Capítulo 3

En el camino de regreso a su casa Ross vio a Sam Carne que trabajaba en la pequeña capilla levantada cerca de la Wheal Maiden, de modo que desmontó y entró. Sam estaba solo, y Ross pudo decirle que ahora era improbable que pudiera salvarse la vida de John Hoskin.

—Gracias, hermano. Le agradezco muchísimo que lo haya intentado. No sabía que pensaba hacerlo. Mañana se lo diré a Peter. Pero seguramente él sabe que es probable que ahorquen a su hermano.

Ross miró a Sam, un tanto sorprendido de su tono resignado. La vida y la muerte eran baratas en los distritos mineros, y especialmente lo eran para Sam, que dedicaba gran parte de su tiempo libre a ayudar a los enfermos.

—Peter desea ir, y yo lo acompañaré —dijo Sam.

—¿Adónde? ¿A Bodmin?

—Sí. Al principio quise convencerlo de que no fuera, pero en realidad está en su derecho. La familia de John también irá.

—Pero ¿por qué usted? No pertenece a la familia.

—Peter es mi socio, y no deseo que recorra un trecho tan largo ida y vuelta solo.

—¿Y sus padres?

—Los padres de Peter estarán allí desde la víspera, esperando verlo. El resto irá cada uno por su lado.

Ross paseó la vista por el desnudo salón, con sus bancos y sus sillas primitivas, la Biblia sobre la mesa, al lado de la ventana.

—Será el martes. No olvide que el jueves tiene el encuentro de lucha.

—No —dijo Sam—. No lo he olvidado.

—¿Cree que vencerá?

—En realidad, no lo sé. Estoy más acostumbrado a librar los combates del espíritu.

—¿Solía practicar mucho antes?

—Bastante. Pero dejé de hacerlo después que me reconcilié con Dios.

—¿No sería aconsejable que se entrenase un poco? Sam sonrió.

—Gracias, hermano, pero ¿dónde podría hacerlo?

—Podría ensayar conmigo algunas llaves.

—¿Usted solía luchar?

—Oh, sí.

Sam consideró las respectivas situaciones.

—No creo que pareciera propio.

—Permítame juzgar ese asunto.

—Bien, gracias, hermano, quizá su ayuda sea útil. Lo pensaré.

—No pierda tiempo. Le quedan pocos días.

Cuando Ross volvió a su casa, explicó a Demelza el resultado de su visita a Tehidy.

—No me extraña —dijo ella—. Y no te apreciará más por lo que hiciste, Ross. Creyó mostrarse generoso cuando perdonó a dos, y no le agradará que, después de todo, opines que es un hombre cruel.

—Todos —dijo Ross—, parecen un poco menos preocupados que yo. ¿Tengo el corazón más blando que otros, o sólo me preocupa mi propia conciencia?

—No se trata de que no seamos… blandos —dijo Demelza—. No es eso. Pero quizás estamos más… resignados. Cuando condenan a muerte a un hombre aceptamos la situación, aunque nos parezca triste sabemos que no podemos cambiarlo. Tú quisiste impedirlo… por eso estás más decepcionado. Crees que fracasaste. Nosotros no creemos eso porque jamás pensamos tener éxito.

Ross se sirvió una copa de brandy.

—Cada vez me agrada menos mi participación en esto. Fue un paso equivocado. Y además, cada vez me agrada menos pensar que lucho contra los franceses mandando una tropa de voluntarios. Si vienen los franceses, tal vez seamos útiles, pero si no vienen, es más probable que nos usen para aplastar insurrecciones locales.

—Entonces, ¿apoyas la insurrección?

Ross hizo un gesto impaciente.

—¿Cómo puedo pretender que lo comprendas si yo mismo no lo veo claro? Mis sentimientos de lealtad se contradicen irremediablemente.

—A veces, también los míos —dijo Demelza con acento de profunda sinceridad.

