La fiesta de Sawle comenzó en realidad alrededor de las dos. Era fiesta en la Wheal Grace —la única mina activa de la parroquia— pero la costumbre era que los mineros dedicasen la jornada a limpiar y ordenar: lavar los cobertizos, encalar el interior de la casa donde se cambiaban, barrer los lavaderos y en general ordenar todo. Y de todos modos, los campesinos y los que tenían que atender a sus animales nunca estaban libres antes de mediodía.
A las dos se realizaban los juegos infantiles y a las tres y media se servía el té. Cada niño recibía un jarro de latón con té negro humeante y un enorme bollo de azafrán que era imposible comer de una sentada. Los adultos tomaban algún bocado —si tenían suerte— antes de que comenzara la fiesta, pero en cambio había gran abundancia de cerveza. La mina entregaba un chelín a cada minero, y generalmente esa suma se invertía en bebida y era aumentada con aportes individuales. A las cuatro, juegos y carreras con participación de los jóvenes. A las cinco se iniciaban los encuentros de lucha. Sam y Tom debían comenzar a las seis, y ese combate era el desafío principal. Los encuentros comunes representaban una competencia eliminatoria, y el ganador se llevaba una guinea y un sombrero. El luchador que derribaba a su antagonista y lo hacía ajustándose a las reglas podía pasar a la segunda rueda, y si de nuevo vencía intervenía en la rueda final. A esta correspondían los encuentros que realmente interesaban al público.
Después de la ceremonia religiosa, Drake volvió a su taller y se preparó un almuerzo frugal. Había terminado de comer cuando llegó Sam.
—Bien, hermano —dijo Drake—. Me alegro de verte. Pensé que tal vez no llegarías a tiempo para enfrentarte a tu adversario.
Sam ocupó un asiento y comenzó a masticar el pan y el queso que Drake le ofreció.
—Oh, sí. No lo había olvidado.
—Quizás hubiera sido mejor que lo olvidases. No me agrada un hermano que pelea por mí.
—No por ti, muchacho. Por mí.
Drake dejó la estaca con la cual había estado trabajando y se sentó en una caja, frente a Sam.
—Entonces, ¿fuiste? ¿Lo ajusticiaron?
Sam le relató lo ocurrido.
Finalmente, Drake comentó:
—Hermano, ha sido muy bondadoso de tu parte. Pero todo esto es muy triste. ¿Crees… crees que en este asunto está la mano de Dios?
—No podemos medir y adivinar todos los propósitos del Espíritu Divino. Debemos inclinar la cabeza y aceptar el castigo que se nos impone. Me pareció que había un solo pecador castigado entre muchos que salieron sin sufrir ni un rasguño. Pero me dolió que muriese sin contar con la posibilidad de llegar a la verdadera bendición.
—Te serviré té —dijo Drake. Desde la cocina preguntó—: Volviste con ellos desde Cambóme, ¿verdad?
—Sí, para asistir al funeral. Nos permitieron retirar el cuerpo. Nos prestaron un viejo carro. Seis de los nuestros lo arrastraron, por turno. Yo tiré del carro con Peter Hoskin… Mucho antes de llegar a Cambóme se nos unieron otros. Cientos de personas dejaron su trabajo y marcharon con nosotros. Una gran procesión. Centenares. Cantaban himnos mientras caminaban. Muchos eran de nuestra congregación, eso se veía…
Drake trajo un jarro de té pero no hizo ningún comentario.
—Nunca vi nada más extraño —continuó Sam, mientras sorbía su té—. ¿Recuerdas a sir Basset? ¿Sir Francis Basset? Lord Dunster… Dunstanville, ¿no es así?
—Sí, lo recuerdo bien.
—Como sabes, él fue quien ordenó arrestar a Hoskin, Sampson, Barnes y el resto, y quien manejó el juicio de todos. Y él tuvo la posibilidad de indultar a John, como había hecho con el resto. Bien, la procesión, que ya tenía más de mil personas, pasaba frente a la casa que está al lado de la iglesia, a más de un kilómetro del cementerio, y de pronto sale de la casa el propio Basset, acompañado únicamente por un criado. Se encuentra con esa gente, la mayoría mineros, muchos de ellos habían participado en los disturbios acompañando a Hoskin, y todos sabían quién era.
