Tom Harry había vencido, pero el resultado fue inmediatamente motivo de disputas y permanentes discusiones en todos los hogares y tabernas; y la misma situación se prolongó varios días. Incluso los árbitros discrepaban. Tholly y Will Nanfan otorgaban la victoria a Tom Harry, aunque en opinión de Nanfan había perdido puntos al comienzo de la pelea a causa de su juego sucio. Paul Daniel afirmó que debía declararse nulo el encuentro, porque en la última vuelta nadie había hecho caso de las reglas de la lucha libre, y los dos hombres habían peleado en el suelo como dos fontaneros borrachos. Pero de acuerdo con la opinión general, se habían obtenido dos «puestas» razonables, una por cada luchador, y durante la tercera vuelta los dos contendientes habían peleado del mismo modo; ¿y en definitiva quién se había impuesto? No era una opinión simpática, y la mayoría no deseaba formularla; pero por eso mismo era tanto más significativo que la defendiesen.
Felizmente, Ross no necesitó ver a George. Envió su letra a Basset y le pidió que tuviese la amabilidad de informar a George que Ross había pagado. Con su carta y su letra se cruzó una carta de Tankard, «en nombre del señor Warleggan», para recordar su deuda a Ross. Ross la rompió y arrojó los pedazos a la comida destinada a los cerdos.
Después de su derrota, Sam faltó al trabajo más de una semana, y con frecuencia escupió sangre; pero el malestar se atenuó poco a poco. Esos días no vio a Emma, y ella tampoco intentó verle. Sam continuó cumpliendo los deberes de su congregación, en una actitud de serena obediencia a la palabra de Dios. No comentó con nadie la pelea. Rezó mucho, pues advirtió cierto decaimiento del entusiasmo de su rebaño. Era como si la interpretación que ellos hacían de la Biblia proviniera más del Antiguo Testamento, donde la virtud solía recompensarse materialmente, que del Nuevo, donde las recompensas de la virtud eran exclusivamente espirituales y las cosas materiales eran meros presagios de ruina. Sam pensaba a menudo en lo que habría obtenido de haber ganado el combate… y en lo que habría perdido.
También leía mucho, y esos días recibió otra visita del señor Champion; en el curso de la misma, el señor Champion expresó el placer que sentía ante los informes generales recibidos de la parroquia. Parecía que la lamentable asociación con esa mujer descocada había sido debidamente interrumpida y que todo estaba bien. Sin embargo, aún podían formularse otras críticas acerca del modo en que Sam tendía a llevar los asuntos de la congregación, y especialmente las cuestiones de carácter financiero. Sam dijo que procuraría corregirse.
Dwight fue a ver a Hugh Armitage dos veces más, pero dijo que su condición no había empeorado. Hugh escribió una vez a Demelza, pero se limitó a las generalidades corteses de la correspondencia. Era una carta tan discreta que Ross bien podía verla, y Demelza se la mostró. Ross dijo:
—Imagino que permanecerá en Cornwall hasta el fin de la elección, y después quizá vaya a Westminster. La actividad lo distraerá.
—Sí, Ross. Si lo eligen.
—Espero que así sea, no sólo por su propio bien, sino porque de ese modo George perderá el escaño.
—¿De veras? No había pensado en eso.
—Bien, en efecto, la corporación podría elegir un candidato de Basset y otro de Boscawen, pero es improbable. Normalmente, se eligen dos diputados del mismo grupo, pues el votante que se inclina por uno probablemente también apoyará al segundo. Si George continúa, es probable que Gower pierda su escaño, y que favorezcan a Trengrouse. Si Hugh sale elegido, Gower será su compañero.
—Si George perdiera su escaño por Truro, lord de Dunstanville le buscaría otro.
—No podría hacerlo inmediatamente, pues estas son las últimas elecciones.
—¿Crees que eso puede molestarle mucho?
—¿A quién? ¿A George? Sí, muchísimo.
—Hum —dijo Demelza—. Sí, no había pensado en eso.
Con esta conversación se relacionó una nota que Carolina envió a Demelza pocos días después.