—¡Y George parece más intratable a medida que pasa el tiempo! Hace un año, o cosa así, creí que nuestra enemistad comenzaba a disiparse. Con los años envejecemos y nos mostramos más tolerantes, y me pareció que si lográbamos evitarnos gradualmente se crearía una actitud de mutua indiferencia.

—¿No es ese el inconveniente?

—¿Cuál?

—Bien, desde que estrechaste tus relaciones con lord de Dunstanville, no ha sido tan fácil que vosotros dos os evitarais.

Ross concluyó su brandy y se sirvió otro.

—Quizás en el futuro vea menos a Dunstanville. En todo caso, así lo desearía.

—¿Puedes servirme una copa?

Él la miró.

—Disculpa, querida. Creí que preferías el oporto.

—El oporto sirve en las reuniones —dijo Demelza—. Y después de beber una copa, siempre quiero continuar. No me gusta mucho el sabor del brandy, de modo que el peligro es menor.

Ross tomó una copa y sirvió una porción de licor.

—Es extraño que por el hecho mismo de rechazar la oferta de Basset haya terminado por relacionarme más con George —y con un George muy altivo— que lo que hubiera sido normal de haber aceptado. Quizás —agregó humorísticamente— debí ser miembro del Parlamento ¡sólo para salvarme de George!

Demelza esbozó una mueca, los ojos fijos en el brandy.

—En ese caso, ¿no hubieran sido aún más graves tus conflictos morales?

Él la miró, un tanto desconcertado porque ella había tomado en serio su frase sarcástica.

—Me dijiste entonces que yo sería un diputado mediocre.

—No dije mediocre —corrigió ella—. Dije que no te sentirías cómodo.

—Bien, ahora me siento aún más incómodo, y debo soportarlo. Y tú también tienes que afrontar esto.

—Ross, no te tortures. No puedes rehacer el mundo.

—Deberías decir lo mismo a tu hermano, que contempla la posibilidad de redimirnos a todos.

Demelza sorbió de nuevo su licor, pensativa y al mismo tiempo inquieta.

—Sin embargo, él no se muestra inquieto. Su situación es muy diferente. Yo diría que tiene pocas deudas.

—Ojalá no intentase redimir al sirviente de George luchando con él. He apostado cien guineas al resultado del encuentro.

—¡Judas! ¿Cómo es posible?

Ross le explicó lo que había ocurrido.

—Por supuesto, Sam no intenta redimir a Tom Harry, sino a otra persona —dijo Demelza.

—En efecto, de eso se trata. ¿Has visto luchar a Sam?

—No, era demasiado joven cuando yo dejé mi casa. Tenía once o doce años. ¡Pero espero que venza, aunque sólo sea para salvar nuestro dinero!

—Yo deseo que venza para fastidiar a George. Y además, Tom Harry es un matón prepotente. Me parece que Sam no tiene idea de que debe prepararse para afrontar a su adversario, y por eso le dije que practicase conmigo algunas llaves los próximos días.

—¡Ross! ¡No puedes hacer eso!

—¿Por qué no?

—¿Cuándo luchaste por última vez?

—Tú lo sabes. Hace unos años, cuando arrojé a tu padre por esa ventana.

—¡Hace unos años! ¡Trece años! Querido, es imposible. ¡Terminarás lastimado!

Ross la miró con expresión burlona.

—No piensas en las heridas que puede recibir Sam.

—Bien, ¡es casi un niño! Y él no me interesa tanto. No, no debes hacerlo. ¡Prométeme que no harás eso!

—No puedo, porque ya me comprometí con Sam.

Demelza se sirvió una segunda dosis del licor que no le agradaba.

—Dios mío, no sé qué hacer contigo. Siempre estás en dificultades. Ross, no creas que intento acobardarte, no se trata de eso, eres un hombre sano y fuerte y no has engordado. Pero por favor, recuerda que cuando peleaste con mi padre tenías más o menos la edad de Sam, y que ahora ya no eres tan joven.

—Tengo más o menos la misma edad que tenía tu padre cuando peleó conmigo, y te aseguro que no fue fácil vencerlo. Soy exactamente el antagonista que Sam necesita.

