Durante la primera semana de septiembre llegó una carta de la señora Gower, dirigida a Ross.
Estimado capitán Poldark:
Lamento tener que decirle que mi sobrino está enfermo y padece una fiebre cerebral. Conserva su lucidez, aunque se siente muy débil y ha pedido expresamente verle a usted y a su esposa. ¿Sería posible abusar tanto del buen carácter de ambos? Por favor, vengan cuando lo deseen sin aviso previo, y pasen aquí la noche si otras obligaciones no lo impiden. A todos nos duele mucho ver tan enfermo a Hugh, y diariamente rogamos por su curación. Un nuevo cirujano de Devonport, cierto capitán Longman, lo atiende desde hace una semana, y creo que en efecto Hugh ha mejorado un poco; pero muy poco.
Le ruego acepte nuestras sinceras expresiones de afecto.
Francés Leveson Gower.
Ambos estaban en casa cuando llegó la carta. Ross tenía los ojos fijos en Demelza mientras ella leía.
—Podemos enviar un mensaje con el mismo criado. ¿Qué es hoy? ¿Lunes? Podríamos ir el miércoles.
—Cuando lo desees, Ross.
Ross salió y entregó el mensaje al criado. Cuando regresó, Demelza estaba examinando la mancha de una silla, donde Clowance había dejado caer un poco de mermelada.
—Les digo que iremos el miércoles a mediodía. Prefiero no pasar la noche, podemos almorzar con ellos y retirarnos inmediatamente.
—Gracias, Ross. —Demelza tenía oculto el rostro.
—Bien, no me agrada la visita; pero en un asunto así es difícil negarse.
—De todos modos…
Ross se acercó a la ventana.
—La última vez que fuiste fue una falsa alarma, ¿verdad?
—Así lo dijo. Hugh afirmó precisamente eso. No le atribuyó importancia. Pero creo que Dwight adoptó otra actitud.
—Qué extraño —dijo Ross.
—¿A qué te refieres?
—Cuando trajimos a Dwight, Armitage y el otro… ¿cómo se llamaba? Spade, navegando desde Quimper, yo temí que Dwight no sobreviviese. Hugh era el más fuerte de los tres. Todos parecían esqueletos, pero Hugh tenía más fuerza. Y ahora, mientras Dwight recupera lentamente su vigor…
—¿Dwight ya no lo visita? ¿Por qué?
—La distancia es considerable. No podía ir todos los días. Y los ricos pueden conseguir otros médicos. Parece que este capitán Longman vive en la casa. En fin, ya veremos.
Y el miércoles pudieron ver. Fue un día húmedo, el primero en dos semanas. La lluvia formaba una cortina permanente, de gotas tan finas y densas que atravesaban las prendas más gruesas. Cuando llegaron a Tregothnan, ambos estaban empapados, y la señora Gower insistió en que ocupasen una habitación con un fuego encendido, y recibieran ropas secas. Informó que Hugh había cambiado poco, si bien se mostraba ansioso de verlos. Le acompañaban el capitán Longman y una enfermera. Como precaución, se había enviado a Dorset un mensaje pidiendo que viniesen el coronel y la señora Armitage, es decir, los padres de Hugh.
En una actitud un tanto irritada, Ross quiso que Demelza fuese la primera en ver al enfermo; pero ella le pidió que la acompañase. De todos modos, era lo mismo una cosa o la otra, pues Hugh les pareció casi irreconocible. Le habían afeitado totalmente la cabeza, y tenía varias sanguijuelas en la frente. Las ampollas del cuello y la nuca mostraban dónde se habían aplicado poco antes cataplasmas de cantáridas. La enfermera le bañaba el rostro y las manos con una mezcla de gin, vinagre y agua. Era evidente que le habían aplicado cataplasmas en las piernas, pues sobre ellas se había armado una suerte de toldo; además, cada movimiento le dolía intensamente. El capitán Longman, un hombre robusto y barbado de poco más de cincuenta años, con su estómago protuberante y una pierna rígida, supervisaba las operaciones como un general puede supervisar la batalla que está librando. Con un gesto apartó a los visitantes, y con el movimiento ágil de un prestidigitador retiró las sanguijuelas llenas de sangre.
