un lugar muy lejano de la costa norte, un hombre de visión estrecha e impulsos imprevisibles, que poco sabía del comercio, y lo poco que sabía tendía a despreciarlo. De todos modos, ¿el concejo aún alentaba el deseo de afirmar esta independencia eligiendo a dos candidatos que inevitablemente debían prestar buen servicio, o prefería inclinarse ante su Señoría, lo que equivalía a reconocer que el año anterior se habían equivocado, y estaba dispuesto a aceptar a sus candidatos, quienes en adelante harían todo lo que su Señoría les mandase, tanto en los asuntos cívicos como en los parlamentarios?

Un buen discurso, no elocuente, sino significativo y concreto, mucho mejor que el precedente. Ross tuvo que reconocer que medio lo había convencido. Si lo hubiese pronunciado otra persona y no Warleggan, si el discurso se hubiese referido a un candidato que no era George Warleggan, Ross habría sentido deseos de votar contra sí mismo. Pero él sabía, como sin duda debían saberlo muchos otros que estaban allí, qué representaban realmente los Warleggan, tanto en la esfera del comercio como en la banca, a causa de ese estilo de conducta entre los hombres que el propio Ross rechazaba esencial y apasionadamente. Pero ¿cuántos de las dos docenas de votantes allí reunidos, sabiendo lo que él sabía, sentían lo mismo que él y estaban igualmente dispuestos a rechazarlo?

Por la expresión de los ojos que lo habían esquivado durante los últimos quince minutos, Ross sabía que no todos los que eran sus amigos, los que le deseaban bien, estaban dispuestos a votar por él. Si hubieran podido hacerlo por carta, con el compromiso de mantener secretas las misivas, todo habría sido distinto. Era evidente que algunos afrontaban un conflicto muy profundo, no por temor de ofender a Ross, pues este no podía ejercer represalias, sino porque estaban ante un dilema: el temor de incurrir en la cólera de los Boscawen y en la cólera de los Warleggan. Basset, con sus recompensas y premios, había desaparecido. Pero no por eso la decisión era más fácil. La indignación inicial, el ardoroso deseo de independencia que había provocado la rebelión del año anterior, se habían atenuado en parte. En ese momento habían votado «libremente» y al demonio con las consecuencias. Ahora, por lo menos algunos tenían que resolver una ingrata contradicción.

El alcalde ocupaba su asiento y se acariciaba el ceño con la pluma de escribir. Se hizo una pausa prolongada. Nadie quería ser el primero en hablar.

—Caballeros… —dijo el alcalde.

Nicholas Warleggan se puso de pie y se acercó a la mesa.

—Voto por el señor Warleggan y el señor Trengrouse.

Otra pausa. Una silla raspó el suelo. Era William Hick.

—Señor Warleggan y señor Trengrouse.

Siguió el reverendo doctor Halse. Había sido enemigo de Ross desde el juego de naipes en el Salón Municipal, muchos años antes. Quizás incluso antes, cuando había querido enseñarle latín.

—Señor Warleggan y señor Trengrouse.

Era una reacción bastante rápida, como si deseara impedir una avalancha, lord Falmouth se acercó a la mesa.

—Capitán Gower y capitán Poldark. Le siguió Harris Pascoe.

—Capitán Gower y capitán Poldark.

Se acercó lord Devoran, parpadeando, como si le molestara la luz.

—Capitán Gower y capitán Poldark.

Otra pausa. Murmullos. Ruido de pasos. Saint Aubyn Tresize.

—Capitán Gower y capitán Poldark.

William Aukett, bizqueando más intensamente que de costumbre, agobiado, tropezando con las palabras que tenía que pronunciar:

—Señor Warleggan y señor Trengrouse.

Ruido al fondo del salón. El notario Pearce, con la ayuda de un criado, se acercó con paso vacilante y movimientos envarados por el dolor, resoplando. El señor Pearce no había dormido bien. Su hija solterona había tenido que ayudarle a ir varias veces al retrete. Era el ejemplo típico de un elector que respondía a impulsos contradictorios; de buena gana habría alegado enfermedad, y se hubiera abstenido de comparecer, pero sabía que de ese modo hubiera ofendido igualmente a los dos grupos. Pero ¿qué podía decir? Fue la pregunta que formuló a su hija, y que se formuló él mismo. Tenía una deuda personal con Cary Warleggan —ni siquiera con el banco de Warleggan, un tanto más impersonal— pero al mismo tiempo la mitad de su actividad profesional provenía de la propiedad Tregothnan; y el señor Curgenven, representante de lord Falmouth, se había ocupado de llamarlo la víspera para recordarle la situación. Era un verdadero aprieto, y la contracción de su ceño mientras caminaba, y el sudor que le cubría la frente y le corría bajo la peluca, no era únicamente resultado de su dolencia física.