—¡Ojalá luchases personalmente con Tom Harry! —exclamó irritada Demelza—. Eso te agradaría, y yo tendría bastante tarea cuidándote los huesos rotos.

—Quizá —dijo Ross— podíamos continuar con un encuentro de hombres maduros… por ejemplo George y yo. Eso sería realmente interesante.

Demelza bebió un trago de brandy.

—Bien, tenemos otro problemita. Hoy vino Carolina.

—¿Dónde está el problema? ¿Cómo se siente?

—Mejor. Fue un malestar del estómago. Se quedó aquí una hora.

Ross esperó. Ahora comprendía que se trataba de algo importante para Demelza, y que ella había deseado mencionar el asunto desde el primer momento y que por ello se sentía nerviosa.

—¿Sí?

—Hugh Armitage está enfermo, y lord Falmouth escribió a Dwight pidiendo que lo examinase. De modo que irá mañana, acompañado por Carolina, y ambos cenarán en la residencia.

—Lamento saber eso; pero ¿qué tiene que ver con nosotros?

—Bien, Hugh agregó una nota dirigida a Carolina, preguntando si podía convencernos —a ti y a mí— de que los acompañásemos. Dice que desea especialmente volver a vernos si… si no tenemos otros compromisos… eso dice. Y pregunta si podemos ir con los Enys.

—Comprendo.

—Carolina y Dwight parten a las diez de la mañana. Él se propone practicar su examen antes del almuerzo y regresar a las seis.

Una página del Sherborne Mercury crujió cuando Ross la volvió.

—¿Y qué respondiste?

—Dije que hablaría contigo y después les informaría.

—¿Qué le pasa a Hugh? ¿Los ojos?

—Eso no es todo. Sufre mucho a causa de las jaquecas y los accesos de fiebre baja.

Ross miró fijamente el periódico con sus columnas de apretada letra.

—Me temo que no podremos ir. Debo ver a Henshawe y también vendrá Bull. De todos modos, no deseo ir. Mi última conversación con George Falmouth no fue especialmente grata, y él me desairó explícitamente cuando no hizo caso de mi petición de interceder en favor de Odgers.

Demelza depositó su copa y se chupó un dedo.

—Está bien. Pero creo que deberíamos avisar esta noche a Carolina. Sería más… cortés.

—¿Qué conviniste con ella?

—Dije que enviaríamos una nota si decidíamos no ir. Quizá no importa mucho.

Ross vaciló, indeciso.

—Tal vez tú podrías acompañarlos.

Ella lo miró y parpadeó.

—¿Cómo puedo ir sin ti? No sería muy apropiado.

—No lo creo, si vas con Dwight y Carolina. Sospecho que a ti es a quien en realidad quiere ver Armitage.

Demelza negó con la cabeza.

—No sé. No sé si conviene que vaya sola con ellos.

—Bien, no veo nada que lo impida, pero tú debes decidirlo.

—No, Ross… en realidad, a ti te toca decidirlo. Yo no… no sé qué decir.

—Bien —observó Ross con un gesto impaciente—. Si te digo que vayas, puedo parecer imprudente. Si te digo que no lo hagas, pareceré cruel.

—No hay razón para pensar así. Puedo presentar una excusa. Y todos entenderán. Pero ¿por qué sería imprudente de tu parte decirme que vaya?

—No sé hasta dónde has comprometido tus sentimientos.

Demelza volvió los ojos hacia la ventana. El sol estival había bronceado su piel pálida.

—Ross, yo misma no lo sé, y es la verdad. Solamente sé que…

—¿Sí?

—Conozco sus sentimientos hacia mí.

—¿Y eso importa?

—Sí, importa. ¿Cómo puedo evitarlo?… Si realmente está enfermo, creo… creo que yo debería ir. Pero soy tu esposa, Ross, siempre… tu esposa. Y eso es todo.