Aunque estuvieran ensombrecidos por el dolor, y por poco que pudiesen ver, los ojos de Hugh eran los mismos ojos bellos e intencionados que él había fijado en Demelza durante la cena celebrada en Tehidy, apenas un año atrás; los mismos ojos que ella había visto encendidos por el amor y la pasión en la playa de la Caverna de las Focas. La vio y sonrió, y ella apartó las manos de su propio rostro, adonde las había llevado movida por el horror, y le devolvió la sonrisa. Demelza y Ross se sentaron, uno a cada lado de la cama, y después de humedecerse los labios Hugh les habló lentamente, y algunas palabras se oían con claridad, y otras eran inaudibles. A veces tragaba saliva y vacilaba a causa del esfuerzo.
—Bien, Ross… qué lástima, ¿verdad?… engañar a los franceses y después dejarse engañar…
—No pierda el ánimo —dijo Ross—. Seguramente en esa prisión vio a muchos que también estaban muy mal. Sanará antes de que pase mucho tiempo.
—Ah… ¿Quién sabe? Y Demelza… Mon petit chou… Ha sido bondadoso de su parte venir aquí…
Demelza nada dijo. Se le había cerrado la garganta, como si nunca más fuera posible abrir un pasaje a través de ella.
—… haber venido desde tan lejos… pensé mucho en ustedes… este hermoso verano. Pero ¿no se han mojado?
Demelza movió la cabeza.
—Ross… mis disculpas a Dwight… él no podía vivir aquí y entonces mi… mi tío pensó… que siendo rico… yo podía tener… un médico residente.
—¿No desearía ver ahora a Dwight?
Hugh sonrió y negó con la cabeza.
—No creo… que ahora importe mucho, un médico u otro. Y tampoco estas… pequeñas molestias aplicadas a mi cuerpo… tampoco ganarán la batalla.
El capitán Longman, que no había recibido con agrado dichas observaciones dijo:
—Mi querido señor, estas pequeñas molestias, pese a que se aplican desde hace sólo cuarenta y ocho horas, han disminuido la fiebre, reducido los humores pútridos y provocado la suspensión del trabajo excesivo de los vasos sanguíneos. Ya hay una visible mejoría. Otras cuarenta y ocho horas nos permitirán presenciar un cambio importante.
Permanecieron un rato, y al fin Longman intervino para decir que no debían fatigar al paciente. Se pusieron de pie para salir, pero la mano de Hugh aferró la de Demelza.
—¿Cinco minutos?
Demelza miró a Ross, y Ross miró a Longman.
—Mi esposa permanecerá aquí unos minutos. Yo esperaré abajo. —Ross se volvió hacia Hugh y le palmeó el brazo—. Coraje, amigo mío. —Le sonrió—. Uno de nosotros le fatigará menos que dos —dijo a Longman—. Estoy seguro de que es una teoría médica acertada.
Cuando salía de la habitación, vio a la enfermera que se acercaba a un lado de la cama para reanudar sus aplicaciones. Demelza se había sentado otra vez, y Hugh le hablaba.
Ross atravesó los corredores y llegó a la habitación donde se habían cambiado. Las ropas estaban colgadas frente al fuego, pero aún no se habían secado. Usar ropas ajenas siempre le irritaba, porque no le sentaban bien y además los bolsillos no aparecían donde uno los buscaba. Volvió la enagua y las medias de Demelza, y después bajó otra vez. Se cruzó con un par de criados, pero no había signos de Falmouth, la señora Gower o alguno de los niños.
Entró en el gran salón, y allí no vio más que un gran danés que se acercó a olfatearlo; finalmente, ocupó la silla menos incómoda, palmeó la cabeza del perro y miró fijamente la lluvia.
Ross no sabía si Hugh Armitage soportaría una enfermedad prolongada o sanaría con rapidez, pero la situación le ofendía; la secuencia de los hechos le deprimía y le irritaba. Le perturbaba y conmovía ver tan inquieta a Demelza; le conmovía ver en ella un compromiso sentimental tan profundo y que la expresión de su rostro en el cuarto del enfermo expresaba muchas cosas que antes estaban ocultas. Pero la melancolía y la cólera de Ross parecían provenir incluso de un nivel más profundo. Era como si algo que flotaba en ese día oscuro y lluvioso, en esa casa enorme, desprovista de alegría y sobrada de ecos, y en su propio sentimiento de absoluta soledad, apuntase simbólicamente a su persona, a su vida, a su familia y sus realizaciones y demostrase que todo estaba hueco y vacío, que careciese de propósito o de futuro. Pues, ¿qué propósito tenía todo eso si el centro había sido destruido?