Querida Demelza:
¡Ayer celebramos nuestro almuerzo! Ambos leones, yo misma y Dwight que, pese a su carácter angelical, estaba completamente fuera de su elemento en esta reunión. ¡Sólo los cuatro! ¡Imagínate! ¡Los hombres son muy hipócritas, pues te diré que cada uno fingió que no tenía la menor idea de que encontraría al otro! ¡Y cada uno intentó ofenderse y fue necesario convencerlo de que se quedara! En mitad del almuerzo pensé: Qué tonta soy de hacer esto, que Dios me ayude, ¿con quién estoy colaborando? No conmigo misma, ni con Dwight, ni con el pequeño ser al que estoy formando. Quizá todo esto ayude un poco a Hugh, pero eso sería todo.
¡Y qué par de leoncitos este vizconde y el barón! ¡Ninguno tiene más de un metro sesenta y cinco, y ambos son individuos tan hinchados que podrían hundir un velero de tres puentes! Mira, nunca lo había advertido con tanta claridad. En la conversación corriente, George Boscawen es un hombre agradable, quizá de poco ingenio, pero amistoso y de buen carácter. Mi tío le tenía simpatía. A decir verdad, percibo entre ellos semejanzas de temperamento. Y Francis Basset… qué agradable, sencillo y llevadero puede ser en el seno acogedor de su familia. Pero es suficiente reunirlos, meterlos a ambos en la misma casa y sentarlos cada uno al extremo de una mesa no muy larga, y por Dios, se erizan y se hinchan, no tanto como leones, sino más bien como gallitos que se preparan para disputar acerca de una gallina.
Terminado el almuerzo, ambos esperaban que yo me marchase, pero me compadecí de Dwight, cuya expresión mostraba cuánto le desagradaba todo el asunto, y me mostré tan descarada como la prostituta más gorda de Houndsditch. Les informé que, como el grupo era tan reducido y yo era la única mujer, no pensaba dejarlos solos, ni tenía la más mínima intención de someterme a confinamiento solitario mientras ellos se bebían todo el brandy.
No les agradó —no les agradó absolutamente nada— y sólo los modales exquisitos que son parte de la educación de estos dos hombres les impidieron llamar a uno de mis propios criados para que me echase del comedor. Pero… yo había guardado una botella del brandy especial del tío Ray, un licor del que sólo quedan tres botellas. No lo compró a los hombres del tráfico, lo trajo de Londres la primera vez que me trasladó a Cornwall, cuando yo tenía ocho años. El brandy y yo llegamos juntos, y a diferencia de mí, el licor ha mejorado año tras año. Por eso, pensé que era una ocasión propicia para descorchar una de las tres botellas que quedaban; y créeme, querida amiga, hizo maravillas.
Por supuesto, no digo que ninguno de los dos caballeros se achispase como suelen hacerlo los auténticos caballeros. Eso se opondría a su severa crianza, o al desagrado que les inspira la idea de que no dominan absolutamente la situación y de que otros pueden engañarlos. Pero el brandy los suavizó. Tuvo el mismo efecto que el sol sobre las flores que no quieren abrirse. Poco a poco se hundieron más profundamente en sus respectivas sillas. Extendieron las piernecillas. Hablaron en tonos más expansivos. Y de pronto uno —no sé quién— mencionó la disputa, la rivalidad que los separaba desde hacía tantos años. Y Francis habló primero, con acento muy conciliador. Y George habló después, y respondió a las observaciones iniciales con frases igualmente blandas.
Por supuesto, en definitiva la cosa no fue tan fácil. Dos tratantes de caballos en una feria no se mostrarían más cautelosos, más discutidores, más deseosos de que el trato no dejara de beneficiarlos que estos dos distinguidos pares del reino, uno de los cuales remonta su linaje a un caballero irlandés que se instaló en Saint Buryan durante el siglo XI, mientras el otro vino con los Plantagenet (sí, querida, ¡escuché ambas pretensiones en mi propio comedor!). Pero en definitiva creo que llegaron a un acuerdo. Y el resultado es que cesará la rivalidad que separaba a ambos en tiempos de elección. El descendiente del caballero irlandés aceptó cesar en sus pretensiones acerca del burgo de Tregony si el caballero Plantagenet retira las manos de Truro. Hay otros acuerdos acerca de diferentes distritos, pero por lo que nos concierne, esos son los importantes. Así que, ¡hurra por el resultado, y que nuestro doliente caballero conquiste la banca que bien merece!