Después de un momento, Ross dijo:

—A decir verdad, en el corazón de una mujer no hay lugar para dos hombres, ¿verdad? Por lo menos, si hablamos de sentimientos profundos.

—O espacio para dos mujeres en el corazón de un hombre —observó Demelza.

—¿Por qué dices eso?

—¿No es lógico preguntarlo?

Estaban a un paso de decir mucho más, pero la llegada de Jeremy, que abrió bruscamente la puerta e irrumpió en la habitación anunciando un plan que había concebido para la fiesta de Sawle, interrumpió el diálogo. No volvieron a abordar el asunto hasta esa noche, cuando ya se habían acostado; y entonces, la tensión entre ambos, si bien no había desaparecido, ya era un poco menor.

—¿No enviaste el mensaje a Carolina? —preguntó Ross.

—No. No sabía qué decirle.

—Creo que deberías ir. ¿Por qué no? Si ahora no puedo confiar en ti, ¿podré hacerlo jamás?

Demelza frunció el ceño.

—Gracias, Ross. Estaré… estaré bien cuidada. Carolina no permitirá que me desvíe.

—Evita tú misma los extravíos. Como sabes, aprecio a Hugh, y no me desagrada que te admire… mientras eso sea todo. Un hombre no quiere que su esposa sea una mujer a quien los de más hombres no desean.

—Está bien, Ross.

—Pero un hombre desea que su esposa sea una mujer que no esté al alcance de otros hombres. Recuérdalo, ¿quieres?

—Sí, Ross.

—Confío en que Dwight podrá ayudarlo. Ojalá recibamos buenas noticias.

—Creo que Jane podrá ocuparse de tu almuerzo —dijo Demelza, aún dubitativa, aunque de ningún modo por las razones más apropiadas.

—Ya lo hizo otras veces. A propósito, Bull almorzará conmigo.

—No olvides que he preparado ese pastel especial.

Se hizo el silencio. Los días eran más cortos y ya no mostraban la misma luminosidad de junio.

—A propósito de lo que me preguntaste antes de que Jeremy nos interrumpiera —dijo de pronto Ross.

—¿Qué pregunta?

—Si en el corazón de un hombre hay espacio para dos mujeres. La respuesta es no… Por lo menos si pensamos en el verdadero amor. Nunca te conté… hace más o menos un año fui a la iglesia de Sawle para ver qué podía hacerse con la lápida de Agatha y encontré a Elizabeth, que volvía de la casa de Odgers. La acompañé hasta Trenwith, y hablamos de diferentes cosas.

—¿Qué cosas?

—No importa. Lo que entonces conversamos no influye en lo que ahora tengo que decirte. Era la primera vez que la veía a solas desde… Bien, desde hacía varios años. Creo que cuando terminamos de hablar nos entendíamos un poco más que desde… desde su matrimonio con George. Continúa siendo una bella criatura, una mujer de carácter tierno, bondadoso y honesta, y ese individuo con quien se ha casado ciertamente no la merece. Te digo todo esto intencionadamente porque es mi opinión de Elizabeth.

—Me alegra saber que piensas así.

—No, no te alegras, pero eso no importa. Lo que deseo decir es que terminé ese encuentro con la renovada convicción de que ella ya nada significa para mí, es decir, no significa lo mismo que tú. Antes la amé, como bien lo sabes, y también la idealicé. Siempre pienso en ella con admiración y afecto, pero… nunca será para mí tan importante como lo eres tú… mi centro supremo y fundamental, como persona y como mujer…

Mientras hablaba, Ross tenía conciencia de que había dudado durante demasiado tiempo para decir eso, y que ahora había elegido el peor momento posible, cuando entre ellos había cierta animosidad. Las circunstancias del afecto de Demelza por Hugh Armitage desequilibraban a Ross, y el resentimiento contenido le inducía a decir esas cosas ciertas y reconfortantes, con una rigidez que les confería un tono pomposo y frío. Era como la repetición de aquella Nochebuena, cuando en su intento de decirle más o menos lo mismo, había provocado en Demelza una reacción tan perversa que ella había vuelto del revés todos los razonamientos de Ross, convirtiendo su bondad en condescendencia, sus cumplidos en insultos, sus pruebas en refutaciones y todos sus asertos en la formulación de lo contrario. Ross jamás había visto tanta malevolencia. Ahora, esperó irritado la repetición de la escena.