El mismo vacío y la misma falta de propósito se manifestaba no sólo en su propia existencia, sino en todas las formas de vida. Diariamente nacían seres humanos, innumerables millares de individuos, semejantes a gusanos: respiraban, y se arrastraban, y muchos de ellos sobrevivían y engendraban para preservar la especie; pero de pronto —en el parpadeo de unos pocos amaneceres— un accidente, una enfermedad hedionda se abatía sobre ellos y así retornaban a la tierra, y la generación siguiente venía a ocupar su lugar. Había ocurrido con Jim Cárter pocos años antes, y después con Charles Poldark y Francis Poldark, y más tarde con Julia Poldark y Agatha Poldark; y este año podían ser Dwight Enys o Hugh Armitage. ¿Y el siguiente? ¿Quién venía después? ¿Y acaso importaba? ¿Tenía la más mínima importancia?
Oyó una leve tos detrás. En la puerta estaba un jovencito de unos doce años.
—Buenos días, señor. El tío George preguntó si usted había bajado. Dije que me parecía haberlo visto aquí. Desea saber si usted desea beber con él un vaso de Madeira antes del almuerzo.
II
Lord Falmouth estaba en su estudio y vestía una bata de algodón verde floreado que le llegaba a las rodillas. Habían encendido un buen fuego y sobre la mesa había copas y una botella.
—Capitán Poldark, espero que ese traje le siente bien. Pertenecía a mi tío, que tenía más o menos las mismas medidas que usted.
—Sirve y está seco. Gracias… sí, el Madeira me agrada.
El líquido ámbar fue servido en las finas copas de cristal. Era evidente que la idea de que había existido un choque de opiniones entre ellos durante el último encuentro no estaba en la mente de su Señoría. Quizá no recordaba ninguna diferencia por el estilo. Incluso era posible que su pasividad en el asunto de Odgers hubiese sido descuido y no una actitud intencional, tal vez lo consideraba un problema del cual ni valía la pena ocuparse. De hecho, algo indigno de su atención.
—¿Vio a Hugh?
—Sí…
—Los padres llegarán pronto. Me sentiré más feliz cuando ellos asuman la responsabilidad.
—¿Y el nuevo médico? ¿Quién es?
Falmouth se encogió de hombros.
—Pertenece al Almirantazgo. Lo aprecian mucho, y Gower lo recomendó.
Ross sorbió su bebida.
—Es un nuevo Madeira seco —dijo Falmouth—. Es más conveniente antes de la comida…
—¿Cuándo lo vio por última vez el doctor Enys?
—Hace dos semanas.
—¿No sería conveniente llamarlo?
—Hay una dificultad. Longman vino hace menos de una semana, y afirma que en las últimas veinticuatro horas hubo mejoría. Poldark, estas situaciones siempre son difíciles… Cuando mi esposa estaba tan enferma afrontamos el mismo problema. Uno confía en un hombre y le confiere autoridad para aplicar su tratamiento, o lo despide. Si todo marcha bien, uno se felicita de haberlo elegido. Si las cosas tienen mal fin, uno piensa que…
—Sí, comprendo.
—Si los padres, llegan mañana, asumirán la responsabilidad. Pero tampoco para ellos será tarea fácil si Hugh no mejora.
Ross se preguntó si Demelza continuaba en el cuarto del enfermo, o había regresado a la habitación donde se habían cambiado. Como si hubiese adivinado el pensamiento de Ross, Falmouth dijo:
—¿La señora Poldark vino con usted?
—Sí. La dejé en la habitación de Hugh.
—Creo que eso lo reconfortará. Hugh tiene elevada opinión de su esposa. A menudo habla de ella. También yo pienso que es una mujer admirable.