Pero sir Francis no quiso esconderse en la casa y dijo que no corría ningún peligro frente a esos hombres, pero que si alguno alzaba la mano los haría matar a todos, como había hecho con el hombre que ahora era cadáver y a quien llevaban… Y montó su caballo, lo mismo hizo su criado, y muy fresco atravesó la procesión, y pasó por el lado del hombre a quien había ordenado ahorcar. La gente se separó pacíficamente y lo dejó pasar, como las aguas del Mar Rojo… Drake asintió lentamente.
—¿Fuiste a ver a William, John y Robert?
—Sí. Pero sólo encontré a Robert. Y la viuda y Flotina, y la nueva esposa y el hijo de John. Todos mostraron mucho valor.
—¿Bobbie ya está curado?
—Sí, está bien. Todos preguntaron por ti.
—Ese Basset mostró mucho coraje —dijo Drake—. Provocar así a la gente exige valor.
—Durante un momento temí por él —dijo Sam—. Pero supongo que está convencido de que estaba en su derecho al ahorcar a Hoskin. Fue realmente extraño… Y una lección para todos…
—¿Aunque hayamos errado el camino? —preguntó Drake con un destello de su espíritu travieso.
Sam sonrió y movió la cabeza.
—Eso es lo que debemos tratar de corregir en el futuro.
—¿Dónde está Peter? ¿No volvió contigo?
—Descansa con la familia, y volverá esta noche.
—¿Faltaste dos días a la mina? ¿Te dieron permiso?
—Oh, sí. No hay prisa con el trabajo. He vuelto para… para el encuentro.
—Estarás cansado después de caminar tanto.
Sam señaló uno de sus pies.
—Tengo los pies lastimados. El resto no importa.
—Te deseo buena suerte, hermano. Disponemos todavía de una hora. Traeré un cubo y podrás aliviar las llagas. Sam, espero que lo venzas. Pero tiene la fuerza de una mula. Tendrás que cuidarte de sus llaves.
—Dios decidirá —afirmó Sam.
II
Los Enys no habían concurrido a la iglesia, pero unieron a los Poldark en el camino de regreso y fueron a almorzar juntos. No asistían a la iglesia ni siquiera los días festivos. Esa actitud representaba una desventaja para Dwight, porque a un médico no le convenía que se le creyese ateo. En realidad, Dwight no era ateo, y habría aceptado respetar las formas si Carolina se lo hubiese pedido, pero Carolina sentía un firme rechazo hacia todas las formas de la religión organizada, y se acercaba a los lugares oficiales del culto sólo cuando no podía evitarlo, es decir, las bodas, los bautizos y los funerales.
Había recobrado por completo la salud y charló animadamente durante la primera parte de la comida. Cuando llegó el plato principal —una pierna de cordero hervida con alcaparras y servida con nueces y manteca derretida— dijo que debía comunicar malas noticias, a saber, que estaba embarazada.
Demelza soltó el cucharón, se puso de pie y abrazó y besó a Carolina, y después fue a besar a Dwight.
—Qué alegría. Me alegro muchísimo. Judas, ¡qué feliz noticia! Carolina, Dwight, es maravilloso. ¡Maravilloso!
—Fue la causa de mis dificultades las últimas semanas —dijo Carolina—, ¡y mi marido nunca supo diagnosticarlo!
—Porque me mintió —replicó Dwight—; y además, no permitía que me acercara.
Cuando Ross se acercó a besar a Carolina, los labios de la mujer buscaron los de su anfitrión.
—Ya lo ve —dijo Carolina—, usted es responsable… aunque no directamente. Usted lo trajo de regreso.
—Si es varón, lo casaremos con Clowance, y si es niña con Jeremy —contestó Ross.
—Brindo porque así sea —dijo Dwight—. Brindemos todos.
Después que todos volvieron a sentarse y se reanudó la comida, cuando todos estaban en silencio, Carolina dijo:
—Por supuesto, no quiero al mocoso.
—¡Carolina! —exclamó Demelza.
—De veras, ¿no son especímenes minúsculos y repugnantes al nacer? Soy sincera, no soporto a los recién nacidos. Tiranuelos de rostros arrugados y rojizos, codiciosos y egoístas, exigentes e incontinentes, colmados de grosería y mal olor, reclaman noche y día la atención de los adultos y jamás lo agradecen. Son una cosa caliente, húmeda, fastidiosa, y huelen a orina y leche agria, ¡y además ya es excesivo el número de ellos en el mundo!