En cambio, ella suspiró y dijo con voz apagada:

—Oh, Ross, qué mundo extraño.

—En efecto, así es.

—Las palabras nunca expresan bien el sentido que les atribuimos, ¿verdad?

—En todo caso, en mis circunstancias así es. Me alegro de que lo comprendas.

—No, no me refería a eso. No me refería a ti —ni a lo que dices— sino a todos. E incluso en el amor hay incomprensión. Tratamos de comunicarnos como si nos separara una lámina de vidrio. Pero mira, Ross… ¿cómo puedo contestar a lo que acabas de decir?

—¿Acaso no puedes?

—No del todo. Creo que hablar ahora de nada serviría… podría crear aún más confusión que la que ahora soportamos.

—¿En quiénes?

—Tal vez en ambos… Querido, ahora no puedo contestarte. ¿Te importa?

—¿Debería importarme?

—Creo que debo callar —dijo Demelza—. Me siento sola.

Ross apoyó la mano sobre los cabellos de Demelza y palpó la textura de sus mechones. De modo que no habría batalla. Se aceptaba sin discutir la explicación que había ofrecido de sus propios sentimientos. Incluso su encuentro con Elizabeth. Le complació que ella adoptase esa actitud. Pero ¿debía complacerle? ¿Y por qué? Quizá de un modo ilógico, Ross no se sentía más feliz con la serena respuesta de Demelza. Le pareció que en relación con su matrimonio implicaba un augurio peor que lo que hubiera sido un estallido violento.

II

Llegaron a Tregothnan a las doce y fueron recibidos en la puerta por el teniente Armitage, cuyo aspecto en nada había cambiado. Besó la mano de Demelza y fijó sus ojos intensos y apasionados en su rostro. Quitó importancia a su reciente enfermedad, dijo que se sentía mucho mejor y que todo había sido un ardid para inducirlos a aliviar la monotonía de la vida civil. Lord Falmouth no se presentó, y mientras Dwight y Hugh subían al dormitorio del joven marino, las mujeres quedaron en compañía de la señora Gower y sus tres hijos, que les mostraron un sendero que descendía hacia el río, y una vista de los altos barcos anclados a corta distancia de la orilla.

Lord Falmouth se reunió con ellos para cenar, y llegó acompañado por el marido de Francés Gower, el capitán John Leveson Gower, también representante por Truro, y el hombre que a causa de la derrota electoral sufrida un año antes, había tenido que formar a regañadientes pareja con George Warleggan. No era que hubiesen tenido que verse con frecuencia, salvo cuando se encontraban en la Cámara, pero esas ocasiones no habían dejado recuerdos muy gratos a ninguno de los dos. Era una situación que podía olvidarse pese a que las posiciones de los dos caballeros rara vez habían discrepado mucho. Durante un rato no se habló de la revisión médica realizada en el primer piso, hasta que lord Falmouth dijo:

—Doctor Enys, confío en que cuando llegue el momento de la elección usted habrá logrado que mi sobrino goce de perfecta salud. Necesito un candidato joven y vigoroso que apoye a mi cuñado y defienda los intereses del distrito.

El rostro delgado de Dwight no tenía una expresión muy alentadora.

—Milord, es difícil que nadie goce de perfecta salud, y no creo probable que Hugh la consiga. Debemos conformarnos con algo menos que una salud perfecta, y confío en que eso bastará a los electores de Truro.

—No sé si nada será bastante bueno para los electores de Truro —dijo el capitán Gower—. Ahora que De Dunstanville ejerce tanta influencia, son mayores las probabilidades de que yo pierda mi escaño en lugar de que Hugh obtenga el suyo. ¿Ya se sabe quién será el candidato de esa gente para acompañar a Warleggan?

