Capítulo 4

El lunes, Sam Carne y Peter Hoskin salieron del cottage Reath poco después del atardecer. Llevaban pan, queso y una bota llena de agua cada uno. Cortaron camino pasando por Marasanvose y Treledra en dirección a San Miguel, y desde allí siguieron por el camino de diligencias que iba de Truro a Bodmin. Sam nunca había seguido esa ruta, y Peter la había recorrido una sola vez; por eso mismo, era bastante fácil perderse en la noche. Ambos llevaban sólidos bastones, pero ninguno de los dos tenía mucho que tentase la iniciativa del salteador de caminos. Evitaron San Enoder, y desde varios kilómetros antes pudieron ver una sola vela en una ventana de la Posada de la Reina India que parpadeaba y brillaba y aparecía y desaparecía. Cuando llegaron, descansaron media hora, y comieron un poco de pan y queso, sin hablar demasiado.

Sam no simpatizaba mucho con los disturbios que eran el origen de la condena a muerte de John Hoskin. Para él la ley era la ley, y uno debía atenerse a ella si quería promover el progreso de la humanidad y las almas de todos los hombres. Por mucho que a uno lo amenazaran el frío y la falta de trabajo, por dolorosa que fuese el hambre, no podía formar grupos ni exhibir una conducta amenazadora y menos aún apoderarse de la propiedad perteneciente a otra persona. La gente debía reunirse para que unos transmitiesen a otros el don purificador e inapreciable del Espíritu Santo. Pero aunque no podía aceptar el delito, compadecía profundamente al ofensor, especialmente porque se marcharía de este mundo sin gozar de la luz del alma. Y sentía aún más compasión por la esposa y los hijos y su simpatía cálida aunque silenciosa se extendía a su compañero, con quien estaba dispuesto a seguir en esa marcha de casi cuarenta kilómetros.

Volvieron a internarse en los páramos, y cuando llegaron al valle boscoso de Lanivet, en el horizonte el cielo comenzaba a clarear y caía una fina llovizna.

—Espero que el tiempo mejore —dijo Peter Hoskin—. A mi hermano le desagrada mucho la lluvia.

Después de un día de trabajo y una noche de marcha estaban fatigados, y les costó esfuerzo subir la colina que llevaba a Bodmin. Era de día antes de que llegasen a la primera calle, un camino de tierra entre unas pocas chozas, con muchos perros ladrando en el polvo, y colgando del gancho de un carnicero pedazos de carne que ya comenzaban a heder. Encontraron una taberna y comieron el resto de los alimentos que habían traído. Peter bebió una jarra de cerveza, y Sam concluyó el agua de su bota. Después, fueron a buscar a la esposa y los dos hijos de John, y a otra media docena de personas que esperaban frente a la cárcel. Había llegado la madre de John, y se permitía que los parientes más cercanos entrasen en la prisión para verlo.

Sam subió la pendiente en dirección al espacio libre donde debía realizarse la ejecución.

Ya se había reunido una multitud, tres o cuatrocientas personas venidas de la ciudad y las aldeas cercanas. Se había erigido la horca sobre la plataforma; un carpintero continuaba hundiendo clavos en la cuña de sostén y entre un clavo y otro se detenía para charlar con los vecinos. Frente al cadalso había un pequeño tablado con asientos donde la gente acomodada podía pagar la entrada y sentarse cómodamente a contemplarla ceremonia. Por ahora estaba casi vacío, pero mientras Sam esperaba llegaron varios carruajes y grupos de personas bien vestidas fueron escoltados a través de la multitud y fueron a ocupar sus asientos. Aproximadamente la mitad estaba formado por mujeres. En lugares especiales, cerca de la horca, había dos grupos de escolares traídos por sus maestros y sus maestras, en vista del efecto saludable que la ceremonia podía tener sobre sus mentes precoces. Con el fin de que ocuparan un lugar ventajoso, se los había reunido antes del amanecer.