Se acercó a la mesa y el silencio se hizo más profundo. El alcalde lo examinó atentamente. El señor Pearce balbuceó y al fin consiguió hablar.

—Capitán Gower y… señor Warleggan.

Alguien rió detrás de Ross mientras el señor Pearce se retiraba de la mesa. Su actitud parecía afirmar que había hecho todo lo posible; había intentado complacer a ambos grupos. En realidad, ambos estaban furiosos; y sin embargo, de ningún modo podían acusarlo de haberlos traicionado. Con la astucia de un viejo notario, había hecho todo lo posible ante un dilema insoportable.

Ahora, otros se aproximaban a la mesa, y lo hacían con movimientos más desembarazados, como si les alegrase acabar de una vez. Polwhele y Ralph-Allen Daniell votaron por Gower y Poldark; Fitz-Pen, Rosewarne y Michell por Warleggan y Trengrouse. Después se adelantó el señor Prynne Andrew. Aunque de mala gana, Elizabeth había ido a visitarlo el martes, y había recibido lo que parecía ser una respuesta favorable.

—Capitán Poldark y capitán Gower —dijo.

Una verdadera bofetada. El rostro de George cobró una expresión tensa, pero no hizo ningún comentario y fijó los ojos en la pared mientras el señor Andrew pasaba al lado.

Llamaron a otro hombre, un tal Buller. Poseía una pequeña propiedad y dinero suficiente para mantenerla, de modo que no debía nada a nadie. Dijo:

—Capitán Poldark y señor Trengrouse.

Era un segundo voto mixto, y bien podía complicar el resultado. El alcalde examinó su libro, y echó arena sobre la tinta. Aún faltaban nueve votos.

Fox fue el siguiente, y por su actitud nerviosa Ross comprendió que su voto sería resultado de la presión y no de la preferencia.

—Señor Warleggan y capitán Poldark.

Bien, el ejemplo de Pearce era contagioso. Fox también había obedecido a sus amos y al mismo tiempo los había desafiado. Un tributo conmovedor a antiguos sentimientos de lealtad.

Cuatro personas más, incluso el general Macarmick, depositaron votos convencionales, dos para cada bando. Después, apareció el señor Samuel Thomas, de Tregolls. Cuando se acercó al alcalde pareció vacilar, como si aún no se hubiese decidido, como si afrontase un conflicto más profundo que la simple obligación. Después, dijo firmemente:

—Capitán Gower y señor Trengrouse. —George palideció.

Faltaban tres personas. Una era el doctor Daniel Behenna, quien, si se nos permite la expresión, tenía intereses casi en todas partes. De él podía depender mucho. De todos modos, había echado sus cuentas la noche anterior.

—Señor Warleggan y señor Trengrouse —dijo.

Los dos últimos eran individuos inofensivos, uno llamado Symons, un dandy de cuerpo menudo que siempre usaba dos relojes. El otro, Hitchens, era conocido en la ciudad con el nombre de Señor Once, a causa de la delgadez de sus piernas. Ninguno admitía presiones, pero si Symons era previsible, no era ese el caso de Hitchens. Con su voz gorjeante Symons dijo:

—Capitán Gower y capitán Poldark.

Hitchens lo siguió en un silencio mortal interrumpido únicamente por el sonido de los pequeños tacones de Symons, que se alejaban. Hitchens dijo:

—Capitán Gower y capitán Poldark.

Inmediatamente se elevó una ola de murmullos y después gritos, algunos favorables a uno de los bandos y los restantes al otro. Cierta agitación en un rincón, cuando dos hombres se fueron a las manos. Varios amigos los separaron, mientras el alcalde, pluma en mano, contaba y totalizaba los votos. Repasó dos veces el recuento y después dejó la pluma, se aclaró la voz, y miró el libro que tenía ante sí.

—Estos son los resultados de la votación. John Levenson Gower, trece votos; Ross Vennor Poldark, trece votos; George Warleggan, doce votos; Henry Thomas Trengrouse, doce votos.

—George había perdido su escaño por el mismo margen que le había permitido ganarlo.

III

En el estrépito y las discusiones que siguieron, pudo oírse a Nicholas Warleggan cuestionando la validez de dos de los votantes, con el argumento de que las respectivas propiedades estaban fuera de los límites de la ciudad; pero en realidad, el propio objetor sabía que era inútil, las objeciones hubieran debido formularse antes. Los dos hombres separados habían llegado otra vez a las manos; los consejeros del bando triunfante expresaban a gritos su alegría.