Todos rieron, pero Carolina hizo una mueca y dijo:
—¡No, lo digo en serio! Dwight sabe a qué atenerse. Se lo he advertido.
—Nos advertiste a todos —dijo Demelza— y no te creemos.
—Es necesario pensar en la sucesión —dijo irónicamente Ross—. Después de todo, el mundo no es mal lugar, y sería una verdadera lástima dejárselo todo a los hijos ajenos.
—¿La sucesión? —preguntó Carolina—. No me importaría tanto si pudiese engendrar un pequeño Dwight… o incluso, Dios me perdone, una pequeña Carolina. Pero me parece que nuestros hijos siempre se convierten en la imagen viva del primo más antipático.
—O del padre —dijo Demelza—. Jeremy tiene los mismos pies de mi padre, y ruego a Dios que no aparezcan otras semejanzas.
Todos volvieron a reír.
—Creo —dijo Dwight— que como padre de este embrión puede permitírseme deplorar las observaciones de Carolina. Por mi parte, si es niña no me importará su apariencia, si es alta y delgada, tiene cabellos cobrizos y pecas en la nariz.
—Estás describiendo a un monstruo —dijo Carolina—. ¿Quizás una de tus tías abuelas?
—Realmente —observó Demelza.
Carolina pensó un momento, y despedazó un trozo de pan. Después sonrió.
—¿No les parece que será muy hermoso y que todos lo querremos mucho?
III
A las cinco y cuarenta y cinco los principales encuentros de lucha habían terminado. El sombrero y la guinea habían ido a parar a manos de Daniel que, a pesar de su edad (tenía cuarenta años) y su afición a las bebidas fuertes, aún era demasiado ágil y astuto para sus adversarios. La multitud se reunió alrededor de un círculo en la tierra comunal que se extendía adyacente al camino principal de Sawle a Santa Ana; del lado contrario estaba el estanque donde Drake casi se había ahogado. En el lugar había unas doscientas personas, y dos terceras partes se habían reunido cerca del sitio fijado. El resto se había distribuido en las cercanías, y descansaba, jugaba distintos juegos, bebía cerveza y charlaba. Muchos estaban achispados a causa de la bebida, pues la mayoría venía de la taberna de Sally la Caliente, a poca distancia de allí. Ahora la niebla se había disipado; o más bien se había alejado unos centenares de metros en dirección al mar, de modo que la tierra comunal estaba exactamente en el límite en que comenzaba la masa lechosa. La mayor parte del tiempo una luz brumosa bañaba el campo; otras, el sol brillaba intensamente, y en ocasiones una niebla gris y húmeda lo envolvía todo. En el cielo, pero siempre desdibujadas por la bruma, las gaviotas emitían sus gritos agudos e inquietos.
Sam y Drake habían llegado a las cinco y media; habían venido caminando desde el taller de Pally. Ahora estaban sentados en un banco, rodeados por sus amigos, mientras Tholly Tregirls revoloteaba como un espantapájaros pagado de sí mismo entre ellos y un grupo análogo pero más reducido de partidarios de Tom Harry. Emma Tregirls aún no había llegado; tampoco Sally. Después que se hubo entregado el premio a Paul Daniel, Sally había regresado de prisa a abrir la taberna, pues de ningún modo deseaba perder clientes en beneficio de sus rivales. Tholly había encomendado a un niño la tarea de avisar a Sally apenas comenzara el combate. Pero aún no había llegado el momento. Decíase que de Trenwith llegarían algunos caballeros para presenciar el encuentro. También aseguraban que se habían cruzado apuestas; así que, lo mismo que le ocurría al señor Odgers en la iglesia, nada podía comenzar mientras no llegase la gente de categoría.
Los Poldark y los Enys se presentaron alrededor de las seis. Ross hubiera preferido no ir, y otro tanto podía decirse de Demelza; pero había sido difícil rehuir el compromiso. Sam era el hermano de Demelza. No era fácil apoyarlo, y tampoco era fácil no hacerle caso. Pero, como decía Demelza, no era una pelea a puñetazos; era un combate que se ajustaba a reglas. Y no era necesario que unos caballeros se mezclasen con otros.