—Creo que Henry Thomas Trengrouse.

—Es un hombre de prestigio, que goza de la ventaja de ser bien conocido en la ciudad.

—Pensar que hace años estuve a un paso de casarme con un miembro del Parlamento —dijo Carolina—. Si es necesario que viva en un distrito representado por dos hombres, creo que prefiero que mi esposo sea médico.

Todos rieron.

—No sé cómo le sentará a Hugh la vida parlamentaria después de ser marino —dijo la señora Gower—, en el supuesto de que conquiste el escaño.

—He tenido la fortuna de conseguir muchas cosas —dijo Hugh, con una mirada a Demelza—. Ahora, aprovecharé lo mejor posible lo que el destino me depare.

Deseosa de evitar que los presentes extrajeran sus propias conclusiones después de oír la observación de Hugh, Demelza dijo:

—Lord Falmouth, ¿por qué no hace las paces con lord de Dunstanville? ¿No sería posible que hubiera amistad en lugar de toda esta rivalidad?

Falmouth la miró, un poco sorprendido, y no muy satisfecho, como si la política no fuese tema apropiado para las mujeres.

—Señora, sería deseable si pudiéramos considerarlo posible; lamentablemente, el nuevo y dinámico par tiene sus propios y arrogantes planes, y el dinero necesario para ejecutarlos —contestó Gower.

—Por otra parte, yo no aceptaría un compromiso con un hombre como ese —dijo secamente Falmouth.

—Bien, esta misma primavera me dijo… —continuó Demelza, casi sin aliento—. Lord de Dunstanville me dijo esta misma primavera que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo con su… su Señoría acerca del control de los escaños de Cornwall.

—¡Demonios! —exclamó Hugh—. ¿Cuándo dijo eso?

—Vinieron a cenar a nuestra casa. Después, durante un paseo a la orilla del mar, dijo que su… que la situación había cambiado desde que él era par, y que no deseaba… dijo que no deseaba continuar esta pelea.

Se hizo el silencio mientras el grupo digería no sólo la comida.

Falmouth observó impaciente:

—¡Oh, meras palabras! Siempre supo hablar. Nos encontramos o nos cruzamos de tanto en tanto en Londres. Mi primo está bajo su mando en los Defensores. Si pensara realmente en un compromiso, dispone de sobradas oportunidades para abordar el asunto sin…

—Sin comunicar sus opiniones por intermedio de una dama —dijo Carolina—. Quiso decir eso, ¿verdad? Pero precisamente porque él no creyó que sus opiniones serían transmitidas fue tan franco con la señora Poldark. ¡En vista de todos los prejuicios que usted alienta contra las mujeres, era imposible que escuchase a una de ellas!

Amablemente, porque era difícil adoptar otra actitud con Carolina, lord Falmouth comenzó a protestar que él carecía por completo de tales prejuicios; pero la conversación no terminó allí. Después de todo, la disputa y la rivalidad por este escaño o por aquel, se había prolongado durante años, había costado mucho dinero y consumido tiempo y trabajo. Gower resumió la situación con estas palabras:

—Bien, George, por mi parte de buena gana concertaría un acuerdo electoral. Desde el punto de vista de mi carrera en el Almirantazgo es esencial que no pierda mi representación en el Parlamento, y aunque sin duda podría hallarse otro escaño, la tarea tendría sus dificultades. ¿Por qué no da a entender que también usted está dispuesto a concertar un acuerdo?

—¿Y qué tipo de compromiso cree usted que él propondría? —preguntó Falmouth—. ¡No se satisfará ni siquiera con un quid pro quo! ¡Querrá dos escaños por uno!

—Valdría la pena descubrir qué piensa exactamente.

—¿Y arriesgarse a sufrir un desaire? Además, nadie querrá representar el papel de mediador.

—Yo podría hacerlo —dijo Hugh.