Personalmente, mi salud es excelente, y no he vomitado nada la última semana. Dwight continúa bien, pero lo noto muy preocupado acerca de la situación de Inglaterra. Creo que no me casé con el hombre más alegre del mundo.
Cariños a Ross y besos a los niños. (Debo decir que si algo me convence de la ventaja de formar una familia es el espectáculo de tus dos hijos).
Carolina.
II
El último día de agosto, el reverendo Osborne Whitworth, que descendía por la calle del Príncipe, alcanzó a ver a la señora Rowella Solway que salía de la biblioteca con un paquete de libros bajo el brazo. Mientras caminaba, su modesto vestido marrón le colgaba de los hombros como una casulla. El sombrero de paja blanca le protegía el rostro de los rayos del sol. Los zapatos crujían mientras ella caminaba sobre los adoquines. Se la veía pálida, pensativa y desaliñada. Con expresión sobresaltada, alzó levemente los ojos en dirección a su cuñado, y apretó el paso.
El señor Whitworth había ido a llevar una serie de cartas que debía entregar a Lobb, el distribuidor del Sherborne, quien tenía que entregarlas en la parroquia de Sawle con Grambler al mismo tiempo que llevaba el semanario. Eran cartas dirigidas a personas como sir John Trevaunance, el capitán Ross Poldark, el doctor Dwight Enys, el caballero Horace Treneglos, y señalaban los defectos que el nuevo vicario había descubierto en la iglesia y el camposanto, defectos que debían corregirse pero que sumarían bastante dinero. Las cartas explicaban, en un estilo que a juicio del señor Whitworth era mesurado pero franco, la obligación de los feligreses adinerados de hacer algo por mantener el edificio de esa antigua y bella iglesia, y de hacerlo de un modo que destacase la generosidad y la responsabilidad cristianas de las personas comprometidas. Por ahora, no se realizaba ningún trabajo de mantenimiento, y era necesario practicar una reparación total.
La visión de la señora Solway irritó y conmovió de nuevo al vicario. La noche anterior había vivido una experiencia muy desagradable. Volvía de uno de los ruinosos cottages que se levantaban cerca del muelle —adonde había acudido, apremiado por sus necesidades físicas y la criminal obstinación de su esposa—, mucho después de oscurecer, pero cuando ya había salido la luna llena y sus rayos iluminaban el lodo maloliente del río, un hombre le había acercado una linterna a la cara. No estaba seguro, pero le pareció que el individuo era un criado de la taberna de las Siete Estrellas, un individuo que vivía en la misma parroquia, y a cuyo segundo hijo el propio Ossie había enterrado pocas semanas antes. Si era él, existía el peligro de que lo hubiese reconocido; y si tal era el caso el nombre podía comunicar la noticia a los fideicomisarios de la iglesia. Por supuesto, nada podría probarse, pero los hombres respetables en general no se pasean por el muelle después de oscurecer; y el hecho podía obligarle a ofrecer excesivas explicaciones.
Era abominable que él se viese en tal aprieto, y la culpa —la culpa de que él hubiera tenido que acudir al muelle y a las casuchas vecinas— correspondía por completo a esa muchacha flaca y sin forma, que caminaba sobre los adoquines irregulares, en dirección al fondo de la calle, de regreso a su hogar, al hogar que había comprado con el dinero de Ossie apelando a mil artimañas. A su hogar, y a su marido macilento y encorvado. A los ojos de Osborne, la idea parecía una abominación, y se sintió profundamente irritado al ver a la culpable.
Sí, verla movilizaba los sentimientos más profundos de Ossie. En los últimos tiempos, a menudo evocaba la fantasía de que la atacaba y castigaba con un grueso bastón.
El mismo día, Demelza fue al Campo Largo, a recoger fresas con Jeremy y Clowance. Junto al Campo Largo, separándolo de los afloramientos irregulares de rocas y páramos que descendían hacia la caleta de Nampara, había un grueso muro, casi totalmente cubierto de brezos y malezas; y ese sector estaba reservado para la familia Poldark. Ni Demelza ni Ross tenían el menor inconveniente en que los aldeanos recogiesen bayas y fresas en los restantes rincones de la propiedad.