—Gracias. —Ross volvió a beber un trago, y miró a su anfitrión por encima del borde de la copa.
Falmouth se inclinó para remover el fuego.
—Ella y la señora Enys contribuyeron a organizar un encuentro entre De Dunstanville y yo; y el resultado ha sido un acuerdo.
—Eso oí decir.
—Y también la probable designación de dos candidatos adecuados como representantes de Truro, la semana próxima.
—¿La semana próxima? ¿Tan cerca?
—Si los resultados de la elección se ajustan a lo previsto —y eso de ningún modo es seguro— por supuesto obtendré la satisfacción especial de que el señor Warleggan pierda su escaño, escaño que ha ocupado con muy escaso brillo durante un año.
—Si lo pierde, no dudo de que De Dunstanville le buscará otro. Su Señoría se enderezó, el rostro levemente sonrojado.
—Quizá.
Se hizo el silencio. Ross meditó un momento.
—Pero usted cree que no lo hará, ¿eh?
—¿Por qué dice eso?
—Su tono sugirió un sentimiento de duda.
—¿Acerca de Warleggan? Bien, sí. En nuestra única… reunión, recogí la impresión de que la admiración de Basset por su candidato estaba disminuyendo.
—Comprendo.
—Bien, parece que durante la crisis bancaria Basset regresó de Londres y encontró aquí una situación que le molestó mucho.
—¿Relacionada con George?
—Relacionada con los Warleggan en general, y por supuesto, George es el más destacado de ellos. Entiendo que el Banco Basset y el Banco Warleggan habían concertado un acuerdo de ayuda mutua. Una o dos veces financiaron empresas conjuntas. Pero en febrero, cuando el Banco de Inglaterra suspendió los pagos y todos los comerciantes que emitían billetes estuvieron al borde del desastre, el Banco Warleggan trató de aprovechar la crisis para destruir al banco de Pascoe; y al hacerlo comprometió al banco de Basset en una actitud que quizá pueda considerarse justificada desde cierto punto de vista, pero que Basset consideró francamente baja. Retornó a Cornwall a tiempo para ordenar que su banco dejase de cooperar con esa maniobra y suministrase nuevos créditos a Pascoe. Por supuesto, pudo hacerlo porque la situación en Londres había mejorado; pero me dijo que era probable que en el futuro limitara los contactos bancarios de este carácter.
—¿Qué deduce de ello?
—Que no creo que Basset tenga interés en encontrar otro escaño para George Warleggan.
Ross estiró las piernas hacia el fuego y después, como sintió el tirón de las costuras, las recogió.
—Bien, milord, como sin duda usted sabrá —pues en efecto, parece que todo el mundo está enterado del asunto— simpatizo con los Warleggan menos aún que usted; por lo tanto, no derramaré una lágrima si George pierde su escaño la semana próxima.
—Lo cual de ningún modo es seguro.
—¿No? Pero Basset ha renunciado al cargo de regidor, y también a su interés en el distrito. Por lo menos, eso entendí.
—Así es. —Su Señoría movió el atizador—. Pero como usted recordará, el año pasado se formó en el Consejo un sólido bloque contra mí. Después, ambas partes dijeron cosas muy desagradables. No creo que muchos de los que votaron en favor de Warleggan en la última elección cambien de bando, incluso después que Basset se haya retirado. Será una elección muy reñida.
—Hum… —Afuera, la intensa lluvia caía sin ruido, silenciosa como una nevada.
—Como usted sabe, hay intensa oposición al gobierno. Pitt suscita resentimiento, desconfianza e incluso odio.
—¿En Truro o en todo el país?
—En el país; pero sé que en la mayoría de las regiones los opositores forman una minoría importante. No en Truro, donde el sentimiento local contra mí es mucho más importante que la antipatía hacia Pitt.
—Hum —repitió Ross—. Si él cae, ¿quién puede dirigirnos?
—Nadie lo hará con la misma eficacia. Y menos aún en esta crisis de los asuntos nacionales. Pero cuando la guerra sigue un curso desfavorable la gente necesita una víctima propiciatoria, ¿y cuál mejor que el primer ministro? El derrumbe de la Alianza, la escasez de alimentos para el pueblo, el aumento constante de los precios, los motines de la Flota, la quiebra bancaria; estamos solos en un mundo hostil. Pitt dirigió el país durante trece años. Por eso la gente, mucha gente, cree que él nos llevó a esta situación.