—¿Cómo? Eres un presunto candidato, y por lo mismo se sospechará de ti.

—Hugh, aún no está en condiciones de salir —dijo Dwight—. Y tampoco es probable que lo esté durante las próximas dos semanas.

—Oh, tonterías, no se trata de salir a combatir contra el dragón…

—¿Quién sabe?

—Un momento —dijo Carolina, y todos se volvieron hacia ella y la miraron. El girasol había vuelto a florecer hoy—. No me agradan demasiado los mediadores… interpretan mal las inflexiones de la voz y embrollan los mensajes; además, no hay mucho tiempo. Milord, ¿es usted demasiado orgulloso para almorzar con Dwight y conmigo?

—¿Orgulloso? —dijo tiesamente Falmouth.

—Bien, tenemos mucha tierra, pero la casa necesita urgentes reparaciones. Después de casarme me he preocupado tanto de cuidar a un marido que también necesitaba reparaciones que todavía no nos hemos ocupado de la casa. Pero comemos normalmente, y nuestra cocinera es bastante diestra. Venga a almorzar un día de la semana próxima.

—¿Con qué propósito?

—No pregunte el propósito, y así no necesitará rehusar.

—Señora, usted es muy amable. Pero sería…

—Tío —dijo Hugh—, creo que debería aceptar. ¿Qué puede perder? Ni siquiera prestigio, pues si el encuentro fracasa nadie se enterará.

—Todos se enterarán —dijo Falmouth—. ¡En este condado es imposible guardar secretos!

—Milord, creo… —dijo Carolina, revelando un tacto que nadie habría esperado de ella—, que estamos presionándolo demasiado. No digamos más por ahora. Pero a fines de la semana le enviaré un lacayo con una invitación, y en ese momento a usted le tocará decidir si acepta o no.

—Una idea excelente —dijo la señora Gower—. Ahora, señoras, deberíamos dejar que los caballeros beban su oporto…

III

—¿Bien? —dijo Demelza mientras se alejaban de la casa.

La fiebre no ha sido intensa —explicó Dwight—, y si eso fuera todo habría poco de qué preocuparse. Pero la fiebre es el síntoma de otra condición, y lo mismo cabe decir del dolor, la jaqueca. Le suministré un paregórico que debe tomar en pequeñas cantidades, y un poco de sal de ajenjo y corteza peruana. Le permitirá evitar el retorno de la fiebre durante la noche. Pero si hay otra causa profunda, de nada servirá. Sabremos más dentro de dos o tres semanas.

—¿Y los ojos?

Dwight sostuvo con cuidado las riendas mientras atravesaban un accidentado camino.

—No hay cataratas. O por lo menos, no las veo. Creo que hay algo detrás del ojo, pero es imposible decir de qué se trata. Un vaso sanguíneo dañado, un nervio que pierde su poder óptico.

—Entonces… ¿concuerda con los médicos londinenses?

—No puedo discrepar con ellos. Pero en estas cosas aún es muy poco lo que sabemos. Creo que se equivocaron al decírselo.

—¿Por qué? ¿Por qué no debían decírselo?

—Porque en Quimper a menudo vi a hombres imponerse a la enfermedad sólo con su voluntad de vivir. Creo que la mente rige la salud más de lo que sabemos, y a nadie ayuda enterarse de un absoluto cuando el absoluto en realidad no es tal hasta que se realiza.

Carolina se acercó un poco más.

—¿Lord Falmouth te preguntó acerca de Hugh?

—Por supuesto. Poco pude decirle, porque es poco lo que sé. No le dije que sería imposible que Hugh fuese al Parlamento. Quizás aún lo logre. Es joven. Un ojo está mejor que el otro. Si no continúa agravándose, podrá arreglarse bastante bien con una lente.

Demelza se estremeció.

—Todavía… todavía no sabe qué ocurrirá.

—Debemos lograr que vaya al Parlamento —dijo Carolina—. Tendrá más en qué pensar y más que hacer.

Continuaron cabalgando por el camino en dirección al río.