Sería un año bueno, a diferencia del precedente, cuando la humedad del aire había cubierto de hongos las fresas maduras, y ellos ya habían recogido una cosecha. Salieron con tres canastos, uno para Demelza, otro para Jeremy y uno más pequeño para Clowance, la cual de todos modos mostraba una fantasía caprichosa, y solía mezclar sus fresas con margaritas y dientes de león.
A orillas del mar, era una tarde de clima pesado; no había niebla, pero el cielo estaba cubierto por nubes altas e irregulares de las que Truro, a pocos kilómetros de distancia, aún podía salvarse. Habían estado recogiendo fresas tranquilamente durante unos diez minutos —una paz interrumpida únicamente por los gritos ocasionales de Jeremy cuando encontraba un buen racimo, o se arañaba los dedos— cuando Demelza oyó que alguien tosía detrás. Se volvió, y vio a la alta joven vestida con su habitual capa roja sobre un atavío que parecía un uniforme: medias negras, botines negros y un liviano sombrero de verano encasquetado al descuido sobre los cabellos luminosos.
—Disculpe, señora. Disculpe por acercarme de este modo. ¿Usted… me conoce?
Demelza se enderezó, con el antebrazo se recogió los cabellos caídos sobre la frente, y dejó en el suelo el canasto.
—Sí… por supuesto, Emma.
—Eso mismo, señora. Pensé hablarle, pero antes no pude. Y cuando la vi aquí, se me ocurrió que era el momento apropiado. Supongo que no le parecerá mal. —Estaba un poco sin aliento.
—No sé, Emma. Depende de lo que quiera decir.
Emma hizo un gesto.
—Bien… Creo que usted sabe de qué se trata. Todos lo saben. Me tomé la tarde libre… no es mi día, y estoy arriesgándome, pero el doctor salió a hacer visitas y el ama fue a tomar el té a casa de la señora Teague… por eso vine, y pensé visitar a Sam.
Y entonces… desde el bosquecillo vi que usted salía de la casa, y pensé venir a hablarle de mis cosas. Como… como Sam es su hermano… ¿entiende lo que quiero decirle?
—Oh, sí, entiendo.
Emma tragó saliva y volvió los ojos hacia el mar. Comenzaba a acentuarse la marejada y de tanto en tanto la cresta de una ola rompía y las aguas continuaban su marcha unos metros, dejando y formando dibujos que se deshacían bajo la superficie.
—Señora, no he visto a Sam desde que luchó con Tom Harry. Ni lo vi, ni lo oí. ¿Le dijo algo a propósito de eso?
—No, Emma. No quiere hablar de eso. Creo que prefiere no hablar de eso con nadie.
—¿Por qué permitió que Tom Harry venciera? Porque fue así, ¿verdad? Intencionalmente. Le permitió ponerse encima y vencer.
—No estoy segura. Habría que preguntárselo a Sam. Quizás él lo confiese.
—¿Sabe que yo había prometido entrar en su congregación tres meses si vencía? ¡Fue como si hubiera preferido perder!
Demelza no era una mujer menuda, pero Emma era mucho más corpulenta. Hoy no se oía la risa sonora. Demelza comprendió que alentaba un prejuicio contra la joven, no a causa de su conducta sino porque era hija de Tholly Tregirls… lo cual era manifiestamente injusto.
—¿Ama a Sam? —preguntó.
Los ojos brillantes la miraron y se desviaron bruscamente.
—Eso creo.
—¿Y a Tom Harry?
—Oh… nada.
—¿Cree que Sam la ama?
—También lo creo… Pero…
—Sí, ya lo sé…
Demelza recogió algunas fresas y las ofreció a Clowance, que las recibió en su puñito regordete, mientras arrojaba a un lado un puñado de margaritas.
—Vea, señora, él dice que quiere reformarme, arrancarme de mi pecado… «Hacerme de nuevo,» así lo llama él, «hacerme de nuevo». Parece creer que yo seré… más feliz si estoy triste…
—No es eso lo que quiere decir.
—¡No, pero eso es lo que yo creo! Otro silencio.
—Estas fresas son buenas —dijo Demelza—. Pruebe una.
—Gracias.
Ambas comieron algunas fresas. Era una iniciativa feliz, porque de ese modo la conversación adquiría matices más amables.