—¿Y usted?
—Cometió errores. Pero ¿quién no lo habría hecho? Y como usted dice, ¿quién puede ocupar su lugar? El país no tiene otros jefes de su jerarquía. Portland nada significa. Moira sería peor que inútil.
—¿Qué ocurrió con las últimas negociaciones de paz?
—Están fracasando, como las anteriores. El Directorio propone condiciones imposibles. Puesto que dominan a Europa, pueden darse ese lujo. Según las últimas noticias, nos exigen que les entreguemos las Islas del Canal, Canadá, Terranova e India británica, además de nuestras posesiones en Indias Occidentales.
Ross concluyó su bebida y se puso de pie, de espaldas al fuego.
—Por favor, sírvase.
—Gracias. —Ross volvió a llenar ambas copas—. De modo que esa es la situación. Un panorama poco agradable.
—Uno de los más sombríos de nuestra historia.
Del vestíbulo llegaban voces infantiles.
—Abrigo la esperanza de que la suerte le favorezca en Truro. Pero sospecho que respecto de los problemas nacionales ni George ni Tom Trengrouse adoptarán posturas muy diferentes de las que conocemos en Pitt. No son partidarios de Fox.
Falmouth no contestó, y con aire reflexivo se limitó a mirar el fuego.
—Bien —dijo Ross, un tanto inquieto—. Veré si mi esposa ya salió del cuarto del enfermo.
—Por supuesto —dijo Falmouth—, de todos modos, Hugh no podrá participar en la elección del jueves próximo.
—No… es evidente que no. Ahora, usted tendrá que elegir a otro candidato. Es una lástima.
—Estaba contemplando —dijo Su Señoría— la posibilidad de que usted fuera el candidato.
III
Frente a la ventana crecía un enorme cedro, cuyos largos brazos de corteza gris claro y verde oliva se extendían y curvaban y casi descendían hasta el suelo; entre las ramas empapadas de lluvia, Ross vio una ardilla roja, sentada en una horqueta, sosteniendo una nuez entre las patas delanteras y mordisqueando con entusiasmo. Era un animal que ahora rara vez se veía en la costa septentrional; los árboles estaban muy alejados unos de otros y el viento los castigaba con excesiva fuerza. La miró varios segundos, muy interesado, y vio sus movimientos rápidos y furtivos, los ojos brillantes, las mejillas hinchadas en el mordisqueo. De pronto, la ardilla vio a Ross detrás de la ventana, y en una fracción de segundo desapareció, trepando por el árbol y hundiéndose en las sombras, más como una aparición que como un ser de carne y hueso.
—Milord, no creo que usted hable en serio —dijo Ross.
—¿Por qué no?
—En general, coincidimos cuando se habla de las dificultades de nuestro país en esta guerra. Pero durante nuestro último encuentro discrepamos totalmente en los asuntos relacionados con el gobierno interior de Inglaterra. La función del Parlamento, el sistema de elección de los diputados, la distribución desigual del poder, la venalidad existente…
—Sí. Pero en efecto estamos en guerra. Como dije antes, creo que usted tiene más posibilidades que las que aprovecha en el trabajo con los Voluntarios y la actividad de la mina. En la Cámara de los Comunes usted podría aprovechar mejor sus cualidades.
—¿Cómo diputado tory?
Su Señoría esbozó un gesto.
—Rótulos. Significan poco. Por ejemplo, ¿sabía usted que Fox comenzó su vida política como tory, y Pitt como whig?
—No, no lo sabía.
—Ya lo ve, los tiempos cambian. Y también las alianzas. Capitán Poldark, no sé si usted ha estudiado profundamente la evolución política de este siglo… pero ¿puedo explicarle mis opiniones al respecto?
—Ciertamente, si lo desea.