Pero cuando llegó el momento no pudieron separarse de los restantes espectadores. Había sólo cuatro bancos, y estaban alineados frente al círculo. A las seis y cuarto George Warleggan y Osborne Whitworth salieron por las puertas de Trenwith y se acercaron a la tierra comunal. Osborne había cambiado el atuendo de clérigo por una hermosa chaqueta de seda color frambuesa y pantalones blancos. No venían acompañados por las damas. Los dos caballeros se sentaron en un extremo de los bancos, lo más lejos que pudieron de los Poldark.
Ahora, Tholly Tregirls estaba en su elemento. Los hombros encogidos en la larga chaqueta como si hubiera sido un buitre posado en un árbol, cubierto de cicatrices, con su gancho y su asma, ocupó el centro del círculo y anunció el combate…
—Un combate de lucha, a tres caídas, por el premio de dos guineas, cedidas por la señora Sally Tregothnan, de la Taberna de Sally. Los rivales son… a mi izquierda Tom Harry… y a mi derecha Sam Carne…
Se oyeron vivas contrarios cuando los dos hombres entraron en el círculo. Estaban vestidos de acuerdo con las reglas, es decir, desnudos hasta la cintura, salvo las chaquetas sueltas de lienzo muy firme, con mangas anchas, prenda asegurada al cuello por una cuerda resistente. Tenían pantalones hasta la rodilla, medias gruesas pero sin zapatos. Al este del Tamar se permitían las patadas, pero ese recurso era considerado sucio en Cornwall, donde la fuerzas y la habilidad debían concentrarse en los hombros y los brazos. Además de Tholly, Paul Daniel y Will Nanfan eran árbitros encargados de fallar y vigilar que no se hiciera trampa.
Cuando los contendientes se acercaron para hacer el saludo de rigor, se vio que Sam tenía unos siete centímetros de altura más que su antagonista; pero Harry tenía los hombros muy anchos, y las piernas y las nalgas en proporción. En un combate de ese carácter la altura no siempre era una ventaja.
Tholly tocó su silbato. Lo tenía desde hacía varios años, y siempre decía que se lo había regalado a la hora de su muerte el contramaestre de una fragata en la que él había navegado, como testimonio de su aprecio. En realidad, se lo había robado en Gibraltar a un mendigo español. Cuando Sam describía un círculo alrededor de su adversario, vio acercarse a Emma Tregirls acompañada por Sally. Se unieron al grupo de los que apoyaban a Tom Harry. Mientras charlaba y reía con Sally, Emma ni siquiera miraba a los luchadores. Su risa sonora flotaba sobre el campo.
Se oyeron gritos y exclamaciones mientras los dos hombres maniobraban para realizar la primera llave. Sam contaba con más apoyo, y un tanto inquieto oyó voces que reconoció como pertenecientes a miembros de su propio rebaño. No era que no deseara recibir apoyo, sencillamente, percibía la falsedad y el error de su propia situación. Durante la larga caminata desde Bodmin, con los deudos y el cadáver, había pensado mucho en la vida y la muerte y en su propia situación en el mundo, en sus privilegios y sus obligaciones. Y no parecía que uno de sus privilegios o deberes fuese difundir el Verbo de Dios retornando a los antiguos hábitos de su juventud y participando en una competencia pública de habilidad y fuerza física con una bestia que había atacado y golpeado a su hermano y amenazaba casarse con la joven que, Dios sabía por qué, atraía terrenalmente al propio Sam.
Harry realizó un movimiento brusco tratando de aferrar la chaqueta de Sam, pero este, que se había agazapado tanto como su antagonista, lo esquivó y a su vez intentó aferrarlo cuando en el cambio de posiciones los dos hombres se cruzaron. Pero Harry se desprendió, y recomenzaron los movimientos circulares y las fintas. Eran parte de la técnica de la lucha, y cuando se enfrentaban campeones el asunto podía durar media hora. Pero no era el caso esa tarde; en ambos había sentimientos demasiado intensos.
Sam pensaba que quizá se había convencido de la necesidad de participar en el concurso con la excusa de que debía salvar un alma para Jesús, pero cuando hacía examen de conciencia tenía que reconocer que había dos motivos más, por cierto poco cristianos. La venganza y la lascivia. La venganza y la lascivia. ¿Cómo podía negarlo? Y si no podía negarlo, ¿cómo justificarse? Después de asistir al ahorcamiento de un hombre, y del pesar y el horror de saber que había muerto en pecado, ¿cómo era posible que aceptara ese tipo de violencia con el único propósito de entretener a la multitud en un día de fiesta?