—No conozco a Sam tan bien como a mi hermano menor Drake. Sólo sé que no será feliz si se casa con una persona que no pertenezca a la congregación. No querría ni podría serlo. Pues en su caso la religión tiene una importancia especial. Y si usted… si usted presiona en un sentido y su religión en otro, creo que esta triunfará. Sería mejor, mucho mejor no volver a verlo que… destrozarlo obligándolo a elegir.
—Oh, sí —dijo Emma—. Nos hemos separado. Vimos que era inútil continuar… oh, no sé cuándo fue… sí, el año pasado. La idea fue mía. Pensé que era mejor para todos… para él, para mí, para su congregación. Durante varios meses no nos vimos; pero entonces nos encontramos casualmente, y como yo estaba un poco alegre por la cerveza hicimos ese trato. Pero él… cuando ya había ganado, prefirió perder con Tom Harry. ¡Es como si me hubiera rechazado!
—¡Mamá! —gritó Jeremy—. ¿No estás recogiendo nada? ¡Estoy ganándote!
—Está bien, querido. ¡Ya te alcanzaré, no temas!
—Pero aunque por fuera pareciera una broma, y yo me reía como una loca, sabía que para él no era broma, y creo sinceramente que él también sabía que para mí no lo era. ¡Si él hubiese vencido, yo hubiera cumplido mi palabra!
—¿Y por qué no la mantiene, sin preocuparse del resto? —preguntó Demelza.
Emma se enjugó las lágrimas irritadas que brotaban de sus ojos.
—Si lo ama —dijo Demelza.
—Sí —dijo Emma—. Eso es lo que comprendí mejor desde el año pasado. Pensé que podía… desentenderme del asunto olvidarlo, como hice con muchos hombres. Después de todo, tuve muchos hombres. —Sus ojos se clavaron en los de Demelza—. Muchos. Pensé que podía… en fin, no significaban nada importante. Pero creo que esto sí. Él es distinto del resto… Y ahora, me escupió en la cara.
—¿Cómo? ¿Porque no ganó?
—¿No fue evidente? Tenía el triunfo en la mano, y lo dejó. Parecía decir: No la quiero.
—Quizá —dijo Demelza— pensó que no estaba bien ganarla de ese modo.
—Pero, señora, no por eso me ganaba, sólo me imponía la obligación de ir a su capilla.
—Aun así.
Se hizo un silencio aún más prolongado. Emma aplastó con el pie la hierba polvorienta.
—En fin, ¿qué le parece? ¿Debo entrar o no en la congregación?
—Si siente lo que usted dice… con respecto a Sam…
—… Tengo miedo.
—¿Por qué?
—Tengo miedo de no sentir nada, y después creer que siento algo, y empezar a fingir. Es fácil poner en blanco los ojos, inclinar la cabeza y decir: «Perdóname, a mí, miserable pecador,» y después pegar un brinco y aullar: «¡Estoy salvado! ¡Estoy salvado!», y no decir nada. ¡Y no podría engañar a Sam!
—Si sabe que corre ese riesgo, ¿no podría intentarlo, y prevenirse?
—Tendría miedo por otra razón —dijo Emma—. Pienso en lo que dirían las personas que ahora siguen a Sam, ¡cuántos se alejarían si pensaran que la descarada Emma trata de engatusar al predicador!
Demelza pensó en ello. Podía comprender los temores de Emma, incluso simpatizar con ella, pero le parecía que en la actitud de la muchacha había un ingrediente poco lógico. ¿Todas esas objeciones no habrían sido igualmente válidas si Sam hubiese triunfado en el encuentro de lucha y ella se hubiese atenido a su promesa? Quizá no. Quizás en cierto sentido Emma podía haberse refugiado en el compromiso, en la obligación de la palabra empeñada. Y sin embargo, por tratarse de una joven tan audaz y decidida…
Esa tarde, ¿había salido para ver a Sam, o sencillamente necesitaba conversar con alguien, y de pronto había visto a la hermana de Sam recogiendo fresas?
Demelza recordó el propósito de su misión y de nuevo comenzó a recoger los frutos. Ahora, Jeremy se había alejado bastante.
—¿Puedo ayudarle?
—Sí, gracias.
Comenzaron a recoger.
—Sabe, no es cierto lo que dicen de mí.
—¿Qué no es cierto?
—Lo que dicen de mí los hombres.