Harris Pascoe aferró el brazo de Ross y dijo:

—Bien, bien, bien. Es el mejor resultado posible.

—El capitán Gower estrechó por segunda vez la mano de Ross; el rostro sonrojado de alivio.

El alcalde entregó al empleado los resultados oficiales, con el fin de que los fijase en la puerta de la cámara, para información del público. Lord Falmouth no se había acercado a felicitar a los dos vencedores. Tampoco lo habían hecho los dos perdedores. Henry Trengrouse conversaba con Fitz-Pen, y trataba de ocultar su decepción. (¡Los Warleggan le habían ofrecido tantas seguridades!).

Por su parte, George estaba de pie, las manos a la espalda, el frío sudor de cólera y frustración empapándole la camisa, tan conmovido que apenas podía recordar la identidad de los votantes, o cuáles de sus presuntos partidarios le habían traicionado. Sofocado, casi imposibilitado de ver o hablar, cerraba y abría sus dedos de pálidos nudillos. Sabía o creía saber qué era exactamente lo que le había derrotado. Imputaba su fracaso a hombres como Andrew, Thomas y Hitchens que continuaban considerándolo un advenedizo, y habían votado por esa presunta nobleza. Ni siquiera su compañero de fórmula, Trengrouse, que era abogado, poseía en realidad la jerarquía necesaria. El privilegio había cerrado filas y decidido olvidar todas las fechorías ilegales y casi ilegales del pasado de Ross Poldark, su arrogante pretensión a imponer la ley por propia mano, el menosprecio apenas disimulado por esa sociedad que la gente como Andrew, Thomas y Hitchens tanto deseaban preservar. Un hombre como él, George Warleggan, que toda su vida había trabajado constantemente de acuerdo con la ley, que había dado dinero para las causas buenas, que había sido un magistrado concienzudo durante más de tres años, cuyas actividades en la ciudad y el condado lo convertían en uno de los principales proveedores de trabajo, un hombre así era visto con altivez y menosprecio porque sus antepasados eran inferiores a los de la nobleza.

No se le ocurría que otros habitantes del condado, cuyo linaje no era más distinguido que el de la familia Warleggan, en realidad gozaban de aceptación total; y que si quería una explicación no necesitaba ir más lejos que las personalidades en juego, la suya propia y la de Ross y la de media docena de votantes. Lord Falmouth había visto con bastante claridad las raíces del problema.

Ahora, se abrieron las puertas de la cámara y algunos consejeros comenzaron a salir. Harris Pascoe dijo:

—¿Habrá un almuerzo para celebrarlo?

—No tengo idea. Es la primera vez que afronto esta clase de situación.

—A decir verdad, Ross, varias veces en el curso de la votación temí que el bando contrario tuviese motivos para celebrarlo.

—Cuando comenzaron esos votos mixtos —dijo Ross—, me llevé el susto de mi vida.

—¿Por qué?

—¡Entreví la perspectiva de que George y yo formásemos pareja!

Falmouth llegó al fin, acompañado por Ralph-Allen Daniell.

—Felicitaciones, capitán Poldark —dijo brevemente su Señoría—. Hemos vencido.

—Gracias, milord. Así parece. Por un margen desusadamente estrecho.

—Ningún margen es demasiado estrecho mientras nos beneficie. Y no tema, ahora el margen se ampliará constantemente.

—¿Lo cree?

—Se servirá un almuerzo en el «León Rojo,» pero pedí que me disculpasen, y solicité al señor Ralph-Allen Daniell que me reemplazara. Dentro de pocos días se ofrecerá una fiesta.

—Felicitaciones, capitán Poldark —dijo Daniell.

—Gracias.

—Después —dijo Falmouth—, dentro de una semana o dos, deseo que el consejo venga a almorzar conmigo en Tregothnan. Naturalmente, espero que usted asistirá.

—Gracias.

Su Señoría emitió una breve tos.

—Por el momento, no puedo participar en las celebraciones usuales. Cuando nos vimos, antes de la elección, no le dije, capitán Poldark —me pareció que era inútil mencionar el asunto— que mi sobrino falleció anoche.

Ross lo miró fijamente.

—¿Hugh?

—Sí, Hugh. No fue posible hacer nada. Sus padres lo acompañaron en los últimos momentos.

Falmouth se volvió, y Ross advirtió sorprendido que su interlocutor tenía los ojos llenos de lágrimas.