Muchos de los que esperaban se habían puesto en cuclillas o se habían sentado o acostado entre los matorrales del lugar; los vendedores circulaban por doquier vendiendo tortas, pasteles y limonada. Algunos jugaban dados para pasar el tiempo. Dos grupos cantaban; uno estaba formado por borrachos estridentes, el otro por personas serias y religiosas. Aquí y allá yacían juntos hombres y mujeres, adoptando posturas poco respetables. Las mujeres reían ruidosamente y tenían las caras pintadas. Los perros ladraban y los caballos relinchaban y los niños gritaban y los hombres discutían. Seguía llegando gente. Ahora, el sol brillaba intensamente, pero del lado del mar estaba formándose una gran nube, oscura como la ira de Dios.

A lo lejos, el reloj de la cárcel comenzó a dar las nueve. Cuando cesaron las campanadas, un silencio expectante se había cernido sobre la multitud. Durante unos momentos el único sonido fue el que producía el viento. Después, comenzó a sonar la campana de la prisión y la gente que estaba sentada se puso de pie y comenzó a presionar y a apretarse alrededor del cadalso.

Durante un rato no ocurrió nada; la gente se agitaba y trataba de ver mejor.

—Falsa alarma —dijo riendo una mujer a Sam.

—Caramba —dijo otra—. Qué farsa.

—Quizá lo han perdonado —dijo un hombre—. Mi tío me contó que un hombre fue perdonado cuando acababan de ahorcarlo. Llegó el indulto…

—No… si sonó la campana significa que…

Aunque era un día fresco, en medio de la multitud hacía calor y se respiraba un aire viciado. Sam pensó: «Todas estas almas perdidas, hundidas en el foso carnal del pecado. Tantos a quienes atender, tantos a quienes llevar a la penitencia y la redención. Si el Espíritu llegase a ellos como lo hizo en Gwennap hace dos años…».

—¡Ahí está!

Una procesión venía subiendo la pendiente. El carcelero jefe marchaba delante, seguido por cuatro hombres. Después, el carro con el capellán, el condenado, el verdugo y dos guardias más. Después, seis guardias más a pie, delante del carruaje del gobernador, donde venían el gobernador y el sheriff. Después del carruaje, los ayudantes, el cirujano de la cárcel y su propio ayudante; finalmente, los seis parientes principales, con una turba abigarrada de unas cincuenta personas, los espectadores que habían esperado a la puerta de la cárcel. El prisionero, un hombre bajo y robusto de alrededor de veinticinco años, no había cambiado mucho desde la vez que Sam lo había visto en el cottage de Hoskin, entusiasmado por el éxito de la asamblea de protesta.

Los guardias abrieron paso a la procesión. El carro, un viejo artefacto con chirriantes ruedas de madera, fue a detenerse frente a la plataforma y sus ocupantes descendieron. John Hoskin tenía las manos atadas adelante, pero respondió con una semisonrisa a los gritos de aliento de los amigos que estaban en la multitud. Se hubiera dicho que venía para intervenir en un concurso de lucha.

Sam sintió el aliento de otras personas en el cuello, y los codos y las rodillas que le presionaban sus propias costillas y los muslos, porque estaba en medio de la multitud. Los guardias, armados con varas, impedían que la gente desbordase los límites que se le había asignado. El gobernador leyó una breve proclama que explicaba la naturaleza del delito y el castigo decretado. La mayor parte de sus palabras se perdió a causa de los gritos de la multitud, a la cual ahora se obligaba a retroceder. Varios individuos pisotearon los pies de Sam, y una mujer medio cayó sobre él, apretada por los que estaban delante.

Poco después se oyeron gritos de: «¡Silencio, silencio!», y se vio que John Hoskin, alias Gato Salvaje, se arrodillaba con el capellán y decía una plegaria. Había palidecido y transpiraba, pero aún se dominaba. Después de rezar la oración, el verdugo tomó la cuerda y la ató al extremo de la plataforma; Hoskin dio un paso hacia el borde y comenzó a hablar a la gente.