De pronto, los dos hombres chocaron, y el pensamiento de Sam se concentró en evitar que su adversario lo arrojase al aire. Tom Harry había logrado aferrarlo. Lucharon para acomodarse mejor, Harry consiguió meter la cabeza bajo la axila de Sam, unió las manos tras su espalda, y con la presión de los brazos evitó un movimiento contrario. Sam se sintió elevado en el aire; el movimiento de su adversario lo arrastraba. Resistir ahora era fatal; cedió, pero se convirtió en un peso muerto, de modo que en lugar de caer pesadamente de espaldas aterrizó sobre un codo y una nalga, y apenas tocó el suelo rodó sobre sí mismo. Harry se echó encima cuando Sam quiso incorporarse. Ahora intentaba una llave de frente. Sam se desprendió, cayó otra vez arrodillado y de pronto se echó al suelo. Harry pasó de largo, llevado por su propio impulso.
Se separaron y de nuevo comenzaron a fintar. Harry atacó —más como un toro que como un luchador— y con el hombro tocó a Sam en las costillas, y pareció que estas se doblaban; tiró de los hombros de Sam, hasta que se rompió la cuerda del cuello. Sam consiguió desprenderse aplicando el codo a la cara de Harry; enganchó la pierna en la de Harry y ambos cayeron al suelo y rodaron, primero uno encima y después el otro. Tholly tuvo que apartarse de un salto cuando los dos luchadores se le acercaron en medio de movimientos convulsivos: tocó el silbato, pues no se permitía luchar en el suelo.
Tuvo que apartar de un tirón a Harry, y los dos hombres se incorporaron entre gritos, protestas y aclamaciones de la gente.
Está mal, pensó Sam, está mal que yo me encuentre aquí. Dos manos le aferraron la chaqueta, y una cabeza toruna le rozó el mentón. Una mano le apretó la cintura, la otra tiró de los pantalones. Cayó como un árbol bajo una masa de más de cien kilogramos de huesos y músculos.
Aturdido por el dolor y la falta de aire oyó el sonido del silbato y sintió que dos manos apartaban a Harry. Había perdido la primera caída.
IV
—Creo —dijo Demelza— que esto no me gusta.
—Tampoco a mí —respondió Ross—, pero debemos esperar que concluya.
—Ese hombre no pelea limpio: ¡pelea para lastimar! ¿Por qué no se lo impiden?
—En realidad, si suspenden la pelea tienen que declarar vencedor a Harry. No está faltando a las reglas; sólo pelea un poco fuerte. Los jueces pueden intervenir, como ya lo hizo Tholly, pero no pueden interrumpir el combate. Ah…
La cólera y el rencor no siempre son los mejores ingredientes en un encuentro de lucha, pero es esencial cierto grado de combatividad que hasta ahora Sam no había demostrado. Nada sabía de la apuesta de Ross, pero estaba al tanto de la promesa de Emma, y ahora más que nunca parecía que la muchacha se había limitado a bromear, sin la más mínima intención de cumplir su palabra. Sam se sentía humillado y avergonzado.
Pero a pesar de la santidad que había descendido sobre él cuando se había convertido a la fe de Cristo, y a pesar de la vergüenza que ahora sentía, era lo bastante humano para detestar el dolor de las costillas golpeadas, la hemorragia de los dientes flojos a causa de los cabezazos de Harry, el olor de transpiración del bruto que le imponía posturas humillantes y dolorosas, los jadeos y los gruñidos de triunfo de su enemigo. Y Harry, decidido a conquistar un triunfo rápido, y ahora seguro de vencer, había comenzado a descuidar la guardia.
Se hubiera dicho que el cuerpo de Sam más que su conciencia reaccionaba ante la situación y adoptaba las medidas prontas y apropiadas que había aprendido en esas justas años antes. Un súbito cambio de posición bajo las manos que le aferraban, un giro del cuerpo, dos brazos detrás del cuello de Harry, una mano cerrada sobre la otra muñeca para aplicar más fuerza, y al suelo, Sam encima, evitando en el momento justo la rodilla que buscaba hundirse en su vientre. Un remolino de polvo y hojas, y Harry quedó tan bien sujeto como si estuvieran conteniéndolo con una espada.