—Bien, como usted sabe, en mil seiscientos ochenta y ocho los whigs salvaron a Inglaterra del dominio de los Estuardo, cuando el rey Jacobo se apartó de nuestra iglesia para adherirse a Roma, con todo lo que eso podía implicar. Trajeron a Guillermo de Orange; y después, cuando la reina Ana murió sin sucesión, invitaron al Hanoveriano a ocupar el trono, con el nombre de Jorge I. Recuerde que la dirección estaba en manos de nuestra aristocracia, que tenía conciencia de lo importante que era preservar la libertad del súbdito de los avances de la monarquía extrema. Me enorgullece afirmar que mi propia familia los apoyó muchos años, y ratificó dicho apoyo enviando a los Comunes los hombres apropiados. Nadie creía entonces en las ideas que usted defiende, en la modificación del sistema electoral que ha sido parte de nuestra antigua tradición, es decir, hasta que el rey Jorge, que aún nos gobierna, influido por malos consejeros, trató de concentrar en sus manos un poder excesivo. Entonces, los whigs volvieron a hablar de libertad —los derechos de la Carta Magna— y con mucha razón.
—Pero entonces…
—Un momento. Pero el entusiasmo dominó a algunos —Burke, Fox y sus amigos— y hablaron de «reforma». Para ellos, la libertad vino a significar la representación igualitaria y muchas de las cosas que usted menciona. Cuando en Francia estalló la revolución se sintieron arrebatados… creyeron que había llegado el Reino de Utopía. Pero muchos se desilusionaron muy pronto; especialmente Burke; y fue el caso de la gran mayoría de los que ahora aceptan el rótulo de whig. Capitán Poldark, ellos no creían ni creen en la representación igual, del mismo modo que los tories no creen en ella. (Recuerde el caso de su amigo Basset). Ahora, Pitt es tory, como lo soy yo; y quiero recordarle que en su tiempo los tories defendieron la libertad religiosa, las antiguas libertades de la nobleza rural inglesa, la mejor distribución del poder entre el rey, los nobles y las jerarquías inferiores. Pero dejemos eso. Después de ganar o perder la guerra podemos volver a examinar los acuerdos que ahora concertamos. Pitt es un hombre de ideas avanzadas… a veces, demasiado avanzadas para mí; pero por el momento ha archivado esas ideas, porque sabe, como lo saben todos los hombres de pensamiento recto, que Francia y su revolución pueden destruirnos; y eso es lo que importa inmediatamente. Veamos, usted conoce a mi cuñado, el capitán Gower, ¿no es así?
—No.
—Ha sido uno de los principales defensores de la reforma de la Marina. Creo que usted simpatizará con él.
Ahora, fuera de la casa el único ruido era el de la cortina de lluvia.
—Santo Dios —dijo Ross, impaciente—. ¿A mí me ofrece esto? ¡En la región hay otros hombres, y muy buenos! Y además de Armitage… le sobran parientes.
—Mi estimado Poldark, la respuesta a eso es muy sencilla. Se lo pido porque creo que usted tiene más posibilidades de ganar el escaño. Creo que su popularidad en Truro compensará el resentimiento que yo inspiro. La última vez mi candidato perdió por un voto. El hombre que ya ocupa el escaño siempre ejerce cierta influencia suplementaria, y es muy posible que Warleggan obtenga uno o dos votos más que compensen la falta de apoyo de Dunstanville.
—Gracias por su sinceridad.
—Si usted suponía que yo pensaba disimular los motivos que me inspiran, no es el hombre que yo creía. Ya le mencioné las restantes razones que me impulsan a hacerle esta propuesta.
—¿Por qué cree que es probable que yo acepte esta oferta después de haber rechazado otra análoga de Basset, hace dieciocho meses?
—Las circunstancias han cambiado. La situación es más difícil. El país necesita jefes. ¿Sabe lo que dijo Canning el mes pasado? «Nada,» dijo, «arrancará a esta nación de la estupidez y la apatía, para infundirle acción y vida nueva. Ahora carecemos de alma y de espina dorsal». Usted reconoce el sentimiento de frustración en su vida actual. Podría argüir que un individuo poco puede hacer por sí mismo. Pero una nación se forma con individuos.
Ross se apartó de la ventana y miró a su anfitrión. Era un hombre calculador, por lo menos en sus asuntos de negocios; pero en todo caso, con él no era necesario andar con rodeos.
Decidió hablar francamente. El sentimiento general de irritación confirió un filo especial a su tono.