—Amigos míos —dijo—, camaradas y compañeros. Hoy venís a ver cómo paso a un mundo mejor. Todos sabéis que hice las paces con el Todopoderoso y que me dirijo a ese mundo mejor pidiendo piedad y perdón a todos aquellos a quienes hice mal… y que el Señor tenga compasión de mi alma. Pero sabed todos, amigos, camaradas y compañeros, que por muchos que hayan sido mis pecados, nunca, nunca, nunca, puse las manos sobre ese Samuel Phillips, ni le robé trigo, ni nada parecido. Jamás lo conocí, ni lo vi antes ni después y…

Ahogó su voz un rugido de la multitud, que parecía medio simpatizar con él y medio divertirse. Era evidente que sus palabras desagradaban al gobernador y al capellán, en primer lugar porque denunciaba la falsedad del fallo judicial, y era muy peligroso que esa idea penetrase en las cabezas de los oyentes; y segundo, porque sugería que el capellán había fracasado en su intento de conseguir que se arrepintiera. En general, en el último instante la mayoría de los condenados reconocían su culpa.

Pero el intento de acallarlo habría provocado un disturbio, de modo que no hubo más remedio que dejarlo hablar. Y habló durante casi quince minutos, a veces arengando a la multitud y otras dirigiéndose a su madre y su esposa. Pero la mitad de lo que dijo se perdió cuando la gente comenzó a fatigarse y dejó de prestar atención. Algunos de los niños que estaban en las primeras filas gritaban, no por temor o compasión, sino porque se habían contagiado de los adultos. Sam sintió deseos de acercarse al hombre y rezar con él por lo menos unos instantes, con serenidad y compostura, pues su modo de hablar sugería que en realidad no había comprendido la naturaleza de su pecado o el modo en que debía arrepentirse.

Pero ahora era demasiado tarde. Demasiado tarde. El discurso había concluido y debía cumplirse el propósito que había concitado la reunión de tanta gente. Hoskin se acercó al centro de la plataforma, trabajado de tal modo que podía ser retirado rápidamente. El verdugo había lanzado la cuerda sobre el cadalso y la había asegurado y ahora se acercó para pasar el lazo alrededor del cuello del condenado. Hoskin inclinó la cabeza para recibir el lazo y ajustó el nudo bajo la oreja, donde podía apretarse con más rapidez. Después, elevó los ojos al cielo, un instante antes de que el verdugo aplicara sobre su cabeza la capucha blanca.

Hoskin elevó la mano para pedir silencio y la multitud se acalló instantáneamente. Comenzó a cantar: «Jesús reinará donde siempre brilla el sol», con una voz que era visiblemente poco musical, pero que no temblaba ni vacilaba. Cantó tres versos, pero hasta ahí le alcanzó la memoria. Bajó la mano. El verdugo retiró la plataforma, y Hoskin descendió unos centímetros y colgó del extremo de la cuerda.

Un gran rugido se elevó de la multitud y los niños gritaron con más fuerza que nunca. Después, el cuerpo comenzó a retorcerse, las manos atadas se agitaron convulsivamente y se elevaron al rostro, como para desgarrar la máscara. Los puntapiés se hicieron violentos, y dos amigos del condenado, que habían irrumpido a través del cordón para «tirarle de la pierna», como se decía, no pudieron aferrarlas. La sangre y la espuma mancharon la máscara. Después, cuando las convulsiones se atenuaron, la orina y las heces negras y húmedas comenzaron a caer de la figura al suelo.

Después, la figura quedó inmóvil, como una muñeca al extremo de una cuerda, como un manojo de trapos sucios y húmedos colgados a secar. El sol se había escondido tras una nube, pero ahora salió de nuevo e iluminó la escena. En el cielo, algunos cuervos describían círculos.

La turba comenzó a moverse, a desperezarse, a perder el interés en ver lo que ya no valía la pena ver. Unos pocos se mostraban nerviosos pero no hablaban; unos pocos estaban excitados y charlaban, y algunos parecían joviales. Pero la mayoría mostraba una actitud serena. Casi todos se alejaron después de ver el espectáculo que habían venido a ver, la mente orientada ya hacia los asuntos cotidianos. Los niños formaron fila para volver a la escuela. Los vendedores de golosinas comenzaron a pregonar su mercancía.