Gritos de placer de la multitud. Cuando sonó el silbato, Sam se incorporó prestamente y retrocedió, mientras Tom Harry escupía sangre que brotaba no se sabía muy bien de dónde y se incorporaba también. Tholly anunció que la segunda caída había sido ganada por Sam Carne. Comenzaba ahora la tercera y decisiva.
Mientras Tholly hablaba, la bruma cubrió el sol y las sombras se esfumaron. El suelo estaba húmedo y frío, y parecía probable que el sol no volviera a salir.
Los dos hombres estaban muy lastimados, pues ciertamente no era un combate entre caballeros; ambos habían sufrido caídas violentas, y el suelo estaba endurecido a causa del verano muy prolongado y seco. Dos veces Sam había evitado por muy poco la rodilla de Harry. (Si por «accidente» uno caía sobre el adversario con la rodilla doblada, era probable que le obligase a abandonar definitivamente la práctica de la lucha. Naturalmente, si los árbitros veían la maniobra uno quedaba descalificado). Como los dos hombres querían evitar ser víctimas de ese tipo de golpe, la toma siguiente se demoró bastante, y cuando al fin sobrevino fue un doble abrazo más que un intento de cada uno de derribar al contrario. No era un final desusado en un encuentro de dos adversarios bastante parejos; y a decir verdad, agradable enormemente a los espectadores. La lucha libre de Cornwall se denominaba a veces la «lucha de los abrazos».
Ross, que contemplaba la escena con el ceño fruncido, vio la tensión de los dos cuerpos estrechamente abrazados y recordó de pronto la pelea que había sostenido con el padre de Demelza muchos años antes. Así, después de algunos golpes preliminares, se habían abrazado más o menos del mismo modo; Ross era más alto y más joven. Su adversario lo sostenía de la cintura y las manos de Ross presionaban sobre el mentón de Carne, casi arrodillado sobre los muslos del antagonista, curvándose y resistiendo con todas las fuerzas de los músculos de la espalda y la columna vertebral. Ahora, se sentía identificado con el hijo del viejo Carne, que estaba luchando, como Ross había luchado, contra un hombre parecido a su propio padre, y hasta cierto punto por los mismos motivos. Y de pronto Ross descubrió que hablaba en voz alta, que medio gritaba consejos inútiles. Pues si Tom Harry ganaba esa prueba de fuerza y Sam no aceptaba la derrota era muy posible que sufriera lesiones permanentes.
Will Nanfan gritó a Tholly y este tocó el hombro de Harry. Pero ninguno de los dos luchadores le prestó atención. Tholly tocó el silbato. Pero la gente le gritaba que saliera del camino y permitiese que el combate continuara. Pues ahora era una pelea, y las reglas de la lucha limpia podían irse al infierno. La espalda de Sam, muy inclinada, ya no podía continuar doblándose, y en cambio ahora el cuello de Harry comenzaba a inclinarse. George guardó su caja de rapé. Ossie se limpió unos granos de polen que ensuciaban su chaqueta y fantaseó acerca de la posibilidad de castigar a Rowella con un bastón. Emma se quitó el sombrero y arrancó pedazos de paja. Demelza permanecía inmóvil, como una piedra.
De pronto, como dos viejos olmos que se derrumban, cayeron al suelo, cada uno luchando por imponerse al otro, y Sam consiguió quedar encima. Todos gritaban. Harry estaba acabado. Parecía una «puesta» hecha y derecha. Sólo faltaba aplicar un poco más de presión para obligar al segundo hombro a tocar el suelo y completar la victoria. Tholly alzó una mano y se llevó el silbato a la boca; y entonces, pareció que Sam aflojaba en el momento menos oportuno. A un centímetro de la derrota, Tom Harry consiguió separarse apenas del suelo, y con un último esfuerzo se desprendió de Sam, y en el lapso de tres segundos había conseguido encaramarse sobre su antagonista. Entonces, Sam quedó debajo, casi aferrado, pero no del todo, luchando para evitar la misma presión que él ejercía un momento antes. Sam, estaba aplastado ahora bajo el peso del hombre más corpulento, que en el lapso de tres segundos lo derrotó por completo.
Tholly tocó el silbato. Tom Harry había vencido.