—Milord, usted me invita a luchar por un escaño en un lugar donde el empleo indiscreto de su propia autoridad ha molestado a los electores que normalmente serían suyos. ¿Estoy en lo cierto? Y de hecho, me pide que respalde no sólo un sistema que no me agrada, sino un uso del poder que personalmente merece mi rechazo total. Si me presento como candidato de lord Falmouth, me convierto en cómplice de dichos manejos, y tácitamente apareceré apoyándolos.
Su Señoría esbozó un gesto de rechazo.
—De mi tío heredé la actitud autocrática frente a los burgos que controlo. En el futuro, demostraré más tacto en mis relaciones con el Consejo. Por lo tanto, la situación se ajustará más a lo que usted prefiere. Lo que usted no podrá corregir es la totalidad del sistema electoral. Hay que aceptarlo o dejarlo. O trabajar para reformarlo… en la Cámara o fuera de ella.
Se puso de pie.
—Pero, capitán Poldark, nos esperan tareas más urgentes. Ahora que Europa entera se vuelve contra nosotros.
—Creo que mis ropas ya estarán secas. Preferiría cambiarme antes de almorzar —dijo Ross.
—Muy bien. No lo retendré ahora. Pero necesito su respuesta antes de que se marche.
—La tendrá.
Falmouth devolvió a un armario la botella de Madeira y cerró con llave la puerta del mueble.
—No olvide que si acepta gozará de otra ventaja.
—¿Cuál es?
—Al mismo tiempo que me hace un favor, provocará un disgusto a Warleggan.
IV
Las voces infantiles —y los niños— habían salido del vestíbulo. La casa estaba muy silenciosa, a semejanza del día y del enfermo que yacía en el primer piso, y de la vida vacía y enfermiza de toda la nación. Ross atravesó el vestíbulo, oyó un murmullo detrás de una puerta entreabierta y se asomó. Demelza conversaba con la señora Gower. Se la veía extraña en el vestido prestado, el rostro pálido, los ojos hundidos y opacos; en todo caso, bastante distinta de la joven que Ross había conocido durante trece años. No del todo su esposa, sino una persona que se apartaba de él para hundirse en las profundidades de su propio espíritu, donde no sólo se agitaban los sentimientos acostumbrados.
No lo habían visto y Ross no entró, pues no deseaba interrumpirlas; prefería continuar sumido en sus propios y sombríos pensamientos. Subió una escalera, equivocó el camino y se encontró al pie de la escalera en espiral que conducía a la cúpula. Volvió sobre sus pasos. Una casa sin alegría. Gracias a Dios, él nunca dispondría de los medios ni de la ambición que eran necesarios para agrandar Nampara más que lo que ya había hecho. Pero la casa de Basset era un lugar alegre comparado con este. Alguna gente sabía crear un hogar.
Al tercer intento encontró el dormitorio. Sus ropas no se habían secado, pero de todos modos servirían. El tío de lord Falmouth había tenido piernas más cortas, y sus prendas parecían muy incómodas a Ross.
En el hogar ardía un fuego muy vivo, y Ross se alegró de sentir su tibieza mientras se cambiaba. Después de anudar su corbata acercó un poco algunas ropas de Demelza con el fin de que aprovecharan mejor el calor. Las medias aún estaban húmedas y el ruedo de la falda y la enagua tardarían medio día en secarse.
Cuando movió la falda, del bolsillo cayó un pedazo de papel, y Ross se inclinó para recogerlo y devolverlo a su lugar. Pero la tinta azul, peculiar y característica, atrajo su atención, y antes de poder evitarlo ya estaba leyendo el texto.
Cuando me haya ido recuerda
Que ni la tierra ni el cielo jamás encerraron
Felicidad mayor que esa que conocí
Gracias a tu favor de un día.
Si aquel recuerdo te arranca una lágrima,
Grande será mi orgullo, mi orgullo de tu dolor;
Y aunque el recuerdo no sobreviva
En tu tierno corazón, para aliviar el mío
Deja en la arena la huella de tu llanto
Difunde tu pesar en el aire y el silencio.
Que el viento me traiga eternamente tu belleza
Aquí, al sitio donde yace mi cuerpo inerte.