El cuerpo fue descendido al suelo y el cirujano de la prisión declaró que el condenado había muerto. El gobernador y el sheriff subieron al carruaje, y cuatro guardias depositaron el cadáver en el carro que lo había traído. La gente bien vestida comenzó a descender de su plataforma, charlando y riendo. El verdugo bostezó, se puso la chaqueta y se la abotonó. Media docena de personas trataron de robar la cuerda, a la que se atribuía propiedades mágicas, pero no pudieron realizar su propósito.

Sam escupió al suelo entre los desechos y los brezos pisoteados, y después fue a reunirse con el pequeño grupo de deudos que, como él sabía, esperaba se les entregase el cadáver para llevarlo de regreso y ofrecerle cristiana sepultura.

II

El día de la fiesta de Sawle se inició con niebla espesa, un hecho que no era desusado en esa época del año cuando hacía buen tiempo y la temperatura era cálida. Era el llamado «tiempo de la sardina», pero habría merecido mejor acogida en otra ocasión. A las nueve de la mañana apenas se podía ver a pocos metros de distancia en el campo donde debían realizarse los encuentros. La gente ya se preparaba para beber té y divertirse. A las diez, la niebla se disipó un poco y pareció que muy pronto desaparecería del todo. Jud Paynter señaló que a un par de kilómetros tierra adentro el sol estaba caliente como estiércol. Pero hacia las once, cuando debía comenzar el servicio en la iglesia de Sawle, la niebla estaba más espesa que nunca, y era una masa pegajosa, móvil y húmeda. Los asistentes parecían espectros en el cementerio.

La iglesia estaba colmada, y algunas personas estaban de pie. Siempre era el día más atareado del año, y a pesar de su mala voluntad habían convencido a Ross de que fuera. Jeremy deseaba asistir, pues varios de sus compañeritos, por ejemplo Benjy Cárter, le habían dicho que irían, y Demelza pensó que debía acompañarlo. Ross consideraba especialmente desagradable volver a ver a George después de tan poco tiempo, pero Demelza, que sabía que esa tarde ambos asistirían a los encuentros deportivos, señaló que se podía evitar a un hombre tan fácilmente en la iglesia como fuera de ella.

Apenas se sentó en su escaño, Ross lamentó haber ido, pues observó que el reverendo Clarence Odgers sería asistido en el servicio por el reverendo Osborne Whitworth. Su antipatía instintiva hacia el joven de gruesas piernas se veía agravada constantemente, cada vez que se encontraban, a causa de las actitudes arrogantes de Whitworth y por el hecho ulterior de que George dos veces había aventajado a Ross, promoviendo los intereses de Whitworth contra los de la persona a la que podía considerarse el candidato de Ross. Primero, había casado con Morwenna a ese clérigo excesivamente emperifollado y charlatán, cuando Ross comenzaba a percibir el hecho de que él podía unir a la joven con Drake. Y segundo, había logrado que le asignaran la renta de esa parroquia, pese a que el propio Odgers la necesitaba y la merecía más.

Era muy irritante, y lo parecía aún más porque Ross advertía la influencia de sus propios defectos en el desenlace. En cada caso, si él hubiera apreciado más rápidamente la situación y se hubiese mostrado más activo, hubiera podido aventajar a su adversario. En cada caso, el mal había triunfado. Y cuando el mal oficiaba en una iglesia cristiana revestido con los atavíos de la divinidad, verlo era ofensivo.