—Acaba de decirlo usted misma.
—Sí, pero… no todo es cierto…
—Emma, ¿qué no es cierto?
—Ningún hombre me tuvo nunca.
Como esos días su sentido moral se mostraba especialmente sensible, Demelza descubrió que estaba ruborizándose de un modo irritante.
—¿Qué quiere decir?
—Les permito ciertas libertades. Siempre lo hice. ¿Qué importa? Eso los complace. A veces, también a mí me agrada. Pero… ningún hombre me tuvo jamás.
Demelza miró a Clowance, que se había metido entre los arbustos con su canasto; pero estaba recogiendo algunas amapolas tardías, de modo que por ese lado no había ningún peligro.
—¿No debería decírselo a Sam?
—¿Cómo podría hacerlo? Y de todos modos, ¿lo creerá? Todos los hombres hablan… todos pretenden parecer creer que me consiguieron, porque les avergüenza confesar que no es así, ya que otros dicen que sí lo hicieron.
—Sam le creería. Pero quizá para él no es tan importante… Cuanto más bajo el pecador, mayor el triunfo… Ya conoce usted eso… Más alegría en el Cielo… ¿Cómo dicen?
—¡Eso es lo que yo odio! —dijo Emma.
Jeremy emitió un chillido de placer cuando un conejo saltó del seto y huyó a través del campo, su peluda cola apareciendo y desapareciendo entre los matorrales.
—¿Está cómoda con los Choake? —preguntó Demelza.
—Sí, señora. Es un lugar bastante bueno. La señora Choake es una personita delgada y sin mucho seso… pero es buena. Me pagan tres libras diez chelines al año, y me dan casa y comida. Y té tres veces por día. No hay mucho trabajo, aunque tengo pocos días libres.
Demelza ofreció a Clowance una fresa.
—Con cuidado. La flor no. Vamos, cómela. ¡Así! ¿No te gusta?
—Fre-sa —dijo Clowance—. Fre-sa.
—Qué bonitos —dijo Emma, distraída.
Demelza trataba de apelar a su sabiduría terrenal, pero ahora no sabía qué decir. A veces aconsejaba complacida, y confiaba en su propio juicio. Pero aquí se encontraba ante una maraña que no podía desenredar, y en vista del estado precario de su propia vida sentimental, hubiera preferido no ser la destinataria de ese tipo de consultas.
—Es necesario que hable con Sam… que converse todo con él. Será mucho mejor. Cuando se trata de un hombre y una mujer es el único modo… de resolver las cosas. Nada más… nada más debe importar, sólo lo que él desea y ella desea. No se preocupe por lo que dice otra gente, y por lo que dirán los miembros de la congregación. Ocúpese sólo de lo que él necesita, y recuerde que usted puede convenirle sólo si está de acuerdo con él. Y en ese caso, tendrá que aceptar todo. No puede ser una cosa hecha a medias, eso es evidente. Es lo único que puedo decirle. Ya ve, Emma, que no le sirvo de mucho. No se me ocurre otra cosa.
Emma miró en dirección al mar.
—Es necesario que me vaya. De lo contrario, me darán una buena reprimenda.
—Hace un momento usted dijo que odiaba algo —observó Demelza—. ¿Odia que la salven… o sólo que la crean pecadora?
—Quizá las dos cosas. Bien, es sólo… la sensación de que parece… una cosa tan difícil… tan dura.
—Creo —dijo Demelza— que tendría que ser algo bien definido. De veras, Emma. En un sentido o en el otro. Cásese con Sam y viva su vida. O no. Tendrá que ser algo muy claro, aunque la obligue a hacer cosas que usted… odia. No puede estar con un pie en cada lado.
—Eso mismo —dijo Emma—. Es lo que yo temía. Tengo que pensarlo. Aunque sabe Dios que ya lo pensé bastante. —Suspiró—. Y tengo que rezar. Pero sola. Creo que olvidé cómo se hace… si alguna vez lo supe…
Demelza la miró alejarse por el campo, el sombrero blanco ladeado sobre los cabellos negro azabache, la capa roja balanceándose. Pronto desapareció de la vista y sólo quedaron las chimeneas de Nampara; de una brotaba perezosamente el humo. Seguramente, Jane estaba preparando un caldo para la cena de los niños.