Mientras el servicio se desarrollaba, Ross pensó agriamente que allí estaban todos: la alta y morena Morwenna al lado de los cabellos más claros de Elizabeth; George, con su grueso cuello, elegante con su chaqueta y sus calzones de seda marrón; también Drake, al fondo de la iglesia, pero aún nada se sabía de Sam. Quizás ese joven tonto no se presentara al encuentro, y en ese caso perdería la apuesta. Ross sintió el dolor del hombro. Habían practicado algunas llaves, y aunque carecía de entrenamiento, Sam no era un novicio en el juego. Mucho dependía de que se concentrara. Tom Harry era un hombre brutal que poseía muy escasa inteligencia. Pero si Sam perdía el tiempo en pensar en su próxima ceremonia religiosa, sería derrotado sin remedio. Tal vez debería concentrarse en la idea del alma que deseaba ganar…

El señor Odgers rezaba nerviosamente. El vicario que había precedido a Osborne nunca había estado tan cerca, y tener a su superior allí era una experiencia nueva e inquietante; Whitworth escuchaba todo lo que se decía, y su rostro de hombre bien alimentado mostraba una expresión de censura. Gracias a la breve experiencia realizada hasta ese momento, Odgers ya sabía que algún aspecto de su conducta sería criticado; y parecía que hoy en la mente del vicario fermentaba una acritud especial. Ya se habían dicho palabras duras acerca de los campanilleros, los instrumentos musicales del coro, la condición del cementerio y la limpieza de la iglesia. Y no sería lo único. La retahíla de comentarios irritados del señor Osborne Whitworth había sido interrumpida sólo por la llegada de los Warleggan y la necesidad de comenzar.

Así, el servicio se había cumplido y finalmente el señor Whitworth se puso en pie para ofrecer el sermón. Subió al púlpito, se aclaró la voz y agitó el manojo de notas.

Eligió el texto de Job 26: 5-6: «Se forman cosas muertas bajo las aguas y los habitantes que las pueblan. El infierno se presenta desnudo ante él, y la destrucción no se oculta».

Un texto tan eficaz como cualquier otro para el sermón que él se disponía a predicar, pero que no parecía apropiado para festejar el día de un santo, el día en que la parroquia celebraba su conversión al cristianismo, gracias a la acción del monje irlandés que allí había fundado una casa de oraciones mil cien años antes. Pero en su inquietud, el señor Odgers no se había engañado cuando supuso que en el carácter de Ossie estaba fermentando una acritud especial. El cilicio que San Sawle se aplicaba no hubiera podido ser más irritante para el nuevo vicario que el descubrimiento que había realizado una semana antes.

Rowella no estaba embarazada.

Después de haber abandonado la casa, no hubo ninguna comunicación entre el vicariato y el cottage adonde habían ido a vivir Rowella y Arthur. Ni siquiera Morwenna había intentado ver a su extraviada hermana. Si antes había sentido afecto por Rowella, los episodios del último invierno habían destruido dicho sentimiento. Poco importaba que ella misma no sintiese el más mínimo deseo de reanudar la relación conyugal con el marido. Ni siquiera parecía importar que la mala conducta de Rowella —y la de Ossie— hubiesen facilitado a Morwenna el arma que necesitaba para protegerse de los justos reclamos del vicario. El episodio de la relación entre ambos había repugnado de tal modo a Morwenna que sentía náuseas cada vez que pensaba en ello. Como conocía a Ossie, la enfermaba la idea de que su propia hermana no hubiese considerado ofensivas las atenciones de ese hombre.

Así, entre las dos casas —si podía llamarse así al cottage de los Solway— no se habían mantenido relaciones durante esos cinco meses, hasta el día que Ossie, que había ido a Kenwyn por ciertos asuntos, encontró por casualidad a Rowella, que se proponía visitar a una nueva amiga. La vio tan poco atractiva, tan enigmática, intelectualmente tan inquieta y desde el punto de vista físico tan delgada como siempre; y cuando, después de abrirse paso a través de una maraña de prohibiciones y normas convencionales, alcanzó a formular un tieso comentario acerca de la condición de la joven, ella pareció muy conmovida, le tembló el labio inferior y dijo: «¡Oh, vicario, lo siento muchísimo! Pero, después de todo, en realidad no estuve embarazada. Yo era… una joven muy inexperta y cometí un terrible error…».

Y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero cuando él se apartó bruscamente sintió el alma requemada y calcinada por impíos ardores; y entonces se formó en su espíritu la convicción de que esa inmunda muchacha lo había extorsionado intencionadamente para beneficiarse. Quizá siempre había amado a Arthur Solway y había elegido ese medio de obtener una suma considerable de dinero, con la cual ambos habían comenzado la vida en común. Quizás había conspirado con Morwenna para humillarlo y frustrarlo. O la había enviado el Demonio, o incluso era la fiel servidora del Infierno, y su propósito había sido tentar, traicionar y destruir a uno de los ministros ordenados del Señor.

En todo caso, Ossie no estaba dispuesto a creer en su inocencia. Había sido engañado, seducido, y estafado y finalmente despojado del estipendio de casi tres años de la renta adquirida poco antes de Sawle con Grambler; y a causa del episodio, Morwenna se le negaba definitivamente y se mantenía inaccesible. (Dos veces había intentado acercarse, pero pese a la indignación de Ossie ella había mantenido su actitud contumaz y desafiante, y había repetido las amenazas contra la vida de su hijo).

Sobre este trasfondo, con la espina envenenada que se le había clavado en el corazón y en el bolsillo, el señor Whitworth predicó su sermón, extraído directamente de las más sombrías profundidades de las almas de los autores del Antiguo Testamento, un sermón colmado de alusiones a la ira de Dios, al castigo material de las fechorías espirituales, de rayos, centellas y horribles fuegos, del fin de la casa de Jeroboam, de la matanza de los reyes de Midas, de los Recabitas, los Amalequitas, y la destrucción de Sodoma y Gomorra.

Así continuó cuarenta minutos, y la congregación comenzó a inquietarse y a mostrarse un tanto ruidosa. Pero de ese modo sólo logró que Ossie clamase con voz más tonante. Retomó el tema original y se internó en el relato de los sufrimientos de Job: «Maldito el día en que fui concebido, y la noche que se dijo: Se ha concebido un varón». Así continuó quince minutos más, y el orador ofreció una espléndida perorata, para concluir bruscamente su discurso, como quien cierra su tienda:

—Ahora, en nombre de Dios, Padre, Hijo y… —Ross levantó la cabeza y despertó a Clowance.

George también se movió, y miró primero a Morwenna, que no alzó los ojos, y después a Elizabeth, que le dirigió una sonrisa. Se encogió de hombros y esbozó una semisonrisa. Después dé la reconciliación de Pascua, la relación entre ambos no siempre había sido cómoda. Después de la carga emotiva de la noche en que Elizabeth había tomado la biblia, la mente prudente y detallista de George había repasado todas y cada una de las palabras de Elizabeth, y sus juramentos; y aunque el sentimiento de equidad le indicaba que ella había dicho todo lo que era necesario, su sentido de lo que era propio le sugería que ella podría haber elegido mejores expresiones. Ciertamente, había hablado en el calor y la angustia del momento, y había dicho lo primero que le había venido a la mente. Era lógico y razonable. Pero la sospecha, difundida en el corazón de George por la púa de la tía Agatha, tardaba en morir. La lógica le decía que Elizabeth se ajustaba a la verdad. La lógica le indicaba también que Valentine era su hijo. Perfecto. Pero de tanto en tanto la serpiente de la duda se movía y destruía la lógica.

No había nada más que hacer; lo comprendía perfectamente. Si exigía nuevas seguridades y nuevos comentarios, como el abogado que redacta el contrato de formación de una sociedad anónima, provocaría una situación imposible, el rechazo más irritado y la destrucción total de su matrimonio. No podía esperar nada mejor.

A veces, se sentía como el hombre que padece un dolor, cuya causa puede ser un malestar trivial o una enfermedad temible. Su imaginación, que elabora activamente los datos de su sensibilidad, puede convencerlo de que está próximo a la muerte o de que no es nada grave. En su caso, casi siempre vivía la segunda posibilidad. Elizabeth era una mujer pura y Valentine era hijo del propio George. Hubiera bastado con que ese dolor tenaz, insistente, desapareciese de una vez…

Antes de casarse con Elizabeth, George siempre había deseado poseerla, y la ceremonia del jueves 20 de junio de 1793 le había otorgado esa posesión absoluta. Pero la disputa de abril de 1797 había aflojado los vínculos que los unían. George tenía inteligencia suficiente para comprender que Elizabeth jamás lo abandonaría. Se mostraría fiel a su persona y sus intereses, administraría la casa, velaría por la familia y sería compañera y esposa en todo. Pero había definido claramente sus condiciones.

Al fondo de la iglesia, Drake exhibía un aire absorto que disimulaba el hecho de que no prestaba la más mínima atención al sermón. No había oído ni pensado nada desde que Morwenna había entrado. Cuando ella pasó al lado de Drake, en busca de los escaños delanteros, se vieron por primera vez en dos años. Después de una inquieta mirada de reconocimiento ella había bajado los ojos, pero él había continuado mirándola, como hipnotizado. Advirtió que ella estaba terriblemente cambiada. Parecía envejecida, más delgada, más dura. Alrededor de la boca se dibujaban arrugas que él no había visto antes. La piel, siempre un poco oscura, ahora tenía un aspecto enfermizo, y los ojos se habían empequeñecido, su apostura no era tan grácil y al cabo de un año o dos se le encorvaría la espalda. Si esos dos años habían sido duros para Drake, no lo habían sido menos para Morwenna. Quizá peores, pensó Drake. Se sintió profundamente deprimido, y sobre todo le repugnó la visión de ese clérigo charlatán que desde el púlpito relataba episodios bíblicos.

De buena gana hubiera salido de la iglesia durante el servicio para aliviar su decepción y su dolor frente a alguna de las lápidas funerarias que adornaban el cementerio. Pensó que ahora realmente todo había concluido; y ella ya ni siquiera le interesaba. Era la esposa de un vicario, una matrona, una joven cansada, experimentada y vulgar, de lacios cabellos negros y miopes ojos castaños, una mujer que tenía un hijo, y que debía ocuparse de su marido y la parroquia; el sueño había terminado. Había sido, había existido como un arco iris que se apoya en dos nubes, pero que se esfuma cuando cambia el juego de luces y sombras del cielo.

Hubiera salido de la iglesia, pero cierta necesidad de mirarla lo retuvo. Desde el lugar que él ocupaba podía ver el sombrero marrón y un hombro de Morwenna. Naturalmente, ocupaba un lugar en el escaño de los Poldark —es decir, el escaño de Trenwith— entre el señor Warleggan y su esposa. Ross y su familia ocupaban asientos en el lado contrario de la iglesia, varias filas más atrás. Sólo tres personas ocupaban el escaño reservado a Trenwith. Geoffrey Charles no estaba. Probablemente no había regresado a su hogar. Quizás ese verano no vendría a pasar sus vacaciones.

Después que el señor Odgers elevó la plegaria final, la congregación comenzó a salir. Por supuesto, se acostumbraba dejar que primero se retirasen los caballeros y sus familias, de modo que Drake se vio obligado a permanecer en su lugar. Apenas los Warleggan comenzaron a caminar hacia la salida, bajó los ojos, porque no deseaba molestar a Morwenna. Que ella lo mirase, si lo deseaba; él se sentía muy deprimido y no quería participar de un duelo de miradas.

Pero a veces las mejores intenciones se ven anuladas por un impulso, y en el mismo instante en que vio pasar la falda blanca de Elizabeth, Drake alzó los ojos.

Morwenna lo miraba. A él. Duró seis o siete segundos, y durante ese lapso ella tuvo tiempo de sonreír. Comenzó en los ojos, de modo que pareció que alrededor de ellos la piel se arrugaba un poco más; se extendió a los labios, y después pareció que irradiaba y se extendía a toda la cara. Las arrugas desaparecieron, cambió el color de la cara, la tensión de los labios se aflojó, los ojos recobraron su calidez. Durante un segundo Drake se sintió invadido por una extraña tibieza. Salió el sol, brilló luminoso el arco iris y ella siguió su camino.

Sam Greet lo obligó a salir al corredor y a caminar detrás de la congregación.

—Vamos, hijo —observó el aldeano—. Creo que por un día ya tuvimos bastante predicación.